Alma

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XXI. La casa Taggar

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XXI

LA CASA TAGGAR

1

Los días y las noches se habían vuelto extrañas en Elvenbane desde que se publicó el segundo libro de Johnnie Balmori. Era como si alguien hubiera pulsado un interruptor en alguna parte y la gente hubiera decidido irse de nuevo. Había largas peregrinaciones de gente que abandonaba el pueblo, y las autoridades estaban encantadas. Los que no disponían de vehículo, y aquellos cuyos automóviles habían quedado bloqueados por otros coches, se marchaban andando, caminando por las carreteras y caminos locales. Para facilitar las cosas, las autoridades fletaron autobuses para propiciar el éxodo, incluso camiones militares con destinos tan variopintos como exigía la gente. La mayoría, sin embargo, insistía en ir a la ciudad más cercana.

Algunos responsables de Seguridad Civil se daban palmadas en la espalda, seguros de que el alucinante y extraño acontecimiento estaba empezando a pasar. Y no podían celebrarlo más, porque el mundo había empezado a enloquecer y necesitaban todos los efectivos con los que pudieran contar para hacer frente a la crisis que empezaba a desatarse en las ciudades.

—¡Era cuestión de tiempo! —se decían.

Sus expectativas se vieron hechas añicos cuando la gente empezó a regresar, otra vez, a Elvenbane. En menos de veinticuatro horas había riadas de gente moviéndose en los dos sentidos: un caos de circulación y tráfico como no se conocía en toda la historia del Reino Unido.

—¿Qué está pasando? —quiso saber uno de los responsables—. ¿Por qué cojones vuelven de nuevo?

Su subordinado tenía la cara roja cuando le respondió. Tenía manchas de sudor en las axilas y olía como alguien que había pasado tres turnos completos sin tomarse un pequeño descanso, como de hecho había ocurrido.

—Han ido a comprar un libro… —exclamó con voz ronca. Tan pronto lo dijo, empezó a reír; entre dientes al principio, y luego de una manera más evidente, soltando una carcajada tan estruendosa que tuvo que agarrarse a sus propias rodillas para no caer al suelo.

Todo el mundo en Elvenbane quería la segunda parte de La puerta.

Algunos vendedores avispados detectaron esa imperiosa necesidad y se pusieron manos a la obra. Había gente que compraba centenares, miles de volúmenes en las grandes ciudades y llenaba con ellos sus furgonetas; luego viajaban con ellas a Elvenbane. El libro se vendía en las afueras del pueblo a veinticinco libras con noventa peniques, casi cuatro libras más que el precio de venta recomendado en la contracubierta. Nadie protestaba por ese aumento. Los que se habían quedado sin dinero en efectivo pagaban con tarjeta; los que se habían quedado sin ningún dinero en absoluto ofrecían sus móviles, relojes y cualquier cosa que pudiera servir como pago por el ejemplar. Incluso comida. Una chica de veintidós años llamada Bárbara Simmons ofrecía cuatro horas de sexo sin limitaciones a quien le proporcionase el libro, y en los caminos escondidos que serpenteaban entre los árboles, por todas partes, había gente que era asesinada para ser privada de sus valiosísimas posesiones, que casi siempre se reducían a una sola cosa: el último libro de Johnnie Balmori. La palabra «ALMA» era como un mantra infernal que se susurraba por todas partes.

Mientras tanto, en el pueblo y sus extrarradios, la gente leía. Leía por todas partes, con expresiones concentradas. Leían en los portales, en las aceras, en las tiendas de campaña, bajo los árboles, en las sillas robadas de las cafeterías (que a esas alturas habían sido virtualmente desmanteladas y saqueadas), en el interior de las viviendas que habían sido allanadas y arrebatadas a sus legítimos propietarios. Algunos leían junto a los cadáveres de sus antiguos dueños, como el señor Douglas Winters (que ya nunca más caminaría por Silhoutte y Green Leaf), masticando con fruición cualquier cosa que hubieran encontrado para comer.

Y a medida que terminaban la lectura, cerraban el libro con manos temblorosas, los ojos anegados en lágrimas y una súbita comprensión que parecía provenir de una conexión ancestral y cierta dictada por designios incomprensibles; y esa comprensión les decía, muy a las claras, lo que debían hacer después.

2

Esa noche durmió muy poca gente en Elvenbane. Los que aún no habían adquirido el libro estaban demasiado concentrados en solucionar ese problema; los que aún no lo habían terminado no podían apartar los ojos de él, y los que ya lo habían leído…

Bueno, el libro hablaba de Elvenbane.

No directamente, claro, pero la población ficticia de Heresville donde ocurrían los hechos se parecía bastante a aquel pueblo pintoresco y agradable, colmado de pequeños racimos de vegetación, casitas blancas, y hasta un lago. Para todos ellos, la asociación era tan directa como inevitable, tan obvia que se caía por su propio peso. Al fin y al cabo, llevaban demasiado tiempo pernoctando allí y preguntándose por qué lo hacían, aferrados a una única verdad, que por mucho que fuera indiscutible, era en realidad tan peregrina como podía serlo: Que estar en Elvenbane era lo único que los hacía sentirse en-el-lugar-adecuado. Era como estar de pie a la hora señalada, delante de los invitados, el día de tu boda, algo tan obvio que no cabían preguntas. Ahora sabían. Sabían que se habían reunido allí para eso que se contaba en el libro.

En la novela, los tres protagonistas abrían el Portal de Mundos, realizando un ritual que tenía mucho que ver con las prácticas de ouija que todos conocían tan bien. Y lo hacían en Heresville, por supuesto, en la vieja casa de los Taggar. Gracias a eso, conectaban con el otro lado, esa realidad tangible pero invisible que evidenciaban las prácticas espiritistas.

En las calles de Elvenbane, en los campamentos que rodeaban la ciudad desde las afueras, en el interior de las tiendas de campaña (las familiares y las pequeñas) y los muelles del puerto, todos… todos sin excepción hablaban de esa coincidencia innegable. Hablaban entregados a susurros excitados, sujetando el libro con las manos y repasando los pasajes clave, leyendo partes en voz alta, asintiendo con severidad y abriendo mucho los ojos, como si estuvieran siendo partícipes de una conjura prohibida. El tomo negro, con ese diseño de portada tan íntimo como mínimo, parecía un ejemplar de la Biblia en sus manos. Las palabras «casa Taggar» se pronunciaban de una manera velada, como si temiesen invocar cosas terribles al amparo de las penumbras nocturnas.

Douglas Winters, de no haber estado muerto y descomponiéndose en el interior de un armario de su propia casa, se habría percatado rápidamente del movimiento de la gente, que conformaba una suerte de marea por las calles del pueblo. A algunos les costó un poco saber qué ocurría, para otros fue instintivo. Se decía que un hombre de barba anaranjada había encontrado la casa Taggar, o algo similar, y las filas de curiosos marchaban por el pueblo siguiéndose unos a otros. Muchos portaban linternas, porque el camino los conducía más allá de las últimas casas hacia la zona del río, entre las hileras de árboles, y allí terminaba la iluminación de las farolas locales. Un observador lejano habría visto una fantasmagórica marcha nocturna entre los árboles, y era posible que la escena le hubiera parecido entrañable.

El camino, por supuesto, acababa cerca de la estructura de madera oscura que Alma y Jow habían descubierto hacía toda una eternidad. Allí, los susurros y conversaciones veladas languidecían y se apagaban, envueltos en un misterio casi religioso, como si un grupo en peregrinación hubiera llegado al final de su largo viaje, como si de repente hubieran hallado el misterio por el que se pusieron en marcha; como si el Mesías estuviese a punto de aparecérseles procurando el ansiado maná divino, la conclusión de un periodo extraño de sus vidas, pero algo… algo en realidad único y especial. Algo importante. Algo que estaba a punto de suceder. De empezar o de terminar.

Y miraban, inseguros de qué hacer a continuación, incapaces de comprender las energías turbulentas como espirales de un tornado que los atravesaban, pero sintiéndolas de alguna manera inexplicable. Esos torbellinos invisibles e intangibles los hacían sentirse raros, conectados entre sí, expectantes, partícipes de una confabulación cósmica que estaba ocurriendo en ese mismo momento, tan real como inequívoca.

Ahora esperaban, sin hacer otra cosa que dejar pasar las lánguidas horas de la noche, dejándose envolver por sensaciones encontradas y esperando, quizá, a que pasara algo.

Porque si algo sabían todos, los que esperaban de pie y los que habían encontrado un hueco en el suelo, era que algo estaba a punto de pasar.

Algo.

3

La Muerte conducía un Bentley Continental y llegó al atasco de Elvenbane, que empezaba a casi diez kilómetros del pueblo, a las seis menos diez de la mañana. Se quedó bloqueado en la carretera de la costa detrás de una furgoneta blanca, en la parte trasera de la cual se mostraba un adhesivo que decía: TÓCAME EL CLAXON Y TE TOCO LA PUTA CARA. Suspiró brevemente, apagó el motor con parsimonia y abandonó su Bentley Continental. Había sido un buen coche, uno de los mejores que había tenido nunca, y odiaba perderlo, pero… así eran las cosas. Sencillamente, no había manera de resistirse a los cambios.

Era un títere, sí; una marioneta del destino. Pero él, al menos, era un títere que veía los hilos.

Miró alrededor. Hasta donde le alcanzaba la vista no podía ver más que coches: miles de automóviles embotellados costado contra costado y frontal contra frontal, formando una sólida masa de un color apagado y deslucido que uniformaba la tenue luz del amanecer. El cielo estaba encapotado y hacía frío, pero últimamente hacía frío siempre.

Abrió entonces el maletero y miró la pequeña bolsa de deportes negra, sin marcas. La llevaba a la vista, no en el compartimento oculto donde solía guardar las cosas comprometedoras, y eso era tan inusual en él como una nevada en pleno julio. De todas maneras, no era que llevase armas ni ninguna de las otras cosas que solía llevar cuando estaba trabajando, pero la naturaleza de esas cosas eran extrañas cuando las observabas en su conjunto, y en otros tiempos habrían hecho que cualquiera que indagase en ella se hiciera preguntas. Preguntas incómodas. Ahora todo era diferente; imaginaba que las cosas estaban ya demasiado enloquecidas como para que nadie se interesase por una bolsa de deportes negra, sin marcas, en el maletero de un Bentley Continental. Y tan cerca de Elvenbane, por añadidura.

Cargó la bolsa y empezó a caminar, y ni siquiera se molestó en cerrar el maletero. ¿Para qué? Tenía muy claro cómo se desarrollarían las cosas.

El final de todo.

Mientras caminaba, pensaba. En realidad, era curioso cómo se habían desarrollado las cosas: Veinte años trabajando en el negocio de la Muerte, inventando mil argucias para evitarla y administrarla con eficiencia, y ahora caminaba resueltamente hacia un destino seguro. Ni siquiera estaba muy seguro de por qué se había prestado a ello… Podía, sencillamente, haber huido a cualquier parte del mundo y servirse de su extraordinario talento para sobrevivir durante tanto tiempo como le hubiera sido posible. Su padre habitualmente decía que «un día siempre es un día», y había aplicado esa mentalidad a su existencia durante toda su vida profesional. Imaginaba que tenía sentido; una especie de trabajo último, un homenaje a toda una vida de encargos llevados a cabos, de clientes satisfechos, de ética profesional, de discreción, anonimato, periodos en las tinieblas, cambios de identidad, caminar entre la gente con la cabeza gacha y las solapas del abrigo subidas, un lobo entre corderos. ¿A cuántos había matado en esos veinte años? Probablemente a cientos. Cientos de personas. Ni siquiera podía recordarlos a todos, por mucho que se empeñase, y por mucho que hubiera recogido la mayoría de esos encuentros en un pequeño diario que gustaba de llamar «Yo, Monstruo». Acabar por ello con todo, o propiciar que ocurriese, se le antojaba una buena traca final. Algo que, de alguna forma extraña, tenía sentido en el periplo de su vida.

Le llevó una buena hora y media llegar hasta Elvenbane. Hubiera tardado menos, pero no llegó por la carretera principal: había demasiados estúpidos y excesivo ruido, mucha gente insoportable, perdida y quejumbrosa. Lo hizo a su manera, por la puerta de atrás, por los senderos perdidos entre los árboles, a través de los campos, lento pero seguro.

Las afueras de Elvenbane, por cierto, eran un espectáculo inesperado. Estaba preparado para tener que atravesar una muchedumbre insufrible; lo había visto en las imágenes del canal de noticias y en los periódicos, pero allí no quedaba apenas nadie, sólo inválidos, impedidos y gente demasiado mayor como para poder moverse de un lado a otro con libertad; todos los demás se habían marchado ya. Aquello era como cruzar a través de los restos abandonados de un campamento de refugiados que hubiera sido desalojado, colmado de tiendas de campaña vacías, cajas apiladas, restos de… comida, de ropa, basura, despojos, hogueras todavía humeantes y un desagradable olor residual a humanidad, heces y fritangas.

Colin negó con la cabeza.

Un abuelo sentado en una silla de camping plegable le dirigió una mirada dura. Colin no lo miró: le bastaba con la visión periférica para tener controlados todos sus movimientos. Era una especie de secuela de su trabajo, muy poco convencional: controlarlo todo, mantenerse alerta, no dar nada por sentado. La vieja y mugrienta manta que le cubría las piernas podía esconder un arma, pero el tipo no daba la talla. Con los años, Colin había aprendido que sólo había ocho tipos de personas, y aprender a clasificarlos era extraordinariamente sencillo si uno estaba atento a las señales. La expresión de los ojos, la profundidad de la mirada, el lenguaje corporal e incluso las marcas en el rostro decían mucho sobre cómo era alguien en realidad, y aquél no era más que el tipo de hombre que parecía ser: un anciano sentado en una silla, probablemente esperando a que su hija Betty de cuarenta y seis años, aquejada de varices en las piernas, volviese a por él.

Colin le devolvió la mirada durante un par de segundos, y el anciano pareció encogerse en la silla. Cuando hubo pasado, se santiguó. Pasó la media hora siguiente deseando fumarse un cigarrillo.

Colin sabía exactamente adónde ir; tenía información precisa. Siempre la tenía, era su trabajo, y jamás lo había descuidado. Sin embargo, cuando llegó al lindero del bosque se encontró con la gente. Toda la gente que debía de haber estado en el campamento estaba allí congregada, como si hicieran cola para alguna loca superrebaja en un centro comercial el día antes de Navidad, pero faltaban las voces, las voces airadas, las conversaciones superpuestas, las protestas y las exclamaciones nerviosas de quien estaba a punto de comprar aquello que tanto había ansiado a buen precio. Contemplar a tanta gente reunida y en silencio, contentándose con pequeños susurros velados, resultaba tan irreal que toda la escena cobraba un tinte casi onírico.

Colin avanzó, trepando entre las rocas. Avanzó tanto como pudo, moviéndose entre el gentío disperso, y cuando resultó ya demasiado complicado seguir avanzando por la masificación, se plantó con un sonoro suspiro.

—Perdonen —exclamó entonces en voz alta, con su perfecta pronunciación—. ¿Me dejan ustedes pasar, por favor?

Lo miraron, perplejos. Una señora que dormitaba varios metros más allá dio un respingo y se incorporó sobresaltada; los que estaban sentados en el suelo con la espalda apoyada en los troncos de los árboles se revolvieron, incómodos, como si alguien los hubiera espoleado con un bastón. El resto se volvió, mirándose unos a otros, sin saber qué decir o qué hacer. Alguien resopló y pareció estar a punto de decir algo, pero Colin clavó su mirada en él, revestida con el burdo sucedáneo de una sonrisa, tan ausente como fría. El muchacho se sacudió con un escalofrío y se limitó a apartarse.

—Gracias —dijo al fin.

Colin avanzó, dando las gracias a medida que pasaba. El contenido de la bolsa que llevaba a la espalda producía un sonido cantarín —clink, clink— con el bamboleo que ocasionaba su avance. De vez en cuando exclamaba un simple «disculpe» y la gente se hacía a un lado rápidamente. Era como si emanase de él una oleada de algo invisible pero perceptible, tan ominoso como desagradable. Gracias. Disculpe. Gracias. Era como un rey progresando entre el gentío; todo el mundo le hacía hueco y tardaban en cerrar filas a su espalda, como si fuera dejando un rastro que nadie quería invadir.

Avanzó, andando a buen paso, hasta que llegó al otro extremo del bosque y la visión de la casa Taggar empezó a dibujarse entre los arbustos. Apenas la vio, la reconoció enseguida. Era la misma que había visto en sus sueños, con todos los detalles. Hasta la luz era la misma. Sabía positivamente que sería así, pero tener la confirmación visual, real y tangible, delante de sus narices, le produjo cierta impresión.

Asintió con un gesto de la cabeza y continuó avanzando.

Nadie ocupaba el perímetro de la casa, como si alrededor de ella hubieran dispuesto un cordón de seguridad invisible. Este hecho lo divirtió sobremanera. Miró brevemente hacia atrás y vio la inconcebible cantidad de gente congregada ocupando cada pequeño espacio, cada roca, expectantes y concentrados en él, llamados por sólo Dios sabía qué voz sobrenatural e invisible, sin que ninguno supiera una mierda de lo que estaba pasando. Y esto lo divirtió aún más.

Dejó la bolsa en el suelo y la abrió con un rápido movimiento. Entonces extrajo un par de martillos grandes, comprados la noche anterior en una ferretería a doscientos cincuenta kilómetros de allí. Una herencia, sin duda, de su trabajo. No había sabido hasta ese momento para qué quería dos martillos, pero ahora lo sabía. Vaya si lo sabía.

Estudió a la gente con un rápido vistazo.

—Usted —dijo, señalando a un hombre—. Y usted. ¿Quieren por favor venir hasta aquí?

Los dos hombres avanzaron, dubitativos.

—Vamos. Vengan aquí. No tengan miedo.

Colin les entregó los martillos y los aceptaron sin preguntas; luego se acercó a la entrada principal de la casa y tocó con la mano los viejos ladrillos con los que habían tapiado la entrada principal, muchos años atrás. Asintió, satisfecho: eran ladrillos de hueco simple dispuestos en horizontal, lo que quería decir que no tardarían mucho en echarlos abajo. No había esperado otra cosa.

—Utilicen sus martillos —exclamó entonces.

Los hombres se miraron. Colin esperó a que el mensaje penetrara lentamente en su densa malla cerebral, sin añadir nada, hasta que uno de ellos avanzó con pasos temerosos hasta donde él esperaba. El otro no tardó en seguirlo.

—Golpeen con fuerza —exclamó.

Se sentó en una roca cerca del porche y extrajo una elegante pitillera negra del bolsillo de su abrigo. Tenía las siglas C. F. G. grabadas: un vestigio de otro tiempo, otro nombre, otra época, el único que conservaba de un tipo de vida que la gente normal aprobaría y consideraría socialmente aceptable. Normalmente, se fumaba un único cigarrillo por cada trabajo terminado, una especie de recompensa y un pago velado por su intromisión en el destino de las cosas. Había leído que cada cigarrillo suponía un minuto menos de vida, así que él se restaba un minuto por cada vida segada, y ese pensamiento no sólo le parecía justo, sino macabramente divertido.

Un minuto menos.

Esta vez era diferente; no habría un después. Tendría que fumárselo ahora, porque dudaba de que luego hubiera tiempo. Dudaba de que luego hubiera cualquier cosa.

Lo encendió y dio una larga calada. Para entonces, el ruido de los martillazos sobre los ladrillos empezaba ya a llegar hasta él, así que cerró los ojos y dejó que el sonido irregular de los golpes se convirtiera en una suerte de melodía en su cabeza. Cada golpe era como un mazazo terrible, un clavo en el ataúd de la humanidad. No un minuto, sino mucho más. Un año. Diez años. Cien siglos. Una eternidad. El destino, se dijo, no estaba carente de ironía.

La gente seguía esperando, y era todo lo que hacían. Esperar. Mirar con una expresión vacía en el rostro. Incluso ahora, en medio de un momento tan importante, seguían siendo incapaces de tomar decisiones, de vivir la vida, y por eso estaban allí, reafirmando su error, representando de forma exacta la farsa de su patética existencia social.

Colin empezaba ahora a comprender el motivo por el que había tenido aquellos sueños; aquella gente no parecía preparada para hacer nada. No habrían hecho nada, más que esperar hasta que el hambre o la sed los hubieran ido alejando del lugar al cabo de más o menos tiempo. Y eso hubiera sido una pena. Estaban, simplemente, allí reunidos, y sabía qué los había reunido. Se preguntó qué tipo de adulaciones y mentiras los habían seducido para acabar allí, lejos de sus familias, de sus trabajos, de sus sueños, soportando el calor del día y el frío de la noche: ¿sexo?, ¿poner final a la insondable soledad de sus almas mezquinas?, ¿amor tal vez, amor… de ese tipo que sólo los más afortunados viven una única vez en la vida, a veces por breves periodos, que te cala tan hondo que te transforma para siempre?, ¿o algo más pueril como el dinero, el poder o diversos logros personales? ¿Qué mentiras?, ¿qué promesas? Colin lo había visto en los ojos de todos ellos. En algunos, al menos. En la mayoría. Mentiras al mando de tableros de ouija, como una masturbación compulsiva. Mentiras, falsas esperanzas, engaños, anhelos nacidos de la miseria humana, la desesperanza alentada por falacias ficticias.

Cerró los ojos y fumó.

Cuando los golpes terminaron, Colin volvió a mirar. Echaría de menos el tabaco y echaría de menos estar vivo, por descontado. Aunque había dedicado su vida al negocio de la muerte, aún podía apreciar cosas como la belleza caótica y casi fractal de la disposición de las ramas de los árboles y el olor a tierra, o un día de viento, o el calor tibio del sol en el mes de marzo. Eran cosas bonitas, y la vida era pródiga en ellas si uno se decidía a encontrarlas.

Los hombres, por cierto, habían hecho un buen trabajo. El hueco en los ladrillos era lo suficientemente amplio como para que una persona pasara con holgura. Asintió satisfecho y se puso en pie, tomó de nuevo la bolsa de deporte negra, sin marcas, y se dirigió hacia la casa. Ni siquiera miró a los hombres cuando pasó junto a ellos: habían terminado su cometido y ya no significaban nada para él. Le preocupaba mucho más no mancharse el abrigo de polvo. Morir con el abrigo sucio era demasiado estrafalario.

El interior de la casa olía a tumba. Había un rastro de humedad, pero también una notable ausencia de aire, como si allí dentro éste hubiese escaseado desde hacía décadas y ahora se hubiera renovado alimentándose de las viejas paredes, el mobiliario prácticamente descompuesto y el polvo que cubría el suelo como una alfombra.

El recibidor principal, por supuesto, era justo el espacio que necesitaba. También había sabido eso. Se trataba de una estancia diáfana de unos ocho metros cuadrados de la que nacían puertas, arcos desnudos y una escalera que ascendía al segundo piso. Pero no había más muebles que una vieja estantería que amenazaba con desmoronarse sólo con mirarla y un par de butacas cuya tela era un festival de moho y hongos. En los altos techos, unas telarañas grandes como sábanas tremolaban suavemente por la suave brisa que entraba por la puerta principal. A Colin no le importaba nada de aquello, era atrezo barato de una película de terror. Sacó de su bolsa de deporte varias linternas de camping preparadas para ser colocadas en posición vertical y que dispuso rápidamente por el suelo y en la estantería. Ofrecían una luz pálida y espectral pero suficiente.

Los dos hombres habían entrado tras él. Sus rostros se revelaban afligidos por un temor casi reverencial, como si hubieran accedido a la mismísima tumba de Jesucristo y esperaran encontrarse con su creador. La luz que iluminaba sus rostros desde el suelo producía sombras y exagerados contrastes en sus facciones asombradas. Colin les dedicó una breve mirada.

—Justo a tiempo, caballeros. Tengo más trabajo para ustedes.

Sacó un paquete de tizas escolares de la bolsa y se las entregó. Luego extrajo un pliego del bolsillo de su abrigo.

—Estoy seguro de que reconocen esto —les dijo, desplegando el trozo de papel. Lo levantó con una mano para que pudieran verlo bien. Mostraba un círculo con unos símbolos, los mismos que el libro de Johnnie Balmori describía.

Los hombres asintieron.

—Dibújenlo en el suelo. El círculo debe ser tan grande como puedan. Utilicen todo el espacio, hasta las paredes.

El hombre más joven lo miró, perplejo y boquiabierto.

—Y caballeros —añadió, con esa sonrisa fría y desnaturalizada que tantos hombres, mujeres y niños habían contemplado antes de morir—, sean cuidadosos. Hagan los trazos precisos. No quiero el pintarrajeo de un escolar.

Asintieron. Pero tenían la boca tan seca que la sentían polvorienta como la vieja habitación.

Veinte minutos más tarde, el trabajo estaba hecho. No había quedado mal, en opinión de Colin, y ni siquiera había tenido que mancharse las manos de tiza o de sangre, para el caso, porque tenía muy claro que no quería chapuzas en nada que tuviera que ver con el trabajo. Las proporciones parecían correctas y el círculo, al menos, parecía un auténtico círculo. Hasta los símbolos tenían cierto criterio artístico.

Para entonces, algunas personas habían ido entrando en la casa, todas en silencio, moviéndose como unos astronautas que dan sus primeros pasos por un asteroide. Nadie decía nada, y eso era bastante conveniente. Las masas podían ser muy caprichosas y difíciles de manejar si las cosas se torcían, y quedaba tan poco que le cabrearía mucho tener que tomar medidas drásticas.

Colin extrajo unos de los últimos objetos de la bolsa: unas velas grandes de un fascinante tono rojo navideño. Eran para los extremos del dibujo, conformando una especie de señal luminosa que acentuaba el diseño del pentágono. Las encendió y sacó la última cosa de la bolsa: un ejemplar de ALMA, de Johnnie Balmori. Había marcado la página donde estaba la parte que necesitaba.

Colin miró a la gente antes de empezar a leer. Oh, no tenían ni idea de lo que se les venía encima, y eso, pensó… eso también era divertido.

Mah ta sabah —exclamó— na tak minas bai. Tak margath unal.

Apenas había terminado de decir la última palabra cuando el lugar entero se sacudió con un crujido terrible. Fue como un pequeño terremoto, como si los cimientos enterrados en el suelo hubieran sufrido una embestida que los había partido en varios pedazos. Algunas tablas se desprendieron de la pared y cayeron al suelo con un repiqueteo que pasó desapercibido; el polvo acumulado en el techo se apresuró a caer, como ingrávido, formando pequeñas nubes blancas que se esparcieron con notable rapidez. Algo más crujió amenazadoramente en el piso de arriba, y tanto las velas como las linternas se apagaron al unísono.

Colin no se inmutó, pero algunas personas gritaron. Fuera, la sacudida provocó un pequeño revuelo. Algunos se cubrían las cabezas con los brazos, como si temieran que la casa se les fuese a caer encima.

Colin sabía que la cosa no terminaría así. Lo había visto en uno de sus sueños especiales, los mismos que lo habían mantenido vivo durante tantos años, como aquella vez que se despertó a las cuatro de la mañana en una habitación de hotel con el tiempo justo para meterse debajo de la cama: diez segundos más tarde entraban dos tipos armados y vaciaban sus cargadores sobre la cama vacía. Esos sueños.

Tiró el libro a un lado y esperó, con las manos recogidas a la altura del abdomen. Con el abrigo de color negro parecía un sacerdote que acabase de oficiar un funeral, y con probabilidad, así era.

Esperó…

Unos instantes después, el suelo saltó por los aires. Los trozos de madera volaron convertidos en peligrosas esquirlas, puntiagudas y terribles, y algunas fueron a clavarse en la gente que esperaba cerca del umbral. Hubo más gritos, y hubo sangre, y alguien cayó al suelo de rodillas sujetándose el cuello con ambas manos. La sangre manaba abundante tiñendo sus dedos. Colin movió la cabeza. Luego, un chorro de luz de un tono verde pantanoso brotó del agujero.

El viento empezó a soplar, dentro y fuera de la casa. Sin la luz de las linternas no se veía gran cosa, pero a Colin le pareció distinguir trozos de roca, ladrillo y madera volando por todas partes, describiendo círculos centrífugos que giraban como a cámara lenta. La gente, entregadas a una caterva estridente de alaridos, empezó a salir de forma atropellada, apretándose contra los ladrillos para pasar por el hueco.

Colin fue el primero en verla. Salía del agujero, tímida como los efluvios ponzoñosos del caldero de una bruja de cuento, ingrávidos, casi perezosos, dando forma a una especie de brecha en mitad de la sala, como si la realidad desapareciera y fuese apartada y consumida. La sala entera pareció gemir, y la oscuridad cimbreó por todas partes, como sacudida de sus estructuras esenciales. Las sombras se movieron para apuntar al agujero abierto en el suelo.

Colin compuso una mueca de satisfacción. En su sueño había visto una masa informe de muerte, pero verla allí, en directo, era otra cosa. No era desagradable. No era fea y abyecta, era… una hermosa nada, pura en su esencia íntima. Él no había querido una muerte sucia.

Se permitió susurrar unas últimas palabras, una especie de homenaje a una larga carrera, un momento frívolo de vanidad exaltada.

—Soy la Muerte.

De pronto se sintió transportado. Nunca supo de qué se trataba. Un instante más tarde giraba alrededor de la habitación mientras algo tiraba de sus extremidades en todas direcciones. Sintió una enorme presión en el pecho y en las sienes, y los brazos explotaron en un estallido de dolor inenarrable que le hizo cerrar los ojos mientras era consciente de que estaba siendo aplastado. Ni siquiera tuvo tiempo (bendita adrenalina) de sufrir dolor. Simplemente, con un único pensamiento furtivo de lo mucho que le apetecería fumarse un cigarrillo, dejó de ser.

Fuera, la gente estaba mirando con ojos atónitos cómo el techo se desmontaba en mil pequeños fragmentos, como si alguien hubiera aplicado una aspiradora industrial sobre una construcción infantil hecha de bloques de madera. Los restos parecían elevarse en el aire varios metros para salir expulsados en todas direcciones, como una fuente de escombros. La casa Taggar crujía, las paredes cimbreaban y los tablones saltaban enloquecidos; en la quebrada, las rocas rodaban levantando una polvareda sucia de color sepia.

Luego, por fin, la casa empezó a vomitar oscuridad.

Descarnados.

Como un recién nacido, los Descarnados tenían hambre. Un hambre atroz, primigenia, ancestral, que necesitaba alimento de una manera imperiosa para prosperar en su estado incipiente. Acababan de despertar a un nuevo mundo que les era desconocido y que estaba dominado por leyes físicas incomprensibles, pero se habían ocupado de eso; se habían procurado todo un séquito de almas, a veces con maneras sutiles, como los sueños, a veces de una manera más paciente y laboriosa, como convencer a cada uno de ellos prometiéndoles, adulándolos, diciéndoles, rellenando sus insufribles, frágiles y ridículas carencias humanas, todo con la paciencia de quien ha vivido todo el tiempo del universo, desde siempre.

Alimento, cuidadosamente condimentado.

Entonces sí que empezaron los gritos de verdad.

Entonces sí.

4

La primera vez que todo empezó a cambiar de veras fue en North Wessex Downs, cerca de Eddington, Inglaterra, en una pequeña casa con una preciosa terraza que miraba al río Kennet.

Jimmy McReady había terminado la lectura de ALMA a las dos y veinte de la mañana, y aunque tenía que levantarse antes del amanecer para ir a trabajar, estaba tan exultante y tan lleno de curiosidad que se decidió a probar los cambios introducidos al nuevo ritual de la ouija.

Los símbolos habían desaparecido. Ahora, las letras estaban circunscritas en un solo símbolo gigante, en forma de círculo, conformado con pequeñas marcas a modo de runas. Una especie de galimatías de líneas que se cruzaban entre sí ocupaba el espacio central.

McReady dibujó todo eso en la pizarra infantil de su hijo, sirviéndose de tizas de colores. Cuando hubo terminado, dejó la pizarra en el suelo y colocó un vaso en el centro. Luego, intentó el proceso utilizando las mismas palabras que se describían en el texto.

Miraba el tablero expectante, esperando esa comunicación alucinante y directa que ocurría en el libro de Balmori. Sin embargo, aunque esperó durante casi un minuto, no ocurrió nada.

Nada en absoluto.

McReady se sintió decepcionado al principio, pero después sonrió para sus adentros. Era sólo un libro, y además estaba mentalmente extenuado. Sabía por experiencia que la conexión no se establecía si se deseaba sin energía, cansado tras un largo día de trabajo, por ejemplo. Siempre podía intentarlo otro día, o volver a los símbolos del primer libro que, por cierto, funcionaban de maravilla.

Estaba ya a punto de borrar el dibujo de la pizarra cuando, de pronto, tuvo un acceso de duda. Con mucha rapidez, volvió a coger el libro y buscó el capítulo en el que los protagonistas enredaban con el tablero y los símbolos. Un párrafo llamó su atención.

—Velas —susurró en la oscuridad.

Los personajes del libro utilizaban cinco velas, dispuestas en círculo alrededor del dibujo. Una en el cenit superior, dos a los lados, y dos más en la parte de abajo, como en una especie de pentágono.

Torció la cabeza, divertido por el hecho de que, realmente, fuese a intentar reproducir la secuencia tal cual aparecía en la novela que, por cierto, era de FICCIÓN, como rezaba la portada. Pero lo hizo, sólo por descartar todo el asunto.

La luz se iba a menudo en aquella parte del río, así que McReady contaba con una buena cantidad de velas comunes que guardaba en un cajón del aparador. Eran pequeñas y achaparradas, de un color cremoso, pero supuso que servirían lo mismo. El libro no especificaba que tuvieran que ser de un color determinado.

Cuando las hubo colocado, las encendió con ayuda de un mechero, pero aún no proporcionaban el ambiente adecuado que la ocasión merecía. La luz de la lámpara en el techo arruinaba todo el ambiente de película de terror, así que, movido por el morbo y una fascinación peliculera, dio tres grandes zancadas hacia el interruptor y lo pulsó. Se quedó mirando su pequeño escenario. Estaba contenido en apenas un metro cuadrado de suelo, pero de alguna forma, lo sentía correcto, estéticamente correcto. Estaba tan excitado que se dijo que esa noche, de todas maneras, no podría dormir demasiado, pero le daba lo mismo. No era la primera vez que veía amanecer jugando a la ouija.

«Si mi mujer se despierta ahora me va a estar mirando como si estuviera zumbado durante tres putas semanas», se dijo, riendo para sus adentros.

Satisfecho, suspiró largamente y ensayó, una vez más, las extrañas palabras que conformaban el saludo inicial. McReady había tratado con extranjeros toda su vida, y estaba bastante seguro de que aquellas palabras eran una mezcla absurda y fantasiosa que intercalaba lenguajes de ficción como el de los Mitos de Cthulhu con algo de latín y, con bastante probabilidad, árabe, o cualquier otra basura sacada de la imaginación del autor. De todas formas, acercó la página a la luz de las velas y pronunció las palabras de nuevo, poniendo tanto cuidado como pudo.

—Mah… ta sabah na tak minas bai… tak margath unal.

Fuera, en el pequeño jardín delantero, el viento golpeó con fuerza el lateral de la casa. Unas viejas latas que colgaban de una cuerda cerca del pozo desgranaron, inesperadamente, una suave cantinela metálica, y el aire se llenó de un olor dulzón, como de tierra fértil que ha sido removida en mitad del bosque. McReady sintió un repentino escalofrío. ¿Era él, o la temperatura acababa de bajar varios grados? Estaba casi seguro. Además, tenía esa repentina sensación de náusea. Parecía crecer desde la base del estómago y abrirse camino hacia su cabeza, como si…

De pronto, el tablón de la pizarra crujió con un sonido tan fuerte como inesperado. McReady dio un respingo. La luz de las velas pareció crecer en intensidad, chisporroteando en pequeños estallidos intermitentes, para luego apagarse. Antes de quedarse a oscuras de nuevo, McReady alcanzó a ver una raja en el tablero que antes no estaba ahí.

Dejó escapar una exclamación ahogada.

Se quedó quieto, respirando con cierta dificultad, intentando ordenar sus pensamientos.

«El calor de las velas», se dijo, sin poder dejar de sentirse tan asustado como excitado. Esa explicación le trajo un acceso de risa que sonó aberrante en el silencio de la habitación. «¡El puto calor de las velas ha hecho que el tablero se parta, me cago en Dios!». Y, sin embargo, no podía evitar sentirse todavía inquieto. Desde luego, no se explicaba por qué las velas parecían haberse convertido, por un instante, en jodidas bombillas de cien vatios.

Estaba cogiendo una de esas velas con una mano e intentando recordar dónde las había comprado para poner una queja cuando, un par de habitaciones más allá, su mujer profirió un alarido escalofriante.

McReady se estremeció, consumido por un nuevo ramalazo de terror.

—Linda… —musitó, perplejo. Las ideas se agolpaban en su cabeza como complicadas piezas de un puzle alienígena que su mente no era capaz de abarcar. Luego… se puso en pie de un salto y salió corriendo hacia el dormitorio.

—¡Linda! —chilló.

Linda volvió a gritar. Esta vez, su voz llegó acompañada de una segunda voz. Parecía, más bien, el gruñido de algún tipo de animal, restallando en la oscuridad de la habitación como un latigazo de irrealidad.

McReady tropezó con el sofá en su intento de llegar al pasillo y trastabilló con las manos adelantadas, preparándose para la caída. La rodilla explotó con una terrible punzada de dolor, pero no le prestó atención. Linda no paraba de lanzar gritos, uno tras otro, ininterrumpidamente.

—¡LINDA!

«Oh cielos, Linda, Linda, oh cielos».

—¡Jimmmmmmmmmy!

Cruzó el pasillo como una exhalación, los ojos despavoridos intentando descubrir volúmenes en la penumbra. Cuando llegó al dormitorio, la puerta estaba abierta, y la imagen de lo que se cernía sobre la cama lo inundó tan por completo que durante unos momentos se quedó plantado en el umbral, incapaz de reaccionar o de comprender del todo lo que estaba ocurriendo; ni siquiera lo que estaba viendo.

Era una forma imposible de entender. Los detalles se perdían en la oscuridad, pero allí había una suerte de forma, una amalgama sin sustancia, un agujero en la realidad a través del cual la habitación parecía desaparecer por un pozo sin fondo, como si faltara un pedazo.

McReady se quedó sin respiración. Los latidos de su propio corazón producían sonidos retumbantes en su cabeza.

—¡Jimmmmmmmmmy!

Linda se escurría hacia el cabecero, su cara pálida y joven deformada por un terror tan intenso que hacía que sus ojos parecieran dos huevos duros a punto de escapar de sus oquedades.

La forma se estremeció, creciendo a través de la habitación. Las sombras naturales adheridas a las esquinas, bajo la silla, parecían estirarse como si fueran atraídas por aquel vórtice en el que la materia desaparecía como si estuviese vetada para acceder. Creció, consumiéndolo todo y acercándose a Linda, produciendo un crujido sobrenatural. Cuando McReady comprendió que aquello conduciría a un final tan espantoso como inevitable, el corazón le falló. Tenía cuarenta y cuatro años y demasiado azúcar en el cuerpo. La orina, que había sido incapaz de contener por más tiempo, se apresuró a formar una mancha oscura en sus pantalones. McReady dio dos pasos hacia atrás, consumido por un dolor devorador en pleno pecho; la pared del pasillo le impidió retroceder más.

—Linda… —consiguió decir antes de que el intenso dolor lo obligara a cerrar los ojos.

Fue lo último que supo.

5

—¿Qué has dicho? —preguntó la oficial de policía, perpleja.

Su compañero corría a su lado, con la frente completamente cubierta de sudor y la mano en la cartuchera donde llevaba la pistola.

—Que la casa estaba desapareciendo —exclamó.

—¿Cómo que desapareciendo?

—¡Es lo que han dicho en la central! —respondió.

Habían llegado a la puerta de la casa, así que ambos sacaron sus pistolas reglamentarias y las mantuvieron cogidas con ambas manos, apuntando hacia el suelo.

—Por el amor de Dios… —soltó ella—. Sólo quiero volver a casa y descansar los pies, estoy harta de majaderías.

—Bueno, así es este trabajo —susurró él mientras controlaba el entorno: las ventanas, las salidas a ambos lados del callejón, los coches aparcados que podrían dificultar los movimientos, otras puertas y ventanas donde podrían apostarse tiradores, y muchos otros parámetros que su instrucción como agente de policía le había enseñado a considerar—. Hay heridos. Por lo que sé, podría haber muertos.

—Dios —soltó ella—. Desde luego, que la casa desaparezca tiene que ser algo bastante chungo.

Pero Ben no estaba para chistes. Hizo un gesto con la mano y ella comprendió al instante. Se colocó a un lado de la puerta. Sólo entonces Ben llamó con los nudillos.

—¡Policía de Los Ángeles, abran la puerta!

Esperaron un par de segundos. Luego, Ben insistió y volvió a llamar.

—¡Policía, abran!

Laura soltó un bufido para librarse de un mechón de pelo, largo y negro como el carbón, que había acabado enredado junto a la comisura de sus labios. Siempre se hacía una coleta cuando estaba de servicio, pero con la carrera, algunos cabellos habían escapado. Era un fastidio. Si no fuera porque su madre probablemente moriría de un disgusto, habría dejado que su hermano le aplicara un corte de pelo más que severo hacía mucho tiempo.

Ben entró en la vivienda el primero, con el arma preparada y separada del cuerpo, los brazos dispuestos en un ángulo de treinta grados. No sabía qué significaba que la casa estuviese «desapareciendo», pero debía prepararse para cualquier eventualidad, y una eventualidad más que probable era un par de hippies con demasiada coca en el cuerpo, excitados por un par de visiones estridentes. Los hippies, latinos y afroamericanos casi siempre sacaban sus armas cuando tenían visiones paranoicas.

Accedió a una sala diáfana que debía de ser el distribuidor principal, con espacios abiertos en muchas direcciones. Desde allí se veía parte del salón, un pasillo distribuidor, y la entrada de la cocina, a la derecha. No le gustaba: había demasiados frentes abiertos como para controlarlos todos a la vez. Y había otra cosa que no le gustaba: entrar allí dentro era como acceder a una cámara frigorífica. Literalmente debía de haber como menos cuatro grados.

Ben, sin embargo, se esforzó por concentrarse en lo que hacía. Miraba con rapidez, buscando ángulos muertos, sofás que pudieran esconder cosas detrás, rincones oscuros. Pasaba una hora del mediodía y la casa estaba ya demasiado oscura para su gusto.

Algo le llamó la atención en primer lugar: sobre la mesa de la cocina había una especie de tablero con varias velas dispuestas alrededor. Estaban apagadas, pero aún podía percibir el olor a humo de cera; esas velas habían estado encendidas no hacía demasiado tiempo.

—¡Policía! —gritó—. ¿Señora Sailor?

El silencio era sepulcral.

Laura se puso a su lado. Ben sabía que era ella no sólo por lo obvio, sino por el olor de su sudor corporal. Ben, que se había criado, curiosamente, cerca de un pestilente mercado de pescado en Baltimore, tenía un olfato prodigioso.

La miró brevemente.

Ben hizo un gesto hacia el salón, y mientras ella se adelantaba con la pistola preparada, él metió la cabeza en la cocina para echar un vistazo rápido. No había nadie, pero las sillas estaban separadas de la mesa y una se encontraba caída en el suelo. No sabía a qué tipo de juego de mesa habían estado jugando con todas aquellas velas, pero parecía que había terminado abruptamente.

Laura levantó una mano con un gesto específico que quería decir que el salón estaba despejado.

—¡Señora Sailor! —gritó Ben, mirando la escalera—. ¿Está usted arriba?

—No me gusta… —susurró ella—. No me gusta ni un poco. Y este frío… ¿Qué pasa con el frío en esta ciudad, por Dios?

Ben se quedó quieto. Había otro olor en el aire, pero no podía identificarlo todavía, y eso lo inquietaba. Mucho. Por lo general, podía entrar en una casa cualquiera y saber si habían tenido un animal de compañía en las últimas semanas; hasta podía saber si ese animal era un perro o un gato; pero allí no olía a animales. Olía a…

Putrefacción.

Era putrefacción, sin duda, y no el tipo de hedor insoportable que deja un cubo de basura o la verdura podrida en un lugar cerrado, era putrefacción del tipo «Oh-Dios-mío-este-cadáver-lleva-aquí-tres-meses». Ese tipo de hedor le llegaba a ramalazos, todavía demasiado vago e impreciso como para que consiguiera saber de dónde provenía. A veces giraba la cabeza y se decía que sí, que estaba allí; un instante después lo perdía de nuevo.

Ben avanzó por el pasillo, dando pasos pequeños, atento a cualquier ruido que pudiera producirse. A esas alturas no quería volver a alertar a nadie de su posición y progresaba en silencio. Laura, mientras tanto, continuaba emplazada al pie de la escalera, asegurándose de que nadie bajase por allí sin que ella lo apuntara con su revólver. No necesitaban intercambiar muchas palabras: el procedimiento estaba muy claro.

Al mirar en una de las habitaciones, Ben se encontró con unos pies tendidos en el suelo, pies descalzos con un pantalón de un blanco intenso. Al menos parecían pies, porque tenían el color de la ceniza, como si fueran parte de una escultura más que de un cuerpo humano. Producían un contraste demasiado fuerte con el tono de la ropa.

Hizo una seña a su compañera, y cuando ésta asintió brevemente, entró en la habitación, tenso como un cable de acero. El dedo en el gatillo era una escarpia de precisión.

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