Alma

Alma


XIV. Jow abre La puerta

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X

I

V

JOW ABRE

LA PUERTA

1

Como Jow había pronosticado, Arran no se había tomado demasiado bien la noticia del banco. Se había quedado en cortocircuito, como ella lo llamaba, mirando la pared de servidores de su pequeña oficina, sin hacer o decir nada durante un buen rato. A Jow la exasperaba esa actitud, pero con Arran no había otra opción.

—Tenemos el plan B. ¿Quieres ver los datos?

Arran no dijo nada.

Jow suspiró largamente y colocó un par de papeles sobre la mesa.

—Ésta es la lista de indispensables. Incluye cosas como el alquiler del local, la comunidad y varios. Ésta es la cifra. Hay una partida para mantenimiento y reparaciones eventuales, ya sabes, cosas que surgirán y para las que tenemos que estar preparados. En la lista de gastos opcionales he puesto cosas como la electricidad. No sé si querremos mantener esto encendido, si necesitaremos acceder al programa para trabajar, aunque sea de vez en cuando…

—Dios, es horrible —dijo Arran por fin, poniendo una mueca de asco.

—Sí —asintió Jow—. Pero así son las cosas.

—Joder.

—Jodidos del todo.

Arran soltó un suspiro.

—Está bien. Buscaré un puñetero trabajo.

—Yo he encontrado uno ya —respondió ella.

—¿En serio? ¿Es bueno?

—Creo que será una experiencia interesante. Fui ayer pero la responsable no estaba. Me han dicho que me avisarían.

—Bueno, espero que haya suerte —le deseó Arran.

Jow asintió.

Dedicaron unos minutos todavía a contemplar su lugar de trabajo, embargados por una melancolía inesperada. Eran conscientes de que ésa era, probablemente, una de las últimas veces que estarían allí, con la oficina tal como estaba. Empaquetarían los clasificadores, guardarían los papeles, bolígrafos y retirarían los ordenadores en los que trabajaban para llevárselos a casa. Habían sido muchas jornadas abigarradas de largas horas, y no sólo de esfuerzo, sino también de ilusión, de risas, de pequeños triunfos, de silencios interrumpidos tan sólo por el clic-clac de los teclados.

Se preparaban para congelar el sueño.

—No es tan malo —susurró Arran.

—Claro que no —respondió ella.

Pero mientras lo decía, se preguntó por qué tenía entonces los ojos nublados de lágrimas.

2

Jow aparcó el coche varias calles más allá de su casa. Era algo que hacía a veces, cuando la temperatura era agradable y se sentía con ganas de caminar un poco. La avenida, de todas formas, era preciosa, con una hilera de árboles centrales que llevaban más de cien años arrojando sombra y las luces de los escaparates aportando una nota de color a las anchas aceras.

Ese día, no obstante, una de las calles estaba cortada por un grupo de gente que se congregaba alrededor de una ambulancia y un par de coches de policía. Alguien había recorrido los tres pisos del bloque donde vivía armado con un hacha provocando ocho muertos, dos de ellos niños pequeños de seis y diez años. Les había clavado el hacha en plena cara y se habían quedado en el suelo con los ojos abiertos en un gesto congelado de sorpresa.

Cuando Jow se enteró de lo que pasaba por los comentarios de la gente, sintió un espanto atroz. Se quedó un instante paralizada, súbitamente sorprendida por una acuciante sensación de frío. Lo que más la impresionaba no era el hecho en sí, sino la manera en que la información se propagaba por el grupo. Un par de personas miraban con el gesto torcido, otra hacía una foto del precinto policial con su móvil con una expresión del todo inapropiada, como si estuviera fotografiando una curiosa tortuga en el zoo. Un par de chicos incluso reían mientras uno de ellos levantaba los brazos en el aire como si esgrimiese un hacha invisible.

Era espeluznante.

Lloró. No por los niños. Por la indiferencia de la gente.

Se alejó conmocionada.

El anciano del bar tenía razón: algo iba mal en el mundo. Muy mal.

Caminó. Y caminó. La ciudad bullía a su alrededor. Había dos niños y seis adultos muertos a pocos metros de allí, pero la gente sonreía cuando salía de un comercio con sus bolsas en la mano.

Jingle-Bells, Jingle-Bells, Jingle all the way.

De pronto, algo llamó la atención a su izquierda: un luminoso y precioso escaparate dedicado por entero al ÉXITO INTERNACIONAL del autor JOHNNIE BALMORI, con un despliegue impresionante de libros ordenados de forma que parecían ser el marco de una puerta. A su lado había dos pilas cuidadosamente distribuidas conformando dos pirámides. Jow se detuvo. Era ese libro del que todo el mundo hablaba:

La puerta; de hecho se lo había encontrado no una ni diez veces mientras investigaba el mundo espiritista, sino muchas más; estaba por todas partes. Era como un

boom, una moda como las había por decenas a lo largo del año. Incluso había oído a gente comentar cosas sobre el libro, y visto programas donde decían que su lectura podía ser peligrosa. Que las prácticas de ouija podían ser peligrosas. Para Jow no era nada nuevo: en todos los lugares donde había husmeado decían lo mismo. La ouija era peligrosa.

Entonces se fijó en algo más. Había un tablero de ouija sobre un cojín de color burdeos, y un elegante cartel que decía: DE REGALO, EL TABLERO OUIJA OFICIAL DEL LIBRO.

Un perro ladró en alguna parte. Un coche llegó por una calle transversal iluminando con sus faros. El haz incidió en el escaparate e iluminó brevemente un cartel que decía: CÓMPRELO AQUÍ. El plástico que lo recubría centelleó durante un segundo como una estrella al morir.

Jow se quedó mirándolo.

Su intuición se puso en marcha.

De pronto, sin saber cómo, se encontró comprando el libro. Se sentía extraño al tacto, como si contuviera un mensaje importante entre sus páginas. El tablero era otra cosa, sin duda: ominoso y estridente en su combinación de colores, con unos extraños y delirantes símbolos decorando sus esquinas. A Jow no le gustaron en absoluto. Estuvo a punto de rechazarlo y decirle a la dependienta (la campeona nacional de Masticar Chicle A Gran Velocidad) que no lo quería, pero antes de que pudiera articular palabra, metió el libro y el tablero en una bolsa y se lo entregó.

Jow aceptó la bolsa porque no tenía que tocar el tablero.

Unas horas más tarde se encontraba en el sofá de su casa sumergida en la lectura del libro. Estaba realmente bien y podía comprender a la perfección por qué se había convertido en un éxito. La parte en la que los protagonistas hacían espiritismo con el tablero, decorado con los mismos símbolos que aparecían en el que le habían regalado, le llamó poderosamente la atención.

Leyó toda esa parte y luego dejó el libro a un lado.

La ouija.

Los símbolos.

Esos símbolos marcaban la diferencia, como decía el libro, como decían todas esas personas que advertían sobre la peligrosidad de la práctica de la ouija en relación con ellos.

Los símbolos.

El tablero seguía en la bolsa. Había tenido mucho cuidado de no tocarlo cuando cogió el libro, y ahora, recordando que había estado a punto de dejarlo en la tienda, se preguntaba de qué tenía miedo. Si había sido eso, había desaparecido, reemplazado por un potente sentimiento de curiosidad.

Con un gesto rápido, sacó el tablero de la bolsa y lo colocó sobre la mesa. Estuvo mirándolo durante unos instantes. La mayor parte del diseño era tan morboso como olvidable: el diseñador no había dudado en poner las letras temblorosas, como fantasmales, y en el fondo había una luna, nubes oscuras, la silueta de las tumbas en un cementerio. Estupideces románticas, tonterías, fruslerías. Los símbolos, en cambio…

Los símbolos eran líneas enredadas en círculos, engastados con caracteres que parecían runas extraídas de algún videojuego de fantasía, con magos y dragones llameantes involucrados. Había visto decenas de símbolos como ésos en tatuajes, ilustraciones demoniacas y portadas de álbumes de grupos de música entre otros. Pero aquéllos… Aquéllos despertaban sensaciones que no podía explicar. Jow casi podía sentir su intuición zumbando como el sentido arácnido de Spiderman.

La curiosidad la envolvía como una nube de insectos, zumbando con intensidad. ¿Sería verdad que los símbolos funcionaban?

Sabía que la ouija normalmente implicaba la colaboración de varias personas; ocurría en el libro y en todos los documentos que había leído al respecto, así que no pensaba realmente ponerla a prueba. La idea, no obstante, estaba en su mente. Pensó que un día podría, quizá, llamar a Titry y a Laura, o incluso a Arran, y pensó que sería divertido probar, solamente como curiosidad, tal vez después de una cena a base de

sushi o esos rollos turcos por los que Arran tenía tanta predilección. Aun así, casi sin darse cuenta, sacó una moneda de su cartera y la colocó sobre el tablero. Antes de que fuera consciente de lo que hacía, tenía un dedo encima de la moneda.

La moneda se desplazó casi en el acto hacia el SÍ describiendo un único movimiento firme, rápido y decidido.

Jow dio un respingo.

Rápidamente, se alejó del tablero con los ojos muy abiertos. La moneda se había movido sola, arrastrando su dedo en su camino. Hasta juraría que cuando había retirado la mano en el último momento, la moneda había seguido moviéndose unos centímetros.

—Que me jodan —soltó.

Se había movido. Realmente se había movido, allí mismo, y sin nadie más.

Había escuchado aquellos archivos de sonido y había leído muchísimas cosas sobre el mundo de lo oculto, pero verlo actuar delante de sus ojos era otra cosa. Se quedó mirando la moneda con las manos recogidas contra el pecho, como si esperara que, en cualquier momento, fuese a moverse por sí sola.

Después de un rato, volvió a acercarse al tablero. La moneda, de dos libras esterlinas, era una moneda vulgar y corriente con el centro en cuproníquel y el anillo exterior en latón, de las que manejaba casi a diario. Parecía, sin embargo, devolverle la mirada.

Por fin, se decidió a poner el dedo otra vez en la moneda.

La moneda volvió a moverse, rápida, directa, poniéndose encima de algunas de las letras.

T-E-S-S-A

Jow se quedó callada, respirando veloz.

—Qué… —susurró.

P-R-O-Y-E-C-T-O

Jow abrió mucho los ojos.

—Proyecto… —dijo.

P-O-D-E-M-O-S-A-Y-U-D-A-R-T-E

Jow sintió que la sangre se le subía a la cabeza. ¿De verdad una moneda de dos libras sabía su nombre y lo de su proyecto sin que ella hubiera preguntado ni dicho ni palabra?

Miró a la habitación vacía que era su hogar, pero no reparó en los muebles ni las estanterías llenas de sus pequeños recuerdos y posesiones. Miraba a la nada. Miraba al aire, dejando la vista fija como si quisiera percibir movimiento con la visión periférica. Aparte del extraordinario frío que parecía haberse acentuado en los últimos minutos, no había nada extraordinario.

Pero está aquí. Está o están. Lo que sea que haga mover la moneda, está aquí ahora mismo.

—¿Quién eres? —susurró.

La moneda volvió a moverse por el tablero produciendo un pequeño sonido de fricción.

T-O-D-O

—¿Todo?

P-R-O-Y-E-C-T-O

—No. No vas a ayudarme con el proyecto porque no sé quién eres. Dime quién eres.

T-O-D-O-S

Jow pestañeó. La respuesta era distinta, pero de una manera sutil. TODO se percibía diferente a TODOS; había un matiz.

—Todos… Muy bien.

Jow tenía una pregunta en la cabeza. La pregunta era, por supuesto, ¿por qué? No entendía por qué alguien del otro lado, del Más Allá, o de esos planos invisibles, podía querer ayudarla.

P-O-R-Q-U-E-P-O-D-E-M-O-S —compuso la moneda.

Jow se estremeció. Era casi como si hubieran leído su mente.

—¿Por qué? —preguntó con un hilo de voz.

T-E-Q-U-E-R-E-M-O-S

Jow se estremeció.

Su intuición estaba funcionando a toda máquina, traqueteando como una tubería llena de vapor. Y esa intuición iluminaba su mente con un neón gigantesco en forma de signo de exclamación.

La ouija es peligrosa, decían los expertos.

Muchas veces son entidades aduladoras, había leído. Utilizan mentiras, dicen lo que sea que queramos oír para acceder a nosotros.

Lo que queremos oír.

Jow tragó saliva.

—Suponiendo que acepte la ayuda… ¿cuál es el precio?

La moneda se quedó inmóvil, y Jow esperó. Esperó durante un largo rato, sin que ocurriera nada. Empezaba a pensar que la pregunta era quizá muy complicada cuando la moneda empezó a moverse de nuevo. Apenas se había posado encima de la P cuando un sonido estridente estalló a su alrededor. Jow dio un respingo y soltó un pequeño chillido; luego, cuando se dio cuenta de que sólo era el móvil en su bolsillo, soltó una pequeña carcajada. La moneda, privada ya de su conexión, se había quedado inmóvil sobre el tablero.

—Jesús —soltó. Luego miró el teléfono. Era un número desconocido.

—Diga.

—Buenas noches, ¿Jow Gibson, por favor?

—Soy yo.

—Mi nombre es Alma Chambers, la llamo por el currículum que ha dejado en nuestro gabinete.

—¡Oh! —exclamó Jow, sorprendida—. ¡Sí, claro! Estaba esperando la llamada.

—Bueno, tengo que decirle que no entiendo gran cosa de lo que ha puesto en su currículum, pero mis técnicos me han pasado una nota diciendo que la quieren sí o sí.

—Estupendo —dijo Jow. Lo cierto era que se había perdido un poco entre las palabras; su mente había escorado hacia la increíble casualidad de que la llamaran desde el gabinete espiritista justo cuando estaba…

Negó con la cabeza.

—Me preguntaba si puede pasarse por aquí para…

La línea se llenó de estática.

—¿Oiga? —preguntó Jow.

Crujidos.

¡Qué mierda!, pensó.

De pronto, un alarido animal restalló en la línea del teléfono a un volumen tan despiadado que, de manera instintiva, apartó el auricular para protegerse.

¡ZORRA ESTÚPIDA!

Jow se sobrecogió. Miró la moneda con un rápido vistazo, pero ésta continuaba inmóvil.

Sin embargo…

Sin embargo, el frío.

Se arrebujó en la rebeca que llevaba puesta, una vieja rebeca gris que usaba para estar por casa.

—¿Jow? —la llamó la voz en el teléfono.

Jow volvió a acercar el auricular a su oreja, con el corazón latiendo fuerte en el pecho.

—¿Sí?

—¿Me oye?

—Sí. Ha habido una… interferencia.

—Sí.

Hubo una pausa.

—Dígame —quiso saber la señora Chambers—. ¿Usted lo ha oído, verdad?

Jow tragó saliva.

—Sí.

Otra pausa.

—¿Lo había oído antes?

—No…

—¿Sabe lo que es?

—No… No era una interferencia, ¿verdad?

—No lo era. Me sorprende que haya podido oírla.

—¿Qué es…?

Otra pausa.

—No estoy segura —dijo la doctora—. Pero el hecho de que haya podido oír esa voz me dice mucho. ¿Puedo preguntarle por qué ha pedido trabajo en nuestro gabinete?

Jow suspiró.

—Necesito un trabajo, básicamente.

—Como le he dicho, mis técnicos están impresionados por su experiencia y conocimientos. Estoy segura de que alguien con su talento puede encontrar un trabajo mejor remunerado.

—No sé qué decirle… —respondió Jow.

—Se lo diré de otro modo —replicó la doctora—: ¿Qué conexión tiene con el trabajo que hacemos aquí?

—Está bien —admitió Jow—. Lo cierto es que me interesa, me interesa mucho. No sé qué más decirle. Estas semanas he estado leyendo bastante sobre estas cosas y me parece un campo fascinante.

—¿Estas semanas? ¿Qué cambió para que se interesara por estos temas?

—Bueno, lo cierto es que trabajaba en unos archivos de sonido cuando encontré voces solapadas al audio normal, voces escondidas en frecuencias que, por lo general, no son detectadas por la voz humana.

—Entiendo.

—Estaba en todos los archivos de sonido, ¿sabe? Era… bastante impresionante.

—Comprendo. Y se puso a investigar, y de repente encontró nuestra oferta de trabajo.

—En líneas generales, sí.

—Qué prodigiosas son las serendipias, ¿no le…?

De pronto hubo un crujido terrible acompañado de una explosión cegadora en forma de luz. Una luz negra, si ello era posible. Para cuando Jow pudo ver otra vez, la habitación había cambiado. Ahora era una pesadilla de oscuridad con volúmenes apenas insinuados. Allí estaba la mesa, sí, pero las patas parecían retorcerse sobre sí mismas como las raíces de una hiedra negra, y las estanterías eran bloques lisos que parecían diseñados por alguien sin ninguna noción de perspectiva. El suelo era un espanto ondulado con estrías, y el tablero de ouija cimbreaba creando una suerte de ilusión fascinante, como si desapareciera de tanto en cuanto de manera intermitente. Casi dolía a la vista.

Lo peor…, o lo más excepcional, era otra cosa.

Jow tardó un rato en verlos porque su mente se negaba a aceptarlos, como en esa teoría que dice que los indios aborígenes no vieron las carabelas de Colón cuando se acercaban a sus costas porque eran, sencillamente, tan diferentes a todo lo que estaban acostumbrados, que los ojos los engañaban. Se percibían de hecho como algo translúcido que evolucionaba con lentitud, como un volumen carente de forma. Jow, que empezaba a notar un frío glacial, se sintió fascinada por el efecto visual. Siguió mirando y mirando, viendo cómo los detalles aparecían ante sus ojos sorprendidos. Miraba y comprendía; miraba y admitía; miraba y descubría. Cuando la evidencia de que allí había algo se hizo absoluta en su mente, las formas terminaron de revelarse.

Y vio sombras de una negrura imposible, la oscuridad más penetrante que nadie hubiera observado jamás. Era como si la realidad se hubiera desvanecido, como un desgarro en el tejido de las cosas, como si alguien hubiera agujereado un velo y a través de él se percibiera un abismo absoluto, o la ausencia de abismo: la nada. Era tan negra, alienante, desconocida e imposible de comprender, que dañaba a la vista, como si los ojos se resistiesen a aprehenderla. Y se movían… cimbreándose como un objeto que, demasiado próximo a una vela, arroja sombras furiosas contra la pared. A veces el movimiento era tan frenético que Jow tenía la percepción de que estaba viendo una película a la que le faltaban fotogramas.

La vieron, se vieron, y el aire se llenó de un sonido estridente que recordaba a los frenos de un tren antiguo.

Jow creyó desfallecer.

Estaba a punto de gritar cuando, de pronto, todo terminó.

Jow se quedó quieta, respirando con cierto esfuerzo, con el teléfono cogido con fuerza en la mano. Los oídos le pitaban como si hubiera explotado un obús a su lado.

—Jesús —exclamó la doctora al otro lado de la línea.

—Qué… qué…

—Dios mío…

—Yo…

—Lo has… has visto lo mismo que yo…

—¿Qué? —preguntó Jow, confundida.

—Lo has visto —exclamó la doctora, llena ahora de convencimiento—. Yo he podido verlos porque me he conectado contigo.

—Es… ¿están aquí? —susurró.

—Están ahí, sí. —Hizo una pausa—. ¿Tienes miedo?

—Sí.

—No lo tengas. Aún no tienen bastante poder para hacer nada. Estás tan a salvo como ayer, o hace un año.

—Dios mío.

—Lo sé.

—Dios mío…

—Olvídalo, querida. Hay cosas de las que es mejor no hablar, por el momento, y menos en horas de oscuridad.

—Pero… ¿qué son?

—Hablaremos de ellos en otro momento, ¿de acuerdo?

—Vale —contestó Jow—. Están aquí… Dios mío, creo que me iré a un hotel…

—Puedes irte a un hotel, pero eso no te alejará de ellos ni de muchas cosas. No hay un Más Allá. Está todo aquí, con nosotros, pero invisible a nuestros ojos físicos.

—Dios mío.

La doctora sonrió al otro lado de la línea. Jow, como es natural, no podía verlo, pero lo supo; supo, de alguna manera inexplicable, que estaba sonriendo.

—Creo que… la estoy viendo a usted… —dijo.

—Es posible —contestó la doctora—. Hay cosas que son difíciles de entender, como… conexiones entre personas. Se establecen y consolidan a través del más mínimo contacto porque existe una predestinación a ello. Algunos nos reencontramos una y otra vez a lo largo de nuestras muchas existencias. Usted y yo, por ejemplo, ahora mismo. La conexión ha sido muy muy fuerte.

Jow negó, aturdida, con la cabeza. Era demasiado para digerir en tan poco tiempo. Las formas estridentes e imposibles de aquellas criaturas se habían grabado en su mente de una manera permanente. El hecho de saber a ciencia cierta que aún seguían allí, sólo que ella no podía verlos, no hacía las cosas más fáciles.

—Lo que no comprendo es… por qué ahora… —dijo entonces la doctora.

—No lo sé…

Hubo otra pausa.

—Querida, ¿qué estaba haciendo cuando la he llamado?

—Yo… ¡Oh!

—¿Qué pasa?

—Estaba… estaba tonteando con un tablero de ouija…

Silencio.

—Venía de regalo con ese libro que está de moda,

La puerta —dijo Jow—. No sé si lo conoce.

Silencio.

—¿El tablero tiene unos símbolos en las esquinas? —preguntó la doctora lentamente.

—Sí…

Silencio.

—Hagamos una cosa. Venga a verme mañana. Quiero conocerla. ¿De acuerdo?

—Sí.

—¿A las diez le parece bien?

—Sí.

—De acuerdo, entonces. Ahora deshágase de ese condenado tablero. Tírelo a la basura y sáquela a la calle, no lo deje en casa.

Esta vez, Jow no dijo nada. Asintió. Alma Chambers, al otro lado de la línea, supo que lo había hecho.

—Y querida… —añadió la doctora—, de paso, tire el puñetero libro también.

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