Alma

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Primera parte. París » Capítulo 2

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Había perdido la conciencia del tiempo que llevaban en camino cuando los caballos se detuvieron. No habían vuelto a cruzar una palabra. Armand se dedicó a observar el rostro femenino en la penumbra y a elucubrar sobre cómo se desarrollaría aquel inesperado viaje. Por el momento y tras el primer encontronazo, habían completado la etapa sin contratiempos. Ana Rohan, una viuda a la que conocía hacía años, le permitía alojarse en ocasiones en su casa a cambio de unas monedas de oro. Debía de estar esperándolos y con todo preparado, puesto que había mandado un mensajero avisándola de que llegarían tarde.

—Esperen aquí —ordenó a las pasajeras al tiempo que abandonaba el coche.

Alma se asomó con curiosidad. Obedeció porque no le quedaba otro remedio. Envidiaba la agilidad y rapidez con que se movían los hombres. Si ella no tuviera que llevar todas aquellas capas de tela y enaguas, también podría bajar de un salto sin necesidad de que la ayudaran.

Estaban en una especie de aldea. Más bien un grupo de tres o cuatro casas. Armand se acercó a la puerta de una de ellas, que tenía una antorcha en el lateral. La luz que se veía a través de la ventana, indicaba que sus habitantes estaban despiertos.

No se había extinguido el ruido de la campanilla cuando la puerta se abrió con ímpetu. Alcanzó a ver una mujer que se arrojaba a los brazos del recién llegado y le plantaba un sonoro beso en cada mejilla. Sin saber por qué, aquel gesto le molestó. La confianza con que lo había recibido indicaba que entre aquellos dos no había una simple amistad. Debería de resultarle indiferente, pero no era así. En ese momento, Sophie, que había permanecido dormida se movió en el asiento.

—¿Ya hemos llegado?

—Eso parece. Tenemos que esperar a que el señor nos dé órdenes o tenga a bien sacarnos de aquí.

Una mano tranquilizadora se posó sobre su brazo.

—Señorita, no se ponga de mal humor y no la pague con él. Nuestra vida está en sus manos.

Consejo prudente de la doncella, se dijo. Lo malo era que su carácter no se prestaba a plegarse a la voluntad de otros. Observó cómo Armand y la mujer intercambiaban algunas palabras y él señalaba en dirección a donde se encontraban. Después, se dirigió hacia ellas. Alma no pudo evitar admirar su aspecto y su forma de moverse. De su figura se desprendía elegancia y seguridad. A pesar de no ir vestido como un auténtico caballero, no tenía nada que envidiarle a ninguno.

La portezuela se abrió y él quedó a escasos centímetros, con la mano extendida para que ella se apoyara y pudiera bajar sin dificultad.

—¿Ocurre algo? —preguntó al ver que no se movía.

Ella salió de su ensoñación.

—No. No pasa nada. —Apoyó la mano enguantada en su antebrazo. No hubo ningún roce indiscreto, pero sintió un ligero estremecimiento al tocarlo.

Armand permaneció impasible mientras descendía. No esperaba el latigazo que había experimentado cuando ella depositó su mano sobre él. ¡Demonios! No era más que un leve contacto que le había causado el mismo efecto que una caricia consentida por los dos.

Una vez se aseguró de que pisaba suelo firme, ayudó a bajar a Sophie, quien no parecía tener muy buen aspecto.

—¿Se encuentra usted bien, señorita?

Sophie no estaba acostumbrada a que alguien que no fuera su señora se interesara por ella. Esbozó una tímida sonrisa y respondió que solo estaba algo cansada.

Al oír aquello, Alma se acercó y la rodeó con un brazo en un gesto cariñoso que sorprendió a Armand.

—Vamos dentro —propuso—. Seguro que se estará caliente y podrás descansar.

El interior de la casa no era lujoso, pero sí agradable. La calidez que proporcionaba el fuego de la chimenea resultó reconfortante para los recién llegados.

La posadera les indicó dónde podían sentarse mientras les servía la comida que había preparado y mantenido caliente para ellos.

Alma estaba desfallecida. Hacía mucho tiempo que no comía nada y el guiso que apareció ante ella le hizo la boca agua. Comieron en silencio sobre una tosca mesa de madera. Mientras lo hacía, observó con disimulo a su anfitriona, que charlaba con desparpajo con Armand y el mozo que había conducido el coche. Este último no apartaba los ojos del pronunciado escote, por el que aparecían dos senos voluptuosos y provocativos. No quiso ni imaginar que su escolta pudiera conocerlos más allá de lo que había a simple vista. El suspiro involuntario que salió de su boca atrajo la atención de los demás comensales.

—Si está cansada, puedo acompañarla a su habitación —propuso la mujer que le habían presentado como Ana Rohan, dueña de la casa y amiga de Armand.

Ella miró a Sophie, que no presentaba buen aspecto y aceptó el ofrecimiento.

—Señorita Ledoux —intervino Armand—, mañana saldremos muy temprano. Ana las despertará. Quiero salir cuanto antes para ganar el mayor tiempo posible.

Alma asintió. Simplemente acataba lo que él dispusiera.

—Estaremos preparadas. No haremos que se retrase.

Él esperaba que le contradijera o que le pidiera más tiempo para descansar, así que se sorprendió al ver que aceptaba sus órdenes sin rechistar. Observó cómo desaparecían por la escalera y exhaló un suspiro.

La habitación en la que las instalaron tenía las comodidades básicas. Una cama, una palangana, un jarro con agua y poco más. Mandó a Sophie a dormir sin permitirle que la ayudara en nada. Sospechaba que estaba enferma, así que lo mejor era que descansara todo lo posible o el señor Bandon sería capaz de dejarla atrás con tal de cumplir las fechas del viaje. Ni siquiera se desvistieron. Tal y como estaban, se tumbaron sobre el colchón y se taparon con las mantas. A los pocos minutos, la doncella dormía. Ella, por el contrario, a pesar del cansancio, no podía conciliar el sueño.

Tumbada de lado, con la mejilla apoyada en la palma de la mano, sus ojos permanecían abiertos, con la mirada clavada en el rectángulo de la ventana por donde se filtraba la luz de la luna. Sus pensamientos volaban una y otra vez al hombre que había irrumpido en su vida, con el permiso de su padre, para organizar el modo en que llegaría a España. Un hombre diferente a los que había conocido hasta entonces. No parecía un caballero de los que andaban por los salones sin nada más que hacer que pavonearse ante las damas de la corte; tampoco parecía un mozo cualquiera. Vestía pantalón largo, como los revolucionarios; sin embargo, sus ropas no parecían baratas. También resultaban incongruentes sus modales, correctos y educados aunque algo bruscos. Un misterio que atraía su curiosidad y que no sabía si quería desvelar.

La que seguro que lo había hecho era la mujer que les había recibido. Se mostraba ante él con total descaro, le tocaba y hablaba con la confianza que daba la intimidad, al menos eso creía, puesto que ella no la había compartido con nadie. A su edad, muchas mujeres estaban casadas y tenían hijos, pero su madre había hecho prometer a su padre que solo ella elegiría a su marido. Y allí estaba, soltera, con un futuro incierto y camino de otro país para vivir con unos familiares a los que solo conocía de oídas. Recordaba a su tío Jean de alguna visita que les había hecho cuando era muy pequeña, un recuerdo remoto que no le servía para mucho.

Volvió a pensar en Armand. Seguramente estaría en brazos de su amiga. Un desagradable pinchazo en el corazón la sorprendió. Hacía unas horas que lo conocía, la mitad de las palabras que habían cruzado habían sido para discutir, entonces ¿por qué le molestaba que se acostara con una mujer deseable? Por lo que sospechaba, tenía mucho éxito entre las de su género, fuera cual fuera su clase social, y al parecer él se dejaba querer sin más compromiso. El señor Bandon podía estar con quien le apeteciera, se dijo, y a ella no le afectaría en absoluto.

Todavía no había ni rastro de la luz del nuevo día cuando Alma abandonó su habitación. En la chimenea quedaban rescoldos del fuego de la noche. Los removió y se sentó junto al hogar, arrebujada en la manta que había usado para taparse en la cama. La casa estaba silenciosa. No tenía ni idea de qué hora era o si faltaba mucho para que la dueña hiciera su aparición para comenzar a preparar el desayuno.

Ese momento de tranquilidad la hizo sentirse segura, incluso relajada, aunque la sensación de bienestar solo duró hasta que la puerta se abrió de golpe, provocando un ruido inesperado. El susto le hizo dar un pequeño grito que alertó al recién llegado de su presencia.

—¿Señorita Ledoux?

La voz grave de Armand la tranquilizó. Durante unos segundos, había creído que les asaltaban.

—Sí. Soy yo.

Él se aproximó hasta quedar en su campo de visión. Llevaba un grueso abrigo y unas botas. La miró con extrañeza.

—¿Qué hace aquí? Debería estar durmiendo.

Ella se encogió de hombros en un gesto indiferente.

—Mañana será un día muy largo. No crea que vamos a parar cuando usted piense que necesite hacerlo.

Ella se enderezó en el asiento y le dirigió una mirada combativa, buscando la causa de su actitud desagradable.

—No tengo intención de hacerlo. Sé muy bien que urge llegar a Rouen, así que no me achaque cosas que ni he hecho ni pienso hacer, monsieur. Prometí que no sería un estorbo y cumpliré mi promesa.

Él la observó en silencio. No conocía el motivo por el que sentía esa necesidad de provocarla. Al entrar y verla encogida en la mecedora, en su interior se había removido algo que tenía muy escondido, esa fibra que hacía mucho tiempo que nada ni nadie tocaba. Suponía que ese ataque innecesario había surgido como un mero escudo defensivo.

—¿Ha conseguido descansar algo? —preguntó conciliador, al tiempo que se sentaba frente a ella.

—No he dormido mucho. He preferido que Sophie ocupe toda la cama. Me temo que se está poniendo enferma.

—Se preocupa mucho por ella ¿no?

Alma se mostró sorprendida.

—¿Por qué no iba a preocuparme?

—Porque es una criada.

—Es una persona. Yo me preocupo por las personas sin importarme dónde hayan nacido, señor.

A Armand le gustó esa respuesta y empezaba a gustarle ella. Alma era bellísima, de aspecto sereno y algo distante, un rasgo que le hacía gracia. Las señoras de la nobleza tenían ese punto de altivez, que solían perder cuando estaban en su compañía. Sin embargo, a ella le sucedía todo lo contrario. La forma en que trataba a Sophie y al resto de la gente, le había revelado que solo le dedicaba a él esa característica algo irritante de su personalidad. André le había prevenido del carácter independiente de su hija, lo cual le agradecía porque era bastante infrecuente encontrar a una dama que defendiera sus ideas con tanta determinación.

—Esa chica tiene mucha suerte de tenerla como ama —dijo antes de ponerse en pie y salir de nuevo.

Alma se quedó pasmada ante esa declaración. ¿Le había hecho un cumplido?

No se había recuperado todavía de la impresión cuando apareció Ana en la estancia. Se mostraba fresca y lozana, como si no se hubiera acostado apenas unas pocas horas antes. La saludó con un alegre «bonjour» y añadió un tronco de leña a la chimenea. Removió los rescoldos hasta avivar la llama, que pronto prendió en las ramas secas. En unos minutos, el fuego crepitaba en el hogar. Después, se dispuso a trastear entre los cacharros de la cocina. Alma no quiso ni imaginar que su acompañante tuviera algo que ver con ese buen humor.

La puerta volvió a abrirse. En esa ocasión, junto a Armand apareció un desconocido de aspecto distinguido, a pesar de sus ropas modestas. Ana se giró hacia ellos y les sonrió.

—Pasad y calentaos. Pronto tendré preparado algo para comer.

—Pascal, esta es la señorita Ledoux —dijo Armand sin dar más explicaciones—. Mademoiselle, Pascal guiará nuestros caballos hasta que lleguemos a la costa.

El criado se inclinó en un gesto respetuoso, que a Alma le pareció demasiado gentil para un mozo de cuadras. Ella le correspondió con una inclinación de cabeza y una atractiva sonrisa que dejó a ambos hombres sin respiración.

Una hora después, daban las gracias y decían adiós a su anfitriona. Esta les había preparado algo de comida para el camino, que Armand guardó dentro del coche. Los rayos del sol empezaban a iluminar la mañana, mostrando una especie de claro dentro de la arboleda. Comenzaba una larga jornada para ellos.

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