Alma

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XXVIII. Cambio de planes

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De pronto, el torrente oscuro se paró, como si alguien, en alguna parte, hubiera cerrado un grifo. Las últimas porciones de oscuridad se elevaron hacia el cielo y se confundieron con las nubes. Allí eran apenas un rastro oscuro pero visible que siguió su camino hacia el horizonte. Pero tras ellas no hubo más; fuera lo que fuese aquello, había cesado.

Alma asintió.

—Parece que ahora están las cosas mejor, ¿no? —exclamó risueña. Con paso lento pero firme, echó a andar—. Por cierto, el helicóptero volverá dentro de una hora. Creo que será suficiente: en una hora todo debería haber terminado, o no. Si esperáis aquí, podéis usarlo para escapar.

La mujer vestida con ropa deportiva soltó un gemido.

Jow empezó a caminar al lado de la doctora.

—¿Jow? —la llamó Pete.

—Voy con ella, Pi —dijo con suavidad—. No sé si podré ayudar en algo, pero… voy con ella de todas formas, ¿sabes?

Lo miró durante unos segundos, como si quisiera grabar la imagen en su mente. Comprendía a la perfección que aquélla podía ser la última vez que lo viera, y quería memorizar su rostro atribulado pero sereno, sus marcadas facciones, sus ojos redondeados de mirada limpia, y aquellos labios en los que había encontrado tantas mariposas. Y contemplando la posibilidad de la pérdida definitiva, se dio cuenta de que aunque llevaban muy poco tiempo juntos, Pete era ya mucho más que los hombres y mujeres que habían pasado por su vida. Pete era la conexión esencial, íntima, que se había instalado en su interior de una forma tan natural que apenas se había dado cuenta, como si lo conociera de toda la vida. Allí, mirándolo, tuvo la certeza, súbita y clara, de que ella y Pete se habían amado muchas veces en el pasado; muchas, muchísimas veces, y cuando comprendió eso no deseó siquiera poder besarlo de nuevo cuando todo hubiera pasado, si es que eso era posible. Deseó que hubiera una eternidad en la que ella y él volvieran a encontrarse para disfrutar otro instante del amor que se profesaban y que se habían regalado desde tiempos inmemoriales.

Y Pete, mirándola, pareció comprender lo que estaba pasando por su cabeza. Sin pensárselo dos veces, dio un paso adelante y se puso a su lado.

—Contigo —susurró, y añadió—: Como siempre.

Jow sonrió. Alguna suerte de hielo primigenio, muy dentro de ella, empezó a fundirse. El agua de ese deshielo generó lágrimas dulces en sus ojos claros.

Alfred los miró, tres figuras pequeñas en un océano de destrucción. Podía quedarse allí, desde luego, y tratar de sobrevivir una hora. Incluso podía intentar seguir advirtiendo al mundo de lo que ocurría, hablar con las autoridades, montar una nueva campaña de información sobre lo que pasaba en Elvenbane, pero de repente comprendió que había tomado una decisión. Algo en el intercambio de miradas entre Jow y Pete lo había hecho moverse sin que fuera consciente de ello, y ahora caminaba con paso resuelto hacia el grupo.

También a Penny le había llegado aquel intenso y fugaz instante.

—Esperadme —dijo incorporándose.

Roy le tendió una mano y avanzó con ella.

Alma no se volvió para mirar. No le hacía ninguna falta. Sólo sonreía. Apenas había bajado del helicóptero y visto el grupo ya supo quién la acompañaría y quién no.

Las piezas, se dijo, estaban dispuestas para la jugada final.

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