Alma

Alma


VI. Las voces del silencio

Página 13 de 58

LAS VOCES DEL SILENCIO

El banquero, vestido con un traje que ya a esas horas de la mañana presentaba arrugas más que evidentes, pasaba las hojas del dosier con una expresión neutra. Desde el otro lado de la mesa, Jow intentaba, sin éxito, descifrar su expresión; era como observar a un experto jugador de póquer.

—La verdad es que aún no lo entiendo muy bien —dijo el hombre tras emitir un largo suspiro—. ¿Podría explicármelo de nuevo?

—Por supuesto —dijo Jow—. Se trata de un avanzado software de reconocimiento de voz…

—Sí, sí, eso lo he entendido —lo interrumpió el banquero levantando la mano—. Lo que no entiendo es…

—En realidad no entiende mucho de nada —explotó Jow. Después de pasar casi dos semanas recopilando datos para el banco y pasando varios comités previos, no sólo empezaba a tener serias dudas sobre si conseguiría la financiación, sino que estaba perdiendo la paciencia.

—¿Perdone?

—No entiende nada —continuó ella— porque intenta buscar cifras y símbolos de euro entre esas páginas, y no está prestando atención al proyecto en sí. Pero no importa. Debe ser como la quinta o sexta vez que explico qué estamos haciendo, así que lo haré por última vez, porque si después de explicárselo de nuevo sigue sin entenderlo, cogeré mis papeles y me iré a otro banco.

—Comprenda que…

Jow se revolvió en la silla.

—Sí, comprendo perfectamente que deben asegurar sus inversiones. Pero cualquiera con dos dedos de frente vería que ésta es una inversión tan segura como poner una máquina de condones en un bar de alterne, ¿sabe?, y me están haciendo perder un tiempo precioso.

—Creo que…

Jow negó con la cabeza. Cuando lo hacía, su cabello rojizo y rizado se revolvía a uno y otro lado como si tuviera vida propia.

—Da igual. Lo que mi socio Arran Stephens y yo estamos haciendo es un software de reconocimiento de voz, pero no uno al uso. Normalmente, el software de reconocimiento de voz compara patrones en la voz con una base de datos, e identifica palabras de un diccionario interno. El nuestro se ocupa más de autenticación: sólo necesita una pequeña muestra para comprender si el resto de sonidos que recibe pertenece a una misma persona, y el rango de error es de un despreciable cero coma cero, cero, uno por ciento. Lo hace con una tecnología nueva, la nuestra, que es la que tratamos de terminar en estos momentos. Si quiere saber cómo lo hacemos, hay un detallado dosier en el apéndice, pero como no creo que se tome la molestia de leerlo, le haré un resumen.

»Básicamente, analizamos los parámetros característicos del sonido: intensidad, tono y timbre; sobre todo el timbre. Cada voz tiene una frecuencia fundamental que es única. Nuestro software analiza esa voz y toma buena nota de todos sus armónicos, que son los múltiplos y divisores de dicha frecuencia. Así es como identificamos sonidos. A nuestro software no le cuesta trabajo descubrir que usted es usted de la misma manera que a usted no le cuesta distinguir que el sonido del canto de un gallo pertenece, de hecho, a un gallo. ¿Me sigue usted hasta aquí?

El banquero asintió con cierta reticencia.

—De acuerdo. Piense ahora en las aplicaciones. Coches que arrancan con una simple palabra, teléfonos móviles con sistemas de seguridad basados en la voz, ordenadores que se recuperan de su sueño sin necesidad de aburridas y tediosas claves, páginas web, cajeros automáticos…

—Comprendo —exclamó el banquero, visiblemente molesto.

—¿Sí? ¿Ahora lo entiende mejor?

—Lo entiendo. Parece… interesante, de hecho.

—Me alegro —exclamó Jow, acomodándose de nuevo en la silla. Tenía la costumbre de encresparse cuando se exaltaba, y se dio cuenta de que había estado a punto de saltar por encima de la mesa.

—Y necesita la financiación para…

—La patente, marcas registradas a nivel internacional, registro y copyright del logotipo, diseño de éste, un servidor web, publicidad, una campaña de marketing… Está todo en el apéndice final.

El banquero estaba mirando precisamente esa página y asentía ahora con la cabeza, con los labios apretados. Sus ojos subían y bajaban por la lista de números. Jow odió su expresión casi en el acto; pensó en los caniches de plástico que suelen adornar la parte trasera de los coches. Era un gesto demasiado estudiado, como parte de un paquete de expresiones estándar aprendidas en algún aula de formación de capullos. Era arrogante, altivo; un lenguaje máscara estereotipado y absurdo que estaba a mil años luz de lo que de verdad pudiera estar sintiendo.

Jow soltó un bufido.

—Bien, pasaremos la solicitud a…

Jow se levantó de la silla de una manera tan inesperada que el banquero se sorprendió conformando un círculo perfecto con sus finos labios.

—Por fin, algo de naturalidad —exclamó Jow—. Enhorabuena, ya pensaba que estaba usted echado a perder. Me levanto porque me voy, y me voy porque ya sé lo que va a decir. Va a pasar la solicitud a la siguiente mierda de departamento con nombre superchulo, que en realidad es el mismo tío cetrino y almidonado de las otras cuatro veces, para que, de una puñetera vez, se lea el informe completo ahora que parece que he saltado todas las puñeteras vallas de su juego de burocracia. Es excitante, de veras. Llámeme cuando decidan algo. Gracias y buenos días.

—Eh…

El banquero añadió algo más: un «buenos días», quizá, o un saludo cordial adecuado a la fórmula protocolaria que le habían enseñado a usar en esos casos, pero se quedó de pie con la mano extendida y una expresión perpleja en el rostro. ¿Qué acababa de pasar? Estaba acostumbrado a que las personas fueran sonrientes y amables, y no simplemente educadas, sino aduladoras, incluso. Esperaban, sin duda, agradar para conseguir, por supuesto, el Dinero. ¡Oh, el Dinero! Al banquero le gustaba el dinero, pilar ancestral y veraz de la Civilización. Esos trozos de papel, esos apuntes digitales en una base de datos en servidores sagrados y protegidos en alguna parte del mundo, eran un símbolo de Honor, de la capacidad para reclamar un pedazo de la energía de las personas que lo producen y lo hacen realidad. El saldo de la cuenta del banco era una declaración de la esperanza de que, en cualquier parte del mundo, habrá personas que honrarán el principio moral de la aportación de valor que es la raíz del dinero. Jow, que abandonaba ya el despacho y caminaba resueltamente para alejarse de allí, pensaba de una manera muy diferente. Estaba deseando salir del edificio. La oprimía, la asfixiaba, la hacía sentirse desconectada de su trabajo y de su vida, y más importante, de sus principios. Para Jow, ni todas las herramientas jamás concebidas por el hombre ni todas las armas del mundo podrían transformar el dinero en el pan necesario para sobrevivir. Le fastidiaba muchísimo pisar un banco, por descontado, pero aún más le fastidiaba tener que dirigir su destino de acuerdo a la posesión o carencia de un puñado de billetes. Era injusto. Jow tan sólo quería crear.

Salir a la calle, sin embargo, tuvo un efecto inmediato y renovador en ella. Sentir otra vez el aire circulando libremente entre los edificios, las manchas de sol y sombra en el pavimento, el suave vaivén de los árboles enclaustrados en sus habitáculos de las aceras la renovó por completo. Dedicó unos segundos a detenerse y sentir, concentrada tan sólo en su propia respiración; fue únicamente cuando reencontró de nuevo su sonrisa interior que pudo, otra vez, dirigirse hacia su coche.

Empezó a conducir de vuelta a la oficina. En la radio del coche sonaba ahora Ed Sheeran con su canción I see Fire, y fue una sorpresa agradable: no sólo era una de sus muchas canciones favoritas, era justo el tema que necesitaba para olvidarse del banquero, de la desagradable presión por conseguir dinero y de la mierda de día que había sido en general sin ser aún las doce del mediodía. Sólo para llegar al banco había tenido que soportar tres desvíos, claramente instalados para celebrar el Día Internacional de Toquémosle las Narices a Jow, que básicamente consistía en tres idiotas anónimos decidiendo que era un día excelente para destrozar cosas o tener un accidente del tamaño de Asia. Pero eso quedaba atrás (así era Jow) y ahora sonreía y cantaba a pleno pulmón.

Veinte minutos más tarde, el coche entraba en el aparcamiento de la oficina. A Jow casi le dio pena llegar tan pronto: la radio estaba poniendo un montón de temas que comunicaban con ella de una manera íntima, y además hacía un sol maravilloso. Los días de sol en esa época eran del todo inusuales, y había disfrutado enormemente del trayecto sintiendo el calor en la cara y los brazos. Incluso había mantenido la ventana abierta porque el aire traía ese frescor agradable sin ser el frío habitual de aquellos días de octubre, escoltado por un aroma a renovación, a verde, a luz. La música y la simple conducción, sin ninguna otra cosa que la distrajera, le habían permitido, además, hacer algo que podía considerarse un lujo en el ruido del quehacer diario: relajarse.

Relajarse, sí. El proyecto, con todas sus inevitables complicaciones, empezaba a configurarse como un pequeño dolor de cabeza.

Entró en la oficina y sonrió ante el espacio diáfano que ella misma había pintado con colores alegres. Unas butacas y un sofá acomodarían a los futuros clientes, pero la mesa de la recepcionista estaba vacía. Aún no era el momento; no había nadie en ese puesto porque no tenían todavía ningún producto que vender, ni dinero para pagar sueldos.

Financiación.

Negó con la cabeza, cansada de tener ese tema despertando ecos en su interior, y entró en la sala privada. Enfrentarse al estado de caos en el que se había convertido ese espacio (¡su espacio!) la sacudió como una bofetada. Le gustaba que el lugar donde hacía su trabajo fuese lo más minimalista y limpio posible, porque el esfuerzo intelectual que tenía que desarrollar en su trabajo diario ya era demasiado bullicioso de por sí. Por eso había decorado la sala de trabajo con tonos neutros y pastel, luces cálidas e indirectas, unas cuantas plantas y ciertos toques de madera representada por unos pocos muebles. Ver lo que Arran había hecho con todo aquello en apenas dos días casi consiguió provocarle un desmayo.

Había latas de Coca-Cola por todas partes, a veces formando hileras que, desde su posición, parecían soldados involucrados en algún descabellado desfile. Había papeles amontonados, ¡papeles arrugados!, papeles pintarrajeados, y lápices, bolígrafos, envoltorios de hamburguesas de McDonald’s y libros de documentación técnica que se inclinaban precariamente en cualquier dirección. Había muchas más cosas, y casi todas fuera de su sitio, desde cajas de bollitos de chocolate sacadas de algún supermercado horrible hasta envases de cartón de comida china. Incluso las sillas estaban fuera de lugar, a menudo con ropa abandonada encima de una manera desmañada y confusa. Y estaba también su socio, la fuente indiscutible de aquel monumental batiburrillo de desorden y suciedad: Arran Stephens, visiblemente ocupado junto a una larga hilera de servidores. En su mano florecía un ramillete de cables.

—¡Arran! —exclamó a modo de protesta. Estaba tan disgustada como atónita.

—Hey, tía —dijo éste sin volverse.

—¿Qué narices has hecho aquí?

Arran se dio la vuelta. Estaba despeinado y una barba desordenada, incipiente y oscura, le envolvía todo el cuello y el rostro.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Jow reconoció el tono enseguida. Era su tradicional manera de ponerse a la defensiva.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Jow.

—¿El qué?

—Todo esto, Arran.

Jow estaba disgustada y quería hacérselo saber.

Arran miró la habitación, perplejo.

—Oh, te refieres a…

—Sí.

—No pasa nada, lo recogeré esta noche y mañana estará todo limpio.

—¿Cómo que esta noche? —exclamó Jow, perpleja.

—¡Claro! Estará todo recogido el lunes por la mañana.

Jow soltó un bufido.

—Arran, hoy es lunes.

Arran parpadeó.

—¿En serio? —exclamó—. Vaya. Claro. Por eso estás aquí. ¡Qué barbaridad! Se me ha ido el fin de semana volando. Pero entonces… ¿has estado en el banco? ¿Has conseguido la pasta?

—Aún no —exclamó Jow—. Tienen que… someterlo a evaluación.

—¿Otra vez? Me suena a que dijiste lo mismo hace…

—Lo sé —dijo Jow con fastidio—. Es el procedimiento. ¿Has trabajado todo el fin de semana?

—Ajá. Sí.

—¿Por qué?

—Porque… tenemos un serio problema de espacio. Uno grave. Por eso te he preguntado por la pasta. Vamos a necesitar una ampliación mucho antes de lo que pensábamos. Nuestros servidores están saturados, los discos duros están llenos y ni siquiera he terminado de volcar todas las voces.

—¡¿Qué?! —exclamó Jow. Aún estaba mirando el desorden esperpéntico a su alrededor, pero esa información hizo que se centrara en su socio—. No puede ser. La semana pasada había…

—Trescientos mil millones de petabytes, sí. Pero al volcar la base de datos lo hemos ocupado todo, y sigue sin haber espacio.

Se encogió de hombros como un mimo en un parque infantil.

Jow pestañeó. Había hecho unos cálculos sobre el tamaño en kilobytes que ocupaba cada una de las voces y no le salían las cuentas. ¡Lo había calculado! Debía haber espacio más que suficiente y no era así ni por asomo. ¿Cómo podía haberse equivocado tanto?

—Un momento —exclamó.

Se dirigió a su mesa, la única que no había sido ocupada por el maremágnum caótico de Arran, y empezó a revisar su libreta de trabajo. Era la número veintitrés. Arran se reía muy a menudo de su manía algo retrógrada y obsoleta de seguir usando libretas de anillas, pero a ella le seguía pareciendo la manera más eficiente de almacenar sus ideas, esquemas y diagramas. Los cálculos sobre el tamaño de la base de datos estaban allí.

Los revisó, hizo algunos cálculos mentales, y después de medio minuto concluyó que, cuando menos, debían ser correctos.

—No lo entiendo —murmuró.

Arran se encogió de hombros.

—A mí no me mires —replicó.

—Está bien —dijo Jow cogiendo el teclado de su ordenador—. ¿Y qué estás haciendo?

—Estoy configurándolo todo de nuevo para hacer unidades comprimidas virtuales. Si comprimo los datos, ahorraremos un montón de espacio. ¡Llevo todo el fin de semana liado con eso!

—¿Por qué no has llamado al técnico?

—¡Jesús! —soltó Arran—. Ese mamón cobra una pasta por hora, y me parece que no está el horno para bollos.

—Ay… —exclamó Jow mirando la maraña de cables que iban de un lado a otro, lánguidos como un tendido eléctrico de los setenta—. Espero que no la hayas liado mucho, porque deshacer este lío sí que nos va a costar caro.

—Me encanta que confíes en mí —soltó Arran, dolido.

Jow no le prestó atención. Se concentró de nuevo en su trabajo con gesto decidido.

—Vale. Si no son los cálculos, entonces algo pasa con los paquetes de datos. O son muchos más de los que compramos, cosa que me parece increíble tratándose de una compañía telefónica, o los paquetes ocupan mucho más de lo que nos dijeron.

—Ocupan mucho más —informó Arran encogiéndose de hombros con visible desgana; demasiado bien sabía que, dijese lo que dijese, su socia comprobaría de todas maneras cada pequeño eslabón de la cadena en busca de errores.

Jow, de hecho, miraba la pantalla con perplejidad.

—¿Qué lío es éste, Ro?

Arran sonrió. Jow nunca lo llamaba Ro cuando estaba enfadada. Era señal de que empezaba a perdonarle el monumental caos que (ahora se daba cuenta) había organizado en la oficina.

—Tienes que entrar por SERVERC.

—Vale. Ya lo veo.

Arran continuó colocando cables. La teoría era sencilla: había revisado esquemas y sabía cómo conectar los racks, pero era poco mañoso con las manualidades, y no terminaban de quedar bien, en parte porque estaban viciados a un tipo de dobladura diferente. Después de unos minutos se había olvidado de Jow, que daba órdenes con el ratón haciendo largas pausas pensativas entre ellas. A Arran le dolían las manos: el grosor de los cables y su elevado número estaban consiguiendo que empezase a sudar.

En un momento dado, Arran percibió el silencio y se volvió a mirar a su socia. Jow se recostaba en el asiento en ese mismo instante. Tenía esa mirada dulce, perdida, con una media sonrisa dibujada en los labios rosados. Era una señal inequívoca de que estaba pensando, o mejor dicho, de que estaba poniendo en juego su intuición.

Era algo que Jow hacía muy bien. Era intuitiva, mucho, y tan convencida estaba de ello que en muchas ocasiones había tomado importantes decisiones vitales basadas en sus sensaciones. Nunca se había equivocado.

—¿Qué hay? —preguntó al fin, ahora con curiosidad.

—Ven, te necesito aquí, señor Ingeniero de Sonido. Mira esto.

Arran dejó los cables colgando y se acercó a ella, masajeándose una mano con la otra.

—He visto el tamaño de esos archivos, ¿vale? Luego los he comparado con otros que he bajado de internet con un contenido similar: voces sencillas, similar compresión, etcétera. Mira la diferencia.

—Vaya —exclamó Arran, ahora con el ceño fruncido—. Tienes razón. ¿Qué pasa?

—Eso es lo que quiero que me digas —dijo Jow, levantándose de la silla. Arran se sentó en su lugar y empezó a abrir programas. Los datos de los archivos empezaron a aparecer en pantalla: curvas sinuosas, picos puntiagudos, y un montón de datos de audio que Jow no sabía interpretar.

Entonces Arran se llevó una mano a la frente.

—Mierda… —exclamó.

—¿Qué pasa?

—¿Cómo no me he dado cuenta? —se preguntó, enfadado—. ¡Son archivos para estaciones de trabajo de audio digital! Tienen todos los canales, todas las frecuencias, ¡todo!

Jow sonrió.

—Entonces, ¿tenemos espacio?

—¡Joder, sí! —soltó Arran—. No necesitamos nada por debajo de los veinte hertzios ni por encima de los veinte mil, ahí no hay nada audible para el oído humano. Es un… montón de datos que no nos sirven para nada, toneladas de miles de gigas que…

Se interrumpió. Estaba sintiendo la mirada de su socia en la nuca, y se volvió con suspicacia, preparándose para lo que ya sabía.

—¿Has trabajado todo el fin de semana en reorganizar los discos duros antes de comprobar, idiota, el tamaño de los archivos? —preguntó ésta, divertida.

—No me tortures —soltó Arran, levantándose de la silla con brusquedad.

Jow soltó una carcajada.

El resto del día transcurrió con normalidad. Arran estuvo de mal humor, pero sólo durante un rato; al fin y al cabo tenía la sensación de haber malgastado el fin de semana trabajando en algo que ya no era necesario. Luego, acabó decidiendo que lo mejor sería sacar provecho de todo aquel trabajo y seguir adelante con la nueva topografía de redes. Jow estuvo de acuerdo, pero sólo para ayudar a que Arran se moviera en una dirección. Mientras fuese la misma durante el tiempo suficiente, llegaría a algún lado; eso lo enseñaban en la escuela elemental. En realidad, le importaba un pepino que los servidores estuvieran montados de una u otra manera mientras pudieran hacer su trabajo.

El trabajo, sí.

Jow jugueteaba pensativa con los archivos de la compañía de teléfonos. Eran voces de clientes, la mayoría hablando con el redirector de servicios. Había cosas como: «Sí, problema con el ADSL» o el más frecuente: «¡Póngame con un humano, por el amor de Dios!». Cientos de miles de voces totalmente desligadas de sus dueños, anónimas, por lo tanto, pero indeciblemente útiles para su proyecto. Iba a ser el Gran Examen. Ella y Arran cortarían las voces en archivos pequeños, independientes, y los colocarían en un directorio para que su programa se enfrentara a ellos. Los algoritmos que había diseñado tendrían que identificar todos los paquetes y averiguar cuántas de aquellas voces formaban parte de una misma persona, y ordenarlos en directorios independientes para que pudieran ser comparados con los originales. Y no sólo una vez; el software haría decenas de millones de pequeñas pruebas en segundos, moviendo, analizando, reordenando y confeccionando una base de datos con sus hallazgos. Todo sería muy rápido; pero si conseguían llevar a cabo esas operaciones con éxito, si lo conseguían… entonces… entonces ya estaba. Sería el final de tres largos años de desarrollo. Podrían obtener la certificación que necesitaban para empezar a vender el software como producto tecnológico, firmarían contratos y ganarían dinero, y Jow… oh, Jow podría dedicarse por fin a todos esos proyectos en los que realmente estaba interesada: ¡el arte! Escribiría una novela, quizá, y en el ínterin podría pintar, esculpir… crear.

Sacudió la cabeza.

Los archivos. Algo pasaba con los archivos y no sabía de qué se trataba. Tenía la sensación de que algo importante se le escapaba. Algo.

Miraba la pantalla. El «trimeador», como lo llamaba Arran, estaba haciendo bien su trabajo: cortaba los silencios excesivos en los archivos y dejaba esos trozos en una unidad de temporales; Jow quería conservar al menos una porción de ellos durante un tiempo, aunque sólo fuese por curiosidad o porque, al fin y al cabo, eran algo que le habían vendido. Los nombres de archivo de esos trozos sobrantes aparecían en la unidad temporal a una velocidad de vértigo. Los tamaños de esos trozos eran exageradamente grandes: seis megas, veinte megas, ¡cuarenta megas!

Jow arrugó el entrecejo. No sabía mucho de archivos de sonido, pero sabía lo que podía dar de sí todo un megabyte de información. Un montón de códigos, para empezar, o una aplicación completa, o una miríada de recursos gráficos vectoriales, o una imagen de superalta resolución. Entre otras cosas.

«O puede que una o dos canciones enteras en MP3», se dijo.

Arrugó la frente.

Realmente era mucho tamaño para contener silencios. ¿Qué era un silencio, al fin y al cabo, sino la ausencia de información?

—¿Arran? —lo llamó.

—Dime.

—Ven aquí un segundo, ¿quieres?

Arran suspiró. Había dejado por un momento el trabajo de configuración de la red, ahora que ya funcionaba mínimamente, y estaba limpiando la oficina de latas y restos de comida china.

—¿Qué hay? —preguntó.

—Estos archivos de aquí son los trozos en blanco desechados por tu trimeador. ¿Puedes decirme por qué son tan grandes? Si los ejecuto, están completamente en blanco.

Arran se rascó la cabeza.

—Bueno, son archivos especiales, ¿sabes?, tipo DAW, para estaciones de trabajo. No es como un archivo normal como el que escuchas en tu iPhone o tu MP3.

Jow arrugó la nariz.

—Vale —dijo Arran—. En pocas palabras, se basa en la compresión destructiva. La información que se pierde son ciertas frecuencias inaudibles para la mayoría de los seres humanos y la distorsión armónica de la señal. Por eso no se puede hablar de calidad MP3, porque depende de quién la escucha. Los oídos más finos encuentran ciertas atrocidades en esos archivos difíciles de soportar. Por eso se ha puesto de moda el vinilo.

—¿Y…?

—Estos archivos están sin comprimir en absoluto. Tienen todas las frecuencias, todas las capas, todo.

—¿Y qué hay en ellos?

Arran chasqueó la lengua. No sabía adónde quería llegar su socia.

—Sonido blanco, basura. Nada. Pero incluso eso ocupa espacio. ¿Por qué te preocupa?

—Hum —murmuró Jow, ceñuda—. Porque… he ejecutado nuestro software en esta carpeta de ficheros vacíos y se ha puesto a trabajar en ellos. Apenas ha encontrado similitudes, ¿vale?, pero algunas sí. Pocas, pero algunas. Lo que desde luego es un problema, porque o bien el trimeador está cortando trozos valiosos, o nuestro software no funciona.

Arran negó con la cabeza, molesto.

—Vale —dijo—. Ahora me estás preocupando. Voy a abrirlos desde mi terminal, allí tengo el Cubase y el Presonus.

Jow hizo un ademán con la mano, como si le cediese paso.

Arran estuvo trabajando un rato. Abría los ficheros, tocaba cosas y el espectro de gráficos aparecía en pantalla con sus informes asociados.

—¿Qué hay? —preguntó Jow después de esperar un tiempo prudencial.

—Hum.

—¿Qué quiere decir «hum»?

—Pues que es raro. He encontrado algo fuera del espectro audible. Hay picos, una intensa batería de picos en un área subsónica, fuera del rango audible.

—¿Subsónica? —preguntó Jow, interesada—. ¿Quieres decir frecuencias no audibles por el oído humano?

—Exacto. Ésa es una buena precisión, porque los perros, los murciélagos o las ballenas sí pueden.

Jow asintió.

—¿Y qué es?

—Están en el rango de los quince hertzios, de hecho —exclamó Arran pensativo, más para sí mismo que para su socia.

Ir a la siguiente página

Report Page