Alma

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Primera parte. París » Capítulo 4

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El fuego que crepitaba en la chimenea confería un color anaranjado a la estancia. El ambiente caldeado invitaba a entrar tanto como la visión de una hermosa mujer que con el cabello recogido en la nuca, le mostraba el cuello desnudo y unos hombros blancos y mojados.

Ella estaba sumergida en una bañera colocada en una de las esquinas. Alcanzó a ver unos pechos turgentes que el agua apenas ocultaba.

Alarmada por el silencio, levantó la mirada que se quedó prendida de la suya. Con rapidez cruzó los brazos para protegerse. Él, que había permanecido inmóvil, reaccionó a aquel movimiento.

—¿Deseaba usted algo, monsieur Bandon?

Su voz dulce y algo temblorosa llegó lejana a sus oídos.

¡Diablos! Conocía perfectamente el cuerpo femenino, había visto unos cuantos, pero la visión de aquel, le había mermado la capacidad de movimiento y de pensamiento.

—Yo… —comenzó a hablar. Carraspeó y empezó de nuevo—. Venía a avisarlas de que mañana podrán dormir un poco más. No saldremos al amanecer como hemos hecho hoy.

Se removió inquieto en el umbral donde permanecía. Los pantalones comenzaban a apretarle demasiado y el cerebro se negaba a funcionar con normalidad. La doncella esperaba a que entrara o saliera, al tiempo que les observaba con curiosidad. Al final, fue ella quien resolvió el incómodo momento.

—Verá, señor, mi señora se va a enfriar si no cierro la puerta.

—Sí, claro. Disculpen. —Agitó la cabeza con la intención de aclarar las ideas—. Me marcho. Les avisaré a la hora del desayuno. Que descansen.

Habló de manera atropellada. Tenía que salir de allí cuanto antes o quedaría como un bobo delante de las dos. Echó un último y furtivo vistazo a la figura de la bañera y se marchó, furioso consigo mismo por esa reacción desmesurada de jovencito inexperto.

Nada más cerrarse la puerta, Alma sitió la tentación de sumergirse en el agua hasta desaparecer. Todavía sentía la mirada masculina clavada en su piel. No era una mojigata y sabía lo que ocurría entre un hombre y una mujer porque había leído y oído muchos comentarios de mujeres experimentadas, pero esos ojos ardientes fijos en sus pechos habían encendido en su interior un anhelo desconocido. Estaba inquieta y no podía permanecer más tiempo metida en aquella tina. Se puso en pie sin avisar a Sophie. A pesar de estar frente al fuego, tiritó de frío. Su mente, traidora, se preguntó en un alarde de fantasía, cómo la haría él entrar en calor.

—¿Qué está haciendo, señora? —preguntó la joven alarmada—. No puede levantarse así, podría caerse.

No lo había pensado. Estaba en un lugar resbaladizo e inestable. Necesitaba la ayuda de otra persona para salir y ella estaba tan aturdida por la reciente visita, que había actuado sin pensar.

—Lo siento, Sophie —se disculpó—, no me he dado cuenta. Ese hombre me pone muy nerviosa.

La muchacha sonrió con picardía al tiempo que agarraba un paño y comenzaba a frotar para secarla.

—Es muy guapo ¿verdad? Y actúa como un caballero.

Estaba en lo cierto. Su escolta tenía más clase que muchos de los condes o marqueses que conocía, aunque había que añadirle un carácter un tanto irascible, que no acompañaba a su atractivo.

—Lo es —admitió—. Lo que no entiendo es por qué me provoca cada vez que se le presenta una oportunidad.

—Seguramente porque usted le gusta —sentenció la chica con mucha sabiduría.

Alma la miró sorprendida.

—No le gusto. Por lo que he podido observar, odia a los aristócratas.

—No sé si los odia —hizo un gesto de indiferencia—; y si lo hace, usted es diferente. La mira de una manera muy especial —insistió.

Terminó de secarla y la ayudó a ponerse un camisón. Esa noche, podrían dormir en condiciones. Alma se vistió con movimientos automáticos mientras seguía dando vueltas a lo que acababa de oír, sin olvidar la última mirada de Armand que, desde luego, no era de odio.

 

El reencuentro fue embarazoso para ambos. Ella porque tenía conciencia de que él la había visto medio desnuda y él por haberla visto.

Le había costado horas conciliar el sueño. Cada vez que cerraba los ojos, su mente se llenaba de imágenes en las que ella salía de la bañera con el agua deslizándose por todo su cuerpo. Él se ocupaba de secarla. Empezaba por los hombros, bajaba hasta los pechos, donde se recreaba con la esperanza de que ella reaccionara. Ahí abría los ojos de golpe. ¡No! Nunca la tocaría como deseaba. Sin embargo, su imaginación era libre y seguía secando gotas depositadas en el vientre de Alma, que se contraía bajo su tacto. Después, se encargaría de las largas piernas. Frotaría para hacerla entrar en calor y acariciaría aquella piel seca y perfumada. Hasta él llegaba su aroma, que le inundaba los sentidos. Luego la tomaba en brazos y la llevaba a la cama, donde la acariciaba y besaba hasta que los dos olvidaban todo cuanto les rodeaba.

Tras batallar con aquella fantasía y la respuesta física de su cuerpo, consiguió caer en un sueño inquieto en el que ella le acompañó.

Ahora volvían a encontrarse. Ella le rehuía la mirada, la misma que había permanecido enganchada a sus ojos la noche anterior y le había hablado de anhelo y curiosidad. Sabía que él tenía demasiada experiencia en las lides del sexo y relaciones con las mujeres; no obstante, ninguna de sus conquistas había sido como ella. Alma, a pesar de su genio, formación y sus ideas liberales, poseía la vulnerabilidad de la inocencia. Si supiera lo que él había imaginado hacer con su cuerpo, saldría corriendo a toda velocidad. Debía tener mucho cuidado: era la hija del caballero que le había ayudado y, por lo tanto, le estaba prohibida.

Esa misma mañana notó que algo había cambiado en su aspecto. La estudió con detenimiento y observó que su vestido no llevaba tanto vuelo. Comparó con el de la doncella y entonces se dio cuenta. Los atuendos resultaban muy parecidos. Los adornos y todo lo que indicaba que se trataba de alguien de alcurnia habían desaparecido. La sencillez había sustituido al lujo. Hasta su pelo iba peinado de otra manera. Por lo visto había considerado que viajar con toda aquella carga de enaguas y ornamentos, no era muy práctico. Otro detalle más a tener en cuenta y con el que aumentaba la admiración que ya empezaba a experimentar por ella. Una gran dama a la que no le importaba vestir con sencillez.

Cuando todo estuvo dispuesto de nuevo en el carruaje, fue en su busca. Quería llegar cuanto antes a Rouen y confirmar que el barco de la familia estaba atracado en el puerto.

Alma y Sophie subieron al coche y se prepararon para otra larga jornada. Esa mañana no llovía y el sol asomaba de vez en cuando en un cielo cubierto de nubes. Cada vez que un rayo la alcanzaba, sentía que aumentaban su energía y su buen humor.

Armand había vuelto a subir al pescante, junto a ese mozo tan extraño. La noche anterior Alma lo había observado. Sus manos le habían llamado la atención. No correspondían a las de alguien acostumbrado a trabajar con ellas. Los hombres podían pensar que la engañaban pero, aunque tenía pocos años, no había nacido el día anterior. Aquellos dos ocultaban algo que estaba dispuesta a descubrir.

El coche hizo un movimiento brusco que provocó que las dos ocupantes saltaran de sus asientos. Se agarró como pudo y asomó la cabeza por el estrecho ventanuco. Hacía rato que habían entrado en el bosque. Allí todo resultaba más oscuro y amenazador.

Los caballos cabalgaban al galope y ellas se movían de la misma manera que lo haría un pequeño cascarón en el mar. De pronto se oyeron gritos y disparos. ¿Les estaban disparando a ellos?, se preguntó alarmada. Miró a Sophie, que se mantenía erguida a duras penas.

—¿Ves qué pasa ahí fuera?

—No —contestó la muchacha—. Desde aquí no distingo nada.

—Nos están atacando —resolvió—. Espero que los hombres no estén heridos.

La posibilidad de que les hubiera pasado algo la aterrorizaba. Si los asaltantes descubrían quién era, se la llevarían para pedir un rescate a su padre.

Comenzó a temblar con esa perspectiva. El coche volaba sobre el camino embarrado y traqueteaba con violencia. No saber cómo estaban las cosas en el exterior la ponía más nerviosa que si pudiera hacer algo para ayudar.

Oyó más tiros y un grito. Creyó reconocer la voz de Armand que les ordenaba que se tumbaran sobre los asientos. Hizo una seña a Sophie y ambas obedecieron sin discutir. No quería creer que aquello fuera el fin de su viaje. Tenía mucha vida por delante para dejarla perdida en aquel bosque.

De la misma manera que habían comenzado, los gritos y los disparos cesaron. El coche se detuvo con otro movimiento brusco.

 

 

Cuando Armand escuchó el ruido de los cascos de los caballos, supo que algo andaba mal. Miró hacia un lado, donde el bosque clareaba, y vio que se acercaban tres individuos, cabalgando sobre unos animales famélicos que a duras penas sujetaban a sus jinetes. Tenían problemas. Aquella gente estaba desesperada y ellos constituían un buen botín. Azuzó a la caballería, que obedeció de inmediato. La fuerte sacudida hizo que se tambaleara. Pascal lo miraba con aire interrogante, sin saber muy bien qué ocurría.

—¿Qué pasa? —preguntó sin entender.

—Esa gente quiere asaltarnos.

El mozo siguió la dirección que le marcaba con preocupación.

—Tal vez vengan a por mí. Si me entrego, os dejarán en paz.

—No. No te buscan a ti. Buscan dinero.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque apenas se mantienen sobre sus monturas.

No había terminado de hablar cuando el sonido de un disparo rasgó el aire.

—Están demasiado cerca. Ellos van más rápido que nosotros.

—¿Qué hacemos?

—¿Sabes disparar?

—Sí.

—Pues agarra el fusil que tienes a tu lado y dispara a todo lo que se mueva.

Él hizo lo mismo. Sabía que existía la posibilidad de asalto. Aquellos bosques estaban llenos de campesinos que no tenían nada que llevarse a la boca. La revolución no había solucionado muchos de los problemas de abastecimiento. Por eso, y dado su trabajo, en el equipaje había puesto armas con las que defenderse.

—¿Y las señoras?

—Espero que estén bien. Tenemos que mantenerlas a salvo.

Otro tiro más cercano le hizo ponerse en movimiento. Disparó al cabecilla, que cayó a causa del impacto.

No le gustaba disparar, pero en aquella ocasión había personas que dependían de él. Pascal disparaba a su lado. En unos segundos el fuego cruzado convirtió al carruaje en un infierno.

—¡Señoras —gritó—, tienen que tumbarse sobre los asientos!

Por lo menos no serían un blanco fácil de algún proyectil perdido que entrara por la ventanilla.

No se había apagado su grito cuando sintió un mordisco candente en el brazo, cerca del hombro. Le habían alcanzado. La suerte fue que no era el brazo con el que sujetaba su arma; si no, la habría dejado caer por el impacto.

—Me han alcanzado, Pascal. Vas a tener que coger las riendas.

—Sabes que no tengo mucha habilidad.

—Tendrás que hacerlo. Mi brazo está muy débil.

Volvió a disparar a otro de los atacantes que se acercaba. Por lo menos, tenía buena puntería.

El asaltante que quedaba, al ver a su compañero caer, frenó, lo que les permitió ganar ventaja. Al final, sin la ayuda de sus compinches, solo pudo dar la vuelta y huir.

Todavía corrieron un tiempo con la intención de alejarse lo más posible. Por fin, cuando estuvieron seguros de que no les seguían, se detuvieron.

—Tenemos que comprobar cómo están nuestras pasajeras.

Armand bajó con dificultad y se dirigió al coche, rezando porque estuvieran bien. No quería ni imaginar que Alma estuviera herida. Su brazo quemaba como el demonio, pero no le preocupaba porque solo se trataba de una rozadura. En cuanto pudiera, se lo vendaría.

Al abrir la puerta del coche encontró dos pares de ojos interrogantes. No había pánico o histeria, solo preocupación. Había esperado encontrar llantos y nervios, no aquella serena curiosidad.

Mejor. No estaba de humor para calmar a damas histéricas.

—¿Están ustedes bien? —preguntó con la vista fija en Alma, que parecía encontrarse perfectamente.

—Sí —respondió ella—. ¿Qué ha pasado?

—Un grupo de asaltantes —respondió con desgana. El dolor lo estaba matando. Debió de hacer algún gesto porque los ojos de ella se detuvieron en su manga ensangrentada.

—¡Está usted herido!

—No es nada.

—Hay sangre —insistió ella—, así que es algo. Venga, quítese eso.

Señaló a su abrigo al tiempo que hacía ademán de bajar.

—No hace falta. Ya lo miraré cuando lleguemos.

Él no la conocía, por supuesto, así que intentó rehuir la cura; sin embargo, cuando Alma se proponía algo, no aceptaba un no por respuesta y era lo que estaba a punto de ocurrir.

—He dicho que se quite esa ropa. Ya.

Su tono de orden no admitía réplica. Él no soltó una carcajada porque le dolía demasiado. La chica tenía su genio y sabía mandar. Seguramente sus criados corrían ante ese tono.

—Mademoiselle… —comenzó a protestar.

En ese momento apareció Pascal, que la apoyó en su idea.

—Será mejor que le echemos un vistazo a esa herida, Armand —dijo—. No llevará mucho tiempo y no puede arriesgarse a que se infecte.

Ella le dirigió una sonrisa espectacular de agradecimiento, que casi le sirvió de anestesia al tiempo que su estómago se retorcía en algo parecido a los celos porque se la dirigiera al mozo, cuando a él volvía a mirarlo con el ceño fruncido.

—Vamos —insistió.

Por lo visto no tenía otra opción.

—Está bien —aceptó. La verdad era que le dolía bastante. Quemaba como si le hubieran acercado un hierro candente.

—Pascal, ¿puedes traer agua limpia? —pidió Alma.

Después, sin que nadie lo esperara, se levantó las faldas, agarró las blancas enaguas y rasgó el bajo a una anchura suficiente para que le sirviera de venda. Todos se quedaron inmóviles, observándola.

—¿Qué pasa? —preguntó sin entender la mirada sorprendida de sus compañeros de viaje, que seguían sin moverse—. ¡Vamos! Supongo que no podemos estar aquí todo el día.

Como impulsado por un resorte, el mozo fue a hacer lo que le había pedido. Sophie corrió con él por si necesitaba ayuda, dijo.

Alma había tomado el mando sin ninguna dificultad. No era la primera vez que curaba una herida y sabía cómo hacerlo. Durante sus estancias veraniegas en el castillo de su padre, había restañado más de un corte profundo, quemaduras y algunos golpes. Lo que no había hecho nunca era curar a alguien que la atrajera tanto.

Armand se había despojado del abrigo, de una especie de casaca larga y de la camisa. Tal vez debido al grosor de las dos primeras, la pólvora únicamente había tocado la piel del brazo, produciendo una fea quemadura. Con un poco de atención y suerte, conseguiría cortar la hemorragia.

Una vez examinada la zona, su mirada vagó por el resto del torso masculino. No se atragantó de milagro. Aquel dichoso hombre tenía un cuerpo perfecto. Fibroso y con músculos definidos, con seguridad debido a todo el ejercicio que desarrollaba a diario. No le importaban los motivos. Lo cierto era que tenía ante ella un pecho de piel suave y bien formado que la atraía poderosamente. Las yemas de los dedos le cosquillearon ante la necesidad de deslizarse sobre él. Levantó los ojos para huir de aquella visión y lo único que consiguió fue quedar enganchada en otros azules, que la observaban como si se sumergieran dentro de su alma.

—Ya estamos aquí.

La voz de la doncella la hizo dar un salto. Había olvidado por completo dónde estaba y quiénes le acompañaban.

Parpadeó aturdida y se puso manos a la obra. Empapó uno de los paños que había improvisado y lo apoyó sobre la herida.

Armand se encogió de forma involuntaria. No sabía qué quemaba más si la herida, las manos femeninas sobre la piel desnuda o el aliento cálido que le llegaba en oleadas. ¡Maldita fuera su suerte! Por si no fantaseaba suficiente con ella, ahora tendría que superar aquella cercanía. Apretó los puños para no rodear el estrecho talle con sus manos. Unas gotas de sudor aparecieron en el nacimiento del cabello. Distraída, Alma se lo retiró hacia atrás, sin sospechar la tormenta emocional que despertó con aquel gesto cariñoso.

—¿Le duele mucho? —le preguntó con una dulzura a la que no estaba acostumbrado. Desde que su madre muriera cuando apenas contaba doce años, nadie le había vuelto a tratar con cariño.

Soltó el aire de golpe antes de responder.

—No se preocupe —dijo con voz baja y ronca—. Sobreviviré.

Ella enarcó la ceja en un gesto interrogante.

—No lo dudo —respondió con una sonrisa condescendiente. Le chocaba verlo tan desvalido cuando se notaba que estaba acostumbrado a ser quien daba las órdenes.

Limpió las manchas de sangre y volvió a lavar la herida. No tenía mal aspecto.

—Si tuviéramos algo con que evitar que se infecte… —reflexionó en voz alta.

—Un momento. —Pascal se dirigió al pescante y volvió con una petaca de plata—. Tome. Esto servirá.

Ella la agarró, le quitó el tapón y la acercó a la nariz. El respingo que dio y la cara que puso hicieron que los hombres sonrieran.

—Creo que no será necesario que me eche eso —dijo Armand. Sabía que se trataba de alguna bebida alcohólica y no le apetecía nada que lo derramara sobre la carne desgarrada.

Alma no le hizo caso. Si su poder desinfectante era tan fuerte como su olor, aquel brebaje haría milagros. Lo que le llamó la atención fue que un mozo tuviera en su poder un objeto como aquel. Le echó un vistazo cargado de curiosidad. Él se limitó a encogerse de hombros. Bien. Tendría que dejar la conversación pendiente para más tarde.

Volcó la botella y el líquido resbaló por la piel. Armand apretó los dientes y volvió a cerrar los ojos. Una mano fresca y suave se posó sobre su rostro con el propósito de proporcionarle consuelo. ¡Dios! Aquello era una tortura. Se concentró en el dolor para no pensar en su perfume y su tacto. Las voces le llegaban lejanas. Durante unos segundos, casi deseó que llegara la inconciencia, pero no tuvo suerte. Instantes después, ella comenzó a vendarle el brazo con las tiras de la enagua.

—Con esto tendrá que servir —anunció—. Cuando lleguemos a Rouen le echaremos otro vistazo.

—¿Estás en condiciones de seguir? —preguntó Pascal.

—Sí. Claro. No es muy grave.

—Hasta que se reponga un poco, debería viajar en el interior del coche —aconsejó ella—. Así podré vigilarle.

Una ráfaga de alarma pasó por los ojos del mozo.

Armand se incorporó del escalón del coche, donde había permanecido sentado durante la cura y comenzó a ponerse la camisa. Los ojos de Alma siguieron ávidos sus movimientos.

El cochero y Sophie intercambiaron una mirada de comprensión que lo decía todo. Ambos se habían dado cuenta de la atracción invisible que se generaba entre los dos. Cuando se miraban, el aire se volvía tan pesado que resultaba difícil respirar.

—Será mejor que continuemos —dijo Armand, que junto con su ropa recuperó el mando—. Ya hemos perdido demasiado tiempo.

—Debería descansar —le advirtió ella.

—No se preocupe. —Sin ser consciente de sus movimientos, le apoyó la mano sobre el brazo en un gesto tranquilizador—. Tendré cuidado. Daré a Pascal algunas indicaciones y descansaré un rato.

Ella miró aquella mano fuerte y segura, depositada en su brazo. Un pequeño escalofrío le recordó que Armand Bandon era peligroso. Él siguió la dirección de la mirada y la soltó como si se hubiera quemado. Murmuró una excusa y se dirigió al otro lado del coche.

Fue el mozo quien las ayudó a subir.

—Vigílelo —le ordenó ella—. No permita que haga tonterías.

—Lo haré, señora.

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