Alma

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X. Consecuencias

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X

CONSECUENCIAS

1

Se llamaba Daniel, y como todos los días, esperaba en el andén de Plaza España a que llegara el metro. No tenía que recorrer mucha distancia; su parada estaba unas pocas estaciones más allá, en la misma Línea Roja, hasta Arco de Triunfo. De todas maneras, aquel día estaba impaciente y deseaba que el tren llegara rápido. Había quedado con unos amigos para continuar con sus sesiones de ouija, aderezada con los elementos que

La puerta había introducido. Los resultados eran tan espectaculares que tenía la cabeza llena de todo el asunto. Tenía preguntas, tenía inquietudes, y quería probar y seguir probando, jugar con los elementos de que disponían, asomarse a ese mundo paralelo del que la ciencia se reía con tanta sorna y que, sin embargo, ahí estaba.

El viento que generaba el tren al acercarse por el túnel empezó a llegar a la estación, cálido y cargado de olor a maquinaria engrasada. A Daniel le gustaba, y por descontado le gustaba esa esencia ínfima que se le quedaba impregnada en la ropa. Estaba pensando en eso cuando se levantó distraídamente y se acercó al borde del andén. Delante de él, una señora mayor con un pequeño bolso de un color rosa desvaído miraba con los brazos caídos hacia la boca del túnel.

Daniel se puso detrás de ella.

El tren apareció, aminorando la velocidad, pero todavía rápido. Y de pronto, sin saber porqué, Daniel miró el viejo vagón de un color rojo intenso, miró a la señora, y la empujó a la vía.

El maquinista no pudo hacer nada por impedir arrollarla: el tren le pasó por encima, sin producir sonido alguno, mientras la gente gritaba horrorizada.

Daniel miraba. Miró cómo los vagones aminoraban hasta detenerse con una lentitud casi fúnebre. Luego volvió la cabeza y vio cómo un par de chicas lo observaban con los ojos abiertos como platos, como si fuera un extraterrestre. Daniel se quedó quieto, sin hacer ni decir nada.

La policía no tardó en llegar.

Cuando le preguntaron si conocía a la señora, dijo que no. Cuando le preguntaron por qué la había empujado a la vía, se encogió de hombros, movió con gesto indefinido la cabeza, y contestó: «Me pareció una buena idea».

2

Rose esperaba en el interior de su coche a que el semáforo se pusiera verde. Acababa de comprar una caja de tizas nueva, la tercera en lo que iba de mes, para copiar unos símbolos. Salían en El Libro, así, como por excelencia; el libro que se había convertido en su mejor compañero desde que podía recordar. El libro decía que esos símbolos eran necesarios para obtener resultados.

Bueno, ella ya había obtenido resultados…, más de los que jamás había podido imaginar. Había tenido orgasmos brutales que habían durado unos quince minutos, y había sentido que su piel y su cabello se erizaban mientras se revolvía en la cama, a solas, con el tablero de ouija entre las sábanas. Y quería más. Mucho más.

Se miró en el espejo retrovisor y escrutó sus labios. Eran más sensuales y voluptuosos de lo que jamás habían sido; y se los había pintado de negro. No sabía por qué, pero le quedaban bien.

De pronto, miró al frente y vio a un niño con una bicicleta cruzando por el paso de cebra. La bicicleta era enorme, una vieja BH de color blanco que el niño empujaba haciendo visibles esfuerzos; sólo Dios sabía cómo era capaz de montar en ella si el mismo asiento le llegaba casi hasta la altura del pecho.

Entonces metió la primera y aceleró. El niño giró la cabeza brevemente, abrió mucho los ojos, y salió despedido junto a la bicicleta unos seis metros hacia adelante. Cayó contra el asfalto como un fardo inútil, el cuerpo descoyuntado, para quedarse tendido en el suelo.

Rose soltó un pequeño suspiro.

Definitivamente, los labios negros le quedaban bien.

3

Treinta años en el cuerpo de bomberos no era cualquier cosa, y Alan Jacobs, de nacionalidad irlandesa y poseedor del pelo ralo más rizado y rojo de todo el equipo, lo sabía muy bien. Le había costado su matrimonio, varias quemaduras graves, una fuerte crisis de ansiedad que casi le hizo abandonar su carrera, y muchas, muchísimas horas de soledad mientras permanecía acuartelado; pero estaba orgulloso. Había hecho un buen trabajo y salvado varias vidas, incluyendo aquella niña de siete años que rescató de aquellos bloques baratos en las afueras de la ciudad. Eran cosas que lo hacían dormir bien por las noches, el tipo de cosas que lo habían ayudado a levantarse cada mañana. Y ahora, que iba a recibir un homenaje honorífico, una placa de plata de ley con su nombre grabado con una tipografía de esmerada filigrana, y a estrechar la mano del alcalde en persona, se sentía bien. Muy bien.

Pero no por el homenaje, por supuesto, sino por la alucinante e infernal algarabía de fuego y llamas que iban a recibir sus compañeros y todos esos gilipollas burócratas de mierda.

Llevaba horas preparando su pequeña sorpresa, silbando en voz baja mientras distribuía con cuidado el cableado, haciéndolo pasar por debajo de los asientos en las improvisadas gradas que habían construido para el evento. Luchar contra todos esos condenados pirómanos todos estos años le había enseñado una o dos cosas acerca de cómo formar una condenada traca, una buena de verdad. Cuando accionara el control remoto de su pequeño juguete, toda aquella gente iba a conocer lo que era arder de verdad; el fuego los sorprendería en el mismísimo culo y los arroparía con verdadero calor. Calor humano.

Se rio de su propio chiste, soltando una pequeña carcajada silenciosa que sonó al estertor de muerte de un asmático.

Puede que incluso tuviera tiempo de contarle a su padre cómo había quedado todo. Sus indicaciones habían sido tan precisas… y él había estado tan ocurrente explicándole lo que iba a hacer, que cuando pensaba en ello se le saltaban las lágrimas. Estaba haciendo un gran trabajo, desde luego; iba a estar tan orgulloso de él…

Su padre, que había muerto en un incendio cuando él tenía doce años.

Aquel libro había sido la mejor compra que había hecho jamás.

4

Hace tiempo tuvo un nombre. Era Tommie, o Tom. Tom Sullivan. O Tom F. Algo. El señor Tom, la mayor parte de las veces. Al menos, cuando le hablaban por teléfono siempre era «señor Sullivan». Era el nombre que a veces venía escrito en las facturas que llegaban a su buzón. Un buzón blanco, precioso, emplazado a la puerta de una casa llena de cosas compradas en los muchos lugares que la sociedad proporciona para ello: tiendas de electrodomésticos, de ropa, de cachivaches, tiendas de tiendas. Cosas, cosas. Un día se hartó de ellas.

Ahora ya apenas recordaba su nombre. Era solamente T, sin apellidos, sin nada más. Tampoco nadie lo llamaba nunca, así que T estaba bien. Ahora era una sombra, una mancha borrosa que se movía en los márgenes del delicado engranaje social, a menudo deslucida y cabizbaja en las puertas de los centros comerciales, evadida de los movimientos del dinero, del producir y del generar, y por supuesto, del gastar. T obtenía algunos centavos de todos los ciudadanos que contribuían a que la rueda continuase girando, y eso le daba para un bocado de vez en cuando. T vivía entre cartones, cansado y hastiado de formar parte de algo que consideraba una espiral sin sentido. Ahora era dueño de su tiempo, de su vigilia, de sí mismo.

Pero esa noche hacía frío. Frío de verdad. Hacía tiempo que vivía en la calle y recordaba disfrutar de las noches al raso, en cualquier rincón de la ciudad, en callejones peatonales que se empleaban como zonas de acceso de proveedores, en parques cerrados en los que se colaba como podía, en casas abandonadas en las afueras, y en todos los casos se echaba a dormir, se cubría con las cuatro cosas de que disponía, y disfrutaba echando humo al aire nocturno cuando disponía de un cigarrillo para ello. T sabía del frío: llevaba años conviviendo con él, pero no conseguía recordar uno como aquél. No señor. Era un frío… que atentaba directamente contra su propia esencia, que lo reducía, que lo inutilizaba. Era un frío que se instalaba dentro y hacía que cualquier intento por protegerse fuera fútil, estéril, imposible. Era el Frío, como por excelencia, y lo sentía no sólo en los huesos, sino en sus entrañas, en las sienes, detrás de los ojos.

En el alma.

T se estremeció con un escalofrío.

Estaba planteándose viajar hacia el sur, hacia temperaturas más amables, cuando oyó ruidos en el callejón en el que estaba instalado. Ruido de pasos.

«Basureros —pensó—. O algún honrado ciudadano que vuelve a casa tras pasar un rato en algún pub local».

Se quedó quieto, esperando a que pasaran. Mientras tanto, seguía pensando en el sur. Pensaba en playas, en lavarse en el mar, para variar, en lugar del infame cuarto de baño de alguna estación de metro o una cafetería, cuando se lo permitían. Pensaba en…

«Jesús, qué puto frío».

El ruido de los pasos creció en intensidad, acercándose.

El mar. Estaba bien. Nadar desnudo, limpio de roña y mugre del día a día, con un bañador de colores luminosos. Lo bueno de la playa era que el bañador uniformaba a la gente, como una especie de comunismo integral.

Entonces, los pasos se detuvieron.

T abrió los ojos, y cuando lo hizo, la sensación de frío se redobló, como si una pinza metálica, de esas que se usan en un matadero, le hubiera atenazado el cuello.

Eran tres hombres, vestidos con traje y corbata, como si fueran empleados de banca. Sus expresiones eran hoscas, y su corte de pelo impecable. Dos de ellos llevaban anillos de casado. Los detalles. T era bueno con los detalles.

Eran hombres pudientes, sin duda. Casi parecía que fuesen a darle veinte o treinta libras para que no tuviera que pasar la noche a la intemperie (esos trajes eran caros. El viejo T había tenido al menos un par, para las grandes ocasiones), pero entonces, ¿por qué sentía tanto miedo?

T deslizó los brazos dentro de su maltrecho saco y consiguió incorporarse un poco. De algún lugar sacó una sonrisa y se la ofreció.

—Buenas noches, caballeros —dijo balbuceante.

Ninguno de los hombres dijo nada.

Dos de ellos se miraron, incómodos. El que estaba a la derecha, el más delgado de los tres, parecía visiblemente nervioso. Una gota de sudor resbalaba ahora por su frente.

A T no le gustó. Demasiada excitación era ésa para una noche tan fría.

—¿Qué… qué puedo hacer por ustedes? —añadió entonces.

Frío. El Frío.

Uno de los hombres se bajó la bragueta y deslizó una polla menuda y gorda hacia fuera. Luego, orinó sobre él.

El chorro produjo un sonoro repiqueteo sobre el saco de dormir.

T se estremeció con un nuevo ramalazo de miedo, uno tan primigenio y potente que lo dejó inmóvil en el sitio, los ojos clavados en la polla enana cuya cabeza estaba enrojecida como el rabo de un demonio. Ahora que la situación se revelaba ante él, cruda y desnuda, pensó que ojalá se contentaran con eso. Es lo que pensó. Eran gilipollas de ciudad, imbéciles con penes pequeños que con probabilidad querían descargar alguna frustración con él. A lo mejor no habían podido follarse a las rubias del bar, o habían perdido algún paquete de incentivos de empresa por no alcanzar los niveles de producción. Mierdas de ese tipo. Se dijo que ojalá sólo quisieran humillarlo un poco. La humillación no era nada. El olor a pis se lavaba. Los huesos rotos siempre complicaban un poco las cosas, y la sangre… la sangre era demasiado aparatosa. La sangre era un fastidio cuando tocase pedir dinero a la gente al día siguiente: la gente no daba dinero a los capullos con la cara llena de costras, como si fuesen infectados.

No dijo nada. Se quedó quieto. T conocía, de manera instintiva, la psicología de gente como aquélla. Si decía algo, si protestaba lo más mínimo, sería como provocarlos. Estaría diciéndoles: «¡Eh, soy tu enemigo!». Estaría invitándolos a que le dieran una buena paliza.

El hombre más delgado soltó una risa nerviosa.

—¿Te gusta, mierdecilla? —lo increpó el hombre—. ¿Te gusta, no?

—¡Méale en la cara, Roy! —dijo el hombre delgado, dando saltitos de nerviosismo—. ¡Méale en la puta boca, vamos!

T seguía inmóvil. El hombre de la polla fuera avanzó un par de pasos y el chorro salpicó la parte superior de su saco. T podía percibir el olor rancio y el vapor cálido, humeante, de la orina. Olía a retrete de tres al cuarto. Olía a sus calzoncillos cuando podía cambiarlos por otros, lo que no ocurría muy a menudo.

De pronto, el chorro cesó.

—Joder —exclamó Roy—. No hay más. Parece que no hemos bebido bastante cerveza.

—Qué asco —dijo el hombre que estaba en medio—. A mí este tío me da asco. Está todo meado.

El hombre delgado soltó una pequeña carcajada, demasiado aguda y estridente.

—Es verdad —dijo Roy—. ¿Cuánto hace que no te lavas?

—No se laaavaaa —canturreó el hombre delgado.

Roy se guardó la polla en los pantalones y se olisqueó las manos con asco. Luego carraspeó brevemente y forzó un gargajo que escupió sobre el viejo T. La baba blancuzca llena de coágulos de moco le alcanzó la mejilla derecha.

El hombre delgado soltó un pequeño alarido.

«Sus ojos», pensó T. Eran como dos huevos duros. Estaba hasta las cejas de cocaína o algo peor.

Roy miró a uno y otro lado de la calle, y entonces, sólo entonces, T supo lo que vendría a continuación. Lo supo con una certeza tan absoluta como que después de un martes venía un miércoles. Entró en pánico, un pánico sublime que germinó en algún punto de su estómago y subió hasta su cabeza como una explosión blanca. Y sintió miedo. Sintió tanto miedo que sus esfínteres se aflojaron. Quiso decir algo, quiso luchar por sacar los brazos del saco de dormir, pero no consiguió ni una cosa ni la otra. Antes de que pudiera darse cuenta, los tres hombres se habían colocado a su alrededor.

Entonces empezaron las patadas.

—¡Búscate un empleo!

—¡Hijo de puta!

—¡Asqueroso de mierda!

—¡Mierda, pedazo de mierda!

T sintió las primeras patadas como explosiones en su cuerpo: fuertes, retumbantes. La vista sólo le ofrecía fotogramas confusos con imágenes rápidas, irreconocibles. Perdió la capacidad de enfocar muy poco después, más o menos cuando apareció el dolor en forma de pico agudo que lo transportó a un estadio de conciencia neblinoso donde apenas notaba el vaivén mortal de los golpes.

Los huesos crujían debajo del saco de dormir lleno de meados; el cuerpo se le doblaba a un lado y a otro entre espasmos terribles. Dolor. Confusión. Fogonazos en blanco. La sangre le manaba de la boca. Los incisivos frontales se hundieron en la encía antes de partirse al recibir una patada directa, arrancando una punzada de dolor casi eléctrica. T se desmayó en algún momento mientras empezaba a asfixiarse por tener la garganta anegada en sangre.

Los hombres continuaron todavía durante un rato. No eran banqueros, por cierto; eran agentes inmobiliarios y ganaban entre cinco y quince mil libras al mes, conducían coches caros y llevaban una vida con la que muchos soñaban. Uno de ellos había besado con dulzura a su hija de seis años antes de salir de casa, no hacía ni seis horas. Cuando pararon, estaban sofocados y jadeantes. El hombre de la polla menuda proyectó su brazo hacia la pared para no caer al suelo extenuado. La frente, cubierta de sudor, estaba caliente por el esfuerzo.

El hombre delgado miraba el cadáver con fascinación: sus ojos enormes como dos huevos duros se paseaban por los detalles, presos quizá de una mórbida fascinación.

—Joder —dijo el hombre del medio. Estaba pasándose la mano por el cabello, hasta un rato antes cuidadosamente peinado hacia atrás. Mientras lo hacía miraba a un lado y a otro, como si temiese ser descubierto—. Joder, joder.

—Bueno, ya está —dijo el hombre de la polla menuda.

—Ya está.

—¿Lo hacemos ahora? —preguntó el hombre delgado.

—Sí —respondió el primero, pasándose el antebrazo por la nariz y sorbiendo ruidosamente.

—¿Has traído el tablero?

—Sí, joder. ¡Sí!

—Vamos a mi casa.

Y se alejaron, caminando por la pequeña callejuela a oscuras. Ninguno de ellos vio las sombras que, pegadas a sus cuerpos, gravitaban a su alrededor infinitamente satisfechas, hambrientas y henchidas a un mismo tiempo.

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