Alma

Alma


XX. Inevitabilidad

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XX

INEVITABILIDAD

1

La segunda parte de La puerta, con el título de ALMA, se publicó un martes de un mes de enero en medio de una fulgurante campaña de promoción. Nostromo había invertido una notable cantidad de esfuerzo, recursos y dinero en asegurarse de que todo el mundo se enterase del evento, y la puesta de largo se llevó a cabo simultáneamente en varios países. En Londres se hizo en el Hammersmith Odeon, y en Estados Unidos en mitad del Festival de Cine Fantástico de Las Vegas con la participación de prácticamente casi todo el mundo; ni siquiera la proyección del estreno de la película basada en la vida de Steve Jobs resistió la competencia del evento.

Se realizó una tirada de emergencia de seiscientos mil ejemplares, en base a las peticiones de los libreros, sólo para Inglaterra; pero en menos de una semana hubo que reimprimir cuatrocientos mil más. Algunos escritores de renombre retrasaron sus propios lanzamientos para no hacerlos coincidir con ALMA. Mientras tanto, las diferentes traducciones se llevaban a cabo a marchas forzadas. Había tanta presión por parte de las editoriales que habían comprado los derechos para el extranjero que el libro se había dividido en cuatro bloques y entregado cada uno de ellos a un traductor independiente. El personal de Nostromo recibía actualizaciones del trabajo cada pocos días para unificar el estilo.

Las primeras reseñas llegaron rápidamente, casi al mismo tiempo que los comentarios de los primeros lectores en las redes sociales. Eran mejor que buenas, eran sensacionales, y auguraban la confirmación de que Johnnie se convertiría en una fulgurante estrella en el panorama literario mundial. El apellido de Johnnie llegó a ser trending topic en Twitter y no se movió de la lista durante tres días. En algunos países latinoamericanos, los recién nacidos recibían casi todos el nombre de Balmori.

—Ya está —dijo Rebecca mientras cerraba un PDF enviado por la gente de Cormick con una recopilación de reseñas—. Lo has hecho. Ya es oficial.

—Supongo que sí —asintió Johnnie.

—¿Cómo te sientes? —preguntó ella con una sonrisa.

—Supongo que bien.

—¿Sí? —preguntó ella mientras se le acercaba con una sonrisa—. ¿Y qué otras cosas supones?

—Supongo que… podríamos celebrarlo.

Ella levantó una ceja con una media sonrisa; siempre hacía ese gesto cuando tenía en mente seducir a su marido.

—¿Y se te ocurre alguna manera, oh, gran suponedor de los suponedores?

—Supongo que…

Johnnie no dijo nada más. Se acercó, la cogió en brazos y se la llevó a la habitación.

2

Bernie Carlone había perdido casi diez kilos en el último mes, pero no porque estuviera a régimen o hiciera deporte, ni porque se hubiera planteado siquiera perder peso. Era, sencillamente, porque la mayor parte de las veces se le olvidaba comer. Cuando se preocupaba de ello por pura debilidad, comía cualquier cosa: un mendrugo de pan, galletas o un vaso de zumo de frutas industrial colmado de azúcar; cualquier cosa que le permitiera volver rápidamente a su pequeña obsesión. El tiempo volaba cuando estaba sentado a la mesa de su salón, totalmente involucrado en el tablero.

Ahora estaba nervioso, lloriqueando junto al sucio vaso que usaba como marcador, con el dedo tembloroso sobre su superficie.

—Por favor… —imploraba—. Contéstame… No volveré a desobedecer, pero por favor… no me dejes solo… ¡Lo siento! ¡Lo siento mucho!

El vaso permaneció inmóvil.

—Por favor…, haré lo que sea, lo que me pidas…

Una cascada de mocos colgaba de su nariz, haciendo que su voz pareciese gangosa y demasiado nasal. Los ojos enrojecidos por el exceso de lágrimas lo hacían parecer una ruina psicológica tan deplorable como lastimera. Lo era, en realidad. Estaba roto, destrozado por una sensación de miseria porque su contacto al otro lado del tablero ya no le hablaba.

—Por favoooor… —exclamó, superado por el dolor.

Pasaron unos instantes y el vaso volvió a moverse.

Bernie Carlone se quedó inmóvil, con la nariz llena de una mucosidad blancuzca.

Era ella. Tenía que serlo. Había vuelto… por fin.

—Oh…

El vaso se movió hacia el SÍ.

—Oh… eres… eres tú —exclamó, colmado de alivio—. Dime que me has perdonado, por favor… ¡no lo haré más! ¡Nunca volveré a dudar! ¡Seré bueno! ¡Seré tan bueno…!

El vaso salió del círculo del SÍ y volvió a entrar en él.

SÍ.

Bernie asintió, sollozando pero otra vez feliz.

—Haré aquello —dijo—. Lo haré…

SÍ.

—Sólo necesito saber dónde. ¡Dime dónde y cuándo, y lo haré!

El vaso se movió por el tablero, produciendo un sonido de fricción.

A-L-M-A-C-H-A-M-B-E-R-S

Bernie Carlone apuntó el nombre en el pliego de papel que mantenía al lado del tablero, asintiendo con gratitud.

—De acuerdo —murmuró, entusiasta—. ¿Y la dirección?

Y el vaso comenzó a moverse, desgranando, letra a letra, el dato que Bernie le había pedido. Cuando hubo terminado, leyó la dirección entre las brumas borrosas de sus propias lágrimas. Ni siquiera le pillaba lejos. De hecho, estaba ahí mismo, a dos calles de distancia, en Enfield Terrace.

Bernie Carlone sonrió, agradecido.

Haría lo que hiciese falta para no perder a su amiga.

Cualquier cosa.

3

Alma sacó su móvil del bolso y escribió un breve mensaje para Jow: la reunión con Alan Carmack tenía que celebrarse dentro de diez minutos. Al periodista le habían concedido un premio y no había más tiempo disponible porque en sólo unas horas tendría que volar a Estados Unidos. Alma, sin embargo, estaba contenta. Al fin algo se movía en una dirección que podría ser la correcta. Al fin podían mover ficha.

—¿Nerviosa? —preguntó Andrew mientras le ofrecía su chaqueta con una sonrisa de felicidad en el rostro.

—Con ganas, supongo —respondió ella, aliviada.

Esas ganas recuperadas no estaban allí días antes. De alguna manera, Andrew y Jow se habían ocupado de sacarla de casa e insuflarle, de nuevo, los ánimos perdidos. Habían sido días raros, llenos de noticias lúgubres. Jow había pasado tiempo empleando su mente analítica, buscando patrones en los libros de Alma, rastreando códigos secretos, pistas, la solución quizá a un dilema cuyo cuadro general aún se les escapaba. A veces recitaba párrafos enteros en la soledad del cuarto de baño, murmurando sus palabras, intentando que la permearan. A veces salía corriendo y repasaba algún fragmento, lleno de apuntes y palabras enlazadas con alegres colores. Era ahora lo que ocupaba casi todo su tiempo y su mente por completo.

—¿No se siente como una superheroína, doctora? —preguntó Andrew en cierta ocasión mientras estaban sentados a la mesa saboreando unos deliciosos tallarines—. Quiero decir, si podemos impedir que esto suceda, será como… como salvar el mundo.

—Por el momento los tallarines te han salido deliciosos, Andrew, querido —respondió Alma—. Del resto ya veremos.

—Entonces me debe una cena, y de las caras, y si salvamos el mundo tendrá que subirme el sueldo.

Alma sonrió.

Desde que Jow había llegado para formar parte del equipo todo había cambiado. Un poco, al menos. Había cierta conexión de la que antes su pequeño gabinete adolecía. Había familiaridad, cálida y agradable. Cenaban juntos, trasnochaban en la oficina y conspiraban.

Estaba pensando en eso cuando llegó a la cafetería.

4

—Doctora Chambers, éste es Alan Carmack —dijo Pete con su cuidada pronunciación de Oxford—, corresponsal del New York Times aquí en Inglaterra.

La doctora estrechó la mano del amigo de Pete sobre la mesa donde esperaban un par de cafés.

—Es un placer conocerlo, Alan. ¿Puedo llamarlo Alan?

—Por supuesto —respondió él—. El placer es mío, debo decir. Siento mucho haberla obligado a adelantar nuestra cita.

—Oh, no se preocupe, no todos los días se recibe un premio como ése. Enhorabuena, por cierto. Y gracias por hacernos un hueco en su agenda a pesar de todo.

—El vuelo es esta tarde, no hay prisa. ¡Gracias a usted por pensar en mí! —Se ruborizó un tanto—. Pete me ha hablado mucho de usted, y debo decir que estoy… muy intrigado por su trabajo y sus capacidades.

Alma movió la cabeza con un gesto vago.

—Además, no quiero perder la oportunidad de decir que tiene los ojos más increíbles que haya visto nunca, doctora.

Alma sonrió.

—Los ojos son el reflejo de Alma, si me permite el chiste —respondió ella, sonriente.

Alan le devolvió la sonrisa y Jow asintió en silencio, complacida con la facilidad con la que Alma conectaba con la gente. Era su don.

—A Jow ya la conoces —añadió Pete.

—Sí, claro.

Jow y Alan intercambiaron una sonrisa.

Fuera, en la calle, una ambulancia cruzó la avenida escoltada por un par de policías montados en motocicletas, pero nadie le prestó atención. A esas alturas, el sonido de las sirenas de las ambulancias y los cuerpos de seguridad del Estado se habían convertido en cosas cotidianas.

Se sentaron alrededor de la mesa y Pete pidió un par de cafés más. Alan no había dejado de mirar a Alma durante todo el tiempo. Sonreía con interés.

—Estamos muy contentos de que haya podido atendernos —dijo Alma—. Un artículo en el New York Times podría suponer una gran diferencia.

—Pete me ha puesto en antecedentes —respondió Alan, entrando en materia—. Debo decirle que estoy interesado en escribir un artículo sobre todo el caso. No es particularmente novedoso, todo el mundo habla de la ouija, hoy día, pero es cierto que nadie le ha prestado la debida atención. No he visto todos esos fenómenos relacionados más que de una forma muy vaga: el frío, la oleada de violencia, el libro del señor Balmori. Ahora que ha puesto usted la relación entre ellos sobre la mesa, hasta parece obvio.

Alma asintió.

—Sin embargo —continuó diciendo Alan—, no puedo prometer nada. A veces puedo hacer propuestas sobre algunos temas, pero hay que esperar que te autoricen y conseguir el favor de varios jefes de redacción, editores, supereditores, etcétera. Es complicado. Un periódico como el New York Times se debe a una línea editorial, una inclinación política, e intereses comerciales, como casi todo el mundo; y el Grupo Nostromo es un pez enorme como para conjeturar algo así de una manera gratuita. A mis jefes podrían preocuparles las repercusiones legales… Si no lo hacemos con cuidado, podrían destrozarnos a demandas.

—Lo sabemos —dijo Jow—. Pero por lo menos hay una posibilidad. Es mucho más que lo que teníamos ayer.

—¿Han intentado ir con la historia a las cadenas y periódicos de aquí? —preguntó Alan.

—Sí —asintió Jow—. Las respuestas han sido un poco flipantes. En uno de los medios incluso nos insinuaron que trabajábamos para el Grupo Nostromo y que tratábamos de crear paranoia viral para aumentar las ventas.

Alan sonrió.

—En otros nos dijeron que el tema había sido tratado ampliamente y que todo el mundo sabía que la ouija era mala, pero que la gente seguía practicándola. Como lo de fumar.

—Cielos —soltó Alan—. Está bien. Entonces… ¿ha leído la segunda parte? —preguntó, dirigiéndose a la doctora Chambers.

—Sí —respondió ésta.

—¿Y qué ocurre con ese libro? ¿Es como el primero? ¿Es… peligroso?

—Se lo explicaré —respondió Alma—. El primer libro, con sus símbolos esotéricos, abrió el chakra coronario, el séptimo de todos ellos. Es un centro de comunicación que alimenta a todos los centros de energía localizados en nuestra envoltura física y los nutre con la vibración de los planos superiores de conciencia.

—Vale —dijo Alan, suspirando—. Voy a pedirle que tenga paciencia conmigo. Siempre me pierdo con esos temas, y le aseguro que he leído algo.

—Desde luego —susurró Alma mientras el camarero ponía los otros dos cafés en la mesa—. Digamos que esos símbolos hacen que llegue la información. Algunas personas poseen ese don porque tienen el séptimo chakra abierto. Lo llaman intuición, u olfato: son sensibles a recibir la información que precisan cuando la necesitan. En el caso del libro, como los símbolos están vinculados a un medio de comunicación esencial como la ouija, el canal es directo. Establece un vínculo inequívoco y muy poderoso y se produce la recepción del mensaje.

—Es lo que hace que la ouija funcione de una manera tan contundente —apuntó Alan, que había empezado a tomar notas en un pequeño Moleskine negro.

Alma asintió.

—El problema está en que ese vínculo se queda abierto de forma permanente. Por tanto, toda la información, cualquier tipo de información, entra a todas horas, sin filtros ni barreras. Eso genera una sobrecarga de un nivel tal que lo incapacita para poder llevar una vida normal. Hay personas que tienen ese chakra más abierto, más receptivo, así que ellos son los primeros en sobrecargarse.

—La ira es, entonces, una consecuencia de una… ¿sobrecarga sensorial de información?

—Algo así. Aunque es posible que intervengan ciertas energías dañinas que empujen a dicho individuo hacia emociones como la ira, tampoco puedo decir con seguridad que sea así en todos los casos. Sólo tengo confirmación de primera mano de un par de ellos.

Alan se acariciaba la barbilla con los labios apretados.

—Y todo eso… es el resultado del uso de unos símbolos. Sería difícil de creer si no estuvieran siendo garabateados, tatuados, esculpidos y manoseados por todo el mundo. Bien, pero entonces… entonces, doctora, ¿para qué necesita otro libro?

—El segundo libro —explicó Alma— abre el Tercer Ojo, el ojo interno. Es el ajna, o el chakra que tenemos en la frente. Este chakra permitirá a todo el mundo ver las entidades con las que han estado comunicándose. En otras palabras, el segundo libro hará que esas entidades penetren de una manera real en este plano de existencia.

Alan parpadeó.

—¿En serio? —exclamó.

Alma no dijo nada.

—Cuando dice entidades… —continuó diciendo Alan— quiere decir… demonios. Sé que el libro va de eso.

—Demonio es una palabra —respondió Alma—. La tradición cristiana describe demonios como parte de su mitología, igual que hace con el infierno. Son imágenes, generalmente, basadas en hechos históricos puntuales que el hombre primitivo no sabía interpretar. Yo prefiero llamarlos Descarnados, porque la idea de un infierno llameante adonde van los impíos a pagar sus pecados es del todo risible.

—¿No cree que exista el infierno?

—Dios, Om, la Fuente… como quiera llamarlo, no castiga.

—Entiendo —dijo Alan—. Así que hablamos de… entidades descarnadas, que literalmente nos invadirán cuando la gente se ponga a jugar con los ritos del segundo libro.

Alma asintió de nuevo, con la frente surcada por arrugas de preocupación.

—Ya están entre nosotros, Alan. Ocurre que, al no verlos, creamos una realidad donde no existen. Pero cuando la gente empiece a ver que son reales, creerán que lo son, y su percepción de la realidad los hará tangibles. Les dará el poder para existir e interactuar.

—Es complicado de entender —apuntó Alan—. Pero desde luego es aterrador. No sé cómo enfocar el artículo. Además, no tenemos demasiadas pruebas.

—Tenemos un as en la manga que podría ser de su interés —dijo Alma—. Una base de datos. La llamamos Virgilio. Muestra de una forma clara cuál es la interacción entre los fenómenos paranormales, el libro del señor Balmori, y Elvenbane.

—Es un google paranormal —comentó Jow.

Pete soltó una breve risita.

—¿En serio? —preguntó Alan.

—Sí —continuó Jow—. De hecho, esta semana hemos estado modificando el software para que recoja, además, otro tipo de datos. Los actos de violencia y todos los sucesos que leemos cada mañana en los periódicos.

—Vas a quedarte alucinado, Alan —comentó Pete.

—¿Cómo? —quiso saber Alan—. ¿De dónde sacan los datos?

—Nuestro software despliega cientos de miles de bots que rastrean internet para localizar y almacenar la información que necesitamos —explicó Jow—. Podemos configurarlo para cualquier cosa. Podríamos instruirlo para que busque gente que come sushi y en una semana tendríamos una estadística global de rango de edad, ubicación, horarios y tipo de sushi que se consume a diario en el mundo. Hasta podríamos saber cuál es el gran favorito, en qué países se consume más, y dónde se encuentra el más caro.

—Y cuánta gente se ha encontrado enferma por comer sushi —bromeó Pete, sonriendo, buscando la complicidad de Jow, que lo ignoraba a propósito.

—Fascinante —apuntó Alan—. Eso me gustaría verlo. Le daría un trasfondo… eh… científico a nuestro pequeño trabajo de investigación. Cifras. Estadísticas. Datos concretos. Eso es algo que los lectores del New York Times pueden manejar.

Alma iba a añadir algo cuando su móvil empezó a sonar.

—Disculpe —dijo.

—No se preocupe.

Alma se apartó de la mesa para contestar la llamada, pero cuando lo hizo, su expresión cambió rápidamente a una de severa preocupación.

Habló brevemente y luego colgó. Se había llevado la mano al pecho y la había cerrado alrededor de su colgante, el viejo Ankh, y lo apretaba fuertemente en el puño.

En la calle, una unidad de la policía pasó a toda velocidad haciendo sonar la sirena.

—¿Ocurre algo? —preguntó Jow, preocupada.

—Tenemos que irnos —dijo ceñuda.

5

Enfield Terrace era un caos de coches policiales, agentes del orden, ambulancias y curiosos. Un par de agentes femeninas tocadas con el característico gorro de la policía británica estaban desplegando cintas de seguridad para acordonar la zona.

La doctora Chambers, Pete, Jow y Alan no tuvieron dificultades en atravesar el perímetro policial una vez se identificó ante el agente encargado del acceso por carretera. Tampoco tuvieron que preocuparse de aparcar el coche. Hacía frío, mucho, así que Alma tardó un rato en bajar del vehículo ayudada por Pete.

La nave donde habían estado ubicadas las oficinas del equipo de Alma era un montón de escombros humeantes. La parte delantera había desaparecido en su totalidad, y en la parte de atrás aún se distinguían algunos monitores aplastados por el tejado y los escombros producidos al derrumbarse las paredes. Un amasijo de cables salía de entre los restos renegridos de las estructuras esparcidas por el suelo. El lugar donde había estado la entrada, sobre la escalera, era ahora un socavón enorme lleno de cascotes y retorcidas vigas de acero que recordaba más bien a un bombardeo aéreo. El humo se elevaba hacia el cielo encapotado mientras los bomberos seguían humedeciendo los restos.

—Dios mío —gimió Jow, cubriéndose la boca con la mano. Sus ojos estaban abiertos de par en par y las lágrimas correteaban libres sin permiso de circulación.

Alma tenía una expresión extraña; parecía estar mirando el cartel con el menú del día escrito en otro idioma y esforzándose por comprenderlo.

—¿Qué…?

Un agente de policía se acercó a ellos.

—¿La doctora Chambers? —preguntó.

—Soy yo —respondió Alma con serenidad.

El oficial se quedó trabado unos instantes en su mirada. Alma estaba acostumbrada: sus ojos siempre producían el mismo efecto.

—Soy el agente Roger Wilco —dijo al fin—. Lamento este desastre. ¿La han informado de lo que ha ocurrido?

—No… —respondió.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Jow.

—Aún no tenemos un informe fiable, pero los vecinos han informado de una explosión ocurrida hace unos veinticinco minutos que ha destrozado la nave en la que, según hemos podido comprobar, estaban emplazadas sus oficinas.

—Sí…

—¿Qué tipo de oficinas tenía usted ahí?

—Oficinas administrativas —respondió Alma.

—¿Combustible inflamable, material explosivo…?

—No. En absoluto. Sólo papeles, ordenadores… ¿Dónde están mis empleados?

—Bueno. Hemos encontrado… restos mortales alrededor del lugar de la explosión. Pertenecen, sin duda, a dos personas diferentes, pero no hemos podido acceder al área del siniestro todavía, así que no descartamos que… pudiera haber más.

Jow soltó un gemido.

—Andrew…

Andrew y los dos técnicos debían de estar ya en la oficina cuando la explosión ocurrió. También el resto del personal, entre fijos y colaboradores esporádicos. En total podía haber hasta siete personas en la oficina, eso si no había algún mensajero entregando un paquete en el momento de la explosión.

—Lo lamento —dijo el agente Wilco—. Lo lamento muchísimo. Tómese su tiempo, pero… vamos a necesitar hablar con usted. Con todos ustedes.

Pete asintió. Se había acercado a Jow y pasado sus grandes y pulcras manos sobre sus hombros. Ésta sollozaba, incapaz de contenerse.

Alma asintió. Pensaba en Andrew, por supuesto, y también en los otros empleados a su cargo. Eran jóvenes y ninguno tenía mujer o hijos, lo que era un alivio, pero eran tan jóvenes… tan jóvenes, que de repente, sin poder contenerse, empezó a respirar con dificultad. Jow fue hacia ella para abrazarla, mientras una fina lluvia se abrió camino a través de las nubes grises y el humo para empezar a caer sobre la escena.

El agente Wilco se caló su casco de policía y guardó su pequeño bloc de notas con expresión apesadumbrada.

Odiaba esa parte de su trabajo.

Un bombero equipado con un traje ignífugo y máscara de gas metía en ese momento en una bolsa un trozo de pierna con lo que parecían ser los restos de un calcetín mientras en algún lugar, entre los destrozos, los restos de uno de los servidores chisporreteaba calladamente y se apagaba para siempre.

Virgilio había dejado de existir.

6

Alma no se fue a casa hasta muy tarde. Estuvo en la comisaría, respondió a las preguntas de las autoridades y firmó algunos papeles de atestados y el seguro de responsabilidad civil entre otros. Luego salió fuera y se tomó unos momentos para asumir el dolor que se había instalado en su pecho. Se sentó en un banco y se dijo que tendría que visitar a la familia de Andrew, por lo menos, para darles el pésame. Para Alma, la muerte no era precisamente un final, sino todo lo contrario, pero aun así, la interrupción brusca del proceso de la vida era siempre doloroso; y aún lo era más para los familiares que se quedaban y que apenas contaban con unos pocos cimientos de índole religioso, demasiado poco sólidos y neblinosos como para que fueran ningún consuelo. Andrew, como todos sus otros empleados y colaboradores, tenían sueños y esperanzas, cosas que hacer y que ver en el mundo antes de irse, y ya no podrían embarcarse en ninguno de ellos. No esta vez. El hecho de que fuera, en parte, culpa suya, no la hacía sentir mejor.

Cuando cayó la noche, Alma regresó a Enfield Terrace. Los inspectores y personal del cuerpo de bomberos seguían aún trabajando en los restos, pero ella no estaba interesada en lo que hacían. Sólo eran cosas, y los restos, solamente restos. En lugar de eso, se sentó en un escalón de la acera opuesta y esperó.

Andrew apareció un par de horas más tarde.

Alma.

—Hola, Andrew —dijo, visiblemente emocionada.

Ya estoy aquí otra vez.

Alma asintió. Andrew parecía cinco años más joven. Estaba radiante, de hecho, vestido con un elegante traje negro. Y sonreía, con esa sonrisa franca que sólo había visto en aquellos que han fallecido y están a punto de despedirse.

—Ojalá lo hubiera sabido —exclamó Alma con un susurro.

No es así como funciona.

—Aun así, a veces se me permite saber cosas… —dijo ella.

Sabes que no habría supuesto ninguna diferencia.

—Lo sé. Lo sé.

Andrew acentuó su sonrisa. Inclinó ligeramente la cabeza, como si quisiese decir algo, pero permaneció callado.

—¿Qué va a pasar, Andrew?

Andrew no respondió.

—Es todo tan confuso…

Tienes que confiar. Hay un plan.

—Lo sé, pero… ¿y si el plan es…?

No pudo acabar la frase. Confiar era algo difícil teniendo presente la imagen de su oficina destruida; lo que tenía en mente, además, resultaba demasiado aterrador como para pronunciarlo siquiera.

—¿Estaremos bien? —preguntó entonces.

Andrew volvió a sonreír, esta vez con indulgencia.

Alma asintió, suspiró largamente y se arrebujó en el mullido y confortable jersey que llevaba puesto.

—¿Te quedarás por aquí o… te vas?

Regreso ya —dijo Andrew—. Todos estamos regresando.

—¿Tanto van a cambiar las cosas?

Andrew asintió despacio.

—Buen viaje, querido —susurró ella.

Andrew permaneció de pie durante unos segundos, con su sonrisa hermosa y sincera dibujada en los labios. Luego se desvaneció lentamente, perdiendo identidad a ojos vista. Para cuando Alma parpadeó, ya no quedaba nada de él.

La doctora Chambers continuó sentada todavía durante un rato. A la luna aún le faltaban un par de días para estar llena, pero arrojaba una luz preciosa sobre la calle, por lo demás coloreada por las luces de emergencia de las unidades de bomberos locales.

Luego, se puso en pie y se marchó a su casa, paseando, meditabunda y consumida.

7

La noche antes de la publicación de ALMA, Jow y Pete fueron a visitar a la doctora Chambers a su casa. Habían pasado dos semanas desde que las oficinas de Enfield Terrace volaran por los aires. El informe policial había dictaminado que había provocado la explosión un artefacto casero, zafio y chapucero, fabricado con pocos medios atendiendo a las especificaciones de una página web alojada en aguas internacionales, en concreto en gabarras construidas con contenedores. Sin embargo, no habían encontrado al culpable. El oficial encargado del caso había dicho que, de haber ocurrido tan sólo un año antes, habrían podido destinar más recursos, pero que con todo lo que estaba pasando, sus efectivos estaban demasiado ocupados «apagando fuegos».

—No tienen ni idea del incendio que se avecina —había dicho Alma antes de darse la vuelta y marcharse.

Por petición de ella, no habían vuelto a verse en esas dos semanas, después del entierro de Andrew y los otros empleados. Éste fue bastante emotivo y doloroso, con familiares venidos de Irlanda y del sur de Inglaterra que lloraron la pérdida desconsolados. La prensa y los medios de comunicación apenas habían recogido el incidente. Pasaban demasiadas cosas a diario como para que pudieran detenerse en un suceso aislado. A los dos días de la tragedia, las excavadoras limpiaban los restos del gabinete espiritista mientras algunos vecinos miraban entretenidos desde la carretera, y eso fue prácticamente todo. Alma no pudo evitar sentirse culpable. Demasiado bien sabía que esa bomba, construida en alguna cocina sucia y cochambrosa donde a buen seguro coexistía un tablero de ouija, había estado destinada a ella y solamente a ella.

—Debe de haber algo que podamos hacer —dijo Jow, frotándose las manos enfundadas en unos guantes de lana. Hacía frío, pero desde hacía unas semanas hacía frío en todas partes. Más que nunca. Alma ya ni siquiera se esforzaba por encender el pequeño calefactor que había colocado a sus pies.

—Me temo que no, querida —contestó ésta.

—Mi periódico publicará el artículo mañana —dijo Pete con rapidez—. Mi editor ha recortado mucha de la información que queríamos incluir, pero… el tono general de alarma y advertencia sobre el libro continúa ahí.

Alma sonrió ligeramente.

—Gracias, Pete, querido. Puede que ese artículo salve algunas vidas.

Jow se incorporó del sofá, visiblemente furiosa.

—¡Es de locos! —exclamó.

—Es… lo que tiene que ser —respondió Alma con suavidad. Parecía abatida y anciana, escurrida en su batín de estar por casa, con el pelo lacio cayendo a ambos lados de la cara.

—Pete y yo fuimos a las oficinas de Nostromo —dijo Jow entonces.

—¿Sí? —exclamó Alma, ahora con renovada curiosidad.

—Intentamos hablar con el editor responsable —añadió.

Alma esperó, con una ceja levantada.

—No nos hicieron ni caso —murmuró Jow.

—Bueno, es normal, querida.

—Fue interesante, sin embargo —dijo Pete—. A juzgar por la reacción de todo el mundo, creo que saben más de lo que dicen sobre la relación entre el libro de Balmori y lo que está pasando.

—Estaban bastante crispados —añadió Jow—. Cuando les dijimos de qué se trataba, todo eran negativas.

—Puedo entenderlo —dijo Alma.

Se miraron sin decir nada durante unos instantes. Por fin, Jow volvió al sofá y se sentó junto a Alma. Ella vio su expresión de franca desesperación en el rostro y le dedicó una sonrisa forzada. Era lo mejor que podía conseguir, dadas las circunstancias.

El teléfono empezó a sonar.

Alma cerró los ojos y sus labios, finos y delgados, se curvaron en una mueca de desesperación.

Pete y Jow se miraron, preocupados.

El teléfono sonó por tercera vez.

—¿No lo… coges? —preguntó Jow.

—No —respondió Alma.

Jow pestañeó, haciendo verdaderos esfuerzos por comprender. De pronto, tuvo una sensación tan fuerte como desagradable, y comprendió. Comprendió de qué se trataba. Aun así, alargó el brazo, cogió el auricular, y lo pegó a su oreja. Alma hizo un ademán de protesta, pero se rindió casi en el acto.

Una voz harto desagradable y soez empezó a chillarle al otro lado de la línea.

—PUTA, PUTA ASQUEROSA, PÚDRETE ZORRA DEL…

Jow dio un respingo y colgó el auricular.

La voz… esa voz grave y preñada de ecos terribles, la había dejado helada. Soltó todo el aire de sus pulmones y éste formó una pequeña nube de vaho que se quedó suspendida en el aire un par de segundos.

—Jesús —murmuró.

—Mañana llamaré a la compañía —dijo la doctora, encogiéndose de hombros—. Daré de baja la línea. Al menos quiero estar tranquila lo que quede de tiempo.

Jow sintió un pequeño escozor en sus ojos claros. Odiaba ver a Alma tan abatida.

Permanecieron así unos momentos más, sumidos en pensamientos tan lúgubres como inevitables.

—Alma… —susurró Jow al fin—. ¿Qué va a pasar?

Alma suspiró largamente.

—No lo sé —respondió balbuceante. La doctora parecía confusa y hablaba ahora con un tono de voz lánguido y decaído—. No tengo ni idea. Llegué a pensar que todo lo que estaba pasando era por un bien mayor, pero luego… luego cambié de opinión. Creo que algo interfirió con mi capacidad para distinguir las cosas… Ahora no lo sé. Sólo sé que todo lo que ha ocurrido era y es inevitable. Pensar que hubo otras opciones… me resultaría demasiado duro de asimilar. Estaría eternamente en duda, el miedo me bloquearía. No sé lo que ocurrirá, sólo hay una verdad universal a la que me puedo agarrar por el momento: que lo que ocurre es lo único que debe ser.

—Eso suena a conformismo derrotista —exclamó Pete, a caballo entre la rabia y la desesperación.

Jow, a pesar de que odiaba admitirlo, estuvo de acuerdo. Alma había dicho que el miedo la bloquearía, pero por lo que ella podía sentir, ya estaba bloqueada. No reconocía gran cosa en la mujer que tenía delante, carente del viejo entusiasmo por el té caliente y el chocolate frío, la mujer que siempre elegía salir a pasear por las mañanas a pesar de las bajas temperaturas, tan perjudiciales para su salud. A Jow la angustiaba contemplar a alguien que era una sombra pálida de la mujer que había llegado a conocer, admirar y amar, y eso la entristecía tanto como la preocupaba. Le resultaba doloroso verla en ese estado, y desde luego podía reconocer las telarañas del miedo a su alrededor, impidiéndola ver, comprender, aceptar y avanzar. Pero no dijo nada.

—Hay cosas que… —dijo Alma, deteniéndose un momento para pasarse la mano por la frente, como si le costara trabajo pensar—. Hay cosas que se nos escapan porque no estamos preparados para entenderlo. Supongo que por eso está pasando todo. Es el insufrible, eterno e inconmensurable ego humano. Creemos que estamos capacitados para entenderlo todo, porque somos el summum de la Creación, la cúspide de la pirámide evolutiva, los señores de todo, hechos a imagen de Dios. —Rio entre dientes—. Pero no es verdad. Un conejo encerrado en una jaula conoce su espacio, pero no sabe que alrededor de ella hay una habitación, una calle, una ciudad, un país, un planeta, una galaxia, un universo; si le pones una zanahoria, sabrá de qué se trata y tratará de comérsela, pero no puedes hablarle de aeronáutica porque, por muchas palabras que uses, por mucho que pintes diagramas y esquemas sencillos, ni su cerebro ni su Yo esencial están preparados para comprender nada de eso. No se puede. Es imposible. Con las personas pasa lo mismo.

Pete asintió.

—Nunca lo había pensado así —dijo.

—Claro que no. Porque desbordamos ego. El ego, es sin duda, un gran maestro, pero puede ser nuestro peor enemigo, sobre todo si le hacemos caso. Si hacemos caso a sus miedos. Desconocer las argucias de nuestro ego es un resquicio terrible por el que se colarán ellos, los Descarnados, porque nadie ha prestado atención a nada relacionado con todo este asunto: la ouija, Elvenbane, y todo lo demás. Si el agujero que detectamos hubiera emitido energías medibles por nuestros aparatos científicos, y no por un puñado de gente trastornada que habla de energías espirituales, fantasmas y todo lo demás, no habríamos llegado a nada de esto.

—Eso es cierto… —susurró Jow, algo molesta. Entendía la línea general del discurso, pero algo no terminaba de encajar en el marco general de las cosas. Algo… Algo se les estaba escapando, y su potente intuición chillaba y pataleaba como un bebé hambriento.

—Estamos tan centrados en las pruebas, cariño… —continuó diciendo Alma, que ahora por fin parecía otra vez ser aquella mujer lúcida y valiente que Jow había conocido—. Nos llenamos la boca con esa palabra, «ciencia»… que usada por alguien con una actitud poco científica resulta hasta peligrosa. ¡Todo es ciencia! Pero nos negamos a aceptar que intentamos medir y certificar cosas que no son medibles, no con la tecnología que tenemos. Nos negamos a entender que pueden existir más puntos de vista aparte del nuestro. Seguimos viendo la Tierra plana. Decimos que la Tierra es redonda porque fuimos capaces de salir de nuestra perspectiva. Y a la vez sigue siendo plana, porque desde nuestro punto de vista físico lo es. Los dos puntos de vista son correctos, pero no tenemos en cuenta que hay otras perspectivas, otras realidades, otras formas de existencia conviviendo con nosotros, aquí y ahora, y que para ellos posiblemente no haya Tierra. —Se arropó con la manta, como si de repente el frío se hubiera acentuado—. Que lo único cierto sobre nosotros es que cada ser humano tiene poder absoluto sobre su persona, su carácter, sus acciones y pensamientos, pero la gente vive creyendo que tiene poder sobre todo lo que lo rodea, que puede comprar lealtades, casas y personas, pero que no puede controlar cómo se siente o cómo lo hacen sentir.

—Les da miedo enfrentarse a ellos mismos —opinó Jow.

—Ahí está la verdadera puerta por dónde ellos se colarán —siguió diciendo Alma—. El ser humano prefiere ser títere de alguien ajeno a tener que enfrentarse a las decisiones y las consecuencias de vivir una vida.

Dejaron que el silencio acompañara al frío de la habitación. La información llegaba cuando debía, desde luego, pero las conclusiones a las que había llegado Alma en esos momentos eran difíciles de digerir.

—Por eso —siguió diciendo Alma, empleando ahora un tono de voz más bajo— Alan no pudo publicar su artículo. Necesitaba los datos tangibles de Virgilio, algo que la gente pueda comprender y digerir. Datos, cifras, estadísticas en un cuadro de Excel. Nada de todo lo demás. Sin eso no había artículo. Sin artículo…

—Sin artículo no hay advertencia. —Jow abrió mucho los ojos—. Nos están dando el poder a nosotros. Nos dan el poder de elegir. ¿Por qué?

—No lo sé —suspiró Alma.

Pete no podía dejar de mirarse las manos.

—Entonces… no hay nada que hacer —dijo al fin—. Si todo sucede como debe…

—Nada que hacer más que esperar —dijo Alma—. Esperaremos a que la gente lea el libro. Algunos querrán jugar con los conceptos que incluye, y entonces… bueno, ya veremos qué pasa.

Se quedaron callados de nuevo, y continuaron así durante un buen rato. En realidad, se mantuvieron juntos hasta tarde, sin decir gran cosa pero juntos, por el placer y el consuelo de la compañía: Jow y Pete en el mismo sofá, con las manos entrelazadas, y Alma en su butaca, pensativa. Al menos parecía pensativa. Lo cierto era que había llegado a la extenuación mental. Estaba agotada, y por el momento, se contentaba con ver discurrir el tiempo.

Sólo quedaba eso: esperar.

8

Esa noche, Alma, que dormitaba en el sofá vestida todavía con ropa de calle y su viejo batín de estar por casa, tuvo uno de sus sueños especiales. Supo que lo era incluso estando dormida, lo cual era una especie de traición a la norma ancestral de despertarse en el momento en el que uno se da cuenta de que está soñando.

Soñó otra vez con Giles de Rais, el maniaco perverso que luchó junto a Juana de Arco y se sentaba sobre sus víctimas semidescuartizadas, disfrutando de una manera atroz de su dolor y su sufrimiento; soñó con gente vestida con traje en una oficina de operaciones bursátiles que vendían acciones de mierda a confiados inversores de a pie que a menudo invertían sus ahorros miserables con la ilusión de prosperar en la vida; soñó con los nazis reunidos en la villa de Gross Wannsee (Heydrich, Stuckart, y muchos otros) decidiendo el destino final de millones de judíos; soñó con niños que le arrancaban la piel sangrante a un pobre chucho sólo por diversión, con el hombre que veía anuncios de niños muriendo de enfermedades comunes y de inanición mientras devoraba una pizza quince veces más calórica que lo que ellos comerían en toda una semana, indiferente, y soñó con todas las otras escenas que ya vio una vez, hacía ahora una eternidad, cuando se concentró en buscar la verdad sobre lo que estaba pasando.

Esta vez, sin embargo, veía más cosas en cada escena.

Junto a todas aquellas personas, estaban las sombras.

Las sombras, los Descarnados, manchas terribles de una oscuridad primigenia que se movía como una gota de vino vertida en un vaso de agua, frotándose contra las mejillas de los hombres ignorantes de lo que ocurría, deleitándose y absorbiendo los efluvios de las energías oscuras que sus corazones negros e indolentes bombeaban con cada latido. Susurrando. Las sombras junto a los niños que hacían sufrir al animal sólo por el placer de ver su dolor terrible y lacerante, retorciéndose ante su disfrute como serpientes recién nacidas en un nido de cría; las sombras junto al oído de Heydrich, adulándolo y susurrando mientras se tomaban decisiones que afectarían no sólo a millones de víctimas, sino a sus familias, a sus conocidos, a la gente que se enteraría del genocidio tras acabar la guerra y sentirían una punzada de asco y horror por la capacidad del hombre de provocar dolor, generando una espantosa cadena de miedo, repulsión y sufrimiento. Las sombras. Los Descarnados. En todas partes, invisibles pero omnipresentes, desde los siglos de los siglos.

Se despertó llorando cuando aún era noche cerrada, y cuando el amanecer se abrió paso afligidamente entre las penumbras, la encontró llorando todavía.

9

Pete estaba mirando por la ventana de la casa en la que había vivido cuando era niño. Siempre lo había fascinado aquella casa. Era grande, laberíntica y algo oscura, pero había sido su parque de juegos en todos esos años de infancia en los que se explora y reconoce cada pequeño rincón, y no había recodo, mancha de humedad en el papel pintado o grieta en el suelo que no hubiera sido su centro de atención durante todos aquellos años. Cada vez que soñaba con un hogar, era esa casa, y no otra.

La ventana estaba ubicada en la cocina, y daba a un patio estrecho y lúgubre donde los vecinos colgaban, en ocasiones, la ropa húmeda y preñada del olor penetrante a detergente y suavizante. Se agarraba con los dedos a la reja que su madre había instalado hacía tiempo, en principio para evitar que los gatos se cayesen, pero en realidad era para acallar sus propios temores: todos en la familia sabían que ningún gato se tiraría desde una altura semejante. Miraba… Sólo miraba, sin pretensiones, sin preocupaciones, disfrutando del sencillo olor que traía la brisa del atardecer; hasta que, de pronto, se encontró mirando a Carol, que había aparecido desde algún punto situado a su derecha y caminaba alejándose de él.

Había dos cosas que estaban mal: una era que Carol parecía desproporcionadamente grande; la otra, que flotaba en mitad del patio andando distraída por el aire.

Pete, sin embargo, no pensó en nada de eso. Se puso muy contento y empezó a llamarla.

—¡Carol! ¡Carol, CAROL!

Ella se dio la vuelta y lo reconoció enseguida. Sonrió, poniendo los ojos en blanco y meneando alegremente la cabeza, y ese gesto parecía decir: «¡Ah! Ahí estás». Luego se acercó a él. Estaba guapísima, con el pelo suelto y largo como en su mejor época, y un hermoso pañuelo anudado al cuello.

Pete se emocionó vivamente.

Sssssh. Tranquilo, cariño —dijo ella.

—Carol…

Tranquilo.

Pete asintió, embelesado por sus facciones dulces. ¡Era tan… tan hermosa! Había olvidado cuánto. Mucho. Muchísimo. Hasta parecía resplandeciente, radiante y más joven, rodeada de un halo casi luminoso. Más joven, sin duda, como en los años dulces en los que compartían ese enamoramiento inicial y mágico que hacía que cualquier acto cotidiano se colmase de magia.

—Carol…

Pete… Ahora estás bien. Ya te tocaba.

Pete asintió.

—Sí. Creo que estoy bien.

Carol sonrió otra vez. Era una sonrisa contagiosa, imposible de ignorar. Pete se encontró respondiendo al gesto con la misma intensidad, pero al mismo tiempo no podía evitar pensar en el motivo real de que estuviera bien. Era Jow, por supuesto.

Carol pareció captar su línea de pensamientos: inclinó la cabeza y soltó una pequeña carcajada.

Oh, Pete. Sé que has estado preocupado.

—Sí…

No lo hagas —dijo—. Está bien. Es lo que tiene que ser, desde el principio. Es una mujer preciosa, Pete, y muy vieja. Mucho. Te enseñará muchas cosas… Vas a crecer tanto… No es la primera vez que estáis juntos. Ella ha sido muchas veces tu destino, sólo que esta vez habéis tenido menos tiempo.

Pete asintió.

—Pero yo te quiero…

Claro que sí, idiota —respondió ella con un divertido movimiento de cabeza—. Si eres incapaz de sentir otra cosa. Me alegra que te hayas reencontrado.

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