Alma

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XXV. Varios caminos

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El helicóptero descendió entre los edificios, levantando polvaredas de humo y aire. El piloto, uno de los más experimentados de la RAF, realizó una de las maniobras más arriesgadas a las que se había enfrentado, porque los edificios estaban tan cerca unos de otros que no había mucho lugar para maniobrar. Sin embargo, consiguió colocarse en la posición que necesitaba, la única posible para probar el dispositivo: justo a tres metros sobre el nivel del suelo y veinte metros de donde estaba el enemigo, esa sombra monstruosa sin rostro. Tenía que ser ésa, y tenía que ser allí. Llevaban siguiéndola durante horas, perdiéndola y reencontrándola gracias a las reacciones de la gente, porque todas las demás conformaban un tropel demasiado enorme y dinámico como para que pudieran atacarlas. Era, sin duda, la misión más importante de cuantas había afrontado, y había afrontado centenares.

—En posición —exclamó, con los brazos tensos como cables por el esfuerzo de manejar el aparato con tanta precisión.

—Lo has clavado —exclamó el comandante, nervioso y sudoroso bajo el casco—. Buen trabajo, Hylke.

—Vamos, dispare ya esa maldita cosa —soltó, apretando los dientes.

—Equilibrando… Treinta segundos.

—Dios, hay tanta gente —susurró Hylke, mirando cómo la multitud se protegía del viento que generaban las aspas mientras procuraba alejarse de la amenaza, justo delante de él. Algunos hacían señales moviendo ambos brazos, como si quisieran ser rescatados.

—Nadie sufrirá daños —le aseguró el comandante—. Sólo son ultrasonidos.

—Lo sé —asintió Hylke—. Estaba pensando, más bien, en si no funciona. ¿Quién protegerá a esa gente?

—Está bien, estamos listos —comentó el comandante tras revisar su terminal—. Control, voy a iniciar la prueba.

—Adelante, Topo Beige —crepitó una voz por radio.

El comandante, con aire solemne, echó una breve mirada a Hylke; le parecía un buen momento para compartir un instante de posible gloria antes de que su intento se revelase como un éxito o como un fracaso, pero el veterano piloto no podía ni corresponderle: estaba demasiado concentrado en mantener el aparato en el aire sin que escorase ni siquiera un metro en ninguna dirección. Eso era del todo inadmisible. Si tal cosa ocurriera, las aspas acabarían por chocar contra una fachada, y aunque difícilmente un leve roce provocaría desperfectos en las aspas reforzadas, la vibración y el impacto lo empujarían rápidamente contra el lado contrario. Ese segundo impacto sí tendría consecuencias. No tardarían en convertirse en varias toneladas de hierro girando a velocidades mortales sobre un montón de población civil.

Pensó en cuerpos cercenados.

Pensó en cabezas cortadas.

Y mientras lo hacía, el comandante pulsó el botón de disparo.

7

De pronto, el helicóptero que habían visto sobrevolar la zona (o uno muy parecido), apareció descendiendo con suavidad y mucha rapidez al final de la calle. Lo hizo dando un arriesgado y espectacular giro, tanto que el rotor de cola estuvo a punto de chocar contra una de las fachadas; sin embargo, terminó el movimiento con delicadeza, como una pieza de un puzle que encaja suavemente en su sitio. La impresión que tuvo Jow desde su punto de vista privilegiado era cinematográfica, como un efecto especial pensado para provocar el máximo impacto en el espectador. El viento generado por las aspas estaba levantando una polvareda impresionante, y la ropa de la gente y sus cabellos tremolaban enloquecidos. Lo peor, sin embargo, era el estruendo.

Jow se pegó al cuerpo de Pete.

Hubo algunos instantes de confusión que languidecieron ante sus ojos nerviosos y expectantes. El tiempo se arrastraba, sí, y mientras lo hacía, por todas partes sucedían cosas: gente que moría convertida en guiñapos resecos, gente que caía al suelo y gente que se quedaba congelada como un conejo ante los faros de un coche que se aproxima. El agujero en mitad de la avenida se cimbreaba y cambiaba de forma cada segundo, como si marcara el tiempo en un reloj invisible que tenía guadañas en lugar de agujas.

Entonces, los tubos a ambos lados del helicóptero (que Pete había confundido con cañones) empezaron a emitir una ráfaga de luces intermitentes, seguidas por un sonido agudo en extremo. La gente lanzó las manos hacia sus oídos, y los cristales de los edificios de oficinas que estaban a ambos lados del aparato estallaron ruidosamente, llenando la calle de una tormenta de trozos de vidrio. Jow y Pete estaban a cierta distancia, pero pudieron percibirlo igualmente, y era en extremo molesto. Hacía que quisieras morderte la lengua con los dientes.

Muchos empezaron a chillar, pero la forma oscura, siniestra y terrible que se asentaba en el centro de la avenida, no pareció afectada en lo más mínimo. Seguía evolucionando, cambiando su silueta y desgranando formas como en un caleidoscopio.

8

—No funciona —dijo el comandante con desesperación.

—¿No puede… darle más potencia? —aulló Hylke.

—¡No se trata de potencia! —exclamó el comandante, visiblemente nervioso—. Esa gente del Skylon… creía que podría funcionar.

—¿Más tiempo?

—No.

—Entonces no funciona —masculló Hylke.

—No lo ha hecho, maldita sea.

—Topo Beige —dijo una voz por la radio—. No estamos captando nada… ¡Informe!

El comandante iba a responder cuando, de repente, la sombra saltó hacia ellos; como de costumbre, sin transiciones de por medio: en un momento dado estaba allí y al siguiente parecía infiltrarse por la cabina liberando pequeños trazos oscuros, como el humo de una tostadora.

—¡Jesús! —soltó Hylke.

Rápidamente, tiró de la palanca hacia sí y el aparato se encabritó con rapidez. El rotor de cola chocó ligeramente contra el asfalto y la cabina se elevó bruscamente. El comandante se llevó la peor parte: su cuerpo atravesó la maraña de oscuridad y se desinfló como un flotador barato; el casco, sin cráneo que lo sostuviera, resbaló por encima de la ropa hasta caer sobre sus rodillas, reducidas a dos débiles hilachos. Unas manchas oscuras se apresuraron a teñir las perneras.

El sonido, a tan corta distancia, fue lo peor, como el crepitar desproporcionadamente enorme de un mechón de cabello sobre una vela.

—¡Topo Beige, informe!

Hylke soltó un graznido. Estaba a punto de tratar de elevarse cuando las sombras se retiraron con rapidez, como si fueran velámenes negros que alguien, en alguna parte, hubiera empezado a recoger. De repente ya no estaban. Ahora podía ver los controles de nuevo, e incluso podía ver la calle a través del cristal de la cabina. Entonces parpadeó, trató de estabilizar el aparato y soltó todo el aire de sus pulmones. Estabilizar el aparato era lo primero, si tenía tiempo. No podría salir de allí con ninguna inclinación que no tuviera bajo control. Cualquier cosa que intentase acabaría en desastre.

Pero algo… algo pasaba en la calle.

Delante de él, algo inexplicable estaba ocurriendo.

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