Alma

Alma


Tercera parte. París » Capítulo 25

Página 31 de 34

C

a

p

í

t

u

l

o

2

5

 

 

Una vez se reunieron en la calle, no esperó ni un segundo para enfrentarse a ella.

—¿Cuándo pensabas decírmelo?

Sonaba enfadado de verdad y ella no entendía el motivo.

—No pensaba hacerlo —respondió con una tranquilidad que no sentía en absoluto.

—¡Maldita sea, Alma! —gritó— ¡Es mi hija!

—Creo recordar que no quieres tener hijos —apuntó con voz contenida—. Y también te voy a recordar que me abandonaste. ¡Te marchaste sin mirar atrás! ¿Sabes cómo me sentí?

No. No lo sabía, aunque se lo podía imaginar. Se sintió como un miserable al pensar en ella sola y embarazada en un país extranjero. Juzgada por todos.

Se paseó nervioso ante el coche.

—Lo siento. De verdad, lo siento.

Ella supo que hablaba con sinceridad. No la había engañado. Solo la había alejado de él.

—Será mejor que nos vayamos. Este no es un lugar para hablar y tenemos que ver la forma en que vas a sacar a mi padre de esa prisión.

Volvía a tener razón. Ahora lo prioritario era André.

—Está bien. No hemos acabado.

Subieron al coche y la acompañó hasta su casa. Una idea rondaba su cabeza. Después de alguna duda, se atrevió a preguntar.

—¿Puedo verla? —dijo con los ojos fijos en los de Alma—. Me gustaría conocerla.

Ella lo pensó durante unos segundos. Antes o después tendría que hacerlo y aquel era tan buen momento como cualquier otro.

—Está bien. Sígueme.

Armand obedeció sin dudarlo. Los nervios le atenazaban el estómago. Nunca nada lo había puesto en ese estado. Él, el hijo del monstruo, el hombre que se había prometido no tener hijos, no comprometerse, no fundar una familia, estaba a punto de conocer un bebé que podría cambiar su destino. Su hija.

Una risa infantil atrajo su atención. Su gran cuerpo se estremeció. Dios mío, qué difícil era aquello.

Encontraron a Natalie en compañía de Sophie. Esta trataba de darle la comida, pero la pequeña se empeñaba en meter la mano en el plato.

—¡Señorita! ¡Señor!

Se la veía como pillada por sorpresa, haciendo algo que no debía. Estaba salpicada de salsa y se lo pasaba tan bien como la niña. Además, estaba el hecho de que monsieur Bandon miraba a Natalie como si hubiera entrado en trance.

Su hija, pensó Armand. Esa pequeña con la cara sucia y que se reía y palmoteaba era adorable. Y era suya. Su responsabilidad.

—¿Puedo tomarla en brazos? —preguntó a Alma, que observaba la escena con el corazón en un puño.

—¡Por supuesto!

Él alargó los brazos en dirección a la pequeña, que había pasado de reírse a mirarlo con curiosidad. Cuando él sintió la manita sucia sobre el rostro, supo que estaba perdido.

Un miedo atroz se apoderó de él. ¿Y si le hacía daño? ¿Y si convertía su vida en un infierno, igual que había hecho su padre con él?

Le dio un beso largo y suave en la mejilla y la puso en brazos de su madre.

—No puedo. —Fue lo único que consiguió decir antes de que su voz se quebrara.

Antes de que fuera consciente de lo que había sucedido, Alma oyó como la puerta de la calle se cerraba con un sonoro portazo.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Sophie, atónita por el comportamiento de Armand.

—Miedo, Sophie. Se llama miedo —le explicó.

—¿Miedo a qué? Quería conocerla. Eso es algo, ¿no? —La muchacha no entendía nada y Alma tampoco, porque aquel tipo duro y huidizo mandaba señales contradictorias continuamente.

Había aceptado que no quisiera formar una familia, pero ahora, después de haber visto su expresión al conocer a Natalie, no estaba tan segura. Ni siquiera él sabía lo que deseaba su corazón. Ella se iba a encargar de demostrárselo. Todavía tenían una posibilidad.

 

 

La mente de Armand era un auténtico torbellino de sensaciones y pensamientos encontrados. No tendría que haber ido a verla. Cuando escuchó el nombre de Natalie, tendría que haber corrido en dirección contraria todo lo rápido que sus largas piernas le permitían. Por el contrario, había querido conocerla y se había encontrado con la criatura más bonita que jamás había visto. Una miniatura de Alma con el toque exótico de sus ojos azules. Tenía ganas de liarse a golpes con todo lo que le rodeaba, maldecía su pasado y su presente y sobre todo, su futuro. Un futuro solitario, sin familia ni nadie a quien poder hacer daño. Estaba decidido, ayudaría a André a recuperar su libertad. No podía hacerlo por la fuerza porque si actuaba así, su amigo no podría volver a vivir como lo había hecho hasta entonces. Por fin había descubierto la identidad del alto cargo del gobierno que lo había encerrado y sabía qué hacer para conseguir lo que quería. Sin pensarlo dos veces, salió en su busca. Había tomado una decisión.

 

 

—¡Alma!

Ella se giró al oír la voz de su padre.

—¡Papá! Estás libre. ¿Cuándo, cómo has salido?

André abrazó a su hija y a su nieta.

—Armand, hija. Él, siempre él. Es un buen muchacho

—¿Y dónde está ahora?

—Tenía cosas que hacer. Me ha dejado en la puerta y se ha marchado.

Había huido. Estaba segura de que había huido.

 

 

Habían transcurrido dos días desde la liberación de André y seguía sin tener noticias de Armand. Bien, había llegado el momento de mantener una seria conversación con él; primero para darle las gracias y después para lanzarle un ultimátum. Le preguntó a su padre su dirección y sin dar explicaciones salió a buscarlo.

La casa de Armand estaba bastante alejada de la suya, así que mientras atravesaba casi toda la ciudad, tuvo tiempo suficiente para pensar en lo que le iba a decir. No estaba por la labor de ponerle las cosas fáciles. La mejor estrategia sería poner las cartas sobre la mesa, ofrecerle sus condiciones y mostrarle todo lo que se perdería si decidía olvidarse de ellas. Nunca había tenido que negociar por algo tan importante, pero estaba preparada cuando el carruaje se detuvo en la dirección que le había indicado.

La expresión de Armand cuando identificó a su visitante fue suficiente para mostrarle que no la esperaba.

—¿Qué quieres?

La pregunta no podía ser más grosera. Ella, sin embargo, no se amilanó.

—He venido a darte las gracias por ayudar a mi padre. Te las habría dado cuando lo llevaste a casa si hubieras entrado, cosa que no hiciste, lo que me llevó a pensar que a lo mejor no lo hacías porque estás huyendo. —Directa, sin rodeos.

¡Dios! Armand se pasó la mano por la cara en un gesto desesperado. No había entrado a la casa de Ledoux porque no quería verlas, porque si lo hacía, volvería a dudar sobre la decisión que había tomado. Con lo que no había contado, y debería haberlo hecho, era con que ella no se rendiría ni permitiría que la hiciera a un lado.

—Yo no huyo —mintió con el mayor descaro.

—Ja, ja —respondió ella al tiempo que entraba en la casa—. Puedes cerrar esa puerta porque no pienso irme de aquí hasta que hablemos.

—No hay nada de lo que hablar.

—Te equivocas —le contradijo—, hay mucho. Otra cosa es que no quieras hacerlo, amigo —le apuntó con el dedo en el pecho—, y eso me importa un bledo. Tengo mucha paciencia.

Miró alrededor. Se encontraba en un vestíbulo no muy grande. Si él personalmente había abierto la puerta era porque o no tenía servicio o este no se encontraba en casa. Distinguió dos puertas. Eligió la que estaba abierta, con toda probabilidad había salido de aquella estancia para acudir a la llamada. Buena elección. Se trataba de una especie de biblioteca que tenía pocos muebles y muchos libros. Bien por él. Se giró y esperó a que entrara.

—¿Y bien? —preguntó con impaciencia.

—Bien ¿qué?

—No te hagas el tonto, no va contigo. ¿Qué piensas hacer?

Por supuesto que él sabía lo que le preguntaba. Aun así, levantó una ceja en un gesto inquisitivo que solo consiguió crisparla más. Al final respondió.

—Voy a liquidar lo que me queda y continuar con mi plan original. Irme lejos y forjar mi propia fortuna.

—¿Y dónde encajamos nosotras?

—No encajáis.

Era una respuesta cruel para una realidad cruel. Alma tuvo la impresión de que una flecha se había clavado en su corazón y lo partía en trozos, pero no se rindió. Utilizaría cada uno de los pedacitos para convencer a aquel hombre testarudo de que merecía ser feliz, lo mismo que ella.

—Te equivocas —le rebatió acercándose hasta quedar a escasa distancia—. Somos parte de ti. Tienes una hija preciosa que te necesita.

Él se echó hacia atrás como si lo hubiera golpeado.

—No lo entiendes. Estoy de acuerdo contigo en que necesita un padre. Lo que no necesita es un monstruo. Tú no me conoces.

—Te conozco —habló con una tranquilidad que no sentía en absoluto—. Mucho más de lo que te conoces tú a ti mismo. Tienes una imagen tan distorsionada de tu persona que ni siquiera eres capaz de ser objetivo con lo que es obvio. Te comparas con tu padre pero no te pareces a él en nada.

Dolía. ¡Cuánto dolía ver la confianza ciega que depositaba en él! No podía dejar que siguiera pensando que era un buen tipo. Tenía la obligación de convencerla de que, aunque a simple vista se mostraba como alguien normal, podía transformarse en un ser despreciable en cualquier momento. Alargó una mano y la agarró por la nuca con fuerza. Desde que la había vuelto a ver, la necesidad de sentirla, de besarla y ser besado se había convertido en una obsesión. Nada más rozar sus labios olvidó todos sus intentos de demostrarle que no le convenía. Las bocas se reconocieron al instante, los cuerpos se acomodaron y encajaron a la perfección. La furia se transformó en desesperación y anhelo. Daría cualquier cosa por poder besarla, acariciarla y cuidarla el resto de su vida. Sentía la sangre correr acelerada por las venas, el aroma femenino obnubiló sus sentidos y la necesidad de arrastrarla hasta la cama más cercana se hizo acuciante. A pesar de que no esperaba aquel asalto, Alma no puso ninguna objeción. El sabor de Armand se había fijado en ella de tal manera que con solo probarlo de nuevo fue suficiente para entregarse. Se apretó contra él y le devolvió la caricia con avidez. El tiempo retrocedió a aquellas tardes y noches en España en las que habían compartido todo lo que eran sin reservas. Las manos de Armand se deslizaron por sus curvas, que se le ofrecieron con total abandono. Se habría quedado allí para siempre. Sin embargo, tenía una misión que cumplir: debía convencerlo de que era bueno para ellas. Apoyó las manos sobre el pecho masculino y se separó.

Aturdido y sin saber muy bien cómo había llegado a esa situación, él se limitó a mirarla.

—Nunca podrás hacernos daño, ni a Natalie ni a mí —le dijo al tiempo que le acariciaba la mejilla con las yemas de los dedos—. Eres bueno y cariñoso. Métete eso en tu dura cabeza.

Antes de que él pudiera reaccionar, ella ya había abandonado su casa.

 

 

Cuando llegó, Charles le informó de que el duque estaba con una visita en el despacho.

—¿Qué vas a hacer? —oyó la voz del visitante.

—No lo sé —respondió André en un tono de voz que no le había oído antes—. No puedo creer que haya hecho eso. ¡Ha renunciado a su herencia para sacarme de esa prisión…!

—El modo de actuar de Bandon es un misterio.

Ella tuvo que esperar un buen rato hasta que pudo hablar con su padre y despejar la incógnita que había provocado la visita.

—¿Qué ha hecho ahora Armand?

—Hablas con mucha confianza de él. Algún día me tendrás que explicar algunas cosas.

—No te preocupes, te las contaré todas. Ahora quiero saber qué ha hecho.

—Ese loco ha regalado toda su herencia a cambio de mi libertad.

Alma tuvo que sentarse para no caer al suelo. ¿De verdad había renunciado a todo lo que poseía? ¿En qué estaba pensando?

—Tengo que volver a hablar con él —dijo un poco desesperada.

—No. Tú no vas a ir a ningún sitio. Me corresponde a mí pedirle explicaciones.

—Antes de que te vayas, tengo algo que contarte sobre nosotros. Armand es el padre de Natalie —confesó de forma atropellada.

Entonces le llegó el turno de André de dejarse caer sobre un sillón. El asombro y el desconcierto se mezclaron en su rostro a partes iguales.

—Armand es el padre de Natalie —repitió—. Claro. —Algo pareció entrar en su cerebro—. Su madre se llamaba Natalie, por eso le pusiste ese nombre. ¿Y se puede saber por qué no está con vosotras?

—Porque él no lo sabía. Se enteró el otro día cuando tú preguntaste por tu nieta.

—Hija, eres una irresponsable —le reprochó—. Tendrías que habérselo contado.

—Pensaba hacerlo cuando él volviera a Ferrol, pero todo se torció. Vino a París y no volvió. El otro día me repitió que no quería tener hijos. Es un poco testarudo con ese tema porque está convencido de que va a ser un padre igual de malvado que el suyo

—Ese chico está obsesionado con su infancia y con la manera en que su padre les trató.

—No me importa cómo era el duque. Lo conozco a él y sé que es incapaz de hacer daño a nadie. Se preocupa por todo el mundo, ya has visto lo que ha hecho contigo, y tendrías que haber estado presente cuando descubrió a Natalie. Sus gestos desprendían toda la ternura y la dulzura del mundo.

—Ha llegado la hora de que tenga unas palabras con monsieur Bandon.

André besó en la frente a su hija antes de salir en busca del hombre que le había devuelto la libertad.

 

 

Armand esperaba que André fuera a preguntarle el motivo de sus actos, aunque no creía que fuera tan pronto.

—Muchacho —fue lo primero que dijo nada más verlo—, no es esto lo que yo te he enseñado.

Cuando creía que le iba a hablar de su rescate, Ledoux le reprochaba algo que Armand no alcanzaba a comprender.

—No sé a qué te refieres.

—Sí que lo sabes. O deberías saberlo. ¿Cuándo pensabas decirme qué eres el padre de mi nieta?

—No pensaba decírtelo.

—Armand, tienes que hacerte responsable. No puedes dejar a esa niña sin padre y a mi hija tirada

—Es lo mejor que puedo hacer por ellas. André, tu conociste a mi padre y a mi hermano. Sabes lo que eran capaces de hacer. No querrás lo mismo para tu hija.

—¡Por supuesto que no quiero eso para mi hija y mi nieta! Pero tú no eres como ellos, solo eres más terco que una mula y estás obsesionado con ese tema. No olvides que te conozco y tengo la certeza de que no eres capaz de hacer daño a nadie.

—¿Y si cambio?

—No vas a cambiar. Tienes que dejar descansar el pasado y si quieres parecerte a alguien, piensa en tu madre. ¿Te acuerdas de ella?, ¿cómo era?

—Buena y cariñosa.

—Pues ya está. Puedes parecerte a ella. Siempre piensas lo peor de ti mismo y confías menos de lo que lo hacemos todos los demás. No eres malo —concluyó—. Y ahora pasemos a otra cosa. ¿En qué estabas pensando cuando has regalado todo cuanto posees?

—Pensaba en ti, en todo lo que te debo, en que cuando más lo necesitaba tú me ayudaste. Ahora es mi turno de ayudarte.

—Y para hacerlo te quedas sin nada —indicó.

—No me importa. No tenía nada antes. Todo eso era de ellos. Yo renuncié cuando me fui de casa. Tengo mis propias posesiones: esta casa y los ahorros de mis viajes. Seguiré trabajando y luchando por mis sueños.

—Tengo una proposición que hacerte. —Lo había pensado en el trayecto y la parecía una buena solución—. Voy a vender mi casa de París y nos vamos a ir a vivir al campo. A partir de ahora me voy a dedicar en exclusiva a mis viñedos y a mis vinos. Si tú quieres, puedes venir con nosotros y encargarte de todo. Piénsalo. Podemos formar una gran familia. No te niegues el derecho a ser feliz y no se lo niegues a las dos mujeres que te esperan y te necesitan.

André le dio un golpecito en el hombro y se despidió. Era la segunda vez en el día que un Ledoux le dejaba con la palabra en la boca y la cabeza llena de pensamientos y sentimientos encontrados.

Ir a la siguiente página

Report Page