Alma

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XXI. La casa Taggar

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I

LA CASA TAGGAR

1

Los días y las noches se habían vuelto extrañas en Elvenbane desde que se publicó el segundo libro de Johnnie Balmori. Era como si alguien hubiera pulsado un interruptor en alguna parte y la gente hubiera decidido irse de nuevo. Había largas peregrinaciones de gente que abandonaba el pueblo, y las autoridades estaban encantadas. Los que no disponían de vehículo, y aquellos cuyos automóviles habían quedado bloqueados por otros coches, se marchaban andando, caminando por las carreteras y caminos locales. Para facilitar las cosas, las autoridades fletaron autobuses para propiciar el éxodo, incluso camiones militares con destinos tan variopintos como exigía la gente. La mayoría, sin embargo, insistía en ir a la ciudad más cercana.

Algunos responsables de Seguridad Civil se daban palmadas en la espalda, seguros de que el alucinante y extraño acontecimiento estaba empezando a pasar. Y no podían celebrarlo más, porque el mundo había empezado a enloquecer y necesitaban todos los efectivos con los que pudieran contar para hacer frente a la crisis que empezaba a desatarse en las ciudades.

—¡Era cuestión de tiempo! —se decían.

Sus expectativas se vieron hechas añicos cuando la gente empezó a regresar, otra vez, a Elvenbane. En menos de veinticuatro horas había riadas de gente moviéndose en los dos sentidos: un caos de circulación y tráfico como no se conocía en toda la historia del Reino Unido.

—¿Qué está pasando? —quiso saber uno de los responsables—. ¿Por qué cojones vuelven de nuevo?

Su subordinado tenía la cara roja cuando le respondió. Tenía manchas de sudor en las axilas y olía como alguien que había pasado tres turnos completos sin tomarse un pequeño descanso, como de hecho había ocurrido.

—Han ido a comprar un libro… —exclamó con voz ronca. Tan pronto lo dijo, empezó a reír; entre dientes al principio, y luego de una manera más evidente, soltando una carcajada tan estruendosa que tuvo que agarrarse a sus propias rodillas para no caer al suelo.

Todo el mundo en Elvenbane quería la segunda parte de

La puerta.

Algunos vendedores avispados detectaron esa imperiosa necesidad y se pusieron manos a la obra. Había gente que compraba centenares, miles de volúmenes en las grandes ciudades y llenaba con ellos sus furgonetas; luego viajaban con ellas a Elvenbane. El libro se vendía en las afueras del pueblo a veinticinco libras con noventa peniques, casi cuatro libras más que el precio de venta recomendado en la contracubierta. Nadie protestaba por ese aumento. Los que se habían quedado sin dinero en efectivo pagaban con tarjeta; los que se habían quedado sin ningún dinero en absoluto ofrecían sus móviles, relojes y cualquier cosa que pudiera servir como pago por el ejemplar. Incluso comida. Una chica de veintidós años llamada Bárbara Simmons ofrecía cuatro horas de sexo sin limitaciones a quien le proporcionase el libro, y en los caminos escondidos que serpenteaban entre los árboles, por todas partes, había gente que era asesinada para ser privada de sus valiosísimas posesiones, que casi siempre se reducían a una sola cosa: el último libro de Johnnie Balmori. La palabra «ALMA» era como un mantra infernal que se susurraba por todas partes.

Mientras tanto, en el pueblo y sus extrarradios, la gente leía. Leía por todas partes, con expresiones concentradas. Leían en los portales, en las aceras, en las tiendas de campaña, bajo los árboles, en las sillas robadas de las cafeterías (que a esas alturas habían sido virtualmente desmanteladas y saqueadas), en el interior de las viviendas que habían sido allanadas y arrebatadas a sus legítimos propietarios. Algunos leían junto a los cadáveres de sus antiguos dueños, como el señor Douglas Winters (que ya nunca más caminaría por Silhoutte y Green Leaf), masticando con fruición cualquier cosa que hubieran encontrado para comer.

Y a medida que terminaban la lectura, cerraban el libro con manos temblorosas, los ojos anegados en lágrimas y una súbita comprensión que parecía provenir de una conexión ancestral y cierta dictada por designios incomprensibles; y esa comprensión les decía, muy a las claras, lo que debían hacer después.

2

Esa noche durmió muy poca gente en Elvenbane. Los que aún no habían adquirido el libro estaban demasiado concentrados en solucionar ese problema; los que aún no lo habían terminado no podían apartar los ojos de él, y los que ya lo habían leído…

Bueno, el libro hablaba de Elvenbane.

No directamente, claro, pero la población ficticia de Heresville donde ocurrían los hechos se parecía bastante a aquel pueblo pintoresco y agradable, colmado de pequeños racimos de vegetación, casitas blancas, y hasta un lago. Para todos ellos, la asociación era tan directa como inevitable, tan obvia que se caía por su propio peso. Al fin y al cabo, llevaban demasiado tiempo pernoctando allí y preguntándose por qué lo hacían, aferrados a una única verdad, que por mucho que fuera indiscutible, era en realidad tan peregrina como podía serlo: Que estar en Elvenbane era lo único que los hacía sentirse en-el-lugar-adecuado. Era como estar de pie a la hora señalada, delante de los invitados, el día de tu boda, algo tan obvio que no cabían preguntas. Ahora sabían. Sabían que se habían reunido allí para eso que se contaba en el libro.

En la novela, los tres protagonistas abrían el Portal de Mundos, realizando un ritual que tenía mucho que ver con las prácticas de ouija que todos conocían tan bien. Y lo hacían en Heresville, por supuesto, en la vieja casa de los Taggar. Gracias a eso, conectaban con el otro lado, esa realidad tangible pero invisible que evidenciaban las prácticas espiritistas.

En las calles de Elvenbane, en los campamentos que rodeaban la ciudad desde las afueras, en el interior de las tiendas de campaña (las familiares y las pequeñas) y los muelles del puerto, todos… todos sin excepción hablaban de esa coincidencia innegable. Hablaban entregados a susurros excitados, sujetando el libro con las manos y repasando los pasajes clave, leyendo partes en voz alta, asintiendo con severidad y abriendo mucho los ojos, como si estuvieran siendo partícipes de una conjura prohibida. El tomo negro, con ese diseño de portada tan íntimo como mínimo, parecía un ejemplar de la Biblia en sus manos. Las palabras «casa Taggar» se pronunciaban de una manera velada, como si temiesen invocar cosas terribles al amparo de las penumbras nocturnas.

Douglas Winters, de no haber estado muerto y descomponiéndose en el interior de un armario de su propia casa, se habría percatado rápidamente del movimiento de la gente, que conformaba una suerte de marea por las calles del pueblo. A algunos les costó un poco saber qué ocurría, para otros fue instintivo. Se decía que un hombre de barba anaranjada había encontrado la casa Taggar, o algo similar, y las filas de curiosos marchaban por el pueblo siguiéndose unos a otros. Muchos portaban linternas, porque el camino los conducía más allá de las últimas casas hacia la zona del río, entre las hileras de árboles, y allí terminaba la iluminación de las farolas locales. Un observador lejano habría visto una fantasmagórica marcha nocturna entre los árboles, y era posible que la escena le hubiera parecido entrañable.

El camino, por supuesto, acababa cerca de la estructura de madera oscura que Alma y Jow habían descubierto hacía toda una eternidad. Allí, los susurros y conversaciones veladas languidecían y se apagaban, envueltos en un misterio casi religioso, como si un grupo en peregrinación hubiera llegado al final de su largo viaje, como si de repente hubieran hallado el misterio por el que se pusieron en marcha; como si el Mesías estuviese a punto de aparecérseles procurando el ansiado maná divino, la conclusión de un periodo extraño de sus vidas, pero algo… algo en realidad único y especial. Algo importante. Algo que estaba a punto de suceder. De empezar o de terminar.

Y miraban, inseguros de qué hacer a continuación, incapaces de comprender las energías turbulentas como espirales de un tornado que los atravesaban, pero sintiéndolas de alguna manera inexplicable. Esos torbellinos invisibles e intangibles los hacían sentirse raros, conectados entre sí, expectantes, partícipes de una confabulación cósmica que estaba ocurriendo en ese mismo momento, tan real como inequívoca.

Ahora esperaban, sin hacer otra cosa que dejar pasar las lánguidas horas de la noche, dejándose envolver por sensaciones encontradas y esperando, quizá, a que pasara algo.

Porque si algo sabían todos, los que esperaban de pie y los que habían encontrado un hueco en el suelo, era que algo estaba a punto de pasar.

Algo.

3

La Muerte conducía un Bentley Continental y llegó al atasco de Elvenbane, que empezaba a casi diez kilómetros del pueblo, a las seis menos diez de la mañana. Se quedó bloqueado en la carretera de la costa detrás de una furgoneta blanca, en la parte trasera de la cual se mostraba un adhesivo que decía: TÓCAME EL CLAXON Y TE TOCO LA PUTA CARA. Suspiró brevemente, apagó el motor con parsimonia y abandonó su Bentley Continental. Había sido un buen coche, uno de los mejores que había tenido nunca, y odiaba perderlo, pero… así eran las cosas. Sencillamente, no había manera de resistirse a los cambios.

Era un títere, sí; una marioneta del destino. Pero él, al menos, era un títere que veía los hilos.

Miró alrededor. Hasta donde le alcanzaba la vista no podía ver más que coches: miles de automóviles embotellados costado contra costado y frontal contra frontal, formando una sólida masa de un color apagado y deslucido que uniformaba la tenue luz del amanecer. El cielo estaba encapotado y hacía frío, pero últimamente hacía frío siempre.

Abrió entonces el maletero y miró la pequeña bolsa de deportes negra, sin marcas. La llevaba a la vista, no en el compartimento oculto donde solía guardar las cosas comprometedoras, y eso era tan inusual en él como una nevada en pleno julio. De todas maneras, no era que llevase armas ni ninguna de las otras cosas que solía llevar cuando estaba trabajando, pero la naturaleza de esas cosas eran extrañas cuando las observabas en su conjunto, y en otros tiempos habrían hecho que cualquiera que indagase en ella se hiciera preguntas. Preguntas incómodas. Ahora todo era diferente; imaginaba que las cosas estaban ya demasiado enloquecidas como para que nadie se interesase por una bolsa de deportes negra, sin marcas, en el maletero de un Bentley Continental. Y tan cerca de Elvenbane, por añadidura.

Cargó la bolsa y empezó a caminar, y ni siquiera se molestó en cerrar el maletero. ¿Para qué? Tenía muy claro cómo se desarrollarían las cosas.

El final de todo.

Mientras caminaba, pensaba. En realidad, era curioso cómo se habían desarrollado las cosas: Veinte años trabajando en el negocio de la Muerte, inventando mil argucias para evitarla y administrarla con eficiencia, y ahora caminaba resueltamente hacia un destino seguro. Ni siquiera estaba muy seguro de por qué se había prestado a ello… Podía, sencillamente, haber huido a cualquier parte del mundo y servirse de su extraordinario talento para sobrevivir durante tanto tiempo como le hubiera sido posible. Su padre habitualmente decía que «un día siempre es un día», y había aplicado esa mentalidad a su existencia durante toda su vida profesional. Imaginaba que tenía sentido; una especie de trabajo último, un homenaje a toda una vida de encargos llevados a cabos, de clientes satisfechos, de ética profesional, de discreción, anonimato, periodos en las tinieblas, cambios de identidad, caminar entre la gente con la cabeza gacha y las solapas del abrigo subidas, un lobo entre corderos. ¿A cuántos había matado en esos veinte años? Probablemente a cientos. Cientos de personas. Ni siquiera podía recordarlos a todos, por mucho que se empeñase, y por mucho que hubiera recogido la mayoría de esos encuentros en un pequeño diario que gustaba de llamar «Yo, Monstruo». Acabar por ello con todo, o propiciar que ocurriese, se le antojaba una buena traca final. Algo que, de alguna forma extraña, tenía sentido en el periplo de su vida.

Le llevó una buena hora y media llegar hasta Elvenbane. Hubiera tardado menos, pero no llegó por la carretera principal: había demasiados estúpidos y excesivo ruido, mucha gente insoportable, perdida y quejumbrosa. Lo hizo a su manera, por la puerta de atrás, por los senderos perdidos entre los árboles, a través de los campos, lento pero seguro.

Las afueras de Elvenbane, por cierto, eran un espectáculo inesperado. Estaba preparado para tener que atravesar una muchedumbre insufrible; lo había visto en las imágenes del canal de noticias y en los periódicos, pero allí no quedaba apenas nadie, sólo inválidos, impedidos y gente demasiado mayor como para poder moverse de un lado a otro con libertad; todos los demás se habían marchado ya. Aquello era como cruzar a través de los restos abandonados de un campamento de refugiados que hubiera sido desalojado, colmado de tiendas de campaña vacías, cajas apiladas, restos de… comida, de ropa, basura, despojos, hogueras todavía humeantes y un desagradable olor residual a humanidad, heces y fritangas.

Colin negó con la cabeza.

Un abuelo sentado en una silla de

camping plegable le dirigió una mirada dura. Colin no lo miró: le bastaba con la visión periférica para tener controlados todos sus movimientos. Era una especie de secuela de su trabajo, muy poco convencional: controlarlo todo, mantenerse alerta, no dar nada por sentado. La vieja y mugrienta manta que le cubría las piernas podía esconder un arma, pero el tipo no daba la talla. Con los años, Colin había aprendido que sólo había ocho tipos de personas, y aprender a clasificarlos era extraordinariamente sencillo si uno estaba atento a las señales. La expresión de los ojos, la profundidad de la mirada, el lenguaje corporal e incluso las marcas en el rostro decían mucho sobre cómo era alguien en realidad, y aquél no era más que el tipo de hombre que parecía ser: un anciano sentado en una silla, probablemente esperando a que su hija Betty de cuarenta y seis años, aquejada de varices en las piernas, volviese a por él.

Colin le devolvió la mirada durante un par de segundos, y el anciano pareció encogerse en la silla. Cuando hubo pasado, se santiguó. Pasó la media hora siguiente deseando fumarse un cigarrillo.

Colin sabía exactamente adónde ir; tenía información precisa. Siempre la tenía, era su trabajo, y jamás lo había descuidado. Sin embargo, cuando llegó al lindero del bosque se encontró con la gente. Toda la gente que debía de haber estado en el campamento estaba allí congregada, como si hicieran cola para alguna loca superrebaja en un centro comercial el día antes de Navidad, pero faltaban las voces, las voces airadas, las conversaciones superpuestas, las protestas y las exclamaciones nerviosas de quien estaba a punto de comprar aquello que tanto había ansiado a buen precio. Contemplar a tanta gente reunida y en silencio, contentándose con pequeños susurros velados, resultaba tan irreal que toda la escena cobraba un tinte casi onírico.

Colin avanzó, trepando entre las rocas. Avanzó tanto como pudo, moviéndose entre el gentío disperso, y cuando resultó ya demasiado complicado seguir avanzando por la masificación, se plantó con un sonoro suspiro.

—Perdonen —exclamó entonces en voz alta, con su perfecta pronunciación—. ¿Me dejan ustedes pasar, por favor?

Lo miraron, perplejos. Una señora que dormitaba varios metros más allá dio un respingo y se incorporó sobresaltada; los que estaban sentados en el suelo con la espalda apoyada en los troncos de los árboles se revolvieron, incómodos, como si alguien los hubiera espoleado con un bastón. El resto se volvió, mirándose unos a otros, sin saber qué decir o qué hacer. Alguien resopló y pareció estar a punto de decir algo, pero Colin clavó su mirada en él, revestida con el burdo sucedáneo de una sonrisa, tan ausente como fría. El muchacho se sacudió con un escalofrío y se limitó a apartarse.

—Gracias —dijo al fin.

Colin avanzó, dando las gracias a medida que pasaba. El contenido de la bolsa que llevaba a la espalda producía un sonido cantarín —clink, clink— con el bamboleo que ocasionaba su avance. De vez en cuando exclamaba un simple «disculpe» y la gente se hacía a un lado rápidamente. Era como si emanase de él una oleada de algo invisible pero perceptible, tan ominoso como desagradable. Gracias. Disculpe. Gracias. Era como un rey progresando entre el gentío; todo el mundo le hacía hueco y tardaban en cerrar filas a su espalda, como si fuera dejando un rastro que nadie quería invadir.

Avanzó, andando a buen paso, hasta que llegó al otro extremo del bosque y la visión de la casa Taggar empezó a dibujarse entre los arbustos. Apenas la vio, la reconoció enseguida. Era la misma que había visto en sus sueños, con todos los detalles. Hasta la luz era la misma. Sabía positivamente que sería así, pero tener la confirmación visual, real y tangible, delante de sus narices, le produjo cierta impresión.

Asintió con un gesto de la cabeza y continuó avanzando.

Nadie ocupaba el perímetro de la casa, como si alrededor de ella hubieran dispuesto un cordón de seguridad invisible. Este hecho lo divirtió sobremanera. Miró brevemente hacia atrás y vio la inconcebible cantidad de gente congregada ocupando cada pequeño espacio, cada roca, expectantes y concentrados en él, llamados por sólo Dios sabía qué voz sobrenatural e invisible, sin que ninguno supiera una mierda de lo que estaba pasando. Y esto lo divirtió aún más.

Dejó la bolsa en el suelo y la abrió con un rápido movimiento. Entonces extrajo un par de martillos grandes, comprados la noche anterior en una ferretería a doscientos cincuenta kilómetros de allí. Una herencia, sin duda, de su trabajo. No había sabido hasta ese momento para qué quería dos martillos, pero ahora lo sabía. Vaya si lo sabía.

Estudió a la gente con un rápido vistazo.

—Usted —dijo, señalando a un hombre—. Y usted. ¿Quieren por favor venir hasta aquí?

Los dos hombres avanzaron, dubitativos.

—Vamos. Vengan aquí. No tengan miedo.

Colin les entregó los martillos y los aceptaron sin preguntas; luego se acercó a la entrada principal de la casa y tocó con la mano los viejos ladrillos con los que habían tapiado la entrada principal, muchos años atrás. Asintió, satisfecho: eran ladrillos de hueco simple dispuestos en horizontal, lo que quería decir que no tardarían mucho en echarlos abajo. No había esperado otra cosa.

—Utilicen sus martillos —exclamó entonces.

Los hombres se miraron. Colin esperó a que el mensaje penetrara lentamente en su densa malla cerebral, sin añadir nada, hasta que uno de ellos avanzó con pasos temerosos hasta donde él esperaba. El otro no tardó en seguirlo.

—Golpeen con fuerza —exclamó.

Se sentó en una roca cerca del porche y extrajo una elegante pitillera negra del bolsillo de su abrigo. Tenía las siglas C. F. G. grabadas: un vestigio de otro tiempo, otro nombre, otra época, el único que conservaba de un tipo de vida que la gente normal aprobaría y consideraría socialmente aceptable. Normalmente, se fumaba un único cigarrillo por cada trabajo terminado, una especie de recompensa y un pago velado por su intromisión en el destino de las cosas. Había leído que cada cigarrillo suponía un minuto menos de vida, así que él se restaba un minuto por cada vida segada, y ese pensamiento no sólo le parecía justo, sino macabramente divertido.

Un minuto menos.

Esta vez era diferente; no habría un después. Tendría que fumárselo ahora, porque dudaba de que luego hubiera tiempo. Dudaba de que luego hubiera cualquier cosa.

Lo encendió y dio una larga calada. Para entonces, el ruido de los martillazos sobre los ladrillos empezaba ya a llegar hasta él, así que cerró los ojos y dejó que el sonido irregular de los golpes se convirtiera en una suerte de melodía en su cabeza. Cada golpe era como un mazazo terrible, un clavo en el ataúd de la humanidad. No un minuto, sino mucho más. Un año. Diez años. Cien siglos. Una eternidad. El destino, se dijo, no estaba carente de ironía.

La gente seguía esperando, y era todo lo que hacían. Esperar. Mirar con una expresión vacía en el rostro. Incluso ahora, en medio de un momento tan importante, seguían siendo incapaces de tomar decisiones, de vivir la vida, y por eso estaban allí, reafirmando su error, representando de forma exacta la farsa de su patética existencia social.

Colin empezaba ahora a comprender el motivo por el que había tenido aquellos sueños; aquella gente no parecía preparada para hacer nada. No habrían hecho nada, más que esperar hasta que el hambre o la sed los hubieran ido alejando del lugar al cabo de más o menos tiempo. Y eso hubiera sido una pena. Estaban, simplemente, allí reunidos, y sabía qué los había reunido. Se preguntó qué tipo de adulaciones y mentiras los habían seducido para acabar allí, lejos de sus familias, de sus trabajos, de sus sueños, soportando el calor del día y el frío de la noche: ¿sexo?, ¿poner final a la insondable soledad de sus almas mezquinas?, ¿amor tal vez, amor… de ese tipo que sólo los más afortunados viven una única vez en la vida, a veces por breves periodos, que te cala tan hondo que te transforma para siempre?, ¿o algo más pueril como el dinero, el poder o diversos logros personales? ¿Qué mentiras?, ¿qué promesas? Colin lo había visto en los ojos de todos ellos. En algunos, al menos. En la mayoría. Mentiras al mando de tableros de ouija, como una masturbación compulsiva. Mentiras, falsas esperanzas, engaños, anhelos nacidos de la miseria humana, la desesperanza alentada por falacias ficticias.

Cerró los ojos y fumó.

Cuando los golpes terminaron, Colin volvió a mirar. Echaría de menos el tabaco y echaría de menos estar vivo, por descontado. Aunque había dedicado su vida al negocio de la muerte, aún podía apreciar cosas como la belleza caótica y casi fractal de la disposición de las ramas de los árboles y el olor a tierra, o un día de viento, o el calor tibio del sol en el mes de marzo. Eran cosas bonitas, y la vida era pródiga en ellas si uno se decidía a encontrarlas.

Los hombres, por cierto, habían hecho un buen trabajo. El hueco en los ladrillos era lo suficientemente amplio como para que una persona pasara con holgura. Asintió satisfecho y se puso en pie, tomó de nuevo la bolsa de deporte negra, sin marcas, y se dirigió hacia la casa. Ni siquiera miró a los hombres cuando pasó junto a ellos: habían terminado su cometido y ya no significaban nada para él. Le preocupaba mucho más no mancharse el abrigo de polvo. Morir con el abrigo sucio era demasiado estrafalario.

El interior de la casa olía a tumba. Había un rastro de humedad, pero también una notable ausencia de aire, como si allí dentro éste hubiese escaseado desde hacía décadas y ahora se hubiera renovado alimentándose de las viejas paredes, el mobiliario prácticamente descompuesto y el polvo que cubría el suelo como una alfombra.

El recibidor principal, por supuesto, era justo el espacio que necesitaba. También había sabido eso. Se trataba de una estancia diáfana de unos ocho metros cuadrados de la que nacían puertas, arcos desnudos y una escalera que ascendía al segundo piso. Pero no había más muebles que una vieja estantería que amenazaba con desmoronarse sólo con mirarla y un par de butacas cuya tela era un festival de moho y hongos. En los altos techos, unas telarañas grandes como sábanas tremolaban suavemente por la suave brisa que entraba por la puerta principal. A Colin no le importaba nada de aquello, era atrezo barato de una película de terror. Sacó de su bolsa de deporte varias linternas de

camping preparadas para ser colocadas en posición vertical y que dispuso rápidamente por el suelo y en la estantería. Ofrecían una luz pálida y espectral pero suficiente.

Los dos hombres habían entrado tras él. Sus rostros se revelaban afligidos por un temor casi reverencial, como si hubieran accedido a la mismísima tumba de Jesucristo y esperaran encontrarse con su creador. La luz que iluminaba sus rostros desde el suelo producía sombras y exagerados contrastes en sus facciones asombradas. Colin les dedicó una breve mirada.

—Justo a tiempo, caballeros. Tengo más trabajo para ustedes.

Sacó un paquete de tizas escolares de la bolsa y se las entregó. Luego extrajo un pliego del bolsillo de su abrigo.

—Estoy seguro de que reconocen esto —les dijo, desplegando el trozo de papel. Lo levantó con una mano para que pudieran verlo bien. Mostraba un círculo con unos símbolos, los mismos que el libro de Johnnie Balmori describía.

Los hombres asintieron.

—Dibújenlo en el suelo. El círculo debe ser tan grande como puedan. Utilicen todo el espacio, hasta las paredes.

El hombre más joven lo miró, perplejo y boquiabierto.

—Y caballeros —añadió, con esa sonrisa fría y desnaturalizada que tantos hombres, mujeres y niños habían contemplado antes de morir—, sean cuidadosos. Hagan los trazos precisos. No quiero el pintarrajeo de un escolar.

Asintieron. Pero tenían la boca tan seca que la sentían polvorienta como la vieja habitación.

Veinte minutos más tarde, el trabajo estaba hecho. No había quedado mal, en opinión de Colin, y ni siquiera había tenido que mancharse las manos de tiza o de sangre, para el caso, porque tenía muy claro que no quería chapuzas en nada que tuviera que ver con el trabajo. Las proporciones parecían correctas y el círculo, al menos, parecía un auténtico círculo. Hasta los símbolos tenían cierto criterio artístico.

Para entonces, algunas personas habían ido entrando en la casa, todas en silencio, moviéndose como unos astronautas que dan sus primeros pasos por un asteroide. Nadie decía nada, y eso era bastante conveniente. Las masas podían ser muy caprichosas y difíciles de manejar si las cosas se torcían, y quedaba tan poco que le cabrearía mucho tener que tomar medidas drásticas.

Colin extrajo unos de los últimos objetos de la bolsa: unas velas grandes de un fascinante tono rojo navideño. Eran para los extremos del dibujo, conformando una especie de señal luminosa que acentuaba el diseño del pentágono. Las encendió y sacó la última cosa de la bolsa: un ejemplar de

ALMA, de Johnnie Balmori. Había marcado la página donde estaba la parte que necesitaba.

Colin miró a la gente antes de empezar a leer. Oh, no tenían ni idea de lo que se les venía encima, y eso, pensó… eso también era divertido.

Mah ta sabah —exclamó—

na tak minas bai. Tak margath unal.

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