Alma

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IV. Papel en blanco

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Johnnie no dijo nada, confuso, pero al instante Cormick se echó a reír.

—Era una pequeña broma, por supuesto —comentó. Era obvio que había quedado complacido—. Pero viene muy al caso, porque en ocasiones lo que la gente paga de verdad es una buena idea aderezada con algo de prosa con estilo. Eso es lo importante. Tenemos gente aquí que podría escribir tres tomos de una novela a partir de un guión de una página…

—Sí —contestó Johnnie, sin poder ocultar un deje de amargura en su voz—. Es lo más importante.

—Así es. Lo dicho… Todavía tenemos tiempo, pero no nos durmamos en los laureles. Mándame cosas, ya sabes que estamos pendientes de ti. El año que viene por estas fechas deberíamos estar en la calle… Creo que para entonces tendremos algún anuncio oficial de que habremos vendido los derechos para una película… ya verás.

—¿Una película? —balbuceó, parpadeando rápidamente.

—No lo dudes. Estas cosas son muy complicadas… tan complicadas que no sé cómo diablos llegan tantas producciones a los cines, pero estamos moviéndonos en ese sentido. Llevo muchos años en esto, así que créeme cuando te digo que La puerta acabará en la gran pantalla. Seguramente no será rápido, ni será fácil… será parte de un proceso, pero llegaremos.

—Eso sería alucinante, Jules… —exclamó Johnnie, sumido en ensoñaciones repentinas. La portada de su libro, una tabla de ouija parcialmente cubierta por una cortina negra movida por el viento en formato cartel de cine, y debajo, la frase promocional en letras blancas y discretas: «Encontraron el camino de vuelta».

—Ve haciéndote a la idea —contestó Cormick—. Pues lo dicho… Un abrazo, Johnnie, y otro para tu mujer. Házselo llegar de mi parte.

—Así lo haré.

Pero después de colgar, aún existiendo la posibilidad de ver su película trasladada al celuloide, no se sintió mejor.

En absoluto.

De alguna manera, Johnnie Balmori había llegado a los treinta y cinco sin pasar por las vicisitudes de una compleja vida social.

Siempre había disfrutado de su soledad. No era que no le importara pasar largos periodos sin buscar el calor de la compañía humana, sino que muchas veces lo prefería. Cuando encontró a Rebecca, además, se dedicó a ella en cuerpo y alma. Era como si estuviera iluminándola con una linterna y olvidándose de todo lo que había alrededor, en las sombras.

Aún conservaba, sin embargo, algunos amigos de la época de la universidad e incluso de periodos anteriores, algunos de los cuales se remontaban a los días del colegio. Aunque la mayoría habían encauzado sus vidas en otras ciudades y era difícil mantener el contacto, para ellos todavía quedaba alguna llamada eventual, aunque fuera una al año, suficiente para poner sobre la mesa las mismas viejas anécdotas y reír un rato. Otros, como Brown, se habían mantenido gravitando alrededor de su vida de una forma más o menos constante, porque de todos ellos era el único que evitaba, con alguna visita ocasional, que la distancia matara la relación.

Buscando esa voz amiga, Johnnie consultó brevemente su reloj para comprobar que aún estaba dentro de un horario razonable y luego, simplemente, llamó.

—Joder… ¿Johnnie? —exclamó Brown cuando reconoció su voz al teléfono. Se captaba la sorpresa y el entusiasmo a través de la línea—. ¿De verdad eres tú? ¡Joder, tío, increíble, iba a llamarte mañana, iba a llamarte antes, te lo juro! Pero con todo lo que te está pasando se me hacía raro, me decía: «¡Vaya, Johnnie debe de estar realmente ocupado!». ¡Joder, Johnnie!, ¿qué pasa? ¿Cómo estás? ¡Qué bueno que me llames, tío!

Johnnie dejó que Brown continuase con su turbulento tropel de exclamaciones. Durante un rato, apenas pudo responder más que con monosílabos, pero recibió el torrente de voz con una sonrisa. Brown era así, atropellado, exultante, casi histriónico en sus expresiones; podía imaginarlo haciendo aspavientos y recorriendo el salón de su casa como un chimpancé sobreexcitado. Y sonrió porque le gustó comprobar que algunas cosas… bueno, ciertas cosas seguían como siempre.

Cuando pudo hablar, Johnnie lo puso al día de todo lo que le había pasado en el último año. Brown respondía a cada poco con alguna exclamación bastante explícita. Lo cierto era que se daba cuenta de lo rápido que había pasado todo. Cuando le habló de su casa nueva, Brown se revolvió, molesto.

—Lo sé, capullo. Fuimos a tu casa y estaba a la venta. Clara estaba flipando, te lo juro, pero la controlé… le dije que estabas viviendo cambios y que cuando te serenaras nos dirías dónde has excavado tu nueva madriguera.

—Lo siento, tío —se disculpó Johnnie—. Tienes razón. Pero ha sido todo tan…

—¡Ya lo sé, joder! De todas formas siempre has sido un capullo, así que… está bien.

Johnnie se rio.

—Hemos estado siguiendo tus pasos, de verdad —dijo Brown—. Y nos hemos alegrado con cada uno de tus éxitos. Era alucinante oír tu nombre por todos lados y ver todas esas fotos.

—¿En serio?

—Nos hicimos fans de tu página de Facebook. Por cierto, no la llevas tú, ¿no?

Johnnie parpadeó. Nunca había tenido mucho interés por esas cosas, pero recordaba un e-mail del departamento de comunicación donde le brindaban la contraseña de su cuenta oficial, por si alguna vez quería usarla para decir algo. Sabía que la editorial tenía gente que se ocupaban de las cuentas de sus autores, ofrecían información, lidiaban con los fans y respondían preguntas, pero esas tribulaciones le venían grandes. No era demasiado bueno desarrollando empatía con la gente, y mucho menos a través de un teclado.

—No, no soy yo —admitió.

—Se nota. No creo que la gente lo note, pero yo sí, porque te conozco. Pero… bueno, nos servía para estar al tanto de tus pasos. Reseñas, presentaciones, entrevistas, que si segunda edición, tercera, lo de los idiomas y la versión americana… ¡Estamos alucinando!

Johnnie se rio de nuevo y continuaron hablando. Volvieron casi al principio y Johnnie tuvo que contar de nuevo casi toda la historia, esta vez más despacio, añadiendo más detalles. Compartieron risas y, en ocasiones, Brown consiguió dominar su verborrea y escuchar con atención los detalles más jugosos.

—Has armado una movida tremenda —decía Brown—. ¿Sabes la de gente que está comida del coco con el tema de los espíritus? En el trabajo se habla de ello en los pasillos. La librería del barrio ha desplazado esos libros eróticos tan de moda para colocar todos esos manuales de espiritismo que están saliendo siguiendo tu estela… ¡con tu libro en cabeza, Johnnie!

Johnnie se rio otra vez.

La charla actuó como un bálsamo. Para cuando terminaron, casi una hora después, Johnnie colgó con la oreja tan entumecida como roja, pero se dejó caer en el sofá con una media sonrisa. De alguna manera, hablar con Brown y regresar a los tiempos en los que nadie le exigía una obra creativa que se veía incapaz de acometer le produjo un notable estado de melancolía y tranquilidad, y durante un rato al menos, Johnnie disfrutó de la quietud de la casa no haciendo nada más que recordar aquellos días, ahora lejanos, en los que todo parecía mucho más fácil.

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