Alma

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VIII. Buenos días, Inglaterra

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BUENOS DÍAS, INGLATERRA

Douglas Winters siempre se había despertado temprano, pero desde hacía unos días, cuando abría los ojos, se enfrentaba a la oscuridad absoluta de su dormitorio. A veces ocurría una o dos horas antes del amanecer, cuando el cielo ni siquiera había clareado por el este.

Estaba inquieto.

Elvenbane siempre había sido un lugar tranquilo, incluso en verano, cuando se celebraban las dos ferias locales, al principio y al final de la temporada. Entonces venían turistas y gente de los pueblos de alrededor y las calles se llenaban de ruido y costaba trabajo encontrar un lugar tranquilo donde tomar una taza de café porque todas las mesas estaban ocupadas; pero a Douglas eso le parecía bien. Las calles olían a algodón de azúcar, el muelle se llenaba de mujeres que lucían bronceados hermosos y se incentivaba la economía local. Era, sobre todo, un turismo controlado que se limitaba a ocupar los hoteles y apartamentos. Pero lo que ocurría esos días en Elvenbane, sin embargo, era muy… muy diferente.

Diferente no, era desquiciante.

Consideró quedarse en casa. Pasear por la calle se había convertido en un auténtico quebradero de cabeza; ya no tenía nada del viejo encanto, de la soledad, del disfrutar del sonido de los pasos por el suelo empedrado, del graznido de las gaviotas en el puerto, de decidir dónde detenerse y ocupar cualquier banco, cruzarse con un vecino y tener algo de conversación trivial. Pero era un hombre de hábitos, y el de pasear llevaba siendo su principal ocupación desde hacía años, así que resopló y se dijo que quizá las cosas hubieran cambiado esa mañana; quizá sí. Al fin y al cabo, no podían durar para siempre.

Salió a la calle y el desánimo se apoderó de él. No vivía precisamente en pleno centro, pero incluso por aquellas latitudes había gente yendo de arriba abajo por la calle. Eran las cinco de la mañana y nadie parecía dormir. Un grupo reía a carcajadas cerca de la esquina y una señora (la señora Meyers, que hacía un ponche de huevo caliente capaz de curar el reúma, por cierto) protestaba desde su balcón.

—Por todos los demonios —exclamó.

La calle que llevaba a Silhoutte y Green Leaf estaba aún peor. Ni se le ocurrió pensar en llegar a la plaza para desviarse a la derecha hasta el café, como cada día, porque demasiado bien sabía lo que encontraría allí: mucha más gente, gente sentada en el suelo, caminando taciturnos por las calles, susurrando en voz baja o armando jaleo, meando en las esquinas, llenándolo todo de basura, papel de envolver bocadillos, bolsas de patatas y un largo etcétera de cachivaches y desechos.

Las autoridades locales estaban desbordadas. En realidad, empezaban a enfrentarse a un dilema grave porque no sabían qué hacer con tanta gente. Tanta, tantísima gente. Ni siquiera sabían qué hacían allí: no había espectáculos, conciertos, museos ni demasiados lugares de interés como no fuera el melancólico paseo marítimo del muelle o la belleza de los prados de alrededor, pero ni siquiera éstos eran distintos del resto de los paisajes que podían encontrarse por toda Inglaterra.

Los hoteles y apartamentos estaban completos, desde luego, y ése era precisamente el problema. El alcalde, el viejo Do-do-dogson Moriarty, que tartamudeaba como un auténtico atleta de las jodidas Olimpiadas del Tartamudeo, estaba encantado no sólo con la entrada de divisas, sino con la reacción de muchos de los vecinos. Los supermercados estaban agotando sus existencias, los restaurantes no daban abasto, y algunos de sus votantes incluso habían empezado a alquilar, habitaciones primero, espacio vital en el suelo después, en cualquier parte: en el salón, en el pasillo de la casa, en el trastero, ¡por verdaderas fortunas! La gente hacía lo que fuese necesario para llegar a Elvenbane y quedarse. Hasta la señora Lee, de la tienda de deportes y artículos para la naturaleza, aseguraba haber vendido el mayor número de tiendas de campaña de toda la historia del pueblo.

Era de locos.

El señor Winters negó con la cabeza.

Ya había tenido bastante. No comprendía las modas, ninguna de aquellas modas estrafalarias, y desde luego, no entendía por qué Elvenbane era de repente el maldito lugar en el que había que estar.

Y mucho menos, que nadie pudiera explicar por qué.

¡Buenos días, Inglaterra!

La música de la cortinilla de presentación estaba programada para coincidir con el conocido saludo del presentador principal, Jimmy Sonrisas Taylor. Acabó con unos compases in crescendo y una pequeña fanfarria de trompetas.

—¡Buenos días! —saludó Jimmy, dedicando unos pocos segundos a asegurarse de que su inmaculada sonrisa se quedaba grabada en la retina de los televidentes—. ¡Menuda mañana tenemos hoy, ¿eh, Andy?!

—¡En efecto! —declaró Andy—. Tenemos una mañana muy muy especial, llena de temas bastante inusuales.

—Ya lo saben, ¡no verán estos contenidos en otras cadenas. Solamente en «Buenos días, Inglaterra» tenemos esa información de la que nadie quiere ocuparse!

—Así es —dijo Jimmy—. Por ejemplo, vamos a hablar de este frío que nos tiene a todos sorprendidos.

—¡Estamos muy sorprendidos, y fríos! —dijo Andy sonriendo.

—Sin duda, lo han comentado entre ustedes —continuó diciendo Jimmy—. Porque hace frío…

—¡Un frío de narices!

—Realmente estamos todos helados, congelados. No importa cuánto te abrigues, el caso es que hace frío, y los termómetros no lo registran.

Andy sacó un pequeño termómetro digital con unos números bastante grandes, de manera que la cámara pudo recogerlos fácilmente.

—Veinte grados en el estudio —exclamó—. Pero les aseguro que se perciben como diez.

—Como siete —corrigió Jimmy.

—¡Como siete!

—Hace tanto frío que uno esperaría soltar una vaharada blanca al respirar, ¡pero eso no ocurre!

—Queríamos traer a un experto climatólogo para que nos hablara de esta ola de frío —añadió Andy—, pero lo cierto es que no pueden explicarlo. La temperatura realmente está bien, el tiempo es normal para esta época del año, pero todos sabemos que en realidad tenemos que buscar el calor de una estufa cuando llegamos a nuestros trabajos o volvemos a casa.

—Hablaremos sobre esto detenidamente un poco más tarde —dijo Jimmy—. Pero ahora queremos mostrarles otra cosa que nos ha llamado la atención.

—En efecto —exclamó Andy—. ¡Van a alucinar!

—Sí. ¡Algo pasa en Elvenbane!

—¿Qué pasa en Elvenbane, Jimmy?

—Tenemos a Nick Rogers allí ahora mismo. Vamos a dejar que él nos lo explique, y luego hablaremos sobre ello en nuestro debate, como de costumbre.

—¡Nick! —llamó Jimmy sin perder la sonrisa—, ¿nos oyes?

—¿Listo? —preguntó el reportero.

El cámara levantó un pulgar.

Nick esperó a la luz verde. Mientras esperaba, se repasó el flequillo, compuso su mejor expresión de reportero profesional, y permaneció tan derecho como pudo, preguntándose si la algarabía que tenía alrededor entorpecería la emisión. La cosa lo molestaba bastante. Tendría que elevar la voz y dejar de lado muchas de sus bien estudiadas inflexiones. Y eso era un asco. Muchos de los grandes jefazos de «Buenos días, Inglaterra» podrían estar mirándolo en ese momento; cada segundo que estaba en antena podía significar una oportunidad para ascender.

La luz verde se iluminó sobre la cámara.

—Elvenbane es un lugar apacible y bastante pintoresco —dijo sin más preámbulos—, y tranquilo, por añadidura. Sin embargo, esa tranquilidad se ha visto interrumpida por verdaderas oleadas de gente que han venido a reunirse en este alejado pueblo al este de Leeds. Elvenbane no aparece en los circuitos turísticos de ningún turoperador, ni ha sido objeto de ninguna campaña de promoción, y, sin embargo, las últimas estimaciones hablan de decenas de miles de visitantes, cifra que parece incrementarse a cada hora. Las tres carreteras principales del pueblo están colapsadas por la cantidad de gente que sigue llegando desde literalmente todas partes para formar parte de este curioso fenómeno. Parece que todo el mundo quiere estar aquí, a pesar de que los hoteles están absolutamente copados por la demanda.

»Como pueden ver a mi espalda, las autoridades del pueblo han acondicionado este impresionante solar para que todos estos visitantes acampen aquí y puedan pasar no una, sino tantas noches como les sea posible. La pregunta que nos hacemos todos es: ¿por qué?

El reportero, iluminado por el foco de la cámara, se acercó a un grupo de gente que estaba formando un círculo a su espalda. El círculo se abrió para recibirlo.

—Buenos días —dijo—. ¿Me permiten unas preguntas para «Buenos días, Inglaterra»?

—¡Claro! —dijo alguien rápidamente.

—Cómo no —añadió alguien más.

—Nuestros espectadores quieren saber qué hacen aquí… ¿Por qué han venido a Elvenbane?

Los entrevistados intercambiaron miradas mezcladas con gestos risueños.

—¿Sabe qué, amigo? —respondió alguien—. No lo sabemos.

—No tenemos ni idea —añadió una chica.

—¿No saben por qué han venido? —preguntó el reportero, sonriente.

—La verdad es que no —contestó la chica, encogiéndose de hombros.

—¿Cuándo llegaron?

—Yo llegué ayer —dijo ella.

—Yo hace tres días.

—Llegué el lunes. Llevo aquí desde el principio —comentó otro de los hombres.

—¿Se hospedan en alguno de los hoteles?

—No, amigo.

—No tuvimos esa suerte —dijo la chica con una sonrisa.

—¿Y qué hacen, dónde pasan la noche?

La chica señaló una hilera de tiendas de campaña, instaladas tan cerca unas de otras que parecía un campamento de refugiados tras una tragedia.

—Ahí.

—¿Han traído tiendas de campaña?

—No, las compramos aquí, en el pueblo.

—¿No tenían pensado quedarse cuando vinieron?

—La verdad es que no —contestó ella, incapaz de contener la risa por más tiempo.

El reportero sonrió.

—Es un poco de locos —dijo.

—Supongo que sí —asintió uno de los hombres—. Pero… no sé. Se está bien aquí.

—¿Y ya está? —preguntó el reportero—. ¿Es por eso por lo que se quedan? ¿Porque les gusta este… solar?

—No es por el solar… —repuso el hombre.

—Es una sensación —comentó alguien más.

—¿Por qué decidieron venir aquí en primer lugar? ¿Qué fue lo que los atrajo?

El grupo volvió a intercambiar miradas de complicidad, algo risueños por su incapacidad para responder a preguntas tan obvias. El reportero iba acercando el micrófono a uno y a otro, divertido por el desarrollo de la conversación.

—No sabría decirle —dijo uno de los hombres al fin—. En mi caso, me levanté una mañana y pensé que sería buena idea venir aquí.

—¿En serio? —preguntó el reportero.

—Sí.

—Yo también —comentó la chica—. Me levanté con el nombre en la cabeza. Tuve que buscarlo en internet. Había muchas cosas que respondían a «Elvenbane», pero cuando vi las fotos del pueblo, no sé… Llamé al trabajo y me vine.

—¿Qué quiere decir que llamó al trabajo?

—Sí. Les dije que no iba a ir a trabajar.

—¿Han cogido ustedes vacaciones para venir a este solar?

—No —respondió uno de los hombres—. Lo que le estamos diciendo es que, simplemente, hemos venido, y eso es todo.

Nick paseaba entre los arbustos, visiblemente incómodo, vestido con su traje gris y su corbata, a cierta distancia de la gente congregada. El cámara lo acompañaba, moviéndose con precaución para no tropezar, ofreciendo una panorámica del campamento. Había fogatas por todas partes y la gente iba y venía o se sentaba en el suelo formando círculos de todos los tamaños.

—Ya lo han visto —dijo Nick—. Elvenbane es el lugar de moda, aunque nadie sepa explicar por qué. Hay gente que ha dejado colgados sus trabajos y, en ocasiones, a sus familias, para reunirse en este lugar, pero no saben explicar realmente por qué lo hacen. Defecan en pleno campo, se limpian utilizando piedras porque el papel higiénico se ha agotado en todas partes, se lavan con agua del río, comen lo que sea que pueden conseguir en los supermercados locales y no se preocupan de cocinar, lavar la ropa y todo ese tipo de cosas a las que uno está tan acostumbrado cuando va a alguna parte de camping. Hemos visto gente con insolación, gente con picaduras graves de insectos, gente que necesita medicamentos importantes que deben consumir a diario para asegurar su estado de salud y que han dejado de tomar al quedarse sin ellos. No les importa. Algunos me han comentado que tienen caravanas aparcadas en casa, pero han venido sin ellas. ¿El motivo? No pensaban que fueran a quedarse, y ahora que están aquí, han declarado no tener ninguna intención de ir a por ellas. Estar aquí es lo único que todas estas personas, que ya se cuentan por decenas de miles, desean. Les ha informado Nick Rogers para «Buenos días, Inglaterra», desde Elvenbane, en el condado de West Yorkshire.

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