Alma

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VII. Pete y Alma

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—Sabía que le gustaría —comentó Andrew.

—¿Para qué es todo este despliegue?

—Para nuestro trabajo, claro —contestó Andrew—. Todo es para lo mismo. Esta gente de aquí, por ejemplo —dijo señalando a las chicas jóvenes que se ocupaban de las pilas de carpetas y los ordenadores—, se dedica a recopilar y analizar casos existentes. Mucha de esa información es viejísima, aparece en libros, periódicos y revistas sensacionalistas de divulgación, pero no descartamos nada. A veces encontramos cientos de referencias sobre un mismo caso, y al recopilarlas, tomamos nota de las incoherencias. Si una misma referencia aparece en un noventa por ciento de las menciones, por ejemplo, se le asigna una probabilidad más alta de ser cierta. Al fin, todo se digitaliza y alimenta una gran base de datos a la que llamamos Virgilio.

—¿Virgilio?

—Como en la Divina Comedia, el que guía a Dante a través del Infierno y el Purgatorio —respondió sonriente. Con esa luz, la palidez de su rostro era más que evidente—. Pero ya lo comprenderá más adelante.

Pete asintió, recorriendo la sala con ojos ávidos.

—¿Cuánta gente trabaja aquí?

—No crea, nuestro equipo es pequeño. Somos apenas cinco, el resto son profesionales que intervienen, eventualmente, cuando requerimos de sus servicios. También tenemos un grupo de trabajo de estudiantes universitarios que colaboran haciendo tareas sencillas de documentación y archivo, como esa gente de la que hablábamos antes.

—¿Qué tipo de casos recopilan?

Andrew levantó una ceja, sorprendido.

—Creo que no sabe mucho acerca de nosotros, ¿verdad?

Pete se revolvió, incómodo. Era la segunda vez que se sentía así, con la sensación de que lo habían pillado fuera de juego.

—Sé que son un grupo de parapsicólogos —exclamó, manifiestamente a la defensiva.

—Sí, pero tenemos únicamente un área de investigación. Sólo una.

—¿Y cuál es? —preguntó Pete después de un incómodo silencio.

—Somos un gabinete de investigación espiritista, señor Waters —dijo despacio.

«Carol. Carol».

Pete tardó un rato en responder, con la mente invadida por sensaciones que no quería dejar entrar en el plano consciente.

—Pero dijo que la doctora era una médium sensitiva, que sabía cosas por contacto.

—Eso es lo que es —asintió Andrew—. No a lo que se dedica. Ese… don, si le gusta el término, es lo que le permitió comprender que la ciencia moderna prefiere ignorar muchas cosas que, sin embargo, están ahí. No hay nada que la moleste más que un reduccionista científico. Piensa que la ciencia debería tener otra mentalidad sobre estas materias, y no lo hace. Como la scopaesthesia…

—¿La… qué?

—Scopaesthesia. Es muy sencillo, el efecto de «mirada en la nuca». Está en la Wikipedia. Creo que lo que dice es «supuesto fenómeno», porque… diablos… ¡existe! Estoy seguro de que lo ha sentido. Todo el mundo lo ha sentido. Pero la ciencia aún no puede explicarlo; en el laboratorio siempre arroja resultados negativos.

—Entiendo —susurró Pete.

—Otra de esas cosas, claro, es el mundo de los espíritus, que, naturalmente, abarca un concepto tan amplio como se desee. No obstante, la capacidad de la doctora es la piedra angular de todo nuestro trabajo.

—Pero veamos… Si lo he entendido bien, toda esta gente…

Pero no terminó la frase. Caminando hacia ellos entre las filas de mesas venía una mujer vestida con un elegante traje de chaqueta gris. No era muy alta, pero como era delgada y caminaba muy erguida, daba la sensación de serlo. Sonreía, y su expresión era dulce en su rostro ligeramente redondo, comunicando afabilidad. Pete se sintió bien cuando la vio, sobre todo al hacer contacto visual, porque era imposible ignorar sus ojos, hipnóticos, fascinantes, profundos. Eran de un tono azul tan claro que uno tenía la sensación de enfrentarse a dos trozos de hielo, marcados por un círculo alrededor del iris un par de tonos más luminoso. Su cabello, claro y largo, estaba cuidadosamente recogido en una coleta, y colgando del cuello llevaba una sencilla cadena de la que pendía el símbolo egipcio de la vida, el Ankh.

—Ah… Señor Waters, le presento a la doctora Chambers.

Pete experimentaba una suerte de sensaciones encontradas cuando la miraba. Sus ojos… ¿eran finalmente azules, grises o verdes? Era difícil decirlo, pero lo miraban de una forma que parecía taladrar todos sus pensamientos, como si pudiera leerlos con la misma facilidad que la página de un periódico. Luego desechó esa idea con rapidez. ¿De verdad estaba pensando eso? ¿Él? ¿Precisamente él?

«Sólo tiene los ojos más increíbles que haya visto —pensó—. Así es como lo hacen. Es lo que hacen. Te sugestionan. Al final de la jornada acabas creyendo que el Hada de los Dientes[1] te dejará un trozo de chocolate bajo la almohada si le confías una pieza caída».

Lo cierto era que, sugestión o no, aquella mujer tenía una suerte de carisma personal que podía percibir de una forma innegable y clarísima. No se trataba de belleza: era una mujer madura, y con la clara excepción de sus ojos, no era particularmente bonita en ninguno de sus rasgos reconocibles, pero lo cierto era que había llenado todo el espacio con su presencia, y eso era un hecho.

Instintivamente, extendió la mano, y de nuevo no pudo evitar pensar que aquella mujer obtendría fragmentos de su vida al entrar en contacto con su piel. ¿Qué vería? Había tenido una vida que rayaba en lo anodino; ¿qué podía ser lo más significativo? ¿Lo vería con catorce años y el pene entre las manos, entregado a su primera experiencia masturbatoria?, ¿lo vería haciendo el amor con la que sería su mujer, años después, en aquella nefasta primera experiencia sexual?, ¿o sentado en el retrete, con uno de aquellos ejemplares del Readers Digest?

«Estás sugestionado, amigo —se dijo—. Puede verte tumbado en el césped de la casa de tus padres explorando minuciosamente tu orificio nasal tanto como tú puedes ver lo que hace Naomi Campbell en estos momentos».

—Encantado, señor Waters —dijo ella, dándole un cálido apretón. Si había visto algo, su rostro no lo decía—. Por favor, disculpe que no haya podido atenderlo donde convinimos. Lamentablemente, mi artritis empeora en estos días de lluvia.

—No se preocupe, lo entiendo. Es un placer conocerla —manifestó él. Se fijó entonces en que la doctora llevaba unos elegantes guantes blancos. Eso pareció tranquilizarlo un poco.

«No puede hacerlo a través de los guantes, ¿verdad? Con los guantes no puede hacerlo».

—Ahora voy a quedar aún peor con usted, me temo, porque pese a haber rehusado ir a verlo donde quedamos, ahora voy a pedirle que me acompañe fuera.

Andrew compuso una expresión de sorpresa.

Pete inclinó la cabeza. Iba a decir algo cuando la doctora siguió hablando.

—Acabamos de recibir una llamada. Es un caso que se está produciendo ahora, en estos momentos. Por cosas así, una arriesga pasar una noche envuelta en un dolor desmedido. Además, creo que le gustará ver in situ cómo trabajamos. Puede ser buen material para su artículo, me parece.

Pete parpadeó.

—Oh… desde luego —exclamó, aunque no estaba seguro de dónde se estaba metiendo.

—Una silla que grita, fíjese qué cosas. Pero hay ciertos elementos en esa historia que me satisfacen. Además, ¿cree usted en las casualidades? Supongo que no. Yo tampoco, por descontado. Es nuestra intervención directa número cien. ¿No le parece un número fascinantemente redondo para ser el día que usted viene a vernos?

Pete asintió sin comprender.

Andrew parecía envuelto en sus propias reflexiones.

—¡Doctora, tiene usted razón! —exclamó.

—Nos esperan ya —dijo—. Así que, si no le parece mal…

La doctora extendió un brazo, indicando la salida.

Y Pete, inquieto, tardó apenas un par de segundos en decidir lo que pensaba de todo aquello. De repente había caído en la cuenta. No le gustaba. No le gustaba en absoluto.

Su mujer se había salido de la carretera en el kilómetro cien.

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