Alma

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Segunda parte. Ferrol » Capítulo 14

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El día de la boda amaneció sin lluvia. Con la excusa de que quería enseñar a Alma su casa en San Martiño, Elisa consiguió salir sin llamar la atención. Allí buscaría algo adecuado para ponerse y se arreglaría para la ceremonia. Francisco y Armand acudirían después a la iglesia. El cura ya había respondido a la misiva que le había mandado el día anterior. Les esperaba a las cinco de la tarde, antes de que anocheciera por completo, así que estaba segura de que todo saldría bien.

Recorrieron el escaso espacio que había entre el molino y el domicilio habitual de los Ledoux entre preparativos y proyectos. Una vez tomada la decisión, Elisa había perdido el miedo a la reacción de sus padres. Alma no estaba tan segura de que fuera lo más apropiado, sin embargo, apoyaría a su prima en todo lo que decidiera. La veía más feliz que nunca. Ese velo de melancolía que siempre la acompañaba, había desaparecido, así que la respaldaría en todo lo que hiciera.

La casa de los Ledoux junto a la ría era una construcción en piedra de grandes dimensiones. Alojar a siete hijos y parte del servicio era todo un reto. En la parte delantera una amplia pradera daba acceso a la puerta principal. Dieron la vuelta para entrar por la parte de atrás, que quedaba frente a un bosque frondoso. En verano debía de ser un lugar espectacular y fresco. El interior era parecido a la casa de Ferrol, grandes espacios y muebles sobrios, robustos y de buena calidad. En esos momentos, no había nadie puesto que los guardas se habían desplazado al molino para preparar su visita y el resto de la servidumbre estaba con la familia en Ferrol, así que pudieron campar a sus anchas sin dar explicaciones.

Ya en la habitación de Elisa, esta se dirigió a un arcón situado frente a la cama. Después de inspeccionar los vestidos que quedaban, escogieron un vestido de paseo. No tenía objeto elegir algo de fiesta puesto que llamaría mucho la atención. Además, el abrigo lo taparía por completo. Aun así, Elisa quería algo especial porque después irían a casa y Francisco podría verla. Tenía que estar perfecta y Alma la ayudó.

Le hizo un recogido muy a la moda en Francia y usó un poco de colorete para dar color a sus mejillas.

Debían de darse prisa. Rosa les había preparado algo de comida para su pequeña excursión y tras comer, sin dejar de charlar, salieron para la iglesia.

Francisco y Armand las esperaban con impaciencia junto al párroco. El novio se retorcía las manos con nerviosismo. A Alma le hizo gracia que un hombre tan grande y con tanta experiencia se pusiera nervioso por causa de su boda. Por el contrario, la actitud de Armand era rígida. Su rostro mostraba que no estaba nada de acuerdo con todo aquello. Por unos instantes consideró la posibilidad de que fueran ellos los que estuvieron frente al altar. Le gustó la idea, aunque le pareciera una auténtica locura, casi tan grande como la que iban a cometer su prima y el capitán. Por lo menos, estaban de acuerdo en algo.

Fue una ceremonia sencilla en la que se habló de lealtad y compartir lo bueno y lo malo. Alma no pudo evitar lanzar algunas miradas furtivas a su compatriota. En cuanto pudiera, tendría una conversación muy seria con él. Quería saber qué escondía tras aquel ceño fruncido.

La felicidad de sus amigos a la salida, contrastaba con la expresión sombría de Armand.

—¿Va todo bien? —preguntó cuando llegó a su lado.

—Sí. Claro que va bien.

—Y por eso parece que va a morder a alguien en cualquier momento —comentó con acidez.

—No voy a morder a nadie. Solo creo que se han precipitado.

—Bueno, yo también lo creo, pero si ellos son felices, yo también lo soy.

—Es usted muy inocente —soltó, mordaz.

—Y usted muy cínico.

—Es posible —aceptó—. Vamos, a ver si conseguimos que los tortolitos vuelvan al coche.

De ese modo dio por terminada una conversación que ella no estaba dispuesta a dejar a medias.

Armand no quería hablar de matrimonio ni de felicidad y mucho menos con ella, la única que le hacía dudar al respecto. Cuando la había visto aparecer junto a Elisa, había sentido la urgente necesidad de besarla hasta dejarla sin respiración y después arrastrarla hasta algún lugar en el que pudieran estar solos y acariciarse y seguir besándose. Lo malo era que sabía que el idilio no duraría para siempre como había dicho el sacerdote. Sabía que, después, todo se convertiría en un infierno. Por eso no iba a hacer nada al respecto, o más bien, sí lo iba a hacer: se iba a mantener alejado de ella porque no quería causarle ningún daño y si permanecía a su lado, se lo haría.

 

 

—¿No puede dormir?

Alma se giró con rapidez.

Armand entró en la estancia, que ya se había enfriado. Los rescoldos de la chimenea no eran suficientes para caldearla.

Estaba envuelta en una manta. Su melena suelta se extendía por la espalda. La había sorprendido junto a la cristalera, observando el exterior tan negro como la noche. Su aspecto desvalido despertó en él sentimientos que creía imposible experimentar. Él era duro y rencoroso. No perdonaba con facilidad y no le gustaba depender emocionalmente de alguien. Sin embargo, ahí estaba, apretando los puños para no abrazarla.

—Es difícil con esta humedad y este frío —respondió en un susurro.

Él se situó a su lado. Su mirada cayó sobre las aguas del río. La pequeña presa que había junto al molino, arremolinaba el agua bajo la ventana.

—En París también hace frío —apuntó.

Ella se estremeció y se arrebujó en la manta. Si solo fuera el frío… Bajo esa prenda solo llevaba la camisa y la enagua. La presencia del hombre junto a ella no la ayudaba en absoluto a dejar de temblar.

—Debería estar en su habitación —habló él de nuevo.

—Y usted también —replicó.

Armand sonrió ante la rapidez de su respuesta.

—Tiene razón. —Pero no se movió. Permaneció inmóvil a su lado.

—¿Y usted por qué no duerme? —insistió.

—No suelo dormir mucho.

Ella volvió a tirar de la manta hacia arriba.

—¿Tiene frío? —Sin darse cuenta, agarró la prenda y la acomodó sobre los hombros femeninos.

El calor la atravesó y llegó a caldear la piel fina y desnuda.

—No pasa nada —dijo Alma. Solo un segundo y se retiraría. Se estaba tan bien. Hacía tanto tiempo que no compartían ese tipo de intimidad…

Volvieron a quedar en silencio. Ella rogaba para que no retirara sus brazos, él hacía un verdadero esfuerzo para no apretarla contra su cuerpo. Ese olor que había llegado a serle tan familiar, lo estaba volviendo loco. Los acontecimientos recientes le habían puesto nervioso. Había llegado el momento de cortar lazos y desaparecer.

—¿Por qué odia tanto que Elisa y su capitán se hayan casado?

—No lo odio.

—No quería que se casaran.

—Ya.

—Ya ¿qué? —Ella se volvió un poco airada, olvidados los nervios por un instante. Casi le dieron ganas de empujarle. Aquella actitud distante la desquiciaba—. ¡Diga algo!

—No tengo nada que decir.

—Oh, sí que lo tiene. Quiero una explicación. Quiero saber por qué no quería ayudar a su amigo.

—Lo estaba ayudando.

Ella abrió la boca para responderle y sus ojos se abrieron simulando sorpresa

—¡Claro! Menuda ayuda. ¿Se puede saber qué te pasa?

Pasó del usted al tú sin darse cuenta.

—¿Por qué no querías que se casaran?

—Porque es la única forma de que no acaben odiándose.

—No tienes mucha fe en el matrimonio, ¿verdad? —Se había retirado un poco para poder verlo mejor. La manta había resbalado y uno de los hombros había quedado al descubierto.

—Ninguna —afirmó. No pudo evitar ver cómo la piel del hombro quedaba desnuda ante él. ¿Qué pasaría si se inclinaba y la acariciaba con los labios?

—¿Por qué?

Ajena a los pensamientos masculinos, insistió en que le explicara su aversión a que dos personas se unieran para siempre. No era simple curiosidad. La atracción que experimentaba hacia él la llevaba a querer conocer todo lo que tenía que ver con su modo de vida, sus esperanzas y sus temores y, por lo que había podido apreciar, aquel era un gran temor.

—Mis padres no fueron felices y, como consecuencia, nosotros tampoco.

—¿Vosotros? ¿Tienes hermanos?

Él volvió a replegarse. No iba a contarle todas sus miserias.

—Tengo un hermano.

Y ahí terminó la confesión. Iba a formularle otra pregunta, estaba seguro, pero no la dejó hacerlo. Su presencia, su semidesnudez, que adivinaba bajo aquella capa de lana, su olor, su deseo de besarla, su anhelo de tener una familia normal, cuando sabía que no la tendría nunca…, todas aquellas necesidades le golpearon tan fuerte que tuvo que cerrar los ojos y tomar aire para no abalanzarse sobre ella.

Alma interpretó mal aquel gesto. Pensó que le ocurría algo. Se acercó a él y posó una mano helada sobre su frente.

—¿Estás bien? ¿Qué te ocurre?

Él reaccionó con inesperada rapidez. Atrapó la mano sobre su cara, presionando sobre ella. Si pensaba que ella iba a oponer resistencia, se equivocó. Alma la dejó allí. Sus ojos mostraban el mismo anhelo que él sentía, la misma esperanza, el mismo deseo. No estaba acostumbrado a manejar todos aquellos sentimientos cuando los causaba una mujer como ella.

—Creo que deberías marcharte a tu habitación —sugirió en un tono tan bajo que casi ni se escuchó.

—No voy a huir y no voy a dejar que tú lo hagas. Tenemos que enfrentarnos a lo que nos pasa.

—¿Y qué nos pasa? —preguntó él en tono cínico.

—Si quieres ponerle un nombre, hazlo tú. Yo no entiendo mucho de estas cosas. No trates de negar que algo sucede cuando estamos juntos. No soy tonta y puedo notarlo. Aquí —le acarició los ojos— y aquí —posó la palma de la mano sobre su pecho. Pudo percibir el golpeteo acelerado del corazón—. Ahora mismo lo siento y tu corazón no me engaña.

Aquella pequeña hechicera tenía razón y su excitación resultaba tan evidente que era una tontería negarla. Debía reconocer que ella tenía valor para enfrentarlo a lo que sentía porque se jugaba mucho. Podía rechazarla y humillarla, cosa que no haría porque no estaba en su naturaleza, eso se lo dejaba a su padre…, y porque estaba al límite de sus fuerzas. No quería luchar más contra esa atracción que lo consumía. Sus manos se apoyaron a ambos lados de la cabeza femenina. Los rizos, suaves, se enredaron entre sus dedos y el olor a alguna flor que no identificaba se hizo más intenso. Le concedió la oportunidad de empujarlo y marcharse. Sin embargo, la mano que tenía apoyada en su pecho no lo empujó, se limitó a acariciarlo con liviandad. Una caricia etérea que le aceleró las pulsaciones y la respiración. Ella había marcado el camino y él lo seguiría. A pesar de la urgencia que le invadía, apoyó los labios sobre los de Alma, temblorosos y expectantes. Un leve roce, dos, un pequeño mordisco que obtuvo otro como respuesta y que lo envolvió en una nebulosa de deseo imposible de aplacar.

Alma tomó conciencia de las consecuencias que podía acarrear su provocación cuando su corazón galopó al ritmo del de Armand, que hacía rato iba desbocado. En su ignorancia, creyó que podía controlar lo que había desatado. No podía estar más equivocada. Cuando los labios de él tentaron los suyos, cuando le devolvió cada caricia, supo que no había vuelta atrás. Había llegado demasiado lejos y quería llegar aún más. Había oído conversaciones a escondidas, había escuchado a sus amigas casadas y sabía que había mucho más. Maravilloso e intenso si daba con el hombre adecuado y algo le decía que aquel lo era.

Se sintió izada del suelo y entonces recordó que estaba en el salón de la casa de su tío. Una habitación más allá de la suya estarían Francisco y Elisa celebrando su noche de bodas, más o menos lo mismo en lo que ellos se estaban adentrando, con la salvedad de que no habría boda para ella. Por el momento se conformaría con tener a Armand y aprender todo lo que estuviera dispuesto a enseñarle.

La puerta del dormitorio se cerró con suavidad para no despertar al resto de los habitantes, después se dejó caer sobre la cama. La manta que la cubría, había desaparecido en algún momento, dejándola medio desnuda ante la mirada masculina que se deslizaba con admiración sobre su cuerpo.

Los ojos de ambos se encontraron. En los de él había duda, en los de ella determinación.

—¿Estás segura de esto, mademoiselle?

Su intención era que pareciera que bromeaba, pero hablaba en serio. Todavía podía arrepentirse y echarlo de la habitación.

—Quiero aprender contigo.

¿Aprender? Durante unos segundos estuvo tentado de salir corriendo. Él no era un maldito maestro. Después pensó que tampoco quería que ningún otro le enseñara los secretos que podía compartir una pareja. Él quería ser el primero. El único.

Se quitó la camisa y los pantalones y se acercó a la cama desde la que Alma lo estudiaba con expresión temerosa. Sonrió con ternura. Aquella mujer decidida, no tenía ni idea de lo que era el sexo y aun así, a pesar de que todo estaba en su contra, se había puesto en sus manos. Tomó conciencia de la gran responsabilidad que tenía. Ella no era como el resto de las mujeres con las que se había acostado, así que tendría que utilizar toda su experiencia para darle todo lo que necesitaba. Procuraría recordar todas y cada una de las cosas que había aprendido para proporcionarle placer y hacer que no se arrepintiera de haberlo elegido para perder la virginidad en un mundo en el que estaba tan valorada.

Le tendió una mano, que ella agarró sin vacilar, la incorporó hasta dejarla sentada y tiró de la cinta que cerraba la camisa. El beso en la nuca acompañó al lazo deshecho. Notó que se estremecía y continuó con su tarea. Arrastró la tela y dejó el hombro desnudo, mostrando la piel tersa y delicada que había llamado su atención cuando se le había bajado la manta y que ahora podía tocar con libertad. Depositó un reguero de besos sobre el cuello y la clavícula hasta llegar a la redondez que había captado su atención. Ahí se detuvo un poco más, incluso se atrevió a acariciar con la lengua aquella porción lisa y aterciopelada. Otro estremecimiento le indicó que iba por buen camino.

¿Cuánto iba a tardar en deshacerse de aquel trozo de tela que tanto le estorbaba? Cada vez que sentía los labios o el aliento sobre su piel no podía evitar un pequeño escalofrío. ¡Y ella que creía que sabía lo que era estar excitada por unos cuantos besos que habían compartido! Si seguía con aquella lentitud, gritaría de frustración. Quería que le quitara la camisa. Ya. Tiró de las mangas hacia adelante para ayudarle.

—Tranquila —la voz sonó insinuante junto a su oído—. No tenemos prisa.

No la tendría él, se dijo alterada. Sin embargo, le hizo caso. Intentó tranquilizarse mientras sentía sus labios a lo largo de su espalda.

—Ponte de pie.

Ella, que no era muy entusiasta de recibir órdenes, obedeció de inmediato. Quedó frente a él, que con suma pericia arrastró la enagua, dejándola solo con la protección de la camisa y las medias de lana. Sitió frío. Las manos grandes y calientes se posaron en sus caderas y la acercaron hasta colocarla entre sus piernas abiertas. Se apoyó sobre sus hombros para sujetarse y pudo comprobar la dureza de aquellos músculos que ahora sabía que se ejercitaban siempre que tenía oportunidad.

Armand era un hombre duro, tanto física como mentalmente, aunque en ese momento, se comportaba con ella con la dulzura necesaria. Parecía que conocía sus miedos y necesidades. Un lametón alrededor del ombligo le hizo abrir los ojos de golpe. ¿Qué hacía? Él repitió la caricia. ¡Señor! Las piernas no la aguantarían por más tiempo. Él sujetó entre los dientes la piel de su vientre y respiró sobre ella. Las rodillas cedieron. Nadie le había explicado lo que se podía sentir con un mordisco que no tenía nada de doloroso sino todo lo contrario. Armand la sujetó con fuerza y se dejó caer hacia atrás, arrastrándola con él.

—¿Va todo bien?

Demasiado sabía el bribón que sí. Él era consciente de lo que le estaba haciendo. Le mantuvo la mirada y respondió.

—Muy bien. —Después le dedicó una sonrisa que le hizo olvidar por unos instantes dónde estaba.

Él atrapó la sonrisa con su boca y la besó con fuerza contenida. Si se dejaba ir, ella saldría corriendo. Terminó de quitarle la ropa, esta vez sin perder un segundo. A esas alturas, a ella no le importó que la viera desnuda. Lo único que quería, que necesitaba, era liberar aquella tensión que se había acumulado en su vientre. No tenía ni idea de cómo acabaría aquella aventura, pero estaba dispuesta a descubrirlo. Lo tocaría y acariciaría de la misma manera que lo hacía él. Si con ella funcionaba, suponía que el placer sería recíproco. Apoyó los labios en el cuello masculino, justo donde se juntaba con el hombro e imitó el mordisco que le había dado en el vientre; después le acarició con la lengua. Cuando vio que aguantaba la respiración, supo que había acertado. Deslizó las manos por su pecho y por los brazos, aprendiendo cada pliegue, descubriendo a qué olía y cuál era su textura. Las detuvo justo encima de la cinturilla del calzón. Donde notó como se contraían los músculos.

—No sigas —dijo él con los dientes apretados—. Me está costando mucho mantener el control.

Ante la mirada interrogante de ella añadió.

—Luego lo comprenderás.

La luz anaranjada de las velas creaba un ambiente cálido y misterioso.

—Quiero comprenderlo.

Él le dedicó una sonrisa traviesa.

—Lo harás.

Sus ojos brillaban con intensidad y su pulso latía rápido y desacompasado. La imagen de Alma, tendida y desnuda en la cama constituía su mayor fantasía hecha realidad. Y que ella disfrutara y siguiera allí era la mejor muestra de que todo estaba bien.

—Ven. Túmbate boca abajo.

—¡Pero yo quiero tocarte! —protestó ella.

—Más tarde. —Le dio la vuelta, retiró la melena hacia un lado y comenzó un suave masaje por la espalda—. Ahora te toca a ti.

Los dedos masculinos le hacían cosquillas, enervaban todas sus terminaciones nerviosas. El hormigueo se extendió por todas partes, provocando una sensación deliciosa. Nunca había tenido conciencia de su cuerpo ni había sospechado la cantidad de sensaciones que podía experimentar. Cuando las manos de Armand pasaban por el interior de sus muslos, una íntima y desconocida necesidad anidaba en su interior. Estaba mojada y sus pechos, tan sensibles que solo el roce de la sábana le provocaba un estremecimiento. Su respiración se aceleró tanto que Armand supo que estaba preparada. La hizo darse la vuelta y volvió a besarla, esta vez con una urgencia difícil de contener. Le acarició los labios con las yemas de los dedos, que inesperadamente se vieron atrapados por ellos. La lengua femenina resbaló y los humedeció, provocando un tirón de aviso en su pene ya duro y preparado. Solo un poco más y el placer compensaría el dolor, se dijo.

Acarició con suavidad el contorno de su boca y sus labios se deslizaron por el cuello hasta alcanzar uno de sus pechos. Rodeó el pezón sin tocarlo e hizo lo mismo con el otro, después repitió el movimiento con la lengua. Un gemido profundo surgió de la garganta de Alma.

Ya no podía soportarlo. ¿Cuántas cosas más podía hacerle? La tensión aumentaba y ella no sabía qué hacer. Él siguió lamiendo su cuerpo hasta llegar al abdomen, luego bajó un poco más. Ella se quedó sin respiración. El aire quedó atrapado en los pulmones cuando notó su aliento y la humedad de su lengua sobre el clítoris. Gritó. No pudo evitarlo.

—Aguanta —susurró él con una voz lejana.

—¿Aguanto a qué? —preguntó entre jadeos.

Él se incorporó, se deshizo de sus calzones y se situó sobre ella. La miró a los ojos con seriedad y con el corazón golpeándole a toda velocidad.

—¿Estás segura? —Si decía que no, moriría en aquel instante.

Ella sabía a qué se refería.

—Lo estoy.

—Una vez lo hayamos hecho, no habrá vuelta atrás. —El caballero andante había hecho su aparición. Se maldeciría toda la vida si tenía que parar, pero él no era un canalla. Rezó para que no se arrepintiera.

—Estoy segura —casi sollozó.

—Bien. —La besó, entrelazó sus dedos con los de ella—. Te dolerá un poco.

No había terminado de hablar cuando su cuerpo invadió el de ella de un solo empujón.

Alma se quedó inmóvil. El dolor la atravesó con fuerza.

—No te muevas —le ordenó.

Ella obedeció. Confiaba en él y esperaba que supiera lo que hacía. Lo sabía. Se movió muy despacio dentro de ella hasta que volvió a excitarla. En un gesto instintivo, Alma puso las palmas de las manos sobre sus nalgas. Ahí acabó la contención. Aceleró las embestidas al tiempo que los jadeos femeninos aumentaban. Los músculos de la vagina lo succionaron una y otra vez hasta que no pudo contenerse.

Alma sintió como toda la tensión que había acumulado se liberaba de golpe. Después del dolor, no esperaba tal intensidad de placer. Durante unos segundos, todo, salvo esa inesperada y maravillosa sensación se borró de su alrededor. Después llegó la calma. Su cuerpo se relajó. Quedó tumbada, sin poder mover ni un músculo. A él debía de haberle pasado algo parecido, porque estaba inmóvil sobre ella. Levantó la cabeza hasta enfrentar su mirada. Esbozó una ligera sonrisa y él respiró tranquilo.

—¿Todo bien? ¿Te arrepientes?

—Jamás. Es lo mejor que me ha pasado.

—Bien —respondió satisfecho. Rodó sobre sí mismo y la acomodó sobre su pecho—. Te enseñaré más cosas.

—Estoy deseando aprenderlas.

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