Alma

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XXIII. Causalidad

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Habían sido los símbolos. Se lo decía el aire que respiraba y el susurro tibio de la tierra alrededor de la casa; se lo decía la intuición y una voz interior. Se lo decía la mirada de culpabilidad de su mujer que, sentada en el sofá de setecientas libras del salón, se había dejado los ojos llorando en las últimas horas.

«Un comunicado oficial —pensó—. Quizá pueda hacer un comunicado oficial y decir que los símbolos… Soy Johnnie Balmori, coño, me escucharán. Publicarán cualquier cosa que diga, incluso puede que venga un equipo de televisión a grabar mis…».

Sacudió la cabeza con pesar.

Era demasiado tarde para eso, y lo sabía. Unos días antes quizá hubiera existido esa oportunidad, pero ahora acababa de desvanecerse con todo lo que estaba ocurriendo. Antes de que se fuera la luz había visto esas sombras negras brotando de las paredes de una central de policía como en la puñetera película de

Ghost, donde salía Jodie Foster. No, Demi Moore. Era Demi Moore, seguro, cuando aún era joven y vestía aquella camiseta minúscula que acentuaba sus pechos, en aquella escena erótica con el barro. Aún podía recordar cómo su compañero Danny Glitch se había levantado de su butaca en el cine y había gritado: «¡Basta de tanta arcilla y métele la salchicha!», y la gente había explotado con una estruendosa carcajada.

La salchicha, sí.

¿Habría recordado aquella puñetera película cuando escribía sobre sus monstruos, en su libro? Probablemente, sí. Los había sacado de su inconsciente, o quizá de alguna jugarreta del mundo onírico, de donde le parecía que había conjurado aquella mierda de símbolos. ¿Por qué había insistido tanto en que se reprodujeran en el libro? ¿Por qué? ¿Por qué le había parecido tan importante como pudo haber sido la foto de Lady Di unas horas después del accidente que le quitó la vida?

No lo sabía.

No lo sabía, pero lo había hecho de todas formas, así que daba igual, aunque se sintiese un títere del destino.

Total, la comisaría… Aquellas cosas eran, desde luego, sobrenaturales. Parecían utilizar las esquinas oscuras de la habitación para desplazarse más rápidamente, aunque luego saltaban hacia cualquier lado y se quedaban ingrávidas, como si flotaran, para terminar ensartando a cualquiera que se cruzase en su camino. Cuántas balas y proyectiles habían disparado contra ellas no lo sabía, principalmente porque en el vídeo había sido retirado el sonido para ahorrar a la audiencia el espanto de los alaridos y el crujido de los huesos compactándose como en una trituradora de basura. Pero las imágenes… Las imágenes las habían pasado todas, sin censura, dando finalmente una idea de lo que se trataba. De a lo que se enfrentaban. Aquellos cuerpos encogiéndose y cambiando de color y cayendo al suelo como guiñapos, basura humana sin sentido ni forma.

Algo. Algo había que pudiera hacer.

Miró el reloj. Era tarde y llevaba horas recluido en su despacho; muchas, demasiadas. ¿Adónde se había ido el tiempo? ¿Qué había hecho, en realidad, aparte de pensar y alejarse de la ruina llorosa en la que se había convertido su mujer para evitar sentirse miserable y culpable? Culpable, sí… Ella le había echado la culpa de todo lo que estaba pasando. ¿Acaso lo había abrazado para decirle que no se preocupara, que no era culpa suya, que nunca fue su intención despertar a ningún jodido monstruo invisible y llenar el mundo de mierda? No, le había recriminado, si bien no con palabras directas, sí con aquella mirada entre espantada y atemorizada, como si él, ¡él!, fuese un monstruo que hubiese provocado todo aquello a propósito.

No, no estaba preparado para volver con ella. Si no venía a pedirle disculpas, para empezar… bueno, dormitaría en la silla y dejaría que amaneciese, y al día siguiente ya vería cómo se desarrollaban las cosas.

Miró otra vez la pantalla de su teléfono móvil, decorada con una bonita imagen de una de las pirámides de Egipto. Nunca había estado en Egipto y empezaba a preguntarse si alguna vez lo haría; la imagen estaba allí, simplemente, porque le recordaba un capítulo muy, muy especial de su vida, y a veces le gustaba mirarla y pensar en las posibilidades.

Estaba pensando en eso cuando un crepitante crujido llegó desde la habitación contigua. No podía venir de otro sitio; la cabaña era pequeña, así que aquélla era prácticamente la única habitación además del salón, la cocina y el pequeño cuarto de baño que era, en realidad, un aseo. Frunció el ceño.

Entonces, de repente, un escalofrío le recorrió la espalda. La temperatura había caído tres o cuatro grados, sí, y el cuerpo se estremecía para aclimatarse, pero había algo más. Era… como si el frío… ese frío, brotase de su interior, de su corazón, de algún lugar dentro… Muy dentro.

El frío, y ese presentimiento que empezaba a anegarlo como el agua en una plantación de arroz.

Se abalanzó hacia la puerta, tropezando con la silla que había quedado olvidada en mitad de la habitación, con una sola palabra aguardando para abandonar su boca abierta en forma de grito: «Rebecca». Y cuando salió de la habitación, se encontró con ella al lado de la mesa, rodeada por un rastro neblinoso que flotaba en el aire como fantasmas sacados de una película antigua.

Era humo, humo de unas velas que acababan de apagarse, como si estuvieran dispuestas sobre una tarta de cumpleaños y una niña de ocho años acabara de soplarlas; velas distribuidas alrededor de un dibujo que ocupaba toda la mesa y cuyo tablero se había quebrado con una única estría oscura y profunda, como un hachazo.

Johnnie se quedó mirándola, sin comprender.

—Rebecca… ¿Qué?

—Johnnie… —dijo ella con la voz seca.

—¿Qué es lo que…?

Oh, pero sabía muy bien de qué se trataba. El diseño del círculo era el de su libro, de

ALMA. Rebecca lo había dibujado con algún pequeño resto de pintura blanca que había sacado de algún rincón de la casa. También esta vez se ocupó de que la editorial incluyese el diseño entre el texto, simplemente porque…

«Porque quedaba bien».

«No, porque alguien… algo, te dijo que lo hicieras».

Era el mismo dibujo, con las puntas rematadas por unas velas. Como en el libro. Su libro.

El libro que…

Se quedó mirando a su mujer, que tenía una expresión desconcertada en el rostro, comprendiendo al fin lo que estaba ocurriendo, y lo que, probablemente, estaba a punto de suceder.

—¿Por… por qué? —preguntó, con la voz ronca y atenazada por el miedo.

—Sólo… quería… pedirles. Pedirles que… Pedirles que parasen.

Johnnie miró las letras dispuestas dentro del círculo. Era un condenado tablero ouija de tamaño gigante, con una ficha de los carritos del supermercado en el centro. Rebecca había tratado de hablar con ellos.

—¿Qué… les has dicho?

Rebecca negó con la cabeza, confundida.

—¿Qué te han dicho? —susurró, ahora con la boca seca. De alguna manera parecía saber la respuesta; podía verla venir como se distingue la luz de un tren que se abre paso por un túnel.

Rebecca tardó todavía unos segundos antes de responder.

—Todos.

TODOS. TODOS. TODOS.

Entonces Johnnie comprendió.

Comprendió de verdad.

La cuenta de Facebook, la novela servida en bandeja sin repercusiones de acusaciones de robo, fraude o plagio, perfectamente diseñada para funcionar y tener la máxima repercusión. Lo comprendió todo. TODOS.

Comprendió el engaño, la manipulación…

El caballo de Troya.

Se sintió estúpido, como un juguete fácil de manipular a manos de Dios sabía qué tipo de monstruos sobrenaturales, ese tipo de monstruos, quizá, que te roban la respiración cuando duermes y hacen que te levantes sobresaltado, jadeante y sudoroso. Los que viven bajo las camas de los niños en sus cuartos infantiles. Los que se esconden en el armario. Los que acuden cuando uno se siente solo y abatido a las cuatro de la mañana de un jueves y susurran la palabra «suicidio» al oído.

TODOS.

Comprendió que alguien debía de haber transcrito la novela, todas aquellas palabras susurradas, creado una cuenta en Facebook y enviado el manuscrito bajo alguna delirante promesa, susurrada seguramente con letras del alfabeto de un tablero. El tablero que empezó a funcionar de veras con su libro. Por su culpa.

Quiso decir algo, pero no tuvo fuerzas. Ninguna.

La habitación pareció estremecerse a su alrededor, como si las paredes se hicieran más pequeñas. Pero no se achicaban… Sólo las sombras se movían.

Crecían hacia ellos.

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