Alma

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XVII. El Club de los Antiguos Senderos Rectos

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XVII

EL CLUB DE LOS ANTIGUOS SENDEROS RECTOS

1

—¿Señor Waters? —preguntó Alma a través del teléfono.

—Al habla.

—Soy la doctora Chambers. No sé si me recuerda. Me hizo usted una entrevista…

—Oh, claro que la recuerdo —respondió Pete de inmediato. Había cierto interés en su respuesta, y Alma lo captó con satisfacción. Era, desde luego, una buena señal.

—Me alegra oír eso —respondió la doctora—. Porque si no me recordara haría más difícil el motivo de mi llamada.

—Dígame… ¿puedo ayudarla en algo?

—De hecho, sí. Lo llamo para pedirle algo. Están ocurriendo cosas, cosas importantes, y creo que tienen relación con… Elvenbane.

Hubo una pausa al otro lado de la línea.

—¿Sabe? Es curioso que me llame en este preciso momento.

—¿Ah, sí? —preguntó Alma con una pequeña sonrisa.

—Desde luego. Acaban de pedirme que vaya allí y haga un artículo sobre cómo se sienten los vecinos. Tengo un pase de prensa para…

Se detuvo.

—Vaya —añadió con un susurro.

Alma sonrió, pero no dijo nada.

—Ya entiendo. Usted me llama para que la deje pasar conmigo. No se permite la entrada a nadie que no sea residente, o un periodista con la debida acreditación.

—En efecto, señor Waters.

—Llámeme Pete, por favor. Es usted… sorprendente.

—Yo no, Pete. Las coincidencias, admito, a veces lo son. No debe alarmarse. Acéptelo; hay cosas que ocurren porque deben ocurrir.

Y Pete, que de manera oportuna tenía su acreditación para sortear el bloqueo policial entre las manos, sintió un escalofrío.

2

Alma se detuvo justo cuando estaba a punto de salir de la oficina. Iba un poco retrasada. Si Pete era puntual, ya debía de estar esperándola fuera, pero sentía… Sentía que faltaba algo. Algo aún no estaba bien.

Se quedó quieta, sintiendo, intentando averiguar qué era.

Sin resultado.

Se dio la vuelta y miró alrededor. Observó a Andrew que pasaba consultando un pliego de papeles, observó la puerta de su despacho, el tablón de comunicaciones internas que pendía de la pared…

No, no era nada de eso.

Consultó su pequeño reloj de pulsera y negó con la cabeza. Ya iba diez minutos tarde y empezaba a ser demasiado. La puntualidad, para ella, era importante, porque significaba consideración y respeto, y no iba a hacer esperar más a quien le estaba haciendo un favor.

Caminó resuelta hacia la puerta y salió al exterior, pero tan pronto lo hizo se detuvo de nuevo. La llevó un par de segundos comprender por fin lo que estaba faltando.

Era Jow, por supuesto. Estaba hablando con Pete, que esperaba junto a su coche. Charlaban con despreocupación, bastante animados. El coche era un todoterreno de pequeño tamaño, lo que le hizo levantar una ceja. A veces, las cosas iban tan rodadas que se sentía un poco títere de un destino demasiado grande para ser comprendido.

Entonces se acercó, caminando despacio, como dándoles tiempo.

—Ah, buenos días, doctora Chambers —la saludó Pete cuando reparó en ella.

—Buenos días, Pete. Llámeme Alma, por favor. Es lo justo.

—Claro que sí.

—Veo que ha conocido a Jow.

—De hecho, sí —respondió el periodista, sonriendo—. O tal vez no, porque ya nos conocíamos antes.

—Sí —asintió Jow—. Coincidimos una vez en el Queen’s Teatre de Londres, es lo que estábamos comentando ahora.

—Los Miserables.

Los Miserables —confirmó Jow riendo.

—Entiendo —comentó Alma con una sonrisa.

—Yo había olvidado mi entrada —dijo Pete.

—Y yo llevaba dos, porque iba a ir con una amiga que me dejó colgada en el último momento —se apresuró a decir Jow—. Lo vi allí, como un… Bueno, como un miserable, de hecho, mirando el cartel de la entrada.

Pete soltó una carcajada.

—Tenía envidia —soltó éste, recordando aquella noche—. Llevaba esperando mucho tiempo al momento adecuado para poder asistir. Pero… luego me alegré de ser tan descuidado. Fue divertido…

—¡Sí! Después tomamos un café en aquel sitio…

—¡Oh, sí! —añadió Pete—. El café era bastante nefasto…

—Café para turistas a dos libras y media —rio Jow.

—Sí… Cielos, se me pasó la tarde volando…

Estaban mirándose y riéndose como dos colegiales mientras se abandonaban a los recuerdos.

—¿Y ya está? —preguntó Alma—. ¿No volvieron a verse?

—Eh… No… —dijo Pete, confundido.

—Yo iba a pedirte un teléfono, pero…

—Sí, yo también.

Jow se encogió de hombros.

—No lo hicimos —respondió al fin, sin abandonar nunca la sonrisa.

—No, no lo hicimos.

—Bueno —exclamó Alma, hablando despacio—, ahora se han encontrado de nuevo. Por si les dice algo. Sugiero que esta vez intercambien sus números, pero eso es cosa suya.

Pete bajó la cabeza, ruborizado, pero Jow era una persona fuerte y mostraba una sonrisa enigmática. Alma miraba, divertida, las delicadas filigranas de la atracción sexual y emocional, pero no hacía falta tener ni un ápice de su capacidad para ver que allí había una conexión magnética de primer orden. Estaba allí, instantánea y espontánea, tan cierta como fascinante.

—Sí, claro que sí… —añadió Jow, sonriendo.

Alma reparó ahora en una pequeña herida que estaba ya terminando de curar sobre la ceja derecha de Pete. Una herida de algún tipo. Se tocó la suya propia cuando lo miraba.

—¿Qué se ha hecho ahí, Pete? —preguntó, intentando desviar la oleada de rubor que se había creado entre ellos.

—Oh, esto… No es nada —respondió sin darle importancia—. Tengo otra rozadura más fea en el codo. Fue en el supermercado.

—Deportes de riesgo —comentó Jow, divertida.

—Bueno, en estos tiempos nunca se sabe cuándo… Quiero decir, la gente anda como crispada.

—Cierto —respondió ella.

—Maniobraba hacia atrás con el coche cuando un tipo salió de la nada y se colocó detrás de mí. O quizá era yo el despistado, que podría ser; el caso es que lo vi en el último momento. Frené a tiempo y ni siquiera lo rocé, pero a pesar de eso, el tipo se lanzó a por mí.

—¡No! —exclamó Jow.

—Sí. Me sacó del coche y me arrojó al suelo de un empellón, como en uno de esos videojuegos.

Se señaló las heridas con un gesto vago.

—Cielos —comentó Jow, tapándose la boca con una mano.

—Su expresión era… una máscara de crispación e ira…

Alma no dijo nada. Ella también había visto cosas así.

—¡Una máscara de crispación e ira! —exclamó Jow entonces, poniendo los ojos en blanco—. Cómo se nota que eres periodista y te gusta escribir.

Pete volvió a reír.

—En fin —exclamó—. Creí que iba a darme unas patadas. Ni siquiera dije nada, levanté los brazos y creo que cerré los ojos. Eso o el miedo me «desconectó» durante unos instantes… Esas cosas pasan. Cuando volví a mirar, el tipo se alejaba ya moviendo los hombros y el cuello, resoplando como un toro.

—Qué curioso —dijo Jow—. Realmente las cosas están…

—Están mal, sí —la interrumpió Alma—. Lo que me recuerda algo: Pete y yo vamos a Elvenbane a ver qué se cuece por allí, querida. Me interesa. ¿Quieres acompañarnos?

—Oh —susurró Jow, confundida por el giro de la conversación—. ¡Elvenbane! Supuse que querría ir a echar un vistazo después de lo que vimos en el mapa, pero… Vaya, no lo sé… Soy programadora, ¿seguro que quiere que vaya yo? ¿Para qué me necesita? ¿Qué quiere que haga allí?

Alma se encogió de hombros.

—Intercambiar vuestros teléfonos, querida —dijo despacio—. ¿Qué si no?

3

El viaje hasta Elvenbane fue largo y corto a la vez. Eran dos horas de camino, pero Alma estuvo dormitando en el asiento de atrás mientras Jow y Pete charlaban sobre trivialidades: Pete al volante y Jow a su lado, sonriendo como un niño con un juguete nuevo. Todo les interesaba, desde las anécdotas más triviales a las opiniones sobre cualquier tema que tuviera a bien salir. Coincidían en todas las cuestiones importantes, de todas formas, y cuando aparecía una discrepancia trivial, como si preferían el vino tinto o el blanco, hacían grandes aspavientos mientras reían bulliciosos. Cuando ella hablaba, él asentía con una sonrisa dibujada en su rostro sereno; cuando él contaba algo, era ella la que miraba como si se le estuviera revelando el Gran Esquema del Universo. Alma escuchaba, sintiéndose a gusto, dejándose mecer a ratos por los flujos y reflujos de la atracción en su estado más puro e inocente, mirando por la ventana hacia la campiña británica con una expresión de complacencia en el rostro.

Cuando se encontraron con el atasco de tráfico, aún faltaba una buena media hora para llegar al pueblo.

—Dios mío —soltó Pete—. Sabía que había problemas para llegar, pero no esperaba esto… ¡Aún falta mucho!

—Yo tenía que haberlo sabido —reconoció Jow—. Había visto imágenes en las noticias. Es algo… alucinante.

—Tus hormonas han estado distraídas, cielo. No pasa nada —exclamó Alma, suspirando desde el asiento trasero y esbozando una sonrisa—. Yo sí lo sabía. ¿Olvidé mencionarlo? Parece que tenemos una buena caminata por delante.

—¿Olvidó mencionarlo? —exclamó Jow, imitándola—. ¡Pero qué mentirosa es usted!

—¿Cómo dices? —preguntó Alma, incapaz de ocultar una expresión de perplejidad entremezclada con una expresión tan infantil como traviesa—. ¿Qué insinúas, querida?

Pete soltó una carcajada.

—Menos mal que suelo llevar zapatillas deportivas —apuntó Jow.

—No te preocupes. No tendremos que andar tanto. Pete, querido, ¿puede sacar el coche de la carretera?

—¿Sacarlo? —preguntó éste, confundido—. ¿Cómo?

—Sacarlo, sí. Por la derecha estará bien. Ahí mismo, entre esos arbustos.

Pete miró hacia la dirección que la doctora le indicaba, pero allí no había ningún camino ni nada que se pareciera, sólo la interminable campiña inglesa con unos fardos de heno cuidadosamente apilados cerca de un rudimentario pajar, al fondo.

—Comprendo —dijo Pete—. ¿Está segura?

—Hágame caso en esto, querido. Llegaremos en un santiamén.

Pete asintió y sacó el coche de la carretera con un decidido movimiento. El todoterreno se zarandeó ligeramente cuando atravesó la cuneta en dirección a una pequeña zanja destinada a permitir el paso del agua, pero la suspensión compensaba el desnivel, de manera que apenas sintieron la maniobra. En unos instantes, cruzaban campo a través con un suave traqueteo.

—¿Ve ese grupo de árboles al fondo, Pete? —preguntó Alma.

—Sí.

—Vaya hacia allí.

—De acuerdo.

Jow miró hacia atrás. Un coche había intentado seguirlos, pero era un utilitario convencional construido para circular por carretera y la zanja había sido demasiado. Se quedó trabado con las ruedas girando a gran velocidad y soltando chorros de barro.

—Menos mal que tienes un buen coche —comentó Jow.

—Es… Es nuevo. De hecho, me lo dieron hace una semana.

—Sí, lo veo —dijo Jow—. Vas a darle un buen estreno.

—Nunca había tenido un todoterreno —comentó él, pensativo—. Pero de repente pensé que sería buena idea.

Alma no dijo nada, pero lo pensó todo.

—¿Ha estado alguna vez en Elvenbane, Alma? —preguntó Pete.

—No… Creo que no. No.

—Entonces, ¿cómo sabe que por aquí…?

Se interrumpió. No necesitó continuar con la pregunta. De alguna manera supo que Alma estaba usando su incomprensible capacidad para dirigirse hacia el pueblo. Alguien menos dado a creer en esas cosas diría que estaba usando la intuición, y alguien mucho más escéptico argumentaría que Alma podría haber mirado los mapas de la zona. Jow también debía de saberlo porque no dijo nada; y Alma, desde luego, sabía, de alguna manera, que él conocía ya la respuesta, porque tampoco hizo ningún comentario.

—Eso es lo que he oído de la gente… —comentó Jow—. La gente que va a Elvenbane, quiero decir.

—¿Qué cosa? —preguntó Pete.

—Que les pareció buena idea ir.

—Oh. Sí, ¿no es curioso? A mí me lo parece.

—De hecho, sí —contestó Jow—. No había oído nada similar en mi vida. Tanta gente queriendo reunirse en un mismo lugar sin ningún motivo para ello.

—Quizá en Encuentros en la Tercera Fase —respondió Pete.

—¿Cómo?

—¿No la has visto? Hay un momento en el que todos los que han tenido contacto con los… avistamientos deciden ir al mismo punto en el mismo momento. Y como en Elvenbane, las autoridades deciden cerrar el lugar. En la película aducen que la zona está llena de gases letales, ¡pero es porque ellos saben que los extraterrestres están a punto de contactar!

—¡Extraterrestres! —exclamó Jow, resoplando—. Creo que ya tenemos bastantes fenómenos paranormales en esta historia, gracias.

Pete soltó una carcajada.

El coche evolucionaba hacia la arboleda lejana, zarandeándose con suavidad de izquierda a derecha. Alma, que miraba ahora por la ventanilla, se fijó en los prados verdes que se extendían casi hasta el horizonte. Era una visión agradable, y suspiró con un deje de dulzura. Unas espigas altas y delgadas, mecidas por una brisa suave, parecían flotar a pocos centímetros del suelo, como pequeños fantasmas dorados, y Alma estuvo un rato mirándolas y dejándose llevar por el sonido apagado del motor.

Un buen rato más tarde, el pueblo de Elvenbane apareció desde detrás de una colina cimentada sobre una pared de piedra. El sol del mediodía encendía las blancas paredes de sus edificios, dándole un aspecto tan bucólico como estival. Era un lugar idílico, de hecho; podían decirlo por la belleza serena del campanario, que era, a pesar de toda la frívola decadencia constructora que había arruinado el paisaje rural de Inglaterra, el edificio más alto que quedaba a la vista, todavía. Y por la exuberante vegetación que se arracimaba por todas partes, conformando pintorescos núcleos verdes. Jow estaba sonriendo ante esa inesperada estampa cuando vio a la gente.

Entre ellos y el pueblo se levantaba una especie de alocado campamento de lonas, cuerdas, enormes tiendas de campaña y algunas caravanas aparcadas de cualquier manera. La gente conformaba grupos enormes, y entre ellos, unas pocas columnas de humo blanco ascendían lánguidas hacia el cielo a medida que la gente cocinaba cosas como salchichas, rollitos de carne y verduras de todo tipo. Jow pensó en los multitudinarios conciertos estivales, como el alemán Rock-am-Ring, sólo que allí no había ningún evento de ningún tipo. Sólo… Elvenbane, un pueblo tranquilo con apenas seis mil habitantes y casi ninguna historia relevante que contar en ningún libro.

—Qué locura —comentó Pete.

—Desde luego —exclamó Jow.

—Acércate todo lo que puedas, Pete, cielo.

—De acuerdo. Ha sido un buen truco. Muchas gracias. Creo que de no haber sido por usted aún seguiría en la carretera. Habría tenido que volver a la redacción con las manos vacías.

—No tienes por qué darlas.

El coche recorrió imparable los últimos doscientos metros. El terreno allí era más rocoso que en los tramos anteriores, así que les costó todavía menos llegar hasta el borde exterior del campamento. Había otros coches aparcados, algunos de los cuales se usaban como improvisadas residencias. Alguien había clavado unos palos de escoba en el suelo y colgado sábanas entre éstos y el vehículo, conformando una especie de porche donde refugiarse del sol. El olor a humo y a comida frita los recibió cuando bajaron del coche.

—Bien, hemos llegado —dijo Alma despacio.

—Madre mía —exclamó Jow—. Qué «ambientazo».

—Es casi como Woodstock en el sesenta y nueve.

—Oh, vamos —protestó Jow—. No eres tan viejo.

Pete levantó una ceja.

Jow pensó durante unos segundos.

—Ni de coña —dijo riendo.

—¿Cual es tu plan, Pete? —preguntó Alma.

—Bien, tengo que llegar hasta el pueblo y buscar a alguien del Ayuntamiento que quiera prestarse a una entrevista, si puedo conseguirla. La versión oficial, ya sabe. Mientras hago eso intentaré hablar con algún residente, ver cómo se siente la población local. Algún dueño de alguna tienda, que a pesar de todo creo que están encantados con todo esto. Y luego hablaré con algunas de estas personas, aunque ya sepa lo que me van a decir.

—Tienes para un buen rato, entonces —apuntó Alma—. ¿Un par de horas, tal vez?

—Tal vez. Sí.

—De acuerdo. Son casi las doce del mediodía. Contando el tiempo para comer, si conseguimos que nos sirvan algo en alguna parte, ¿nos vemos aquí a las tres de la tarde, por ejemplo?

—Vale, de acuerdo, sí —asintió Pete.

—¿Qué va a hacer usted?

—Daré una vuelta por aquí —respondió Alma.

—¿Voy contigo? —preguntó Jow.

—Me temo que sí, querida. Voy a necesitarte.

—Oh, será un placer.

Pete asintió. Lo cierto era que, a pesar de todo lo que tenía que hacer por allí, le hubiera gustado dar una vuelta con Jow por aquel improvisado festival de tiendas y gente. No muy lejos de allí, alguien había formado un pequeño corro y cantaba viejas canciones de los Beatles mientras torturaba, sin mucha destreza, una vieja guitarra; y a unos metros a la derecha, un grupo de amigos compartían una botella de bourbon entre risas y carcajadas, armando cierto jolgorio. Dos días atrás, todo eso ni siquiera le habría llamado la atención; estaba demasiado taciturno y apagado como para que esos delirantes acontecimientos hubieran podido afectarlo. Ahora, sin embargo, aquel cotarro de mercadillo de feria le parecía hasta sugerente. Excitante, quizá. Nuevo, diferente, y hasta luminoso y divertido. Estaba animado e incluso contento, y empezaba a intuir que ese estado de ánimo se debía, con seguridad, a la presencia de Jow. Le gustaba. Vaya si le gustaba.

Se despidieron, no obstante, y Jow anduvo al lado de Alma mirando al suelo, sumida en sus propios pensamientos.

—Querida —susurró Alma—, ¿podrás esperar hasta las tres sin sufrir demasiado?

—¿Qué? —protestó Jow—. ¡Oh, cielos! ¿Tanto se me nota?

—Si tuvieras sus ojos tatuados en la frente y el corazón latiendo a mil por hora cogido entre las manos, no sería tan evidente.

Jow volvió a reír. Alma tenía razón, desde luego, pero por otra parte ella no había hecho ningún esfuerzo por ocultar sus sentimientos. Esas cosas no eran para ella. Le gustaba desnudar sus pensamientos y emociones más que taparlos, porque era la única manera de asegurar que se acercaban a su vida las personas adecuadas. Ahora reía, sin embargo, más de puro entusiasmo que de otra cosa. Encontrar gente nueva que la interesara de una u otra manera era siempre excitante, la hacía sentirse vital y contenta, porque para Jow la vida iba sobre eso. Por ejemplo, era consciente de que esa mañana había soltado más carcajadas que de costumbre. Muchas, en realidad, más que en las últimas semanas; probablemente las mejores carcajadas desde que Arran y ella dejaran de ir a las oficinas y dieran el proyecto por cancelado.

Pero hoy hacía sol, lo que para el Reino Unido era un pequeño triunfo en sí mismo, y el aire traía olores a salchichas con col y cebollas, a cerveza y a protector solar, y estaba contenta de trabajar con el equipo de la doctora Chambers. Ella misma le gustaba mucho más que mucho, se sentía a gusto a su lado, y hasta le gustaban los dos pequeños frikis que tenía trabajando a su lado, por mucho que, en ocasiones, la miraran con ojos demasiado cargados de testosterona.

Caminaron durante un rato entre la gente, sin un rumbo aparente, sin decir nada. Alma sonreía, pero una pequeña arruga de preocupación enturbiaba su expresión complacida.

Jow no dijo nada.

—¿Qué sientes, querida? —preguntó Alma al cabo de un rato.

—¿Sentir? No lo sé. Estoy a gusto, me parece.

Alma asintió.

—Ajá. Hay como un buen rollo aquí, ¿verdad? Parece un… pícnic veraniego.

—Sí —dijo Jow sonriendo.

—No es lo que esperaba.

—¿Ah, no? —preguntó la joven—. ¿Qué esperabas?

—No lo sé —respondió Alma con un suspiro—. Ven, vayamos hacia el pueblo.

Salieron del prado en dirección a la carretera que se adentraba en Elvenbane, atestada de vehículos detenidos a ambos lados del arcén. Parecía que alguien los hubiera abandonado; algunos estaban puestos de tal manera que parecía imposible sacarlos, pero Alma supo que a nadie le importaba demasiado: nadie tenía intención de moverse de allí. Una línea amarilla impedía además el estacionamiento, pero parecía obvio que las autoridades tenían demasiado trabajo para prestar atención a esos pormenores.

—Algo pasa con Elvenbane, eso está claro —susurró Alma.

—¿Qué piensas? —preguntó Jow, curiosa.

—No lo sé. Esperaba encontrar alguna pista viniendo aquí, sentir… el pulso general de toda esta gente. Ver cosas, quizá. Pero no esperaba encontrar esta feria.

Miraba ahora a una familia que venía del pueblo con toallas colgando de los hombros, como si volviesen de darse un baño. Si los suministros de los restaurantes que atendían a tantísima gente no se habían visto afectados por el bloqueo de las carreteras, podía poner la mano en el fuego a que habían comido delicioso pescado fresco con limón o alguna otra cosa parecida.

—Pero eso es bueno, ¿no?

—No lo sé —dijo Alma—. Están pasando cosas que no me gustan. Esas entidades que vimos cuando hablamos por teléfono llevan entre nosotros demasiado tiempo, alimentándose y engordando.

Jow sintió un escalofrío. Se había olvidado de ellas, su mente las había apartado como se aparta un mal recuerdo o una experiencia negativa, y Jow era especialmente buena haciendo esas cosas. Se había adiestrado durante toda su vida en concentrarse en el aspecto más benigno de las cosas, de manera que funcionaba a base de actitud; era feliz porque elegía serlo en cada momento, ni más ni menos. Sin embargo, había bastado evocar a aquellas cosas para que incluso con el corazón henchido de sensaciones vitales, el sol estival y rodeada de un entorno tan festivo, una sombra de inquietud hubiera cruzado su ánimo, cortándolo como un estilete frío y preciso.

Negó con la cabeza.

—El libro del señor Balmori —siguió diciendo Alma— parece haberles dado un resquicio para interactuar con nosotros a algún nivel, y como consecuencia, hay una verdadera oleada de pirados haciendo toda clase de barbaridades por todas partes. Si tienes los ojos atentos verás esas cosas detrás de cada noticia.

»Algo que aún no sé es si obran siguiendo sus dictados o si actúan porque se han ensuciado de una manera indirecta, inconsciente…, como cuando estás con alguien lleno de ese entusiasmo vital y te contagia, o al contrario, pasas una tarde con alguien que es básicamente un pozo ciego y te pierdes un poco en su negrura. Ya sabes de qué hablo…

—Sí, claro —admitió Jow.

—Si han estado jugando a la ouija con esos símbolos, han estado en comunicación con ellos. Y aunque esa comunicación haya sido pobre, está el otro nivel: la comunión. Se establece un vínculo que se retroalimenta, y esas cosas comen de la oscuridad de sus corazones y al revés.

—Entiendo —asintió Jow, pensativa—. Aquel día, cuando hablamos por teléfono la primera vez, la moneda se movió prácticamente sola. No tuve que hacer gran cosa.

—Claro —dijo Alma—. Pero ¿qué pasó? Nunca he querido preguntarte directamente. Pensé que, si era importante, la conversación saldría en algún momento.

—Bueno, me ofrecieron ayuda con mi proyecto.

—¿El de las voces?

—El de las voces.

—¿Qué contestaste?

—No lo recuerdo con claridad —exclamó Jow—. Pero no me fié en absoluto. No es sólo que fuera una moneda moviéndose sobre un tablero…, no es que no me fiara de algo tan… onírico, extraño. De alguna manera daba por hecho que hablaba con alguien.

—Entiendo —respondió Alma.

—No era eso. No me fiaba de…, por qué lo hacían.

—Eres muy intuitiva —dijo Alma—. ¿Sabes?, todos recordamos lo que somos, de dónde venimos, a qué hemos venido. Todos. Está ahí, a un nivel inconsciente, más o menos inalcanzable. Cuando se hace hipnosis regresiva, toda esa información sale, con gran lujo de detalles. Y hay otras maneras de hacer introspección hacia nuestro Yo esencial, muchas maneras: mediante meditación, una experiencia traumática, etcétera. A algunas personas, esa necesidad de recuperar lo que somos les viene en algún momento de su vida. Para otras, como yo, es innato. Algunos nunca sienten esa necesidad y se escudan en complicados exabruptos de negación, y todo eso está bien, cada uno tiene sus caminos y sus pactos personales.

—Entiendo —dijo Jow.

—Cuando te enfrentas a la verdad de las cosas como te pasó a ti, lo reconoces. Tu Yo esencial salta de pronto y dice: «¡Eh, es eso, eso es importante, es real!», y te hace actuar de una u otra manera. En tu caso, tu Yo esencial te advirtió de que debías alejarte de esas cosas. Que no son buenas. Y sentiste rechazo.

—¿Qué sentiste tú? —quiso saber Jow.

—Ya te lo he dicho —contestó la doctora—. Yo ya sé lo que son. Busqué explicaciones y las encontré, dentro de mí. Esas cosas se nutren de actos de maldad, pequeños o grandes. Desde el más insignificante acto de egoísmo a las acciones perpetradas por el mayor asesino de la historia y sus horribles genocidios.

Jow asintió, aunque confundida.

—¿Y qué tiene que ver eso con Elvenbane?

—Apuesto a que todos los que están aquí han leído el libro de Balmori. Quizá no hablen de ello, quizá no lo sepan, pero lo que han hecho los ha unido aquí. La pregunta es: ¿para qué?

—¿En serio? —preguntó Jow. Volvió la cabeza y vio a un hombre con el torso desnudo que acarreaba una caja de cervezas. Sonreía, como lo haría un pirata del siglo XIX en pleno Caribe llevando un cofre lleno de oro español. Desde luego no tenía mucha pinta de haber leído ningún libro en su vida, ni La puerta ni ningún otro.

—Perdone, señor —exclamó entonces dirigiéndose a él—. ¿Ha leído usted La puerta, de Johnnie Balmori?

El hombre parpadeó. Su expresión pareció congelarse de pronto. Sus ojos grises se clavaron en ella como si acabara de hacer un chiste sobre su prominente barriga.

—Sí… Sí, claro —dijo contrariado.

Jow se quedó mirándolo con perplejidad.

—Perdone, no he querido molestarlo —dijo.

El hombre asintió brevemente y continuó andando, pero ya no sonreía. Unos pasos más allá, volvió la cabeza para mirarlas con una expresión de desconfianza.

Alma había inclinado ligeramente la cabeza.

—Es curioso —dijo Jow—. Jamás hubiera dicho que ese hombre leyese libros. Ninguno en absoluto.

—¿Te has fijado en su reacción? —preguntó Alma.

—Desde luego que sí.

Alma asintió.

—Parecía… —Jow pensó unos instantes, intentando encontrar la palabra adecuada—. Culpabilidad. Eso es. Se sentía culpable, eso seguro.

—Sí —asintió Alma.

—¡Era como si le hubiera preguntado si se masturbaba violentamente mirando fotos de niños pequeños!

—¡Jow! —protestó Alma, escandalizada.

Jow soltó una risita, pero seguía preocupada.

—Qué curioso… —exclamó al fin.

—Lo que no entiendo es qué los ha traído aquí. Es como si algo los llamara… Han sido congregados, pero ¿para qué?

—Algunos habrán venido por el lío —aventuró Jow—. A la gente le gusta el lío.

—No diré que no a eso, en fin de semana. Pero hoy es miércoles. Es un día de trabajo normal. Puede que algunos desempleados hayan visto el follón por la televisión y hayan decidido venir a echar un vistazo, pero para la mayoría, ¿crees que alguien en su sano juicio dejaría su trabajo para venir a acampar aquí y alimentarse de salchichas mal cocinadas en una barbacoa colocada sobre el capó de un coche?

Jow asintió.

Alma negó con la cabeza y se miró las manos. Era algo que solía hacer cuando se sentía impotente.

—Tuve un sueño. Un sueño especial —dijo entonces.

—¿Un sueño especial?

—A veces los tengo, pero sé cuándo son especiales porque se sienten diferentes. Cuando te levantas por la mañana, sabes que ha sido algo que no se ha construido con las sobras mentales de los procesos diurnos del cerebro.

—Creo que te entiendo —admitió Jow.

—Ese sueño rompía algo dentro de mí, finalizaba una secuencia complicada que llevaba años repitiéndose. Larga historia en pocas palabras: uno de esos sueños recurrentes que terminan en una sensación de agobio y luego te despiertas.

—¿Y?

—Significan cosas. Miedos, un problema no resuelto, una preocupación, tal vez.

—Ya.

—El final de ese sueño era, por fin, diferente. Cuando la sensación de agobio llegaba a su momento álgido, en lugar de despertarme algo abría una puerta delante de mí y me mostraba una deslumbrante sensación de libertad conformada por un torrente de luz.

—Oh.

—Y una voz dentro de mí decía: «Hay un plan. Deja que fluya. Confía. CONFÍA».

—¡Uau!

—Era como: «No hagas nada. Deja que las cosas sigan su curso. Al final, todo será para bien».

—Vaya…

—No sé si se refiere a esto. Si el mensaje se refiere a algo distinto, es un momento raro para que me lo hayan puesto delante de las narices, porque últimamente no pienso en otra cosa.

—¿Entonces?

—No lo sé. Me preocupa esto. Me preocupa todo. Que haya tanta gente cometiendo pequeños actos de crueldad es malo. Que haya tanta gente toqueteando la frontera entre dos realidades puede ser malo. Que ocurran cosas inexplicables como lo que pasa aquí, en Elvenbane, puede ser malísimo. ¿Confiar? Puede ser. Hace tiempo que sé que nos dirigimos hacia algo. La humanidad en su conjunto, quiero decir. Cada vez somos más los que nacemos con ojos para «ver», y cada vez hay más gente como tú que despierta a esta realidad de las cosas.

Jow, esta vez, no dijo nada. Andando por la carretera, habían terminado por adentrarse en el pueblo y recorrer una pintoresca callejuela adornada con balcones atiborrados de lozanas plantas verdes. Jow levantó la vista y se dejó embriagar por el olor de las flores que coronaban los macizos de vegetación.

—Parece mentira que este pueblo pueda esconder algo terrible —dijo entonces.

—A lo mejor no esconde nada terrible —repuso Alma—. A lo mejor es otra cosa: el Yin del Yan, el contrapunto de tanta locura. A lo mejor la gente se está congregando aquí para algo bueno.

Se detuvieron en mitad de la calle. Al otro lado de los blancos edificios se oía el piar de una miríada de pájaros que se preparaban para pasar las últimas horas de sol cazando y alimentando a sus polluelos. La gente iba y venía enredada en mil conversaciones triviales, sonrientes e indiferentes al rumbo que tomaban. Les daba lo mismo subir que bajar la calle, siempre y cuando se mantuvieran en el pueblo.

—¿Cómo sabes que el mensaje te lo envió alguien bueno? ¿Cómo sabes que no te lo enviaron ellos para manipularte? Para que los dejaras tranquilos.

Alma se quedó en silencio meditando esa posibilidad. ¿Hasta qué punto sus barreras eran seguras? Jow dejó que la doctora buscara las respuestas necesarias, pero algo dentro de ella la inquietó. Tenía ganas de regresar al todoterreno, volver a ver a Pete.

—¿Qué hacemos, entonces? —preguntó Jow—. ¿Quieres volver, o…?

—Seguiremos por aquí un rato, pero hacia dónde, no lo sé. Hay demasiada felicidad a mi alrededor para que pueda ver nada. Dímelo tú, querida. Esta vez confiaré en tu intuición. ¿Adónde quieres ir?

—¿Yo? —preguntó Jow, divertida.

Miró a un lado y a otro, pero ninguna de las dos direcciones le decía nada. En cambio, un pequeño corredor que nacía de esa calle y ascendía hacia el oeste le llamó la atención.

—Vamos por ahí —dijo sonriendo.

Alma no dijo nada, y se pusieron en marcha.

4

Jow las había llevado en zigzag por algunas de las calles más hermosas del pueblo. Pensaba que le hubiera gustado descubrir Elvenbane cuando aún era un pueblo apartado y desconocido, ajeno a las rutas turísticas convencionales, porque la cantidad de gente existente arruinaba la experiencia de recorrer sus calles, otrora tranquilas y apacibles. No había ni un solo rincón que escapase de la muchedumbre: los escalones de los portales estaban ocupados por gente que se sentaba allí a pasar el rato, los pretiles de las fuentes parecían el lugar de moda para citarse, y empezaba a haber demasiada basura tirada, algo que siempre había sido uno de los aspectos más cuidados por las autoridades locales.

Los restaurantes y cafeterías estaban cerrados en su mayoría, por cierto. Algunos habían colocado carteles que denunciaban los problemas de abastecimiento que les impedían seguir ofreciendo sus servicios. Jow y Alma, sin embargo, tuvieron suerte: encontraron un improvisado puesto a pie de calle que ofrecía bocadillos de rosbif, jamón de York y pavo a casi siete libras. Aunque iban acompañados de una lata de refresco o un botellín de agua, era un precio del todo desorbitado. Lo pagaron de todas maneras.

Un rato después, las elecciones en apariencia aleatorias de Jow las llevaron hacia el exterior del pueblo. Éste acababa de manera abrupta, con algunas casas desperdigadas entre amplios jardines, después de lo cual, la calle se convertía en un camino que discurría mansamente por una suave colina hacia un riachuelo. Éste burbujeaba con un alegre alboroto entre un grupo de rocas, tocadas por arbustos y juncales, y allí moría, al pie de un pequeño bosque.

Alma suspiró ante la imagen que tenía delante.

—Qué curioso —dijo entonces.

—¿Qué cosa?

—Este lugar —añadió la doctora—. Míralo. Es hermoso. Si viniera a pasar un solo día a este pueblo, con el calor que está haciendo, éste es el lugar que elegiría.

—Cierto —sonrió Jow.

—Y, sin embargo, con tanta gente como hay por todas partes, aquí no hay nadie.

Jow pestañeó. Miró al río y las rocas planas y suaves y las imaginó calientes y agradables por acción de los rayos del sol, con el agua clara y sonora invitando a meter los pies descalzos en ella.

—Es cierto —dijo.

—Es raro. Hemos visto familias con niños…

—Sí.

—Y, sin embargo…

Se interrumpió. Jow la miró mientras la doctora inclinaba la cabeza y parecía escuchar, con los ojos entrecerrados. El murmullo de la gente en el pueblo aún era audible desde allí, pero era en verdad el único sonido que llegaba hasta sus oídos además del rumor de la corriente. Faltaba algo.

«Los pájaros —pensó—. Faltan los pájaros».

Los habían oído antes, alborotadores y ruidosos, concentrados en los escasos árboles que crecían entre las casas. Y allí, donde el bosque se extendía frondoso y generoso en ramas y escondites para sus nidos, no parecía haber ni una sola ave a la vista.

—Vamos un poco más allá, querida —dijo Alma, señalando el linde del bosque.

Jow asintió, pero de pronto había dejado de tener ganas de seguir caminando. La siguió, pero echó un vistazo al móvil para comprobar cuánto faltaba para irse de allí.

5

El bosque era un sepulcro, y no sólo por el silencio, sino también por el frío. Las copas de los árboles dejaban pasar el sol a duras penas, conformando un damero de luces y sombras sobre la hojarasca que cubría la tierra fértil y oscura del suelo. El sonido de sus pasos haciendo crujir las hojas secas llenaba el silencio reinante.

Seguían, por cierto, un pequeño sendero. Era viejo y casi abandonado, caído en desuso desde hacía tiempo. En muchos tramos desaparecía de la vista haciendo casi imposible seguirlo, pero de alguna manera sobrenatural, como en todos esos casos, Alma parecía seguir su trazado sin problemas, y después de unos metros, el camino terminaba siempre por reaparecer.

Jow no quería preguntar adónde iban; tampoco le hacía falta. Podía sentir cómo Alma caminaba siguiendo algún instinto interior sujeto a sus capacidades sensoriales elevadas, y no quería inmiscuirse. Estaba siguiendo un rastro, algo, caminando despacio con las manos adelantadas, como un invidente en un entorno desconocido.

De repente, sin saber por qué, Jow se volvió, y cuando lo hizo, dio un pequeño respingo.

Allí, en la distancia, entre los árboles, divisó a un hombre; no era un hombre cualquiera, sino el mismo hombre que acarreaba la caja de cerveza y a la que ella preguntó acerca del libro de Balmori, con su barba pelirroja y el torso todavía desnudo.

Esa visión le pareció extraña. Curiosa. Fuera de lugar.

Demasiada coincidencia.

—Alma… —susurró.

Alma no respondió.

—Alma…

—Un momento, querida.

—Es que hay… un tipo allí.

La doctora se volvió como si hubieran accionado un resorte.

—Oh. Es un tipo de verdad.

Jow arrugó la nariz.

—Es el mismo hombre del pueblo…

—¿De veras? No veo bien desde aquí.

—Sí, estoy segura.

El hombre se había detenido; parecía haber comprendido que lo habían descubierto y miraba en otra dirección. Jow estaba segura de que estaba disimulando.

—Creo que nos ha estado siguiendo —dijo Jow.

—¿Ah, sí? Qué curioso —opinó Alma.

—Quizá deberíamos volver.

—¿Por qué? —preguntó Alma.

—Bueno, estaría más preocupada si el tipo no tuviera esa expresión de imbécil, pero… no estoy tranquila.

Alma sonrió.

—Claro que no lo estás, cielo. Tú menos que nadie. Hay un motivo por el que nadie viene a este lugar y por el que los pájaros no anidan entre las ramas.

—¿Cómo? —se extrañó Jow.

—Luego te lo explicaré. Ahora me gustaría seguir antes de que nos quedemos sin luz.

—¿Seguir? ¿Y qué hacemos con ese tipo?

—Ah, el tipo —dijo Alma—. Déjale que represente su papel en esta obra. Todo lo que ocurre, ocurre por algo. Por ahora no creo que debamos interferir en la línea de acontecimientos, ¿no te parece? Quizá sólo esté dando un paseo. Quizá le ha gustado tu voz y quiere proponerte una cita en una de esas tiendas de campaña. Eres toda una rompecorazones, querida.

Jow soltó una carcajada.

Luego volvió a echar un vistazo. El hombre de la barba caminaba ahora pendiente arriba, mirando el suelo frente a él y alrededor de forma distraída, como quien da un paseo sin rumbo. Estaba claro que estaba disimulando, y eso no le gustó. Alma, sin embargo, parecía tener sus propias ideas al respecto. Caminaba de nuevo siguiendo el impreciso y antiguo rastro del sendero.

«Interpretar su papel en esta obra», había dicho.

«Todo lo que ocurre, ocurre por algo».

Bueno, pensó, si ese tipo se acercaba a ellas con cualquier intención que un niño de diez años no debiera escuchar, por sus rizos que iba a meterle el papel y toda la puñetera obra directamente en el culo.

6

Uno de los lugares favoritos de la doctora Chambers era Stonehenge, pero también Glastonbury, y otros como la catedral de Chartres, erigida sobre un bosque sagrado de los celtas galos. Pero a Alma no le gustaban solamente por su interés estético o turístico, sino por cómo se sentía en ellos. La realidad de esos sitios era que formaban puntos clave en el trazado de las llamadas Líneas Ley, que muchos asociaban con diversas corrientes religiosas o de pensamiento como la Nueva Era, la ufología, el esoterismo o el ocultismo. Para Alma, era diferente. Ella pertenecía al Club de los Antiguos Senderos Rectos, que estudiaba ese tipo de líneas desde hacía incontables décadas, mucho antes de que naciera. El grupo sabía que eran corrientes telúricas, henchidas de energías espirituales que ella percibía del mismo modo que una persona normal puede percibir la corriente eléctrica en contacto con la piel; y para alguien con las capacidades de Alma era… bueno, era como si se encontrara a las puertas del Nirvana, el fin del ciclo de renacimientos. Alma intentaba visitar esos lugares tan a menudo como podía, para entrar en comunicación consigo misma y con energías todavía por descubrir por el aparato científico.

Aquella que venía siguiendo no era tan fuerte, pero aún era poderosa e identificable a las claras. Y era enigmática, por añadidura; primero porque nunca había oído hablar de ninguna estación de energía en Elvenbane, y segundo porque se sentía diferente a las demás. Muy diferente. Le producía cosquillas en el bajo vientre, como si aún tuviera doce años y acabara de enamorarse, y la hacía sonreír sin saber por qué. Se sentía como embriagada por efecto del alcohol.

Alma sabía que había muchos lugares conectados a las Líneas Ley en el mundo, y sabía que algunos debían permanecer ocultos y desconocidos. Se encontraba maravillada de haber dado con uno: Elvenbane no aparecía en ninguno de los estudios a los que había tenido acceso. Sólo en el Reino Unido existían al menos cuatrocientas Líneas Ley evidentes, identificadas con miles de conexiones. El trazado de las líneas podía llevarse a cabo de una manera tan sencilla como desplegar las líneas rectas de cualquier punto cruzado, produciendo un número ilimitado de líneas en un solo país. Pero aquélla estaba, por lo que sabía, indocumentada.

Ahora se decía que la existencia de aquella corriente y lo que estaba pasando en Elvenbane debían estar relacionados, pero si era así, ¿por qué la gente gravitaba alrededor y no incidía sobre ella? En lugares como Stonehenge la había divertido observar a la gente de a pie detenerse en el trazado de las líneas. Muchos se paraban cuando se encontraban sobre su área de influencia y dedicaban unos instantes a sentir; a sentirse, aún sin saber qué o por qué. Pero si daba por sentado que aquella línea estaba ejerciendo tanta influencia como para atraer a la gente desde toda Inglaterra, ¿por qué no estaba el bosque lleno de hippies fumando porros, sintiéndose conectados con las estrellas y con cada pequeño guijarro de cada playa del planeta?

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