Alma

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XXVII. El desastre de Elvenbane

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—¡No lo toques! —exclamó con un arranque de histerismo.

—Está bien… —dijo Alfred despacio—. Sólo quería…

—Esta cosa… me salvó, creo. Me caí y… quedé llena de esto… Entonces la sombra que me perseguía me pasó por encima. Sentí algo… como un desvanecimiento… Me vi desde fuera, ¿sabéis?, me vi allí tendida… mirándome… recubierta de… Y luego era yo otra vez, y la sombra continuó su camino. Creo que perseguía a Vondur. No pude… seguir mirando.

—Vondur —exclamó Alfred con un nudo en el pecho.

—Sí —sollozó Penny.

—Por favor —dijo Roy, nervioso—. Por favor, bajad la voz.

Alfred atrajo a Penny hacia sí y volvió a abrazarla, y permanecieron así durante unos instantes, meciéndose mientras la casa Taggar zumbaba y crujía al otro lado de la quebrada.

—Luego… —dijo Penny al fin—… luego me incorporé, y ya no había nadie. Así que eché a andar. Quería alejarme, llegar a alguna parte, y me encontré aquí.

—A nosotros nos pasó lo mismo —dijo Alfred.

—Es posible que otros aparezcan —apuntó Roy.

—Es posible —confirmó Alfred.

—También es posible que no —dijo el hombre joven—. A lo mejor deberíamos irnos… ahora que… Ahora que todavía no nos han visto.

Pero justo cuando la mujer iba a decir algo, Roy lanzó una exclamación con el dedo extendido hacia el bosque. Cuando miraron en aquella dirección, tres figuras más, caminando vencidas entre los árboles, se acercaban a ellos.

La Comunidad del Agujero se había separado, pero aún no estaba del todo vencida.

5

—Cuéntame —dijo Jow con suavidad—. ¿Cómo lo conseguiste?

Alma estaba mirando a través del cristal de la ventanilla a la ciudad que evolucionaba debajo de ellos. Había incendios y humo, mucho, muchísimo humo; había coches siniestrados en las calles, y aunque algunas de las avenidas aparecían despobladas y estériles, en otras una turbamulta de gente avanzaba como un río, intentando salir del infierno. El cuarto piso de uno de los bloques de edificios estalló ante su vista, proyectando una burbuja de fuego de un amarillo intenso hacia la calle.

Alma asintió con la cabeza.

—La pista me la dio la niña —susurró.

Jow la miró, confundida.

—La niña finlandesa que se salvó —explicó Alma.

—Sí —respondió Jow al fin.

—Los Descarnados se alimentan de vacío. Son vacío. Ausencia. Son… ella lo llamó pena… «Están llenos de pena», dijo. La pena, al igual que el dolor, son emociones que nos ayudan a vaciar, como un mecanismo que elimina las cosas que no nos dejan avanzar. El vacío desde el Yo es un estado puro, lleno de paz. El vacío desde la carencia es un agujero negro que absorbe todo lo que lo rodea. Ese vacío y la pena son lo contrario al amor. Supongo que debió de ser su interpretación al mirarlos de frente, ver todo ese vacío, esa nada.

Miró otra vez hacia la ventana y se dejó llevar por un escalofrío.

—Ay, cariño —añadió de pronto—. El amor… Hay tantas palabras, frases y filosofías sobre él… Se nos llena la boca de amor. Los románticos escriben sobre él, la gente cree que lo siente, furioso, desbocado, pasional… Pero el amor del que hablan no es amor: ese pseudoamor encierra un monstruo que nos devora: el ego. El amor sólo es, no encierra nada. La mayoría de la gente no siente amor, sino necesidad de llenar una carencia. Eso es apego. No aman… sólo… quieren que se les quiera. Le ponen condiciones, exigen… Sólo enfrentándote a ese monstruo puedes saber qué es el Amor. Y te das cuenta de que sólo con Amor podemos comprender el Todo. Todo lo que nos sucede, todo lo que vivimos, hacia dónde vamos y de dónde venimos. Sólo con amor es posible comprender —repitió.

Jow asintió despacio.

—Creo que te sigo, pero…

—Lo sé —exclamó Alma con tristeza—. Ése es el problema, y el motivo por el que… nos está pasando esto, me parece. Creo que empiezo a comprenderlo ahora mientras hablo… Yo sabía… intuía que como humanidad estábamos llegando a un cenit, un hito, una especie de despertar espiritual. Pero no comprendía que se trataba, en realidad, de una prueba, una dura y terrible evaluación.

—Lo recuerdo —intervino Pete—. Lo mencionaste en nuestra entrevista… Hace… hace tanto de eso…

—Espera —dijo Jow—. ¿Una prueba… para el hombre?

—Como el diluvio universal, si quieres. Eso creo. Ignoro cuánto de la historia del diluvio es realmente cierta, porque de hecho se encontraron restos de un arca como la que se describe en los textos bíblicos en lo alto del monte Ararat, pero… Pero no importa. Es un ejemplo, ¿vale?

—Vale —asintió Jow, confusa.

—Esto ha sido… está siendo una prueba. Sí. Oh, nos hemos… desviado tanto, equivocado tanto…

—Entonces… ¿es una prueba de… alguien, de esa entidad superior de la que hablas, de Dios o como quieras llamarlo?

Alma se encogió de hombros.

—No sé si directamente de él. No lo creo. Hay un libre albedrío, sí… pero… ¿Sabes lo primero que oyes cuando pasas al otro lado? Está en varias experiencias personales, como las del doctor Eben Alexander.

Jow negó con la cabeza.

—«Nada de lo que hagas puede estar mal» —dijo Alma.

—Entonces…

—Entonces… Sí, sé lo que parece, pero es posible que haya puntos de inflexión. Exámenes puntuales, como éste. Puedes adornarlo como quieras. Puedes pensar en las trompetas del Juicio Final, si eso te gusta. Pero es lo que es: un examen. Un examen de fin de carrera.

Jow asentía, aún algo perdida pero empezando a comprender, y la comprensión de todo ello empezaba a arrancarle un dolor terrible en el estómago. Las lágrimas brotaron de sus ojos.

—Una prueba para la humanidad —susurró—. Pero… eso es terrible. ¿Y hemos fracasado? ¿Nadie… siente amor? No lo creo, Alma… Me niego a creer eso.

—Sentir amor no es fácil —exclamó Alma despacio—. No lo es. Sentir amor por todo lo que te ha sucedido y te sucede es el trabajo más difícil que existe. Amor por las cosas buenas y las malas, comprender que… no hay cosas malas, en realidad. Todo tiene un mensaje, un aprendizaje, un motivo. Dar gracias con lágrimas en los ojos por las miserias que nos atribulan no es nada sencillo. Ahora mismo lloras…, pero examina tus lágrimas. No hay amor en ellas. Hay miedo, hay frustración, hay rabia. La aceptación es el primer paso para aprender cómo amarlo todo, empezando por nosotros mismos. Empezando por ese monstruo. Por todo lo que nos ha ayudado a ser como somos. A llegar donde estamos.

—Jesús —soltó Pete, moviéndose incómodo en su asiento.

—Sólo se puede vivir con amor —continuó diciendo Alma—. Sin restricciones, real, sin juicios, sin juzgar o señalar a nadie. Sólo con amor… se puede vivir… libre.

—Sin juzgar a nadie… —susurró Jow—. Alma… no creo que… Creo que ahora comprendo por qué… hemos fracasado.

Alma no dijo nada más. Se quedó callada, como ensimismada, mirándose los guantes cubiertos de suciedad.

—Pero tú lo hiciste… —exclamó Jow entonces.

—Lo hice casi sin querer. Comprendí todo eso, agradecí todos los momentos difíciles de mi vida y lo compartí con el Descarnado para que lo entendiera. Naturalmente, no pudo.

Pete lanzó un sonoro silbido.

—No creo que yo pueda sentir todo eso —respondió Jow con un velo de tristeza en la voz.

Alma soltó un largo suspiro.

—Creo, cariño, que tal vez tú puedas. Eres muy… hermosa. Más de lo que crees. Pero no estoy tan segura de que haya muchas personas que lo consigan. Siempre ha estado mal. Siempre. Piensa que educamos a los niños para pensar y sentir de una manera… equivocada. ¿Quién piensa en la reflexión de uno mismo y del entorno? Nadie. El eslogan del colegio que hay cerca de mi casa, colocado en una enorme valla publicitaria, es: SÉ EL MEJOR. ¿No te parece terrible?

Jow no respondió, pero comprendía lo que quería decir.

—Los niños crecen y transmiten, a su vez, esa forma de entender las cosas. Llevamos siglos haciéndolo. Competitividad, competitividad, integrarse en un sistema que premia abarrotar nuestras vidas de cosas superfluas, nimiedades que sólo servirán para justificar nuestra existencia vacua y empobrecida. La sociedad te dicta que tienes que ser especial. Ser el mejor. Ser alguien que destaque. ESPECIAL. No existe tal cosa. Somos únicos, pero no especiales, porque todos somos lo mismo. De ese conflicto surge una oscuridad, una nebulosa casi paranoica donde el ser humano que tienes al lado es un enemigo, su vida es despreciable, y todo lo que hagas en tu vida tendrá como base el ego, que cuando se ignora no es más que tu falsa esencialidad.

Jow y Pete escuchaban atónitos. Jow recordó a aquel abuelo en la cafetería donde, a veces, desayunaba. ¿No había sido el primero en entender el problema? ¿Cómo no había sido capaz de acordarse de él hasta ese momento?

Alma fijó la mirada en ellos durante unos instantes.

—Lo sé —exclamó al fin—. Piensa en el frío que venimos padeciendo desde hace meses. No era de ellos. Era nuestro… ¡Nuestro! Generado por el individualismo extremo, la necedad, la hipocresía, los subvalores sociales y el desprecio al prójimo. ¿Quién escuchaba a los que hablaban de esto? Nadie. Le poníamos etiquetas risibles. Zen. New-Age. Patrañas. Místicos. Tonterías. Todos nos reíamos.

Pete se cubrió la boca con la mano.

Jow pensaba otra vez en el abuelo del bar. Lo que decía Alma era cierto: sólo les había parecido un pobre loco, un hombre extraño al que todo el mundo olvidó casi en el acto, alguien que había soltado cuatro tonterías mientras los hombres de verdad, los hombres de provecho, hablaban por sus móviles carísimos para hacer negocios y ganar dinero. Ella misma se había olvidado completamente de él, y reconocer eso la hizo sentirse mal.

—Nos reíamos… —estaba diciendo Alma, cabizbaja.

—¿Y toda la gente que se quiere? —preguntó Pete—. ¿No hay nadie en el mundo que…?

—¿De qué vale el amor de dos seres vacíos? —lo interrumpió Alma—. Dime. ¿De qué? Será un amor perverso, casi mórbido, donde cada uno será víctima y victimario a la vez. Si nada de esto hubiera ocurrido y trataras de explicárselo, ¿qué crees que pasaría?: defenderían a capa y espada su manera de interpretar su amor, porque finalmente el hábito dominará sus vidas, lo que piensan, lo que sienten y lo que hacen. Aman cada momento de sus vidas grises, aman sus oscuridades, aman su pobreza interior, y no se atreven a enfrentarse a ninguna otra verdad, porque enfrentarse a la realidad cuesta mucho trabajo y dolor, sobre todo si te has construido una realidad propia donde sus carencias son alimentadas con premios y objetos materiales.

Alma suspiró.

—Suspendidos —añadió al fin—. Todos suspendidos.

—¿Y entonces? —preguntó Pete con amargura—. ¿Ya está? ¿Fin?

Alma se volvió para mirar por la ventana. Abajo, el mundo parecía abocado a esa palabra que Pete había pronunciado: el Fin. La palabra retumbó en su mente durante unos instantes: Fin, Fin, Fin, pero no contestó. No dijo nada porque no podía, porque no tenía ni idea de lo que pasaría a continuación. Ir a Elvenbane parecía el siguiente paso, enfrentarse al origen, a la fuente del mal, pero… ¿tendría fuerzas suficientes? Ni siquiera sabía qué esperar, qué tipo de… magnitud insoportable podía afrontar cuando llegaran. Había dudado con aquella única sombra y casi consigue perderse en sus miedos e inseguridades. De no haber sido por la inesperada ayuda de Jow, emitiendo su amor por ella en el último momento y ofreciéndole un pequeño punto de apoyo, la habría devorado. Funcionó, pero… ¿y si se enfrentaba a dos, a cinco, a diez mil? ¿Sumarían sus fuerzas en una especie de combate íntimo y psíquico entre el bien y el mal?

No dijo nada, y ni Pete ni Jow aportaron más a la conversación, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Estaban apesadumbrados, rendidos y desesperanzados.

El helicóptero dejó la ciudad y cruzó océanos de campiña inglesa salpicada de pequeñas granjas, carreteras y edificios veteados por el aspecto vetusto y descolorido de la miseria sin color que dejaba, a su paso, la Marea Negra. Parecían haber pasado por todas partes en su camino hacia Leeds.

El tiempo pasó deprisa, sin ser advertido. Ninguno de los tres pensaba ya en nada, acunados por el arrullo del motor. Alma cerró los ojos un instante. De repente se sentía cansada, muy cansada. Terriblemente cansada. Se dijo que, cuando pasara todo, dormiría durante semanas. Luego se preguntó si pasaría todo alguna vez, y por último se convenció de que las cosas, de una forma o de otra, estaban a punto de acabar. Para entonces se hundía ya en los lindes de la vigilia.

Estaba a punto de quedarse dormida cuando, de pronto, el altavoz interno crepitó brevemente. La voz de Hylke irrumpió en la cabina.

—¡Algo va mal! —dijo.

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