Alma

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Tercera parte. París » Capítulo 26

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Las horas pasaban con una lentitud desesperante o una rapidez escalofriante, según estuviera de uno u otro estado de ánimo. Si se centraba en esperar alguna señal de que Armand iba a aparecer, los minutos discurrían demasiado despacio; si por el contrario tenía en su objetivo la próxima marcha al campo, veía que el tiempo se escurría entre las manos sin que él apareciera.

André había hablado con ella y le había contado más cosas sobre la familia de Armand. Todo el mundo lo conocía como el muchacho que había tenido la valentía de enfrentarse al duque y abandonar su buena posición con tal de no aguantar las injusticias a las que sometía a toda la gente que lo rodeaba.

Armand caminaba por una línea muy fina. Lo mismo se le consideraba aristócrata como se le creía perteneciente a los revolucionarios, posiblemente por eso había conseguido con más facilidad que liberaran a André. Conocía a muchos de los que estaban en el poder y sus puntos débiles, de ahí que hubiera ofrecido sus tierras y su ducado.

Todo lo que André le había contado, le sirvió a Alma para conocer un poco mejor al hombre del que estaba enamorada. Nada de lo que le había relatado servía para que lo amara menos. Más bien había ocurrido todo lo contrario: lo admiraba y amaba más.

Por fin había llegado el día del viaje. Ya no había marcha atrás. Si él no había aparecido era porque no quería saber nada de Natalie ni de ella. Metió en el baúl las últimas cosas que le quedaban por empaquetar con el corazón encogido y la desilusión dibujada en su rostro. Buscó a su padre y le dijo que estaba todo preparado, que podían partir cuando quisiera. Sabía que a partir de ese momento no volvería a esa casa, que se había puesto en venta. Disfrutarían de una existencia tranquila en el campo rodeados de un ambiente mucho más conveniente para Natalie.

No experimentaba ninguna pena por dejar la ciudad. Ya lo había hecho en otras condiciones, cuando salió huyendo en dirección a España, así que aquel viaje le resultaba mucho más agradable y prometedor, con mejores perspectivas que las que tenía cuándo huyó la primera vez, sola y sin conocer su futuro.

Ya no quedaba nada por recoger. El servicio se quedaría para empaquetar el resto de los enseres y se reunirían con ellos unos días después.

—¿No ha venido? —preguntó André. No era necesario mencionar el nombre puesto que ambos sabían a quién se refería.

—No. No ha venido.

André hizo un gesto de incredulidad. Estaba convencido de que el muchacho, al final, reaccionaría. Se encogió de hombros en un gesto de resignación.

—Bueno, lo hemos intentado. No te preocupes, entre los dos criaremos a tu hija y haremos que sea feliz.

Alma asintió con resignación. No le quedaba otra opción. Si había sido capaz de atravesar España y Francia sola con la pequeña, también podía educarla y cuidarla en adelante.

—Bien —dijo el duque al tiempo que le daba un beso cariñoso en la cabeza—, pongámonos en marcha.

Y de esa manera Alma volvió a dejar atrás París.

 

 

Siempre le había gustado el pequeño castillo. Allí había pasado largas temporadas durante su niñez y juventud. Le traía recuerdos felices de su infancia, cuando su madre organizaba reuniones con sus mejores amigos. Después de una larga velada, le contaba alguna historia y la arropaba para que durmiera segura y caliente. Ella seguía el mismo ritual con Natalie. Disfrutaba de sus expresiones de asombro o alegría. Todavía tenía poca edad para disfrutar al máximo de esas pequeñas cosas, pero estaba convencida de que, como ella, cuando fuera adulta, las guardaría como un gran tesoro.

El carruaje enfiló el sedero rodeado de viñas. De ellas saldrían las mejores uvas para fabricar los vinos que comenzaban a dar prestigio a la marca que llevaba su apellido y que su padre había creado con tanto mimo y cuidado.

Un movimiento a lo lejos atrajo su atención. Un caballo se acercaba a galope. Sophie lanzó una exclamación.

—Es él señorita —gritó con alegría—. Estaba segura de que vendría.

La muchacha siempre había tenido una fe ciega en aquel hombre tan atractivo como huraño.

Alma se quedó paralizada. Su corazón comenzó a latir igual de rápido que el del animal que le traía al causante de sus desvelos, sus dichas y sus desdichas.

Había reconocido a Armand al mismo tiempo que su doncella, con la diferencia de que ella fue incapaz de emitir un solo sonido. Lo había dado todo por perdido y se encontraba con lo que podía ser la gran oportunidad de enderezar todo lo que se había torcido en su vida durante los dos últimos años.

Llegaron los dos al tiempo frente a la escalinata. Antes de que pudiera rehacerse de la sorpresa, se encontró frente a los ojos azules que la perseguían desde el primer momento que se había cruzado con ellos

—Muchacho. —El tono de André manifestaba todo el orgullo y la satisfacción que sintió al verlo—. Sabía que no me fallarías.

Él no dijo nada. Se limitó a esbozar una ligera sonrisa, sin dejar de mirar a Alma con tal intensidad que esta se sentía incapaz de moverse en el asiento.

Sophie agarró a Natalie de sus brazos y salió del carruaje por la puerta opuesta.

—Yo me encargo de la niña.

André bajó y le dio un golpe en la espalda.

—Bienvenido a casa.

Algo nubló los ojos de Armand durante unos segundos, bien podía haber sido emoción.

—¿Te vas a quedar ahí para siempre?

Las palabras atravesaron la bruma del cerebro de Alma, haciéndola reaccionar. Entonces se dio cuenta de que se habían quedado solos. Todo el mundo había desaparecido con discreción para que pudieran hablar.

—¿Qué haces aquí, Armand? —quiso saber. No quería hacerse falsas expectativas.

—Tu padre me invitó a venir. Me ofreció un trabajo.

En unos instantes vio formarse la tormenta y estallar dentro de los iris negros. Allí estaba la chica que había conocido en un vestíbulo de la calle…

—¡Tú! —Le golpeó en el pecho con furia—. Eres tan insensato que te has deshecho de todo lo que tienes, te has quedado sin nada. ¡Ahora necesitas un trabajo!

Él le dirigió una sonrisa tan encantadora, que ella olvidó que le estaba sermoneando.

—Te equivocas. Sigues sin conocer mi alma. Me he deshecho de mi lastre, de las cosas que no me interesaban ni quería. Esas cosas materiales que durante mucho tiempo me hicieron infeliz. Y no me he quedado sin nada —añadió—. Lo tengo todo. Os tengo a vosotras dos y a André, que se ha portado conmigo mejor que mi propia familia; y también tengo un trabajo en este lugar en el que tu familia fue feliz y en el que espero que lo sea la mía.

Desde luego, aquello era toda una declaración de principios. Por lo visto, algo había pasado en las últimas horas que le había hecho cambiar de idea de manera radical. Había pasado de la necesidad de salir corriendo al otro lado del océano a confesarle que ellas constituían lo más preciado para él. Todo eso le parecía muy bien; de hecho le parecía maravilloso, pero no terminaba de fiarse de ese cambio tan repentino. Lo miró con un gesto de sospecha evidente.

—¿No me crees? —le preguntó molesto.

—¿Qué esperabas, que me lanzara a tus brazos y que fuéramos felices para siempre? Por lo visto, tú tampoco me conoces a mí. ¿Sabes lo que me has hecho sufrir? ¿Sabes las horas que me he pasado esperando que aparecieras y dijeras lo que acabas de decir? ¿Sabes cómo me sentí cuando subí a este carruaje y no habías aparecido?

Conforme hablaba subía el tono de voz. Armand no esperaba ese estallido. Había estado tan inmerso en su propia batalla que no había sido consciente del daño que le ocasionaba. La agarró por los brazos y se inclinó hacia ella.

—Lo siento —dijo sorprendiéndola—. Lo siento muchísimo. He estado tan ciego durante tanto tiempo que no me he dado cuenta de que te estaba haciendo sufrir.

Alma no esperaba una disculpa tan directa, pero seguía enfadada.

—¿Y ya está?

—No. Claro que no está.

Si esperaba algún tipo de explicación adicional se equivocó. En un segundo se vio envuelta por unos brazos de hierro que la mantuvieron pegada al cuerpo que tan bien conocía y que tanto había echado de menos. Unos labios hambrientos se apoderaron de los suyos con tal intensidad que solo fue capaz de aferrarse con fuerza y dejarse llevar por aquella caricia ardiente y ávida. Se reconocieron al instante. La necesidad de tocarse aumentó en el momento en que entraron en contacto. Las manos de Alma se apoyaron en la cabeza de Armand y las de este resbalaron por la espalda y el talle femenino. Se besaron con urgencia, queriendo recuperar todo el tiempo que habían permanecido separados. De pronto, Alma recordó donde estaban, en medio de la calle, expuestos a las miradas de los criados, de su padre y de cualquiera que pasara por allí. Lo empujó y se echó hacia atrás.

—¡Detente!

Él la miró desconcertado, sin entender el cambio de actitud.

—Será mejor que entremos. —Señaló la puerta de la residencia.

Entonces fue consciente de lo que sucedía. Había vuelto a hacerlo. Cuando estaba con ella, perdía la noción de lo que le rodeaba.

—Será lo mejor —aceptó con voz áspera. Si Ledoux había visto aquella demostración, le arrancaría la piel—. Tenemos mucho de lo que hablar.

—Sí. —Ella estuvo de acuerdo—. Estaría bien que, por una vez, habláramos claro y pusiéramos las cartas sobre la mesa, pero ahora tenemos que deshacer el equipaje y tengo que ocuparme de nuestra hija.

«Nuestra hija». Tendría que hacerse a la idea de que era padre y que su felicidad dependía de lo que él dijera o hiciera.

Caminó en silencio tras Alma, que entró en la casa sin mirar atrás.

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