Alma

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Segunda parte. Ferrol » Capítulo 11

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La primera noche fue difícil. En la cena descubrió que tenía seis primos más. No podía recordar sus nombres pero sí su simpatía. Excepto Nicolasa, que ya era una jovencita, todos los demás eran niños ruidosos y de buen carácter, que les acogieron con curiosidad tanto a ella como a Guy. Este se vio incluido de inmediato en sus juegos sin que el idioma fuera un impedimento. Por ese lado estuvo tranquila.

La habitación asignada era acogedora, aunque no se parecía en nada a la suya de París. Suspiró. Tendría que dejar de comparar y centrarse en el presente. No merecía la pena llorar por lo que había perdido y sí debía aceptar y agradecer lo que tenía. En ese momento, era una cama con un colchón de plumas cubierto por una colcha de damasco carmesí forrada en tafetán. Se había tapado hasta la barbilla con las sábanas de suave muselina y un par de cobertores de algodón. No podía quejarse, se sentía protegida y resguardada bajo ellas. Su escasa ropa, descansaba ya en uno de los dos baúles a su disposición, un balde de cerámica para el aseo y una mesa pequeña completaban el mobiliario del dormitorio.

Cerró los ojos y dejó que su respiración fuera más lenta, tal y como le había enseñado su madre. Minutos después, su mente dejó de cavilar y consiguió conciliar el sueño que tanto necesitaba.

 

 

—¿Cómo es París?

Elisa y Alma estaban sentadas en la Plaza de los Dolores. En ella la vida transcurría ante la mirada analítica de la francesa y la divertida de su prima, que observaba como absorbía todo lo que ocurría. El lugar estaba repleto de gente que acudía al mercado. Instaladas con comodidad, hablaban de sus cosas mientras los viandantes iban y venían. Si Alma quería conocer cómo funcionaba aquella pequeña ciudad española, Elisa deseaba saberlo todo sobre la capital francesa.

—Grande.

Elisa le dio un golpecito en el hombro.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre decirme? Venga, seguro que hay muchísimo más. Mi padre me ha contado historias y cómo se vive allí, pero no tiene el punto de vista de una mujer.

Alma sonrió. Había pasado casi un mes desde su llegada, ya hablaba algunas palabras en español, incluso entendía conversaciones no muy complicadas. Elisa y ella habían congeniado muy bien, estaba segura de que llegarían a ser grandes amigas. No habían llegado a las confidencias, ni se contaban sus secretos, así que no se había atrevido a preguntarle el motivo por el que Francisco Suárez, el capitán del barco en el que había viajado, aparecía con tanta frecuencia por su casa. Ya le habría gustado a ella que Armand fuera tan asiduo. Lo había visto en contadas ocasiones, siempre en compañía de otras personas y para hablar sobre Guy, que había llegado a ser otro de los hijos de la familia. Dormía en las habitaciones de los pequeños y aprendía con la misma institutriz. A veces, ella se encargaba de contarle cosas de su país, costumbres e historia que no debía olvidar. La presencia del niño no había causado muchas complicaciones. Siempre y cuando nadie conociera su identidad, todo iría bien.

En cuanto a Armand, le gustaría tener una entrevista con él sin testigos, algo que parecía imposible. Las damas no se quedaban solas en compañía de un hombre, su tía era bastante estricta al respecto.

La pregunta de Elisa la llevó a aquellos momentos en los que acompañaba a su madre a las veladas de Madame Stäel, donde se hablaba de política, ideas liberales, educación y cualquier tema del que se pudiera opinar.

Había descrito París como grande y la definición se podía adaptar a cualquier aspecto. Se volvió hacia su prima con una luz en sus ojos que hacía mucho tiempo que no tenía.

—Verás, es una ciudad enorme y muy bella. Tiene los mejores palacios, las mejores fiestas, los mejores vestidos, se pueden hacer muchas cosas que aquí son impensables. Sin embargo —añadió cuando vio que su prima se emocionaba—, se han olvidado de los campesinos, de la gente humilde. Mientras que ellos pasan hambre y no pueden comprar ni un trozo de pan, otros viven rodeados de lujos. Eso es lo que nos ha llevado a donde estamos. Se han cansado y han atacado a la nobleza, a los que consideran causa de todos sus males y no puedo decir que no lo sea en la mayoría de los casos.

—¿De verdad estabas en peligro?

Alma se encogió de hombros.

—No lo sé con seguridad. Creo en el buen criterio de mi padre. Si él decidió que me fuera, es porque lo creía. Nos contaron que el día que salimos de París, muchos revolucionarios se dirigieron a Versalles y obligaron al rey a volver a la ciudad. Ahora mismo no sé cuál es la situación, espero que nos lleguen noticias pronto.

La muchacha se quedó pensativa. Su existencia resultaba mucho más tranquila. Sí, iba a alguna fiesta, sí, tenía amigas, podía considerarse afortunada. Incluso ayudaba a su padre en el trabajo, cosa que ponía a su madre de los nervios porque decía que las mujeres no se ocupaban de esas cosas. Le habría gustado conocer a la de Alma, que por lo que había oído, era muy especial. Seguramente ambas habrían chocado, porque no se habrían puesto de acuerdo en casi nada. Seguro que Alma podría elegir a su marido mientras que ella no podía hacerlo con el hombre del que estaba perdidamente enamorada, pues este no tenía la posición social exigida por su progenitora.

Iba a responder cuando un movimiento en el extremo de la plaza llamó su atención. Dos hombres altos, con un porte impresionante, caminaban en dirección a ellas. Los reconoció de inmediato, monsieur Bandon y Francisco Suárez, el objeto de sus desvelos.

Armand distinguió a Alma sentada en uno de los bancos de piedra de la plaza. Había cambiado desde su llegada. Los trajes de viaje habían sido sustituidos por otros más acordes con la moda española. Debían de haber llegado hasta allí dando un paseo; la falda negra, que permitía ver los tobillos, así lo indicaba. Una mantilla del mismo color cubría sus hombros. Si no fuera porque conocía su procedencia, podría pasar por una lugareña. Solo esperaba que aunque cambiara de aspecto, mucho más sobrio que el que descubrió en Francia el día que la conoció, su espíritu libre y luchador se mantuviera intacto. Hacía días que no la veía. Dado que su mera presencia le hacía soñar con cosas que se había prohibido, había decidido poner tierra de por medio, pero no lo había conseguido del todo. La excusa estaba en la tutoría de Guy. Consideraba un deber para con su país cuidar del muchacho y saber cómo evolucionaba su educación. De modo que no tenía más remedio que visitar a su compatriota. Una vez que se había convencido de que solo iba a aquella casa para ver al niño, un ligero desasosiego seguía quemando su interior. Necesitaba verla, comprobar con sus propios ojos cómo se había adaptado a las nuevas circunstancias, y lo que veía le gustaba cada vez más. El hecho de que no pudieran quedarse solos le proporcionaba cierta seguridad y disgusto a la vez. Echaba de menos sus conversaciones en la cubierta del barco y, sobre todo, daría cualquier cosa por volver a besarla. Y como se contradecía a cada momento con todo lo que se relacionaba con ella, allí estaba, caminando junto a su amigo Francisco para poder estar un rato a su lado. Cuando sus ojos se encontraron, a pesar de la distancia que los separaba, todo lo que sucedía en aquella plaza desapareció para ellos.

Algo parecido sucedió con Elisa y el capitán. Llevaban tiempo sin verse. Francisco había reunido el valor suficiente para lanzar un ultimátum a la joven. Estaba enamorado hasta el extremo de haber esperado meses a que se decidiera, pero ella tenía miedo a su madre, quien se había empeñado en casarla con alguien más rico y con más posición social que él. Jean Ledoux era diferente, pero estaba seguro de que no tenía conocimiento del interés que su hija despertaba en él. Cruzó la plaza con el corazón golpeándole con fuerza en el pecho. Al ver a las dos primas, no tuvo más remedio que sonreír. Parecidas y diferentes a la vez. Elisa era menuda como su padre, compartía color de cabello y ojos oscuros con Alma. Hasta ahí llegaba su parecido tanto físico como de carácter. Alma era más alta y más independiente. Elisa no se atrevía a contradecir a su madre. Alma había sido educada para pensar y decidir por sí misma. Le había demostrado durante el viaje que sabía pelear por lo que creía justo y no se amedrentaba ante nada. Esperaba que fuera una influencia positiva para su prima.

Cuando Elisa distinguió la expresión de Francisco, supo que se avecinaban problemas. Su aire resuelto y su forma de mirarla le indicaron que su paciencia se había agotado. Ella le quería y lo admiraba. Sabía que no sería feliz con ningún otro que no fuera él. Lo miró con la angustia dibujada en los ojos. Comprendía que ya no fueran suficientes para él sus encuentros a escondidas.

—Buenos días, señoritas —saludó al llegar a su altura.

—Buenos días —respondieron a la vez las chicas.

De la boca de Alma ese buenos días salió con un ligero acento extranjero.

—Veo que avanza con el idioma —comentó Francisco.

—He aprendido muchas palabras. Creo que pronto podré defenderme sola, sin necesidad de que alguien me traduzca.

Resultaba evidente que de lo último que quería hablar él era de sus avances con el español. Las miradas que el capitán lanzaba a Elisa resultaban más que elocuentes, así que decidió facilitarles el encuentro, aunque para ello tuviera que quedarse con Armand. Se levantó y propuso ir a dar un paseo. Ambos aceptaron de inmediato.

Como había supuesto, se emparejaron y comenzaron a andar en dirección al arsenal.

Armand y ella les siguieron unos pasos por detrás.

—¿Cómo está usted? —preguntó él.

—Bien. Me voy acostumbrando.

—¿Y Guy?

—Él también está bien. Aprende muy rápido.

La conversación no podía ser más formal. Caminaban rígidos, pendientes el uno del otro, pero sin saber qué decir o hacer. En el barco todo era mucho más sencillo. Entre otras cosas, no se sentían vigilados. Allí, cualquier cosa que hicieran se sabría al instante siguiente.

Alma se ponía muy nerviosa porque su tía María parecía tener oídos en todas partes. Se enteraba de todo y la corregía continuamente. Una señorita no podía salir sola a pasear, mucho menos hablar con hombres a menos que hubiera alguien delante, no intervenía en las conversaciones de los caballeros… Suspiró sin darse cuenta.

—¿Qué le ocurre?

—Nada. Todo está bien.

Armand no esperaba esa respuesta derrotada. Si se rendía, su maravilloso espíritu combativo, lo que más le gustaba de ella, moriría. La miró con ojos inquisidores hasta que ella no pudo soportarlo. Siempre le mantenía la mirada, pero en esa ocasión no lo había hecho. Se detuvo y la obligó a hacer lo mismo agarrándola por el brazo.

—Nada está bien. La conozco.

Ella tiró del brazo y caminó de nuevo.

—Usted no me conoce.

—Se equivoca. Le recuerdo que hemos compartido algunas cosas.

No sabía si se refería a los besos, a la huida o a las dos cosas. Un caballero nunca le recordaba a una dama que la había besado, pero él no lo era. Y lo que más le molestaba a Alma era que tenía que darle la razón. La conocía muy bien si había sido capaz de detectar que algo no marchaba como debía.

—Son cosas en las que usted no puede ayudarme.

—Me gustaría intentarlo —insistió.

Ella movió la cabeza en un gesto irritado, como irritados salieron destellos de sus ojos oscuros.

—¿Puede usted cambiar la forma de ser de mi tía? ¿Puede llevarme de vuelta a casa?

No pudo evitar hacer esas preguntas cuyas respuestas ya conocía.

—No puedo llevarla a París, lo sabe. En cuanto a su tía…, ¿qué pasa con ella?

—Es demasiado rígida —confesó al fin—. Me ahogo. No estoy acostumbrada a tener que pedir permiso para todo.

—¿Ha hablado con su tío?

—Él está muy ocupado con sus negocios, pasa mucho tiempo fuera. Algún día, me gustaría visitar el lugar donde tiene los molinos. —Sin darse cuenta, había dicho en voz alta uno de sus deseos. Armand conseguía que se sincerara.

—Pídaselo.

Ella le miró con sorpresa.

—¿Cree que me llevaría?

—Es posible. Y si no lo hace él, puedo hacerlo yo.

Nada más decirlo, se arrepintió. ¿Se había vuelto loco? Si quería olvidarla, acompañarla en un viaje, por corto que fuera, no era la forma. Sin embargo, la ilusión que vio en los ojos de Alma, hasta entonces apagados, acalló todas sus reservas.

—Podríamos ir con Elisa y el capitán —sugirió—. A lo mejor les sirve para que se aclaren.

—¿Qué sabe usted de eso?

—Nada, pero es más que evidente que hay algo entre ellos y que tienen problemas.

Lo que pasaba entre sus amigos quedaba bastante bien definido con esas palabras.

—Si su tía las dejara salir de casa, estaría bien.

—Tendremos que inventar algo para que lo haga. Aunque sea, llevaremos a un ejército de criados para que nos acompañen. ¿Puede usted hablar con mi tío? Seguro que le hace caso.

¿Podía él negarle algo? Estaba visto que no. Hablaría con Ledoux y le convencería de que un corto viaje a ver los molinos, ayudaría mucho a su sobrina, que parecía echar de menos lo que había dejado en Francia.

 

 

Unos pasos por delante, Elisa y el capitán Suárez mantenían una conversación muy diferente.

—¿Has vuelto a hablar con tu madre?

La voz masculina denotaba impaciencia, lo que no ayudaba en nada a tranquilizar a la chica. Elisa estaba enamorada de él, se lo había confesado cientos de veces, pero la oposición materna a esa relación estaba socavando la confianza que había entre ellos. Cada vez que veía a Francisco, se ponía más nerviosa, porque no estaba en su naturaleza la discusión.

—Lo he intentado, de verdad que lo he hecho, pero no me escucha. —Su voz sonaba quejumbrosa, al borde del llanto. La presión a la que estaba sometida la había llevado al límite.

Francisco se detuvo para captar toda su atención. Algo en sus ojos le indicó a Elisa que no la iba a esperar más. Él la agarró con cuidado por los brazos.

—Elisa, no voy a decirte otra vez lo que siento por ti, lo sabes de sobra. Todo lo que tengo es tuyo. Tu padre me ha pagado muy bien durante los años que he trabajado para él y te aseguro que puedo darte una buena vida, incluso tengo una casa propia que heredé de mis padres. Puedo pagar servicio para que no tengas que ocuparte de las labores domésticas, no soy un don nadie, por mucho que tu madre se empeñe en decirlo. Yo ya he hecho todo lo que estaba en mi mano. A partir de ahora, te toca a ti. Dentro de unos meses volveré a salir de viaje y antes de mi partida quiero saber a qué atenerme. No te voy a visitar más. Cuando hayas tomado una decisión, búscame. Mientras tanto no quiero saber nada más. Estoy harto de que juegues conmigo.

Ella sacudió la cabeza, ahogada en todas esas palabras de ultimátum que acababan de golpearla como un ancla contra la arena del fondo del mar.

—¡Yo no juego contigo! —protestó angustiada.

—Tal vez no seas consciente de que lo haces —declaró—. Me siento vapuleado. Ahora sí, ahora no. Me pediste que esperara y he esperado. Hasta ahora. Esta situación no puede alargarse para siempre, sobre todo porque cualquier día, cuando vuelva de uno de mis viajes, puede que te encuentre casada con un abogado o un médico o un marqués.

Ella lo miró espantada.

—¡Eso no va a ocurrir!

Él volvió a mirarla con aire inquisitivo.

—¿Estás segura? ¿Podrás decir que no una vez que te veas envuelta en una petición de matrimonio y tu familia te presione para que aceptes? —Volvió a caminar hacia la puerta de El dique. Allí terminaba su camino—. Debo resolver algunos asuntos. Cuando tengas algo que decirme, ya sabes dónde encontrarme.

Elisa se quedó sola y temblorosa, sin saber qué había ocurrido en realidad. Solo tomó conciencia de una cosa al contemplar sus anchas espaldas mientras se alejaba: si no hacía algo, lo perdería para siempre.

Alma llegó a su lado y le pasó un brazo por los hombros.

—¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?

La muchacha miró a Armand, como buscando respuestas en el francés. Este movió la cabeza en un gesto negativo.

—Sea usted valiente y luche por lo que quiere —fueron las sorprendentes palabras—. Vamos, las acompaño de vuelta.

—No es necesario —intervino Alma—. Conocemos el camino.

Ahí estaba otra vez esa actitud autosuficiente.

—No creo que le guste a su tía…

—Me da igual lo que le guste. Vaya con su amigo —hacía referencia a Francisco—. Yo me ocuparé de mi prima.

Agarró a esta del brazo y la empujó en dirección a su casa. La pobre estaba pálida y a punto de echarse a llorar. No necesitaba testigos.

Armand las vio alejarse. Francisco había dado el paso adelante; esperaba que Elisa fuera más valiente de lo que creía y se enfrentara a todo lo que se le pusiera por delante con tal de estar con él. Si lo hacía, tal vez y solo tal vez, volvería a creer un poco en el poder del amor, aunque fuera con relación a otras personas porque tenía muy claro que ese sentimiento no era para él.

 

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