Alma

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Segunda parte. Ferrol » Capítulo 12

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Caminaron del brazo por la Alameda. A pesar de estar cerca la Navidad, el sol había hecho su aparición y mucha gente paseaba a aquella hora de la mañana para disfrutar de él. Se cruzaron con dos soldados que, vestidos con el uniforme de paseo, las miraron con descaro. No dejaba de sorprenderla aquella ciudad llena de militares. La construcción de los astilleros avanzaba a buen ritmo, igual que la capital, que cada día aumentaba en número de habitantes y, por consiguiente, en nuevos oficios y oportunidades de todo tipo.

Los comerciantes como su tío ocupaban un lugar importante en aquel desarrollo y con placer había descubierto que no eran los únicos franceses. Muchos compatriotas compartían Ferrol como lugar elegido para vivir.

—¿Estás más tranquila? —preguntó a Elisa tras un largo silencio.

Su prima asintió.

—Tiene razón —comentó—. Soy una cobarde.

—¿Por qué dices eso? ¿Por qué te ha dicho el señor Bandon que luches por lo que quieres?

—Porque si sigo actuando con miedo, voy a perder al hombre que amo.

—¿Y ese hombre es…?

Elisa la miró con desconcierto, después comprendió que Alma no conocía lo que pasaba. Sin duda, y dado que no se le escapaba nada, ya lo habría adivinado, pero por alguna razón, quería que se lo dijera.

—El capitán Suárez.

—Un caballero muy guapo y con muy buena posición —comentó—. Él me trajo hasta aquí en su barco y he de decir que es un hombre estupendo.

Los celos brillaron en los ojos de la española, que se puso a la defensiva.

—¿Te hizo alguna insinuación? ¿Te gusta?

Alma lazó una carcajada.

—Estaría loca si no me gustara —y al ver que el rostro de su prima palidecía, añadió—: Y tú estarás muy loca si no peleas por él. Te voy a contar algo, no he pedido permiso para hacerlo, claro que tampoco me pidió que no lo hablara contigo.

Con esas palabras atrajo toda la atención de Elisa.

—Un día, en el barco, me contó que había una mujer de la que estaba enamorado y con la que tenía problemas. Yo no tenía ni idea de que hablaba de ti. Lo que sí me dijo es que estaba dispuesto a solucionarlos. ¿Es eso lo que ha pasado?

Notó un pequeño estremecimiento en el brazo que enlazaba el suyo.

—Me ha dado un ultimátum. Está cansado de esperar.

—¿Tú le quieres? —preguntó. Al fin y al cabo, todo se reducía a eso, al menos así lo creía.

— Con todo mi corazón.

—Pues entonces, ¿dónde está el problema?

—En mi madre —suspiró—. No lo aprueba. Quiere a alguien más importante como yerno.

—Eso es una tontería —dijo sin pensar. María se había portado muy bien con ella, cuidaba de Guy como si fuera un hijo más, pero tenía que admitir que era bastante conservadora en algunos aspectos—. Es tu vida. No puedes permitir que te la arruine.

—Me lo digo todos los días, pero cuando estoy delante de ella, pierdo la valentía.

—Si quieres, yo te ayudaré. Te apoyaré en todo lo que decidas. No te rindas y, sobre todo, no permitas que Francisco Suárez termine en brazos de otra.

Habían llegado frente a su casa, muy cerca a la iglesia de San Julián.

Elisa se dirigió cabizbaja hacia la puerta, Alma la detuvo. Hacia un rato que tenía la sensación de que alguien las seguía. No podía afirmarlo con seguridad, sin embargo, ahí estaba ese presentimiento de que unos ojos ajenos la observaban.

—Espera. —Se volvió y paseó la mirada por la pequeña plaza que daba acceso a la iglesia—. ¿Tienes algún admirador secreto aparte del capitán?

—No que yo sepa —respondió su prima desconcertada por el cambio brusco de tema—. ¿Por qué preguntas eso?

—Porque creo que alguien nos ha seguido.

—¿Para qué nos van a seguir? La huida de París te ha vuelto muy susceptible.

—Es posible —aceptó. Lo malo era que ella guardaba un secreto muy peligroso que no podía permitir que nadie descubriera—. Será mejor que entremos.

Volvieron a ponerse en marcha y otra vez Alma detuvo a su prima.

—He hablado con monsieur Bandon. Va a intentar que el tío Jean nos deje ir a visitar los molinos. Aprovecha el momento para aclarar las cosas con tu capitán.

Un nuevo brillo de esperanza apareció en los ojos de la joven, que entró en casa como si le hubieran quitado un peso de encima.

 

 

Los días transcurrieron con una calma tensa. En contra de su tía, y dado que empezaba a hacerse entender en español, comenzó a colaborar como voluntaria en el Hospital de la Caridad.

Su carácter inquieto no le permitía dejar pasar las horas una detrás de otra sin nada que hacer. Elisa seguía llevando las cuentas de su padre y ella necesitaba sentirse útil.

La visita a Jubia, donde estaba uno de los molinos, justo donde habían desembarcado, se había fijado para dentro de dos días. Al final, lo había conseguido. Su tío se sentía muy orgulloso de lo que había creado y también de que su sobrina quisiera conocerlo de primera mano. Había accedido enseguida a la petición de Armand y este se había ofrecido a llevarlas. Por supuesto, Francisco Suárez las acompañaría, ya que tenía que revisar todo lo que tenía que ver con el barco y su futuro viaje, que ya estaba bastante próximo.

En principio, solo pasarían allí una noche, así que no sería necesario llevar mucho equipaje. En la casa estarían el guarda, su esposa y su tío, que se quedaría con ellos, como hacía algunas veces cuando se hacía demasiado tarde para volver.

Se estremeció al pensar que volvería a compartir coche y dormiría bajo el mismo techo que Armand, y a la vez se sintió bien. Le gustaría gozar de una jornada relajada en su compañía, si es que se podía considerar relajarse a estar junto a él.

 

 

La mañana del viaje amaneció lluviosa. Alma y Elisa aparecieron puntuales a la cita. Cada una por sus motivos particulares y con idéntica ilusión.

Sentada en el interior de un carruaje, con los ojos azules de Armand fijos en ella, fue como retroceder en el tiempo. Aquel cosquilleo que le resultaba tan familiar cuando estaba en su presencia, apareció de nuevo. Solo al principio estuvieron pendientes de la otra pareja. Pronto se dieron cuenta de que ellos estaban tan ensimismados en sus sentimientos y sus problemas, que apenas eran conscientes de su presencia.

Alma quería comentarle esa sensación de que alguien la seguía, pero no podía hacerlo delante de testigos, así que empezó la conversación de manera impersonal, con la esperanza de que él captara el mensaje.

—¿Ha sabido algo de Pascal? —preguntó en voz baja.

La expresión de alarma que apareció en el rostro masculino fue digna de arrancarle una carcajada. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no hacerlo

—Me refiero a tu amigo, el que nos acompañó hasta Rouen.

Armand pareció relajarse un poco.

—No. No sé nada de él.

—¿Y tampoco de su hijo?

Armand enarcó una ceja en un gesto interrogativo. ¿Qué trataba de decirle?

—No. Les perdí la pista y no he vuelto a saber de ellos.

—Es una pena. Imagina que alguien les ha seguido y da con ellos. Seguramente estarían en peligro, ¿verdad?

Una luz traspasó el cerebro de Armand, creando más alarma en vez de tranquilizarlo. Miró a sus compañeros de viaje para comprobar que no les escuchaban y se acercó hasta estar a casi un palmo de la cara de Alma.

—¿Pretende decirme que alguien ha seguido a Guy? —preguntó con voz contenida.

—Es una sospecha —respondió ella en voz baja—. Ya no estoy segura de nada.

—¿Ocurre algo? —intervino Francisco.

—No. Parece que nuestra amiga tiene un admirador que la sigue —explicó Armand.

—¿Te han seguido más veces? —preguntó Elisa.

—¿Cómo que más veces? ¿Qué está ocurriendo aquí?

—Alma creía que el otro día nos seguía alguien.

Los hombres cruzaron una mirada significativa, que Alma captó como de preocupación. Así que no era una idea tan descabellada. Elisa la interpretó de manera diferente.

—No os preocupéis. Seguramente es algún enamorado. Mi prima está teniendo mucho éxito entre los hombres casaderos de la ciudad —añadió divertida.

A Armand no le divirtió en absoluto. Que alguien quisiera empezar una relación en serio con Alma le ponía de un humor de mil demonios. La observó unos segundos y llegó a la conclusión de que su belleza y su porte llamaban la atención del género opuesto, incluido él, que no conseguía apartarla de sus pensamientos.

—Tendremos que vigilarla de cerca —dijo sin apartar sus ojos de los de ella.

—Ya la vigila mi madre —comentó Elisa con una risita—. No hace nada más que meterse con ella porque dice que no actúa como una mujer decente. Está muy pesada.

—A mi tía no le gusta mucho que vaya como voluntaria al hospital —explicó ella.

—Querida Alma —dijo Francisco—, en España las cosas se hacen de otra manera. Las mujeres no tienen la independencia de la que usted gozaba en su país y con su padre.

Ella se enderezó y lo miro con determinación.

—Pues lo siento por ellas, pero no pienso quedarme en casa de brazos cruzados como una mujercita buena esperando que un caballero quiera casarse conmigo.

—A lo mejor debería tener una conversación con su prima —le indicó—. No le vendría mal un poco de su valor y de su rebeldía.

Elisa lo miró dolida y Alma se tomó la libertad de darle unos golpecitos en el brazo.

—Es posible que se sorprenda, capitán —comentó al tiempo que guiñaba un ojo cómplice a su prima—. Me parece que este viaje va a ser muy beneficioso para más de uno —añadió de forma enigmática.

Continuaron hablando de lo que encontrarían al llegar, de lo mucho que Jean Ledoux había prosperado con sus negocios y lo mucho que lo apreciaban los habitantes de la zona, que lo habían apodado cariñosamente como el Francés.

Cuando llegaron, la lluvia de la mañana se había convertido en una cortina de agua. Alma apenas pudo distinguir una casa situada junto al río, justo casi sobre un puente. El bosque llegaba hasta la misma orilla. El coche paró bajo un soportal que les protegió hasta que estuvieron dentro de la casa.

—No solemos vivir aquí porque es muy pequeña —explicó Elisa—. Nosotros vivimos en el otro lado del río, cerca del monasterio de San Martiño de Jubia. Esta casa la usa papá cuando viene a trabajar porque está junto al molino.

Y trabajando debía de estar porque no había ni rastro de él. Los hombres decidieron ir en su busca mientras ellas se acomodaban.

Una señora mayor a la que su prima presento cómo Rosa, las recibió y las acompañó a la cocina.

Elisa la rodeó por los hombros y le dio un beso sonoro.

—Rosa lleva en casa desde que tengo memoria. Nos ha criado a todos.

—Estoy aquí porque el señor me dijo que veníais y quería que estuvierais cómodos.

—Seguro que lo estaremos.

—Venid —dijo Rosa—, os he preparado un chocolate caliente.

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