Alma

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Primera parte. París » Capítulo 5

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Armand cumplió su palabra y se acomodó en el interior del carruaje una hora más tarde.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Alma en cuanto se hubo sentado.

—Bien. Es soportable. —Después añadió—: No le he dado las gracias.

Ella le quitó importancia con un gesto de la mano.

—No iba a dejar que se desangrara.

—Podría haber dejado que lo hiciera Sophie.

—Yo sé hacerlo. —A veces no comprendía por qué él pensaba que era una inútil que estaba acostumbrada a que la sirvieran—. Mi madre me enseñó a hacer muchas cosas. Decía que una mujer debía valerse por sí misma, por si las cosas se ponían feas. Según ella, depender de otras personas limita la libertad.

Las ideas de Armand eran bastante liberales, pero que una madre educara a su hija para que fuera independiente y tomara sus propias decisiones, le sorprendía, como también lo hacía el hecho de que su marido hubiera colaborado. El inmovilismo de la alta sociedad no dejaba mucho lugar a las libertades femeninas. Sin embargo, conocía a André, habían hablado mucho y compartían muchas opiniones sobre el papel de las mujeres. Alma era un espíritu libre al que le iba a resultar muy difícil encontrar un hombre que la tolerara. Eso sin pensar en cómo iba a llamar la atención cuando llegara a España, donde la sociedad no era nada tolerante y en la que las mujeres tenían poco que decir. Sería interesante ver cómo reaccionaba y se integraba en ese ambiente que él consideraba opresivo.

—¿Sabe quiénes eran nuestros asaltantes?

—Campesinos. Sin lugar a dudas. —Consideró si seguir hablando, al final, añadió—: El pueblo tiene hambre. ¿Ha visto sus ropas, sus aspectos, incluso sus caballos? Muchos de ellos no sobrevivirán a este invierno.

—Trabajarán para alguien ¿no?

—Eso no es garantía de tener comida.

¡Qué inocente era! Ella vivía en su torre de marfil y no entendía que hubiera individuos en aquellas pésimas condiciones.

—Señorita, sus señores se aprovechan de ellos, los impuestos les esquilman lo poco que tienen. No les queda nada y no tienen nada que perder. Por eso asaltan, roban y matan si es necesario. Tienen familias que alimentar.

Ella reflexionó muy seria sobre aquella información. Luego, volvió a hablar.

—Mi padre no es así —lo defendió—. Les proporciona casas, yo he visto cómo viven. No tienen hambre.

Él esbozó una sonrisa irónica.

—André no es normal y su madre tampoco lo era. No he conocido a nadie como ellos.

Recordó cómo administraba sus tierras y cómo sus arrendatarios y trabajadores gozaban de ciertas comodidades y atenciones. Incluso se había empeñado en que los niños aprendieran a leer. Decía que la educación era imprescindible para poder elegir después.

André era un hombre excepcional. Acudió entonces a su memoria la figura de su progenitor, un ser egoísta y cruel que constituía la antítesis de todo lo que representaba Ledoux.

—Puede estar orgullosa, mademoiselle. Si hubiera más gente como él, esta revolución no habría sido necesaria.

Ella se mostró sorprendida.

—¿Está usted de acuerdo con esta persecución, que tengamos que abandonar nuestro país para salvar la vida?

—Digamos que entiendo las razones por las que se ha hecho. El pueblo está harto de sus miserias mientras hay gente que vive rodeada de lujos extravagantes.

Probablemente se había expresado con demasiada crudeza y claridad; sin embargo, creía que debía mostrarle que no todo resultaba fácil y bonito.

Vio como ninguna de sus palabras caía en terreno baldío. Si empezaba a conocerla, sabía qué pensaría en ellas y sacaría sus propias conclusiones. También creía que si se parecía un poco a sus padres, no permanecería de brazos cruzados.

 

 

El sol estaba a punto de ocultarse cuando entraron en Rouen. La ciudad, ya una gran urbe en tiempos de los romanos, seguía siendo un enclave estratégico para el tráfico de mercancías. Su ubicación junto al Sena le proporcionaba un lugar privilegiado. Gracias a los mecenas que la habitaron durante el Renacimiento, los palacios y mansiones de influencia italiana salpicaban sus calles.

Se detuvieron ante una posada de tejados abuhardillados de pizarra. El patio en el que entraron estaba iluminado con antorchas enganchadas a la fachada, lo que permitía distinguir el color granate de los contrafuertes de madera. Los arcos ojivales de las ventanas dotaban al edificio de una grácil belleza. Era un sitio encantador en el que podría haberse quedado una temporada. Tal vez, Armand las había llevado a aquel lugar para que tuviera un buen recuerdo de su última noche en Francia.

La nostalgia y la tristeza la invadieron. Permaneció quieta y pensativa hasta que él se dirigió a ella.

—Señorita Ledoux ¿está usted bien?

Ella intentó sobreponerse. No quería parecer una chiquilla llorosa a la que el destino le había propinado un revés. Sí que se lo había dado, pero debía pensar en que tenía la gran suerte de disponer de un hogar en el que vivir, mientras que otros solo podían resguardarse en alguna cabaña construida con maderas. Levantó la cabeza con orgullo y respondió sin titubear.

—Sí. Gracias.

Armand supo que mentía. Había advertido un brillo sospechoso en los ojos negros. Durante unos segundos angustiosos, había barajado la posibilidad de que se echara a llorar y si eso sucedía, estaría perdido porque no tenía ni idea de cómo actuar. No obstante, ella se había tragado las lágrimas y se había sobrepuesto a lo que la afectaba con una rapidez admirable.

Alma bajó del coche y miró a su alrededor con curiosidad.

—Aquí estarán cómodas —dijo él, al observar el interés que mostraba por el alojamiento.

Ella se giró con rapidez.

—¿Usted no se va a quedar?

Había cierto tono de pánico en su voz que no esperaba. Así que no era tan autosuficiente como hacía ver y debía de estar asustada tras el asalto sufrido esa mañana.

—Nos quedaremos los dos —respondió, refiriéndose también a Pascal—. No se preocupe, no la dejaré sola.

—No debería hacer fuerza con ese brazo —le señaló con decisión, desaparecido ya el miedo de sus ojos—. En cuanto pueda, le echaré un vistazo a la herida.

Armand no dejaba de sorprenderse: ella pasaba de la tristeza al miedo y a mandar en cuestión de segundos. Aquella mujer era fuego y nervios sin contener. La idea de que volviera a ponerle las manos encima, aunque muy tentadora, no le hacía ninguna ilusión. Prefería que no volviera a suceder.

—Haré que alguien se encargue.

Ella se irguió y lo miró de frente, sin pestañear.

—Prefiero hacerlo yo y asegurarme de que todo está bien.

—De acuerdo —aceptó con la certeza de que no tenía escapatoria—. Quiero acercarme al puerto para comprobar que el barco está preparado, después me pasaré por su habitación.

Ella pensó que era tonta. Debería de hacerle caso y que otro se encargara de curarle; sin embargo, se sentía responsable y… ¡Qué demonios! A nadie le amargaba un dulce y verlo medio desnudo y a su merced le daba cierta sensación de poder que empezaba a gustarle.

 

 

Ya creía que no aparecería cuando oyó unos golpes en la puerta. Esa vez estaba preparada para recibir visitas, lo que le daba más seguridad en sí misma que la noche que le había recibido en la bañera. De hecho, todavía se sonrojaba al recordarlo. Fue ella quien acudió a abrir.

Armand tenía la esperanza de que se hubiera acostado ya. No tuvo suerte. Allí estaba, con esos ojos negros clavados en él, algo sonrojada, quizá por el calor del fuego y con una sonrisa de bienvenida que podría perforarle el estómago sin ningún problema.

—Monsieur, creí que ya no vendría.

—No se me habría ocurrido desobedecer una orden suya —respondió, irónico.

Ella volvió a sonreír

—Permítame que lo dude. Tengo la sensación de que usted no ha acatado jamás una orden.

Si ella supiera lo que había tenido que aguantar hasta que decidió marcharse de su casa…, pensó Armand.

—Se sorprendería usted —comentó en tono misterioso.

Ella estudio su expresión con curiosidad. Al ver que no seguía hablando, se concentró en lo que le había llevado hasta su habitación.

—Será mejor que se quite la camisa.

Dicho de esa manera tan directa, sonó como una petición íntima y Alma se sonrojó.

Él contuvo la respiración antes de obedecer. Cuanto antes empezaran, antes podría terminar aquella locura.

—Sophie, ¿tienes todo lo que te he pedido?

—Sí, señora. Aquí está.

Dejó sobre una mesa un recipiente con agua, varios paños y unas hojas verdes.

—Siéntese —le pidió.

Con el brazo desnudo, él se sentó dónde le indicaba. Ella comenzó a desenrollar el vendaje que le había hecho esa mañana. Trabajó en silencio. Quería preguntarle por su visita al puerto, pero antes quería ver el estado de la herida. Cuando la tuvo descubierta, respiró tranquila. Había tenido cuidado de juntar bien los bordes y, aunque mostraba un aspecto rojizo, no parecía haberse inflamado demasiado. Ahora, por lo menos, tenía unas hojas de salvia que ayudarían a la inflamación y la cicatrización.

—¿Qué tal está? —preguntó él.

—Tiene buen aspecto. No creo que dé problemas. Mañana, antes de salir, habrá que cambiarle las hojas de salvia.

Mojó los paños en agua y volvió a limpiar, con cuidado de no abrirla de nuevo.

Ahora sí que podía preguntar. De paso, se entretendría y no se centraría en aquella perturbadora cercanía.

—¿Ha ido usted al puerto?

—Sí. Acabo de regresar.

No pudo evitar un pequeño gesto de dolor cuando ella presionó contra la piel quemada.

—Lo siento —se disculpó—. Tengo todo el cuidado que puedo.

Realizaba la cura con una lentitud desesperante. Las manos frías calmaban el ardor que le causaba la lesión, pero solo en lo que se refería al que le producía la herida. Hacía demasiado tiempo que no estaba con una mujer, se dijo para justificar esa reacción desmesurada a un simple roce.

—No se preocupe. Siga.

Ella cogió las hojas de salvia, las puso sobre la carne magullada y procedió a vendarla de nuevo.

—¿Y bien? —insistió—. ¿Estaba el barco en su sitio?

—Lo estaba. Su tío sabe cómo organizar una compra y realizar un traslado.

—¿Mi tío? —preguntó extrañada.

—¿No sabe que el barco al que vamos a subir es de su tío?

—¿Mi tío tiene un barco? —Su sorpresa era auténtica.

—Uno no, dos. Una fragata y un bergantín. El bergantín es el que está anclado aquí, viene de San Petersburgo, cargado de trigo para sus molinos. La fragata esta en Cádiz.

Esa imagen no correspondía con la que tenía del hermano pequeño de su padre.

—¿Mi tío es rico?

Había terminado de anudar la venda y se retiró un poco.

Él levantó la cabeza.

—Muy rico. ¿Hace mucho que no lo ve?

—Desde que era una niña. Decidió irse cuando mi padre heredó todo. No se resignó a ser un segundón y se marchó a forjarse una nueva vida. Por lo visto le ha ido muy bien.

—Puede asegurarlo. Comercia con Cuba y en España tiene muchos intereses y propiedades. Es una persona muy querida en su ciudad.

Armand seguía en la silla con el torno desnudo. No parecía tener prisa por vestirse o se había olvidado de que no llevaba la ropa. Ella tampoco tenía interés en que lo hiciera porque las vistas estaban muy bien.

Él advirtió la dirección de su mirada y entonces tomo conciencia de su desnudez. Casi sonrió al ver que ella no era indiferente. No estaría mal enseñarle ciertas cosas, pensó excitado con la idea. En fin, como sabía que no podía hacerlo, se puso en pie y se cubrió con rapidez.

—Tengo que irme. Mañana a mediodía saldremos. Si necesita comprar algo, tendrá tiempo a primera hora.

—Sí que me gustaría hacer algunas compras.

—Me ocuparé de que alguien la acompañe.

—Muchas gracias —dijo sin mostrar decepción porque no fuera él su acompañante.

Se quedaron en silencio. Sin ganas de marcharse o de que se marchara.

—Entonces… —Armand no podía quedarse más tiempo—. Que descansen.

Antes de salir les deseó buenas noches y desapareció.

—Ese hombre está interesado en usted.

La voz de Sophie la sobresaltó.

—Estás empeñada en eso, pero ha salido corriendo.

—Porque es listo —respondió riéndose.

Ella la miro enfadada, pero no pudo aguantar mucho tiempo. Al ver la expresión divertida de su doncella, también se echó a reír. Bien sabía Dios que necesitaba aquellas risas para descargar toda la tensión que llevaba acumulada durante esos días.

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