Alma

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XVII. El Club de los Antiguos Senderos Rectos

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Alma soltó una risita nerviosa.

—No, querida. Has visto demasiadas películas. Ningún… asesinato puede provocar algo como esto. Hay genocidios por todas partes, incluso mientras hablamos. No. Es el lugar… sólo el lugar, y existe probablemente desde siempre. Alguien construyó la casa encima; probablemente algún pirado con cierta sensibilidad para percibir que se sintió atraído por el torrente de maldad que emana el lugar. Debió de resonar con su interior, hacerlo sentir motivado, fuerte. Apuesto a que se sentía eufórico y tenía sueños llenos de sangre y fuego —negó con la cabeza—. Si buscas en la historia de Elvenbane, estoy segura de que hay alguna leyenda oscura sobre el dueño o los dueños de esta casa. Si buscas más allá, es posible que encuentres todo tipo de historias bastante oscuras en todos los periodos, todas las épocas.

—Entonces… no es la casa, es el sitio

per se

Alma asintió.

—Hay algo que me tranquiliza, no obstante… —dijo—. Aquí no hace ese frío horrible…

—Oh, quieres decir… ¿Crees que este lugar podría tener que ver con… lo que vimos en mi casa?

—Espero que no. Creo que no.

Esperaron, envuelta cada una en sus propios pensamientos y reflexiones.

—Ven —dijo Alma al fin, resuelta—. Quiero acercarme un poco más. No llegaremos a sus puertas, pero quiero mirarla sin árboles de por medio, desde este lado de la quebrada.

—Mierda —soltó Jow—. Sabía que dirías eso.

7

Alma se sentó en el suelo, sobre las agujas de pino que formaban montones de un tono pardusco que contrastaban sobre la tierra oscura. Y se sentó porque era incapaz de sostenerse en pie.

Ahora estaba apenas diez metros más cerca de la casa, pero incluso esa distancia era suficiente para que el corazón se le acelerara en el pecho. Era demasiado hasta para ella, de hecho. No habría podido acercarse ni un centímetro más, porque lo que generaba la casa era demasiado fuerte.

Mirar a la casa era como abrir las puertas a un mundo de sensaciones desbocadas; como viajar en un traqueteante carrito de una montaña rusa, con descensos inesperados que le hacían tener una fuerte sensación de náusea, y momentos de quietud en los que su mente parecía escorar hacia universos de locura a los que jamás había tenido que enfrentarse. Para empezar, ella no veía una casa, como veía Jow. Para la doctora, era una estructura cimbreante sin una forma definida, como si la imagen estuviera afectada por la distorsión producida por el calor. En ocasiones, el efecto se acentuaba como espoleado por una sobredosis de LSD, demasiado confuso y casi incomprensible. Era, desde luego, hipnótico.

Lo que lo hacía, además, espeluznante eran las emanaciones. Nacían en la casa y se propagaban alrededor como emisiones de radio, o como ondas en un estanque. Era como si allí, dentro de la casa, resonara un gong cuyas ondas fuesen emanaciones preñadas de sensaciones malignas y terribles. Alma se esforzaba por repeler ese flujo activando sus escudos mentales, los mismos que la mantenían firme en este plano terrenal, pero le costaba un esfuerzo consciente y agotador. No quería ni podía quedarse mucho, sólo lo justo para ver un poco más y descubrir con qué estaba tratando; si tuviese que permanecer allí durante una sola hora, acabaría por tener un humor de perros. En veinticuatro horas se lanzaría contra Jow para arañarle la cara. En una semana, le gritaría a la luna, intentaría arrancarle el corazón a su empleada con las manos desnudas y se lo comería gruñendo como un lobo salvaje.

Eso sabía.

Pero a pesar de todo, miraba la estructura negra. Y miraba, dejando pasar el tiempo, soportando las sensaciones oscuras y hasta asfixiantes que la enredaban como una telaraña. Porque sabía que todo eso no era más que la superficie de algo. No era más que la fachada de una realidad añadida que existía mucho más allá de lo que, en esencia, ocultaba. Y supo también, en ese momento, por qué había traído a Jow consigo.

Para ver.

Para verlos.

Alma necesitaba saber si sus sospechas eran ciertas. Quería saber si las criaturas que ella había visto en casa de Darnell y Sara y luego en el salón de Jow estaban allí, alrededor de aquel agujero, actuando detrás de la anomalía que ocurría en Elvenbane y que atraía a tanta gente. Si era así… Bueno, si era así, tendría que hacer unas cuantas llamadas, y una de ellas sería al señor Balmori, en cuanto pudiera localizarlo. Si fuera así, sería raro y preocupante de veras.

Las sensaciones que la casa le transmitía le traían ecos del pasado. De su niñez. Del pozo, en concreto, profundo y aciago, que su familia tenía en el jardín trasero de su casa.

Para cualquier persona, el pozo pasaba por normal. Estaba hecho de ladrillos antiguos, de terracota, y hasta resultaba agradable a la vista en los días cálidos y las tardes soleadas; pero Alma nunca había visto un pozo antes, y podía ver cómo un líquido negro se filtraba por las rendijas de los ladrillos, denso y oscuro como sangre antigua. El hecho, para su mente infantil y desprovista de experiencias, no era más extraordinario que la caída de una hoja en otoño.

Alma pasaba tiempo asomada a él. Había ranas, a veces hasta serpientes, y en una o dos ocasiones encontró los cuerpos hinchados de pequeños animales, como gatos, ahogados en el fondo. Los gatitos muertos eran bastante impresionantes, pero la visión fugaz de aquella mujer que a veces se asomaba en el agua oscura y trepaba por las paredes en su busca, era mucho mayor.

Cuando pasaba esto, Alma echaba a correr al otro extremo del jardín, cerca de la puerta de casa. Allí esperaba a que la mujer asomara por el brocal bajo del pozo, el rostro blanco y blando vuelto hacia ella, con los ojos iracundos y encendidos de una cólera ancestral. Pero nunca ocurría. Con el tiempo, cuando se asomaba al pozo y veía a la mujer muerta trepando, se limitaba a alejarse un poco hasta que la visión desaparecía.

Un día de invierno en el que el viento y la lluvia teñían el jardín de un gris plateado, su perrito

Lindsey se cayó accidentalmente dentro del pozo. Alma intentó salvarlo, pero no tuvo tiempo. El agua del fondo se sacudía como si un centenar de serpientes se revolcaran en ella, y

Lindsey se sacudía sin hacer ruido, como si estuviera atenazado de terror. Alma gritaba su nombre con el rostro anegado en lágrimas, pero en un momento dado, el sonido claro e inequívoco de huesos rompiéndose llegó hasta ella.

Lindsey reflotó, convertido en un montón de carne peluda que se doblaba de una manera imposible. Su columna estaba rota.

Alma, consumida por un latigazo de dolor insoportable, no pudo articular palabra. El río de lágrimas se secó de pronto. Tampoco podía apartar la mirada. Veía el cuerpo de su amigo flotando en unas aguas que volvían a tranquilizarse, y estaba haciendo eso cuando la mujer del agua emergió del fondo, como otras veces, para dar un salto descomunal hacia donde ella estaba. Antes de que pudiera darse cuenta, la mujer estaba junto a ella, mirándola de manera inquisitiva. Alma percibió su aliento frío y muerto, una mezcla de hojarasca en descomposición y carne putrefacta. El hedor la abofeteó con dureza, y la niña se descubrió cayendo hacia atrás sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Se golpeó la cabeza y perdió el conocimiento.

Para cuando despertó, estaba otra vez en casa, atendida por una madre preocupada. Nunca volvió a tener experiencias como aquélla, nunca el plano de lo desconocido se había involucrado y solapado tanto con la realidad palpable como aquella vez en la que aquella energía hostil y preñada de un odio desgarrador había generado la capacidad para hacer presa en un ser vivo, aunque fuera el perrito

Lindsey. El pozo se selló y la pesadilla terminó allí, pero a Alma se le permitió entender que esas cosas podían pasar. Ocurrían. Había cosas, mezcladas con la monótona y cotidiana existencia, que tenían un poder exacerbado, incomprensible y, afortunadamente, inusual.

La casa era una de esas cosas.

Alma extendió la mano hacia Jow y ella, sin intercambiar palabra, la cogió entre las suyas. Estaban calientes y sudorosas.

Jow estaba más que inquieta por varias razones. Ahora que estaban más cerca, casi podía sentir el aire a su alrededor, pesado y asfixiante, como si fuera mucho más denso. Mover simplemente los brazos le costaba un esfuerzo importante, y eso, unido a esa sensación de malestar detrás de los ojos (que giraban en sus cuencas como si estuvieran rebozados de arena) hacía que no terminara de sentirse del todo bien. Y luego estaba ese cuchicheo interminable. Allí, entretejido en el silencio, había como un murmullo audible pero ininteligible. En ocasiones le parecía oír alguna palabra, sí, pero apenas la había comprendido, se escabullía de su mente consciente y resbalaba hacia un extraño olvido. La mayor parte del tiempo, sin embargo, era ruido, como el frufrú de las sábanas cuando se mueven las piernas en sueños. O como el sonido de un sudario cuando tiras de él y resbala por la piel muerta de su propietario.

Alma se concentró aún más.

El movimiento que percibía con sus ojos privilegiados aumentó todavía más. La estructura pareció deformarse como si estuviese hecha de una especie de chicle del color y la textura de la brea, pero desechó eso también. Seguían siendo capas que enmascaraban la verdad. Sólo capas y capas, como si tuviera delante de las narices la madre de todas las cebollas. Alma buscaba más allá; aún más allá, lejos de la parafernalia casi onírica y prescindible.

—Alma… —susurró Jow, inquieta.

—Ssssh —pidió Alma.

Más allá.

Estaba tardando mucho. Quizá el agujero, como ella lo llamaba, no fuera demasiado grande o suficientemente profundo. Quizá solamente tenía que acercarse más. Sospechaba, sin embargo, que si avanzaba tan sólo un par de pasos se le pondría el pelo blanco, o se le rizaría la piel como si se hubiera internado en el mismísimo reactor nuclear de Chernobyl.

Haría un último esfuerzo, no obstante; un esfuerzo de concentración final, el último que podía llevar a cabo antes de considerarse rendida.

Y entonces…

8

Jow dio un respingo seguido de un pequeño grito; algo acababa de tocarle el hombro. Cuando se dio la vuelta para mirar, segura de que encontraría algún terror surgido del infierno, se descubrió mirando al tipo de la barba anaranjada que las había estado siguiendo. Ya no tiene cara de imbécil, sin embargo, sino que parece una puñetera máscara balinesa con los ojos redondos despuntando como dos huevos duros en su rostro pálido.

—Hola, niña —dijo.

«Niña», pensó Jow, confusa.

Jow no sabía si era su estado de ánimo o las emanaciones de la casa del agujero, pero su cara realmente parecía un esperpento sacado de una película de terror de los años cincuenta, pródiga en maquillaje hipercontrastado. Sintió rechazo, y también miedo, sobre todo porque el imbécil de barba anaranjada no estaba solo. Había, a su espalda, otros tres tipos esperando de pie, mirando con expresiones neutras, como si nada de aquello fuese con ellos.

Pero la expresión del imbécil…

Su expresión era verdaderamente horripilante.

Y miraba alternativamente su boca y sus pechos.

«Vale —pensó Jow con rapidez—. Con todo lo que está pasando en Elvenbane, y con lo lejos que estamos del pueblo, podrían dedicar horas a violarnos sin que nadie los interrumpiese. O sacarnos los intestinos por la boca, para el caso, según les dé. Por las emanaciones. Por este sitio. Y después podrían pasar semanas enteras antes de que alguien encontrase nuestros cuerpos».

—Aparta, gilipollas —contestó entonces, incorporándose.

El hombre compuso una expresión de perplejidad.

Alma pareció volver de su trance en ese momento. Ahora miraba a unos y a otros con una expresión confusa, como la de alguien que acaba de despertar de un profundo sueño y no sabe si es por la mañana o por la tarde. Después de un par de segundos, sin embargo, su expresión cambió.

El imbécil de la barba sonreía otra vez, pero ahora con reservas. Dudaba, Jow podía leerlo en sus ojos y su lenguaje corporal. «Está midiendo sus posibilidades —pensó Jow—. Lo he descolocado con mi respuesta, y está calculando cuánto espacio tiene para moverse. Podría aplastarnos con su enorme barriga, pero en el fondo es un cobarde, como todos». Pero si algo sabía de psicología de capullos (y sabía bastante) era que volvería a la carga en cualquier momento. Además, sus amigos se lanzarían con él en cuanto diese el pistoletazo de salida, y entonces…

«Entonces no podremos pararlos».

—Alma —exclamó.

—Sí —dijo la doctora, poniéndose en pie. Estaba todavía algo mareada, pero comprendía el peligro que corrían y trataba de reaccionar tan rápidamente como le era posible.

El imbécil no dijo nada. Ni siquiera dejó escapar un comentario grotesco o libidinoso, como sería, quizá, esperable. «Eh, caperucita… tengo un lobo entre las piernas». Casi hubiera sido mejor, porque el silencio las incomodaba mucho. Incluso la sonrisa iba desapareciendo mientras las miraba con gesto torcido. Alma sabía lo que significaba: estaba a punto de lanzarse a por ellas.

Era por el agujero, sin duda. Alma lo supo al instante. Hubiera apostado todos sus dones a que hasta esa mañana el imbécil de la barba anaranjada y sus cuatro amigos habían sido hombres normales, con sus más y sus menos, pero tíos que llevaban sus vidas, trabajaban donde podían y pagaban facturas todos los meses.

Incluso supo que el hecho de que fuera ella tenía que ver.

(GUARRA ZORRA QUE HACES AQUÍ PUTA. PUTA)

Era por ella. Por ser quien era.

No había podido ver las sombras del cuarto de Darnell y Sara, pero podía poner una mano en el fuego a que estaban allí, y querían que ella se marchase. Querían que no existiera. Sabía que el agujero, de alguna manera que no alcanzaba a comprender, había congregado a aquellos hombres.

—Vámonos —dijo.

Se pusieron en marcha.

No podían regresar por el sendero porque los hombres estaban de pie cerrándoles el paso, pero ascendieron por la cañada hacia el grupo de árboles. El camino había discurrido de una manera bastante lineal desde que empezaron a andar, así que sólo tenían que ir hacia el este para regresar a Elvenbane. ¿Cuánto habían andado a la ida? ¿Veinte o treinta minutos? ¿Quizá un poco más? Lo cierto era que habían caminado muy despacio, pero si apresuraban el paso podían estar de vuelta en unos diez minutos. Diez minutos tal vez… sólo diez minutos y volverían a estar a salvo entre la gente.

Jow pensó en Pete. Lamentó no haber intercambiado aún los teléfonos; su móvil estaba muerto, pero el de Alma quizá aún funcionaba. No se le ocurrió pensar que Alma podía tener ya su número.

—¡Eh! —gritó el hombre de la barba de color jengibre cuando empezaron a alejarse—. ¡Eh!

Jow ni siquiera miró atrás. Se dijo que si volvía a notar su mano sobre el hombro, se volvería como una serpiente y le aplastaría la nariz de un puñetazo. Lo haría aun cuando eso significase tenerlo encima cinco segundos más tarde, con la cara chorreando sangre e hincándole los dedos en la garganta; pero lo haría.

Después de caminar durante casi tres minutos sin pronunciar palabra, Jow se decidió a volver la cabeza. Los hombres las seguían todavía, pero a cierta distancia. Por el momento parecían contentarse con eso. Alma, agarrada a su brazo, resoplaba fatigosamente, pero no quería bajar el ritmo, como no quería tampoco acelerarlo; acelerar el paso podía ser una invitación para que sus perseguidores se lanzaran a por ellas.

Jow iba a decir algo cuando, de pronto, se sintió proyectada hacia adelante, como si la hubieran lanzado con una catapulta gigante. Acto seguido se golpeaba contra el suelo con tiempo apenas suficiente para protegerse con las manos; aun así, el impacto fue tan inesperado como doloroso. Un segundo más tarde, tenía la cabeza hundida en la hojarasca con una enorme presión sobre la espalda. La confusión era enorme; el dolor, creciente.

Para cuando pudo reaccionar, Alma estaba ya encima del imbécil, tirando de su cuello con todas sus fuerzas. El imbécil parecía ignorarla. La doctora golpeaba con su pequeño puño aplicando la fuerza de una anciana de noventa años, o quizá la de un niño de seis, ninguna de las cuales era suficiente para hacerlo pestañear.

—¡Suéltala, SU-ÉL-TA-LA!

Los otros hombres miraban con ojos despavoridos y las piernas abiertas, moviéndose lateralmente como perros enjaulados, incapaces de decidirse a hacer nada. El imbécil se aseguraba de que Jow mantuviera la cara hundida en el suelo mientras permanecía subido a horcajadas sobre su cintura. Mientras tanto, con la mano libre, intentaba bajarle los pantalones.

—¡SUÉLTA…!

De repente, Alma, que seguía encaramada al cuello del imbécil, se quedó inmóvil, como congelada. El botón del pantalón de Jow estalló y la cremallera cedió finalmente. El imbécil tiraba de su ropa con la cara desencajada, preñada de una lujuria enfermiza.

Alma acercó la boca a su oído y empezó a gritar:

—¡JOHN, BEVIE DICE QUE PARES ESTO!

El imbécil se detuvo, con los ojos abiertos de par en par. Jow dejó de forcejear, tan quieta como John.

—John Sawyer —siguió diciendo Alma—, Bevie dice que pares. ¡Para! O hará que tu madre se entere de lo que hiciste con la pequeña Valerie.

John se volvió para mirarla, con la expresión más atónita que había compuesto en toda su vida.

—Va… Valerie… —susurró, perplejo.

—Lo sabe. Bev lo sabe, John —exclamó Alma.

—Bev está muerta…

—Está muerta y está viendo lo que haces. Lo sabes. Hablaste con ella con el tablero. Puede verte…

—S-sí…

—Dice que pares. Está muy enfadada contigo, John. Muy muy enfadada. No quiere que lo de Valerie pase otra vez. Se lo prometiste…

—¿Bev… enfadada? Oh, no… —exclamó el imbécil, sollozando.

—Sabe lo de Valerie. Se lo dirá a tu madre, a tu hermano… a todos.

—¡No, Bevie! —lloriqueó, implorante, con los ojos llenos de lágrimas.

—Quiere que te portes bien, John.

—¡Lo haré, lo…!

—¡Pues deja a esa chica! ¡Déjala en paz y vete corriendo!

John se volvió para mirar a Jow, que había girado la cabeza para poder respirar. Ni siquiera ofrecía resistencia; sólo esperaba, expectante, a ver qué pasaba. John pareció darse cuenta de lo que había estado a punto de hacer en ese momento; negaba con vehemencia, asqueado y quizá avergonzado de sí mismo. Miró alternativamente a ambas mujeres y luego se puso en pie para salir corriendo hacia el bosque.

Los otros hombres se miraron, confusos. Ninguno sabía qué hacer. Alma no tuvo que añadir nada, sólo esperar. Descabezado, el grupo se desarticuló rápidamente. Salieron corriendo en diferentes direcciones.

Jow se incorporó, soplando para alejar trozos de hojas de sus labios.

—¿Estás bien, cielo? —preguntó Alma.

—Estoy… Estoy bien. Un poco tocada en el amor propio, pero bien.

—Estupendo.

—Ésa ha sido buena… Lo has leído en su mente, ¿no?

Alma negó con la cabeza, aún demasiado afectada para sonreír, pero mirándola con ojos amables.

—No, querida. No puedo leer la mente de nadie. Pero la información llega…

—… cuando tiene que llegar —concluyó la frase Jow, burlona.

—Sí. Eso. Cuando lo toqué, estaba demasiado alterada para pensar en mis defensas, así que recibí una descarga de recuerdos suyos.

—Bevie… Comprendo. Lo sacaste de sus recuerdos. ¿Y qué era ese rollo de Valerie?

Alma miró al suelo.

—No quieras saberlo, cielo. Anda, sácame de aquí —dijo entonces—. Llévame al coche y esperemos a Pete, si es que no está allí para cuando lleguemos. He tenido suficiente Elvenbane para años.

Jow asintió.

Se puso en pie con agilidad, se sacudió el polvo y las hojas de los pantalones, y se sacó la camisa por fuera para que nadie viese la ausencia del botón y la cremallera rota.

—Lista —dijo, haciendo ondear sus rizos de un lado a otro cuando sacudió la cabeza.

Se pusieron en marcha caminando despacio, agarradas la una a la otra. Si alguien las hubiera observado pasear entre los troncos rectos de los árboles, haciendo crujir suavemente la hojarasca a su paso, una con la cabeza en el hombro de la otra, habría pensado que se trataba de dos amigas que pasaban una deliciosa y otoñal tarde campestre. Pero Alma acababa de enfrentarse a una prueba vital que la había dejado exhausta; y aún había tenido fuerzas para salvar a su amiga de una violación.

Tenía ganas de regresar y dormir un día entero, pero una pregunta rondaba todavía su mente.

El imbécil… ¿había llegado hasta ellas sólo porque era imbécil y se había enamorado de los rizos de su empleada, o porque algo… una voz interna… un susurro lejano e invisible, lo había empujado hacia ellas para quitarlas del medio? Por lo que sabía, ella y Jow eran las únicas que los habían visto.

Quizá sólo era porque el mundo iba cada día peor.

Pero quizá no.

Le hubiera gustado saber si aquellas criaturas estaban realmente detrás del agujero o eran cábalas suyas, pero se dijo que lo comprobaría otro día.

Hoy… hoy ya no tenía fuerzas.

9

Los campamentos que rodeaban Elvenbane como en un estrafalario asedio medieval tenían sus secretos. Alguno de esos secretos se llevaban a cabo en la oscuridad de la noche, cuando la bulliciosa actividad se había casi paralizado y la mayor parte de la gente se entregaba a sueños intranquilos.

Muchos de esos secretos se llevaban a cabo en silencio, como una masturbación adolescente entre las sábanas. En solitario o en grupos pequeños y otros más grandes, muchos de los acampados sacaban de sus mochilas tableros de ouija de diversas formas y tamaños, algunos comprados en bazares baratos, en jugueterías, o fabricados a mano con cartones y un bolígrafo; otros, oficiales, con el tablero satinado y vibrantes colores. Todos funcionaban igual.

Y lo que hacían con esos tableros y lo que susurraban cuando las largas horas nocturnas discurrían sobre el pueblo, se quedaba en las tiendas, en el interior de los vehículos y las caravanas, en los apartamentos y habitaciones de hotel.

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