Alma

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Ese año, el verano había decidido quedarse un poco más en el castillo. Las uvas comenzaban a tomar ese color dorado que avisaba la proximidad de la vendimia. La marca Nevers comenzaba a despuntar en el mundo del vino gracias al esfuerzo y el trabajo de Armand y André. Ambos habían estrechado su relación y el afecto que se profesaban había contribuido a la buena marcha del negocio.

Alma disfrutaba cada día de lo que el destino le había otorgado. Tal vez porque durante un tiempo le había dado muchos quebraderos de cabeza, ahora apreciaba con más intensidad lo que poseía. Había pasado de tener a su madre, una casa preciosa en París, un estilo de vida lujoso a quedarse casi sola y sin ningún bien material. En esos momentos duros había aprendido a valorar lo que realmente tenía valor: su familia y aquel reducto de paz rodeado de viñedos que le proporcionaba cuanto necesitaba para ser feliz.

—¡Alma! —La voz femenina atravesó la pradera hasta donde se encontraba—. Te estamos esperando para merendar. Los niños se impacientan.

El fuerte acento extranjero la hizo sonreír. María se esforzaba por hablar francés y debía reconocer que desde su llegada, había mejorado mucho. Un mes atrás, Jean les había dado la sorpresa al aparecer con toda la familia, incluidos Elisa, Francisco y su pequeño.

El castillo se llenó de risas y juegos infantiles. En ese momento estaban todos sentados a la mesa que habían instalado en el jardín.

—Ya voy —respondió al tiempo que se apresuraba a volver.

—Mami, date prisa, tenemos hambre —dijo Natalie impaciente.

—Disculpad me he distraído —dijo al tiempo que se sentaba junto a Elisa.

Su presencia fue la señal para que comenzaran a circular vasos, platos, dulces y grandes cantidades de comida. La conversación se generalizó.

—¿Eres feliz? —preguntó Elisa. Era la pregunta clásica entre ambas primas. Cuando vivían juntas, solían formulársela a menudo.

En ese momento, Alma pudo responderla sin titubear.

— Lo soy tanto como no imaginé. ¿Y tú?

Elisa miró a su marido, que conversaba con Armand, y a su hijo, que sentado sobre las rodillas de su abuela intentaba meter la mano en el plato.

—Yo también —le respondió sonriente— ¡Con lo que me costó desafiar a mi madre! Menos mal que me abriste los ojos. Al final hemos tenido suerte —añadió con satisfacción.

—Sí. Mucha suerte —repitió Alma sin apartar la vista de la figura de Armand. Había pasado por momentos muy duros, se había hecho a la idea de que nunca tendría la compañía del hombre que amaba y cuando creía que tendría que criar sola a su hija, un día, hacía casi un año, un caballo al galope le había devuelto la esperanza. La mirada de su marido se posó en la suya. Sus ojos brillaron con el amor que sentía por ella y que no se molestaba en disimular. El miedo a ser como su padre había desaparecido y cada vez se mostraba más espontáneo y confiado. Sí, pensó con una sonrisa en los labios. Era una mujer con mucha suerte.

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