Alma

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XVIII. Johnnie abre la puerta

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JOHNNIE ABRE LA PUERTA

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Johnnie terminó su novela a principios de octubre, dos semanas antes de su cumpleaños. Como la otra vez, apenas escribió la palabra «FIN», metió el archivo en el iPad de su mujer y se lo llevó con una sonrisa exultante. Ella, sin embargo, tenía un plan secreto, así que dejó el iPad a un lado y reclamó a Johnnie para sí. «Has escrito y escrito durante meses; ahora hazme un poco de caso», le dijo, e hicieron el amor. Johnnie estaba tan eufórico y excitado, se sentía otra vez tan vital, que la experiencia resultó más que satisfactoria. Si no se hubiera quedado dormido tan rápidamente y le hubiera preguntado a su mujer, ésta no habría dudado en calificar el intercambio sexual como «el polvo del siglo», aunque sólo fuera por lo mucho que lo había echado de menos.

El plan secreto de Rebecca, por otro lado, consistía en aprovechar la proximidad de su cumpleaños. Le parecía redondo, como un hecho sincrónico tan evidente que debía aprovecharlo. Por ese motivo, estuvo esquivando a su marido esas dos semanas mientras le decía que tenía mucho trabajo, que no tenía tiempo para leer, y se inventaba complicadísimas reuniones que le ocupaban casi todo el día. Salía de casa temprano y no volvía hasta tarde, aprovechando el día para leer el manuscrito con avidez en el coche o en las cafeterías cercanas a su casa. No resultaba nada fácil. Johnnie se impacientaba muchísimo y se disgustaba cada vez más a medida que pasaban los días. No quería enviar el manuscrito a Cormick hasta que Rebecca lo hubiera leído, y sentía que llegaba tarde, de alguna manera. Aunque las llamadas de Cormick habían ido distanciándose en el tiempo, consciente quizá de que Johnnie no soltaría prenda, empezaba a sonar hosco y distante. Cormick llegó a preguntarle si le habían hecho alguna oferta mejor de alguna otra editorial.

Una tarde, tres días después de empezar a leer la segunda parte de

La puerta, Rebecca terminó de leer el manuscrito. Tan pronto lo hizo, se abrazó a su iPad y permaneció abrazada a él dejándose llevar por un océano de sentimientos encontrados, hasta que, por fin, no pudo evitar romper a llorar. Era una historia tan… desgarradora, preciosa, terrible… y buena. No era buena, en el amplio sentido de la palabra; era buenísima. Había estado leyendo y leyendo, olvidando incluso dónde estaba o cuánto tiempo faltaba para regresar a casa antes de que Johnnie empezara a mover los papeles del divorcio, queriendo progresar en la historia y deseando saber qué pasaba con los personajes. Esos días había salido de casa contenta, deseando regresar al mundo construido por su marido, y entregarse a una lectura compulsiva. Oh, había mejorado tanto… había tanta pasión en esas páginas, tanta magia y carisma en los personajes… Y había terror… muchísimo terror. Comparada con

La puerta, la nueva novela de su marido era un desquiciante viaje hacia lo sobrenatural, a dimensiones tenebrosas y desconocidas que autores como Lovecraft sólo pudieron esbozar. El mundo espiritista esbozado en

La puerta se revelaba como una amenaza terrible, espantosa, que se adentraba en lo satánico; donde las entidades descarnadas penetraban en el plano terrenal y se apoderaban de todo sin que nadie pudiera hacer gran cosa por impedirlo; y todo de una manera tan actual, tan cotidiana, tan… plausible… que resultaba del todo desquiciante.

Rebecca se enjugó las lágrimas, pero mientras lo hacía, sonreía vivamente. Su marido era un genio, y aunque sabía que era así por muchísimos motivos, no había llegado a saber cuánto hasta ese momento. Incluso se enfadó consigo misma por haber dudado de él en aquel periodo en el que parecía que le costaba arrancar. Una novela como aquélla no salía por el simple hecho de sentarse a escribir; una novela como aquélla salía de dentro, de algún lugar inaccesible para el resto de los mortales.

Le costó un trabajo enorme llegar a casa y no comérselo a besos, salpicados de lágrimas de felicidad. Disfrazó su entusiasmo y sus sensaciones inventándose mil peripecias de sus fingidas reuniones, y Johnnie la escuchó pero a duras penas. Estaba triste porque pensaba que su mujer no le estaba prestando la atención que necesitaba.

Rebecca escribió a Cormick aquella misma noche, mientras decía estar trabajando. Le envió el manuscrito y le contó su plan de darle a Johnnie una fiesta sorpresa. Tenía solamente seis días para leer la novela y comunicarle a Johnnie sus impresiones; esperaba que fuera suficiente, porque no tenían más tiempo. Luego añadió algo sobre lo que le había parecido a ella.

Cormick respondió a los pocos minutos. Le dijo que seis días eran una eternidad, que iba a ponerse a leerla personalmente en ese mismo instante, y que tendría una respuesta para ella en breve. Añadió que era, probablemente, la novela más esperada del año, y que si era la mitad de buena de lo que ella dejaba entrever, nadarían en oro puro.

Rebecca borró el

e-mail de respuesta, por si acaso, pero pensó que el oro, en realidad, no le importaba tanto como que los editores, y sobre todo los lectores, pensaran que el libro era bueno. No sabía cómo Johnnie afrontaría un fracaso.

El día de la fiesta sorpresa llegó. Para entonces, Johnnie estaba verdaderamente abatido y triste; le había dicho a su mujer que tenía que leer la novela o le mandaría a Cormick el manuscrito sin que ella lo hubiera leído, y aunque fue algo que dijo como si estuviera enfadado, Rebecca sabía que, en realidad, estaba dolido. Ardía en deseos de decirle que… ¡sí, claro que había leído la novela!, ¡que se habría lanzado a su lectura aquella misma noche, la del polvo del siglo, de no haber estado rumiando una sorpresa! Quería decirle que era muchísimo mejor que

La puerta, que había vuelto a hacerlo, y que era una especie de dios de las palabras, el mago de las historias, un artesano tejedor de sentimientos. En lugar de eso, sin embargo, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para esquivar a Johnnie por toda la casa, sonriendo ante sus desplantes y sus ganas de tener una discusión.

Esa noche casi tuvo que arrastrarlo para llevarlo a cenar al restaurante donde estaba Cormick, otros dos altos cargos del Grupo Nostromo, y un buen montón de sus amigos, incluidos, por supuesto, Brown y su mujer. Johnnie se quedó perplejo cuando lo recibieron con un montón de globos blancos y dorados, champán, y un letrero enorme que decía: «¡FELICIDADES POR OTRO BESTSELLER!».

—Empecé a leerla al día siguiente, tontito —se apresuró a decirle Rebecca con una radiante sonrisa—. Y es… maravillosa, Johnnie. No podía parar de leerla… es intensa, sublime… genial.

—¿En… en serio? —balbuceó él.

Cormick se acercó a estrecharle la mano.

—Mis más sinceras felicitaciones —le dijo—. La novela es… bueno, ¡es impresionante! Es mucho… ¡mucho más de lo que esperábamos!

—¿De verdad? —preguntó Johnnie con la misma perplejidad mientras Cormick sacudía su mano hacia arriba y hacia abajo con un entusiasmo fuera de lo común. Tenía una sonrisa enorme pegada a la cara; sus cejas estaban tan arqueadas que casi se le confundían con el cabello.

—¡Johnnie, eres grande! —gritó alguien, y entonces toda la sala estalló en un clamoroso aplauso.

Johnnie se quedó de pie, en la entrada del restaurante, mirando alrededor, tan sorprendido como contento. ¡Rebecca se había leído el libro! ¡Y también Cormick! Y muchos otros, al parecer. Allí estaba Albert, otro de los editores, y Birger… que no sabía muy bien qué hacía pero era alguien de importancia en el grupo. Y ella, su mujer, lo miraba con unos ojos tan cargados de amor y de cierta… sí, admiración… que se sintió transportado a unos estadios de felicidad como no los había conocido en muchísimo tiempo.

—¿De verdad te ha gustado, cariño? —preguntó con un hilo de voz cuando su mujer se acercó a él y le pasó un brazo alrededor de la cintura.

—Mucho. Muchísimo —se apresuró a decir—. A todos nos ha encantado, Johnnie. Te has… te has superado. La novela me gusta tanto —añadió con un guiño— como el hecho de que pueda abarcar tu cintura con el brazo.

Johnnie se miró el abdomen. Era cierto, había perdido muchísimo peso, y el traje le sentaba mucho mejor de lo que solía sentarle la ropa. Estaba contento, y sonrió; luego la besó en los labios con dulzura y empezó a avanzar repartiendo abrazos y apretones de manos entre la gente.

La fiesta transcurrió como un sueño para Johnnie, un sueño dulce y, además, cierto; el aquí y ahora de la felicidad. Cuando habló con Cormick y la otra gente de la editorial, se dejó halagar por un montón de entusiastas comentarios sobre las posibilidades de la novela. Cormick decía que los comerciales tendrían que limitar los exagerados pedidos iniciales en base a los cuales se decidía la primera tirada si no querían acabar con todos los árboles del Amazonas. Otro de los editores fue un poco seco al principio; dijo que ni en un millón de años habrían puesto en el mercado un libro sobre demonios, en concreto, sobre posesiones demoniacas. Dijo que el tema estaba agotado, que ese tipo de cosas eran demasiado cutres para el público masivo.

—Además, es un tema que da reparos —dijo—. Hay connotaciones religiosas y desagradables que despiertan rechazo entre la gente. Se asocia a incultura, a superstición y superchería, y personalmente, debo decir que me desagrada. Sin embargo, tengo que admitir que la lectura de su manuscrito me produjo un cambio de mentalidad. Consiguió transportarme. Tiene…, como su anterior trabajo, un qué sé yo de plausibilidad.

—Oh, ya lo creo —opinó Cormick—. De hecho, si

La puerta puso de moda de una manera bastante salvaje el fenómeno espiritista, auguro un montón de seguidores demoniacos para el próximo año.

Todos rieron, menos Rebecca. Aún recordaba las palabras del experto advirtiendo, con cierta ansiedad, a la audiencia. «Me parece un problema muy grave y muy serio, porque no sabemos con qué estamos tratando, y sobre todo, qué repercusiones puede tener». Sintió un escalofrío y dejó que la recorriera y se quedara, de alguna manera, atrapado en su abdomen.

La noche transcurrió entre risas, música, bailes, cánticos de «Cumpleaños feliz» y «Es un escritor excelente». Hubo tarta, una enorme de tres pisos con una puerta negra en su parte superior y fantasmitas de azúcar glasé decorando los laterales; y hubo tanto champán que toda la sala se impregnó de su aroma dulzón y burbujeante. Johnnie sonreía tanto que su cara empezó a parecer una máscara con una sonrisa esculpida, y cuando llegó la hora de las fotos, aunque estaba exultante y rebosante de felicidad, su sonrisa parecía fingida y carente de vida.

En las últimas horas del evento, Johnnie consiguió quedarse solo unos instantes. Se sentó en una silla, con una copa de champán, y dedicó unos momentos a mirar alrededor, tan sonriente como satisfecho. Observar la escena desde fuera, con Cormick hablando con afabilidad con algunos de sus amigos y Brown haciendo grandes aspavientos delante de Rebecca mientras relataba alguna de sus peripecias, le hizo tener una sensación extraña. Su sonrisa fue menguando hasta desaparecer casi por completo. Allí, en medio de toda aquella gente, se movía el fantasma de un hombre al que no había visto nunca. Alguien que ni siquiera tenía un nombre real pero que era, sin duda alguna, el auténtico homenajeado, el motivo de tanta celebración. TODOS. Era su novela; era su mérito. Él la había escrito, había escrito lo que Cormick había llegado a decir que se trataba de la novela del siglo. Johnnie tan sólo… bueno, era su cumpleaños. Pero eso era todo.

Por unos segundos, se sintió asustado. ¿Qué había hecho?

«Has plagiado, querido —dijo la voz de su madre en su cabeza—. Has copiado. Has robado algo que era el esfuerzo de otro, como cuando eras pequeño y te pillaron copiando en un examen y papá y yo fuimos a hablar con el director y tuvieron que ex-pul-sar-te toda una semana. Eso has hecho».

Sacudió la cabeza como para apartar ese pensamiento, pero la imagen de su madre seguía ahí, mirándolo con severidad. Tenía esa expresión agria y feroz que era la antesala de un buen castigo.

«Ya no eres un niño —dijo la voz severa de su padre—. Eres un adulto, y como tal, debes afrontar las consecuencias de tus actos. Plagiar una novela no ha sido el más brillante de tus actos, hijo».

«¡Ex-pul-sado! —chilló su madre—. Ex-pul-sa-do. De las listas de ventas. De tu matrimonio. De todas partes».

«No —se dijo Johnnie—. No será así. Yo soy… Johnnie. Johnnie Balmori, el célebre escritor. ¿Quién va a creer a un… a un mequetrefe que creó una cuenta en Facebook sólo para enviarle su novela a un escritor de fama internacional con la esperanza de que se la leyera? Además —continuó diciéndose con un destello de repentina comprensión en los ojos—, ese estúpido borró la cuenta… ¡Borró la cuenta! ¿Cómo va a demostrar que me escribió a mí? A mí… que nunca uso la cuenta de Facebook ni he escrito allí una sola palabra. Jamás».

Esa repentina comprensión volvió a dibujar una sonrisa en su rostro. Una nueva, más fría y artificial.

«No puede —se dijo—. Y aunque pudiera… la he reescrito. Le he dado mi estilo personal… Cormick lo ha dicho; está tan bien escrita que tiene la madurez literaria de alguien que llevase toda su vida escribiendo. Y ése soy yo. No él. YO».

«YO».

La palabra levantó ecos desquiciados en su mente, apuntalando las oscuras manchas de la mentira que emponzoñaban su alma.

Rebecca se acercó a él en ese momento.

—Cariño… —dijo—. ¿Estás bien?

—Claro que estoy bien —respondió él en el acto.

—Tenías una mirada… —exclamó ella, preocupada—. No sé.

—¿No? Yo tampoco sé —respondió él con una sonrisa, ahora más natural. Se levantó de la silla y se acercó a ella—. Pero… una cosa sí sé. Éste ha sido… uno de los mejores cumpleaños que he tenido.

Ella arrugó la nariz.

—¿Me estás diciendo que ha sido mejor que aquel cumpleaños que pasamos desnudos, durante cuatro días, en aquella casita de la costa granadina?

Johnnie carraspeó.

—Bueno, después de ése.

Ella sonrió y lo besó con suavidad, aunque seguía preocupada.

2

Llegaron a casa hacia las dos de la mañana. Rebecca se había asegurado de que Johnnie disfrutara y apenas se había mojado los labios con el champán. Él, en cambio, estaba chispeante y divertido, y parloteaba sin cesar rememorando los mejores momentos de la noche. Rieron de buena gana cuando recordaron que uno de los mandatarios del Grupo Nostromo llevaba un bisoñé demasiado evidente, y Johnnie apuntó que le parecía increíble que alguien pudiera querer usar cosas así en pleno siglo XXI. Cuando llegaron a casa, circulando despacio por el camino de gravilla (que producía un sonido característico que a Johnnie le sonaba a hogar), vieron un coche aparcado.

—¿Y ese coche? —preguntó Rebecca, aún con una sonrisa en los labios.

—No lo sé —dijo Johnnie—. Es raro.

—Hay alguien dentro —advirtió Rebecca. La sonrisa fue desapareciendo poco a poco de su rostro.

—¿Es otra sorpresa? —preguntó Johnnie, divertido—. ¿Es una

strip-girl para que hagamos un trío esta noche?

Rebecca puso los ojos en blanco.

—Ni en tus mejores sueños —respondió.

—Ya… —contestó él riendo—. Párate al lado, le preguntaré.

Rebecca aminoró con suavidad hasta colocarse a su lado. Johnnie estaba ya bajando la ventanilla cuando ella sintió una repentina sensación de peligro. De pronto, sintió el impulso loco, potente e irrefrenable de pisar el acelerador y seguir adelante; y no sólo eso, quiso dar la vuelta al coche en la pequeña rotonda de la entrada principal y empezar a alejarse de allí tanto como le fuera posible.

—Johnnie… —susurró con un hilo de voz.

Johnnie miraba ahora por la ventana. El conductor estaba sentado tras el volante, con las manos cubriéndole el rostro.

—Dios mío —exclamó—. Re, este hombre está… llorando.

—Johnnie… —repitió Rebecca.

Él abrió la puerta del coche para salir.

—¡Johnnie, no salgas!

—¿Qué? —exclamó el escritor, perplejo—. Este hombre está llorando, cariño…, quiero ver qué le ocurre.

Sacó una pierna del coche y se incorporó. Rebecca, atendiendo su loco impulso, lanzó una mano hacia él intentando agarrarlo, pero falló por poco. Johnnie estaba fuera, enfrentado a su destino, mientras ella percibía cómo el corazón se le desbocaba en el pecho.

—Oiga… ¿Está usted bien? —oyó preguntar a su marido.

«Oh, Johnnie».

—¿Se encuentra… bien? ¿Necesita ayuda?

«Johnnie, Johnnie».

El sonido de las botellas de champán al descorcharse acudió a su mente de una manera tan inesperada como inexplicable.

El hombre lloraba, sí, y lo hacía con amargura. Movía la cabeza hacia arriba y hacia abajo mientras profería un sonido quejumbroso. Johnnie le preguntó un par de veces más, ahora con suavidad; después de todo, estaba seguro de que debía de haberle oído, y el hombre parecía abatido, hundido en una tristeza inopinada. Sin embargo, tardó aún un poco en reaccionar, alejando al fin las manos de su rostro.

—¿Qué le ocurre? —le preguntó Johnnie.

—Usted… —susurró el hombre.

—¿Sí? —preguntó Johnnie, confuso.

—Es usted… —exclamó de pronto. Su rostro se transformó en una mueca de rabia.

Johnnie parpadeó. De pronto, su sexto sentido se disparó como lo había hecho en su mujer unos instantes antes. Algo iba mal, muy mal. La manera en la que el hombre lo miraba, transformando su expresión de desesperación por otra mucho más iracunda, despertó en él un sentimiento de alarma.

—El escritor… —ladró.

Johnnie inclinó la cabeza. No estaba acostumbrado a que la gente lo reconociera por la calle, lejos del ámbito de las presentaciones y firmas de libros. Apenas salía de casa, y cuando lo hacía… bueno, estaba mucho más delgado que en las fotos promocionales, y además, los escritores no eran personajes populares como podía serlo cualquier participante de un programa de televisión.

—Sí… —asintió Johnnie, sin saber qué pensar.

Entonces todo ocurrió con mucha rapidez, sin darle apenas tiempo a ser consciente, y mucho menos a pensar. El hombre movió la mano hacia un lado, sin desviar la mirada. Su labio inferior se movía en pequeños temblores convulsivos. Para cuando la mano volvió, portaba un pequeño objeto que Johnnie no tuvo tiempo de reconocer, algo pequeño y de un color infinitamente negro. Parecía que quería entregárselo a través de la ventanilla. Johnnie respondió de manera instintiva, haciendo un amago para recibirlo. Sin embargo, cuando tuvo el objeto casi al alcance de la mano, lo reconoció: era, sin lugar a equívocos, una pistola.

Johnnie contuvo la respiración. Desvió la mirada hacia el hombre y éste le dedicó un par de intensos segundos colmados de una rabia amarga.

—Balmori…, asesino.

Luego, un sonido vibrante y explosivo restalló en la quietud de la noche.

Johnnie se sacudió, retrocedió un par de pasos y se dejó caer contra su coche. Miró hacia abajo mientras oía cómo Rebecca profería un grito, y descubrió que su impecable traje de ochocientas libras estaba manchado de algo en la zona del estómago. «¡Qué rabia!», pensó. Estaba echado a perder por algo oscuro que crecía ante sus ojos como una mancha de brea.

Luego, otro pensamiento afloró en su mente consciente.

«Me ha disparado», se dijo con perplejidad, y ese descubrimiento se iluminó en su mente como una bengala en mitad de la noche. Con los ojos abiertos como platos, Johnnie miró al hombre. La pistola humeaba apenas, y hasta le parecía percibir su olor.

Rebecca gritaba.

«Ssssh —pensó—. Ssssh. No pasa nada». Subiría al coche junto a ella y entrarían en casa, donde terminarían de celebrar su cumpleaños, desnudos sobre la cama. «No, sobre la cama no —pensó—. Rebecca me matará si la lleno de sangre». Se limpiaría, se pondría un poco de alcohol sobre la herida, y estaría per-fec-ta-men-te. No parecía ser grave. Al fin y al cabo, no sentía nada de nada. ¡Nada! Torció la boca, divertido ante el descubrimiento. Le habían disparado y no sentía nada; tendría que tomar nota de ese detalle, se dijo, para sus novelas. Pensó que era algo realmente curioso.

De pronto, el coche arrancó con un sonido vibrante y las ruedas comenzaron a girar a toda velocidad, arrojando una pequeña vaharada de humo blanco a su alrededor. Olía a gasolina y a goma quemada. Johnnie intentó apartarse, pero para cuando quiso darse cuenta ya no estaba de pie. Se había deslizado hacia el suelo, como si sus piernas no pudieran sostenerlo, y tendió una mano hacia la gravilla para evitar golpearse. El coche echó a andar por la gravilla en dirección a la rotonda.

«Estoy mareado —pensó confuso—. Es el champán, sólo el champán. Sssssh. No pasa nada. Estaré bien en unos…».

De pronto, un ramalazo de dolor despertó en su vientre, cortándole la respiración. «Duele —pensó entonces—. Sí que… duele».

De pronto, Rebecca estaba a su lado, sacudiéndolo por los hombros. Estaba gritando algo, de eso estaba seguro, pero no podía oírla.

—He bebido mucho —susurró entonces, aunque ni siquiera pudo oírse a sí mismo. Tenía la sensación de que ni siquiera estaba articulando bien, pero continuó de todas maneras—: Creo que no podré… hacer el amor… contigo… hoy…

«Contiiiiiigo».

Johnnie se deslizó por un tobogán invisible hacia una negrura alquitranada y cierta.

3

—Vale —dijo Cormick cuando regresó, avanzando a grandes zancadas por el pasillo—. Está fuera de peligro.

Rebecca recibió la noticia como una bofetada. Había estado aguantando la respiración y ahora se entregaba a un llanto desconsolado. Las palabras despertaban ecos en su mente: «Está fuera de peligro. Está fuera de peligro». Cormick la abrazó y la dejó llorar contra su hombro.

—¿Puedo… verlo? —preguntó después de unos instantes, mirándolo a través de un océano de lágrimas.

—Claro —respondió Cormick con una sonrisa—. Cuando quieras. Pero está sedado y dormido. Ha sido una operación delicada, pero ha tenido muchísima suerte, ¿sabes?

—La bala…

—Pasó limpiamente entre el bazo y el estómago, sin provocar daños graves. Un centímetro más hacia la derecha o la izquierda y habríamos… tenido un problema.

Rebecca rompió a llorar de nuevo, y Cormick volvió a abrazarla.

—Gracias a Dios —dijo—. Gracias a Dios.

—Sí. Ha sido un milagro, sin duda. Lo importante es que está bien. Descansará esta noche y mañana estará despierto otra vez.

—Dios mío… —repetía ella sollozando—. Pero… ¿por qué…?

—En cuanto a eso… —respondió Cormick en voz baja—. La policía ya tiene a ese hombre. Condujo unos doscientos metros, paró el coche en mitad de la autovía, y se quedó allí. La policía lo detuvo hace un par de horas. Aún tenía la pistola… Y además ha confesado.

—Pero… ¿por qué? —volvió a decir ella, negando con la cabeza y esforzándose por hacerse entender a través de los sollozos.

Cormick chasqueó la lengua.

—Bueno… es un loco. Un chalado. No tienes que darle muchas vueltas…

—No. Dijo su nombre —exclamó Rebecca—. ¡Dijo su nombre, lo llamó asesino, y le… le…!

Cormick volvió a intentar abrazarla, pero ella se zafó con un gesto brusco, evitándolo. Lo miraba inquisitivamente, y Cormick supo que quería respuestas. Ahora que Johnnie estaba fuera de peligro, era normal que ella quisiera saber qué había pasado, aunque sólo fuera para asegurarse de que algo así no volviese a ocurrir jamás.

El editor se revolvió, incómodo.

—Sí… parece que… tenía algo contra Johnnie —respondió al fin.

—¿Qué… qué es lo que…?

—Bueno… la policía encontró fotos de Johnnie en su coche, y también su libro, con vuestra dirección garabateada en la primera página.

—Nuestra dirección —susurró ella, perpleja—. Pero… ¿cómo? ¿Cómo consiguió nuestra dirección?

—No lo sé, Rebecca. Supongo que, quizá, pudo obtenerla de internet, o de alguna otra parte. Alguna… publicación oficial, una base de datos de… alquileres de coches… cualquier cosa.

—Lo llamó asesino —susurró ella.

Cormick se revolvió de nuevo, incómodo. Ella buscaba respuestas en sus ojos y percibió su comportamiento esquivo. De repente, la tristeza dejó paso a las preguntas. Preguntas cargadas de sombras furiosas.

—¿Qué es lo que no quieres contarme? —preguntó Rebecca. Su tono de voz demostraba cierto enfado.

—Oh, no es que no quiera contar… —carraspeó—. Entiéndeme; es que no quiero que te preocupes.

—Eso lo decidiré yo —contestó Rebecca, decidida, restregándose las lágrimas de los ojos.

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