Alma

Alma


IX. Alma en la oscuridad

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Se estremeció.

—Aquí es donde… las cosas se movían —explicó Sara—. Había un cuadro en esa pared. Lo había pintado mi cuñada Linda, con un bosque precioso y…

—¿Qué pasó con él?

—Salió despedido contra la pared de enfrente. ¿Ve? Ahí está la… la marca que dejó.

Pete miró con curiosidad a Andrew. Esperaba que sacara algún aparato para medir… lo que fuera que midiesen en esos casos. Energía, electromagnetismo… Lo cierto era que no tenía ni idea, y debía acordarse de preguntárselo después para su artículo. Pero Andrew no sacó ningún aparato. No había venido nadie más del equipo, no había intención de instalar cámaras ni se sacaban fotografías ni se ponían grabadoras para registrar voces.

Y no era así, sencillamente, porque tenían a Alma.

La doctora, por su parte, se había plantado en mitad del salón y miraba alrededor, con las manos cruzadas sobre el pecho. Ahora inclinaba la cabeza suavemente, como si se esforzara por oír.

Y oía, sí. Oía y veía, con prístina claridad, ecos antiguos, solapados como capas de chocolate en un bizcocho. Escuchaba, escarbando en sus sensaciones, moviéndose con diligencia como lo haría un geólogo entre sedimentos de tierra en un corte transversal. Y vio episodios felices abigarrados de decoraciones navideñas, comidas familiares, Sara y su marido repantigados en el sofá viendo una película y riendo desaforadamente porque ella había dejado caer su crema de calabacín en la bata nueva que le había regalado su suegra y él la acusó seriamente de hacerlo adrede. Vio besos, besos antiguos, ofrecidos por unos labios diez años más jóvenes; vio a Sara abriendo una carta y echándose a llorar; vio a Sara saliendo para ir a trabajar, un día y otro, con distinto maquillaje, ropas, peinados; vio una discusión y perezosos domingos en los que ella hacía un puzle y él…

«Darnell. Se llama Darnell y le gustan los Jaffa Cakes».

Leía una revista de automóviles. Y luego, rebozado en todo eso, vio gente que nunca nadie había visto en aquella casa. Vio a la abuela de Sara observando en una esquina, gris y translúcida, el rostro serio, apagado e inexpresivo de los que deberían haberse marchado tiempo atrás; vio a un hombre tocado con un ridículo sombrero llorar en el suelo, acuclillado como implorando clemencia, y vio unas sombras deslizarse hacia la pared y continuar su camino subiendo por ella hasta desaparecer al tocar el techo. Vio también una docena de rastros de energía centellear brevemente, anunciando su presencia, sólo para desaparecer unos instantes más tarde. Vio todo eso y lo desechó rápidamente: eran ecos borrosos, inútiles, estériles, carentes de significado y contenido, como la estática en un televisor antiguo. No eran nada, ni le decían nada.

Para Alma, el proceso era siempre así. Con los años, había aprendido a regular su capacidad de percepción, a filtrarla, de alguna manera, y no como capricho, sino porque había sido algo absolutamente esencial y necesario, imprescindible para sobrevivir a sus capacidades siempre crecientes. Convivir con tanta información simultánea era como ser un televisor y tener sintonizados todos los canales del mundo: audio e imagen, y vivirlos y experimentarlos como única ventana a la realidad. El resultado era imposible de manejar; una algarabía mental cacofónica que la hubiera conducido a un estado de catatonia grave. En ocasiones como aquélla, sin embargo, podía pulsar el botón de cambio automático y hacer un barrido rápido por todas las emisoras: el entrañable canal Abuelitos Fallecidos, el enigmático canal Sombras, el canal Hace cien años, y muchos otros.

Y miraba, sí, retirando los filtros y los bloqueos y abriéndose como una flor que está lista para la polinización, pero sin buscar nada, sólo abriéndose y dejando que las cosas llegasen a su mente. Así era como funcionaban los engranajes íntimos de las cosas; así era su eslogan vital: «La información llega cuando tiene que llegar». Demasiado bien sabía que eso era así, una suerte de ley, algo teñido de una inevitabilidad demasiado palpable como para ignorarla.

Lo que fuese que tenía que llegar, sin embargo, no estaba allí. No había ningún elemento fuera de sitio, ni nada que pudiera explicar los fenómenos sobrenaturales de los que había hablado Sara.

«No, hay… hay algo —pensó—. Algo que aún no puedo ver».

Arrugó el ceño.

A veces, los fenómenos no se debían a elementos extraños. A veces, la mente humana simplemente sufría un pequeño escape, apenas un agujerito minúsculo en su encofrado de hormigón por donde la realidad se salpicaba de cosas generalmente poco aceptables. Ese agujerito podía producirse por cosas como el estrés, una situación emocional demasiado intensa, el dolor y también el Amor.

«No. Pero es algo. Hay algo que aún no veo».

Miró de reojo a Pete y a Andrew. Muchas veces obtenía pistas esenciales sobre lo que estaba pasando en los rostros del personal de su propio equipo. Ellos no podían ver como ella, pero, sin duda, podían sentir más allá de su propia comprensión. A veces podía ver cosas en sus reflejos faciales que le daban pistas.

Pero allí había mucha inquietud. Había miedo, y malestar.

De pronto, una voz grave y estridente inundó el salón desde el dormitorio:

—¡DILE A ESA ZORRA QUE SE MARCHE!

Pete dio un respingo. Lo hizo casi al mismo tiempo que Sara comenzó a sollozar. Andrew se tapaba la boca con la mano.

«Algo. Algo, sin duda».

Alma se volvió hacia ella.

—Tranquila, querida —dijo, colocándole una mano en el brazo—. ¿Le ha dicho a él que veníamos?

—No… —balbuceó Sara—. No le he dicho nada.

—Entiendo.

—Él… él nunca… Lo siento, él no usa ese lenguaje…

—Lo sé —contestó Alma, asintiendo.

Siguió mirando, buceando entre las imágenes que veía.

—Han sido muy felices aquí —susurró entonces.

Sara no respondió. Sus lágrimas y su asentimiento de cabeza eran más que elocuentes.

El pasado de aquella habitación seguía en movimiento, evolucionando en la mente de Alma. Era como fotografías desfilando a alta velocidad. Fotografías, sensaciones, imágenes… pero todavía nada que le pareciera relevante.

De pronto, reparó en algo. Una figura. La figura de la abuela de Sara, observándola desde la esquina, apagada y cenicienta. La miraba a ella, a ella… no a ellos, sentados en el sofá, deslizándose por la línea del tiempo entregados a mil quehaceres diferentes. A ella. Era el único elemento que se mantenía en las muchas imágenes que le venían.

—Cariño —dijo Alma—, estoy viendo a una señora… Viste de negro, camisa y falda negra, y un pañuelo negro que oculta su pelo. Su cara es grande y redonda, muy redonda, y tiene un lunar cerca del labio. Me mira con ojos profundos y negros…

—¡Oh! —exclamó Sara.

—Es tu abuela, ¿verdad?

—¡SARA DILE A LA ZORRA QUE SE LARGUE O LA MATO TE MATO OS MATO A TODOS!

Sara dio un respingo.

—No te preocupes —se apresuró a decir Alma—. ¿Te recuerda a tu abuela? ¿La conociste?

—La… la conocí, sí. La recuerdo tal cual la has descrito.

—Claro que sí. Es como se ha dejado ver, así que seguramente es una imagen que he sacado de tus recuerdos.

Alma…

—Perdona un segundo, cielo —dijo Alma.

—¡LA MATO TE JURO POR DIOS QUE LA MATO!

Se esconden —dijo la abuela sin mover los labios. Las palabras, simplemente, llegaban, como la información que buscaba—. Están escondidos porque aún no son del todo.

Alma cerró los ojos.

¿Quienes se esconden, abuela?

Ellos. Él. Todos.

Pete miraba a Alma, de pie en mitad del salón, silenciosa y ausente, mientras mantenía un ojo atento a la puerta del dormitorio. Estaba nervioso, excitado, y no para bien. No era sólo por el frío extraño que lo tenía en estado de alerta, era por las circunstancias de la situación: estaba en casa de alguien cuyo marido parecía haber cruzado alguna línea en su cordura mental. Era como si esperase que fuese a salir del dormitorio en cualquier momento, portando quizá algún objeto contundente en la mano, el torso desnudo y la boca llena de babas, los ojos encendidos y perdidos de alguien que cabalga a lomos de la locura.

Pete no veía qué había de paranormal en todo aquello. En su opinión, alguien debería, simplemente, llamar a la policía.

¿Por qué no los veo? —preguntaba Alma mientras tanto.

Se esssconden —respondió la abuela, arrastrando mucho las palabras—. Porque no está listo. Aún no.

Alma pensó durante unos segundos.

Ayúdame a verlo, abuela. A él. A ellos. Lo que sea.

Sabes que… sólo tienes que querer —fue la respuesta—. Así ha sido siempre.

—¿Está bien? —preguntaba Sara.

—Estoy —respondió Alma con suavidad.

Querer ver. Era, desde luego, como funcionaban las cosas. Así funcionaba, al menos cuando ella conectaba sus filtros y activaba sus escudos. Era la razón por la que la gente de a pie no podía ver nada de aquello que ella percibía y exploraba con tanta facilidad, porque en realidad no querían.

De acuerdo —respondió.

La abuela permaneció inmóvil. Ahora era apenas una bruma invisible, casi desaparecida, un rastro que estaba perdiendo junto a una Sara, cinco años más joven, que hablaba por teléfono con su madre y le decía que la quería mucho.

Alma se dirigió entonces hacia la puerta del dormitorio.

—Querida, necesito que vengas aquí un momento.

Sara se acercó.

—¿Va a entrar ahí, doctora Chambers? —preguntó Andrew.

—Por supuesto.

—Puede ser peligroso…

—No lo es.

Andrew, que estaba más acostumbrado a tratar con el mundo de lo invisible que con los vivos, negó con la cabeza, pero la dejó hacer.

—Está bien, cariño. Ahora quiero que abras la puerta y entres ahí dentro.

—Oh, pero…

—El que está ahí dentro es tu marido. Darnell. Tu Darnell. Es él en verdad. El hombre que has amado y que amas. El hombre que te ama a ti.

—Sí…

—No olvides eso. No lo olvides en ningún momento.

—No…

—Entra ahí dentro, sin miedos, porque es tu marido. Entra ahí con todo el amor que le profesas y muéstrate a él. No te hará daño. Es tu miedo el que te dice que corres peligro, es tu ego, poniéndote por delante del amor. Pero sabes… sabes que no es así. Veas lo que veas, no vaciles. Sólo… quiérelo. Quiérelo como siempre has sabido hacerlo.

Sara asintió, pero no se movió del sitio.

Alma esperó a que estuviera lista. Cuando lo estuvo, puso una mano sobre el picaporte y lo hizo girar lentamente.

La puerta se abrió, dejando ver el dormitorio.

La luz era extraña, y fue lo primero que les llamó la atención. La mitad de la sala mostraba una iluminación cálida, amarillenta, y la otra estaba en penumbra. Era por la lámpara de la mesilla de noche: estaba caída en el suelo y arrojaba un círculo de luz casi perfecto contra la pared y parte del techo. Casi perfecto porque la sombra del propio Darnell se proyectaba contra la pared creando una figura estridente y esperpéntica.

Darnell, desnudo y acuclillado en el suelo como una rana monstruosa, miraba a la pared con los ojos abiertos como platos.

Sara sintió miedo. Había entrado allí empujada por las palabras de Alma, dispuesta a sonreír y abrirle los brazos a su marido, pero no pudo evitar abandonarse al miedo. No de él, por cierto, sino de cómo estaban las cosas. Ni siquiera reconocía su propio dormitorio: la luz creaba contrastes espantosos, y la cama estaba tan deshecha que parecía que una piara de cerdos se hubiera revolcado en ella.

Y Darnell… Darnell estaba desnudo. ¡Completamente desnudo! Ella misma no lo había visto desnudo de cuerpo entero hasta dos meses después de casarse.

Darnell volvió la cabeza y se quedó mirando la puerta con aire de perplejidad.

—Cariño… —susurró Sara.

Darnell parpadeó un par de veces. Parecía confundido, como si acabaran de sacarlo de un profundo sueño.

—Sara… —susurró a su vez.

—¡Oh, cariño!

Pete se sintió aliviado. Había estado tenso todo el tiempo, con los puños cerrados y una tensión muscular que más tarde se manifestaría como una especie de hormigueo en brazos y piernas, y también en la zona del vientre. Como agujetas. Pero ahora que realmente parecía que Darnell no iba a lanzarse contra ellos con la intención de golpearlos, empezaba a sentir un alivio infinito que actuaba sobre sus músculos como un deshielo. Lo que fuera que lo había sacado de sus casillas no estaba allí.

No lo parecía, al menos.

Alma, sin embargo, estaba teniendo una acuciante sensación de alerta. Al principio no supo por qué, pero de repente, se encontró rodeada de voces anhelantes, susurrantes, que parecían dirigirse a Darnell.

Es la puta.

Es esa puta, Darnell.

¡Cariño!

Tío, quiere joderte LA VIDA.

Te está jodiendo muy mucho, TÍO.

No te dejará hablar más. Con TODOS.

Va a apartarte, Darnell.

¡Mírala, Darnell!

¡ERES EL HOMBRE, Darnell, haz algo!

—S-sí… —susurró Darnell.

Alma quería decir algo. Quería decirle a Sara que se fuera, pero esas voces. Esas voces…

No las había oído nunca. Y nunca era nunca.

Y Sara, con la cabeza llena de las palabras de Alma, avanzó un par de pasos hacia él con los ojos llenos de lágrimas y los brazos extendidos, dispuesta a abrazarlo, a susurrarle al oído que ya había pasado todo, y a prepararle una cena caliente y un baño de espuma, y olvidar todo el incidente que había empezado con aquellos juegos con el tablero.

Pero Darnell se incorporó, ¡desnudo!, y se lanzó hacia ella con tal rapidez que Alma no tuvo tiempo de articular palabra. Un instante después proyectaba sus manos hacia la garganta de su mujer y la atenazaba con tanta fuerza que soltó una especie de gruñido animal, semejante al graznido de un pato. La inercia los hizo caer a los dos al suelo, uno encima del otro. La cabeza de Sara golpeó el suelo con un ruido sordo.

—¡Jesús! —soltó Andrew, saliendo al paso.

Alma estaba demasiado conmocionada. Las voces aún susurraban en su cabeza, graves, arrastradas, terribles en su claridad espectral. Y el frío… estaba retorciéndole los dedos por debajo incluso de los gruesos guantes, produciéndole picos de dolor como no recordaba haber sufrido nunca.

Pete corrió a ayudar a Andrew. Darnell era un hombre fuerte con bastante sobrepeso, y su cuerpo era enorme y redondeado, cubierto de vello negro. Gruñía mientras apretaba los dientes, concentrado en su presa, mientras Andrew trataba inútilmente de liberar a la mujer. Cuando Pete se unió a él, se dio cuenta de que no resultaría tan fácil: aquel mastodonte de casi cien kilos tenía los brazos como vigas de acero.

¡Aprieta, Darnell!

¡Acaba con ella!

¡Un verdadero HOMBRE!

¡Acaba con todo, TÍO!

¡BASTA! —chilló Alma mentalmente.

Las voces se callaron por unos instantes.

Darnell, de repente, se encontró a sí mismo mirando a los ojos enrojecidos y blancuzcos de su mujer, revestidos de una película de lágrimas, sin comprender. ¿Qué había pasado? Mucho antes de que la comprensión terrible del instante se abriera paso en su mente, se sintió proyectado hacia atrás por unos brazos que lo cogían de las axilas.

Alma dejó de ver la habitación, como si, de repente, no estuviera allí.

Y ya no pudo ver más a Darnell. Ni a Andrew. Ni a nadie.

Ahora se encontraba sumida en una oscuridad pegajosa, helada, rodeada de un océano de susurros animales, primigenios, que le traían sensaciones conocidas, como si hubiera estado allí antes. Aún quedaban volúmenes que le recordaban vagamente al dormitorio, pero le costaba mucho distinguirlos; aquello parecía una cama, por ejemplo, pero se diría que las patas eran demasiado largas, si es que aquellos trazos curvos y difuminados podían ser las patas. Las paredes se curvaban como si fueran de papel, concebidas quizá por los mundos oníricos de Dalí. Y allí, por todas partes, vio figuras altas y delgadas cuyos brazos se doblaban por lugares imposibles, seres de grandes y profundos ojos negros, bocas inmundas como pozos oscuros, terribles por su sola presencia, que la miraban de repente con aviesa curiosidad.

Antes de que pudiera decir nada, las voces empezaron a hablar todas en tropel. El ruido era como el de un millar de cuchillos arañando una superficie metálica, muy agudo y en extremo estridente.

¿Quién?

¿Quién?, dinos.

¿Qué hace aquí?

Alma estaba conmocionada. Mucho. Había tenido un millar de experiencias a lo largo de su vida, pero ninguna como ésa. No sabía qué había allí, cómo había llegado y, lo más importante, qué era todo aquello. Alma sabía mucho, muchísimo, y había visto y vivido cosas que harían perder la razón a cualquiera. Pero aunque hacía tiempo que dejó de tener miedo ante esas inesperadas experiencias, ahora se sentía como si todo aquel pánico regresara fortalecido, sacudiéndola como un mazazo y paralizándola en el sitio.

¿Quién? ¿Quiéeeen? —aullaban las voces.

«Es Miedo —se dijo Alma de pronto, haciendo acopio de fuerzas—. Solamente Miedo. El Miedo de siempre. Lo conoces. Lo has derrotado antes».

Las voces eran ahora un confuso tropel de gruñidos desaforados, preñados de una hostilidad tan fuerte y evidente que Alma se encogió sobre sí misma. Estaban más cerca y sonaban más profundas, desconocidas, graves.

HIJA DE PUUUTAAA.

«El Miedo embota —seguía diciéndose Alma mientras intentaba, sin éxito, cerrar los ojos—. El Miedo destruye. El Miedo mata».

¿Qué hace aquí? —aulló una voz ansiosa y excitada. Alma las sentía como un torbellino atronador, girando a su alrededor. De vez en cuando sonaba un fuerte ¡CLAP! que le recordaba al de las trampas para animales cuando se cierran bruscamente.

QUIÉN QUIÉEEEEEN.

«Miedo —se decía Alma con insistencia—. El Miedo confunde, distorsiona, proyecta una realidad que no es. El Miedo se combate con…».

«Certeza», dijo un rincón de su mente.

«Amor», dijo otra voz en su interior.

«Amor, sí».

Alma respiró profundamente. Por alguna razón no podía cerrar los ojos, pero consiguió sustraerse a aquella realidad monstruosa y reencontrarse, menuda y encogida por el frío gélido, en mitad de aquellos torbellinos monstruosos. Lo hizo, y dirigió sus recuerdos hacia…

«Mamá».

Su madre. Su madre prodigándole todo el cariño y el amor que era capaz de generar: amor incondicional, amor de querer, no de quererse. Amor de dar. Amor en estado puro, intenso y vital, chispeante y hermoso.

Y se concentró en eso y lo hizo su escudo. Y cuando lo tuvo, empezó a brillar, un poco, en mitad de tanta oscuridad.

Las voces aullaron, redoblando su intensidad. Parecía una manada de lobos de un millar de miembros, lobos hambrientos que huelen la sangre por primera vez en milenios. El ruido de las trampas para animales empezó a repicar mucho más rápidamente, como un tambor infernal. CLAP CLAP CLAP.

Y entonces, justo cuando Alma empezaba ya a creer que podría tener una posibilidad de plantarse firme y resistir, la vorágine de aullidos que la envolvía desgranó una carcajada acuosa, enfermiza, como el estertor de muerte de un leproso que está perdiendo su garganta a medida que intenta usarla.

ZORRA ESTÚPIDA.

ME FOLLO TU MIERDA.

Alma centelleó brevemente; su luz amenazaba con apagarse, trémula, y por un segundo se sintió desfallecer.

No…

No estaba funcionando. La doctora seguía sin saber a qué se enfrentaba, pero estaba claro que había tenido un error de cálculo; obviamente, aquellas presencias o entidades del tipo que fuesen eran demasiado fuertes como para dejarse afectar con algo conjurado tan atrás en el tiempo.

Necesitaba otra cosa.

Darnell —dijo su mente.

Las voces se rebelaron. Casi podía sentir sus acometidas como si fuesen pequeñas patadas: la golpeaban en las espinillas, en el costado, en los hombros.

GUARRRRRA.

SO… PUTA.

ES NNNNUESTRO.

¡No lo es! —gritó Alma.

Darnell. Buscó a Darnell a su alrededor, al lado de la cama, y aunque su propia energía estaba más que eclipsada por tanta hostilidad, se concentró en él, en su entidad, su humanidad. Confiaba que su propia presencia hubiera distraído a aquellas entidades, fuesen lo que fuesen, y que lo hubieran soltado; un poco al menos. Confiaba, en suma, en que Darnell hubiera vuelto en sí.

Porque lo necesitaba.

Darnell…

Buscó y buscó y lo encontró, confuso y asustado como un cervatillo que oye la llamada de los cazadores y los ladridos de los perros de caza.

Darnell.

Y encontró que estaba, a pesar de todo. Encontró el amor que residía en él, amor por su mujer, ese amor que habían intentado arrebatarle y volverlo contra él. Y buscó su luz y se aferró a ella, aun tan débil como estaba, torpedeada de miedo y de terror, para usarla como ancla.

Las voces se revolvieron como si las hubieran mordido.

¡BASTA!

CERDA ASQUEROSA.

Alma empezó a sonreír.

POR…

QUERÍA.

¡QUE SE LARGUE!

¡ECHADLA!

Alma levantó ligeramente la cabeza.

¿Qué sois? —preguntó entonces, luminosa y radiante, hermosa otra vez como una estrella.

Las voces aullaron al unísono, como si su pregunta hubiera sido un estilete mortal, largo y afilado, hiriente, lanzado hacia la oscuridad tormentosa y distorsionada que la rodeaba.

¡ECHADLA ECHADLA!

¡NO… AÚN!

¡AÚN NO!

Alma se disponía a repetir la pregunta, ahora con más determinación, cuando de pronto la habitación entera giró noventa grados hacia la derecha, y ella se precipitó hacia un lado como si cayese. Y caía, y caía, descendiendo por un pozo oscuro y resbaladizo, hacia ninguna parte. Entonces, el frío la atravesó haciéndole soltar un quejido de dolor. Y luego…

—¡Doctora Chambers! —gritaba Andrew, zarandeándola cada vez con más intensidad. La doctora se había puesto rígida y temblaba de pies a cabeza, la mandíbula sacudida por una vibración que amenazaba con desencajarla.

—¿Está bien? —preguntó Pete, que sudaba copiosamente dentro del abrigo a pesar del frío intenso.

—¿Qué sois? —preguntó la doctora entonces. Su voz sonaba distinta, como si hubiera pronunciado aquellas palabras a través de una película de agua. Sus ojos, abiertos de par en par, se movían con frenética rapidez. Los tenía vueltos hacia arriba, de manera que la mayor parte de lo que se veía era la córnea blancuzca veteada por pequeños capilares rojos.

—Dios mío —exclamó Andrew.

En ese momento, la doctora giró todo su cuerpo hacia la derecha con un solo movimiento imposible, como si alguien hubiera desactivado la gravedad en aquella habitación. Sara, que empezaba a recuperarse al lado de su marido, la vio flotar en el aire y lanzó un grito de terror. Alma cayó entonces sobre la cama como un fardo inútil.

—¡Doctora Chambers! —gritó Andrew.

Alma pareció volver en sí. Su primera exhalación fue una vaharada blanca, tibia, como si acabara de soltar aire en un glaciar.

—Doctora Chambers —dijo Andrew, dándole la mano—. Dios mío, está… helada.

—Estoy bien —respondió la doctora, incorporándose torpemente y ajustándose la falda para recobrar la compostura.

—Nos ha asustado un poco…

—No pasa nada —respondió ella con tranquilidad. Estaba pasándose ambas manos por el cabello para volver a domarlo mientras miraba a Darnell y a Sara. El matrimonio parecía tan confundido como se podía estar, e intercambiaban miradas en las que había una mezcla extraña de miedo y también amor. Era buena señal, se dijo Alma. Darnell derramaba lágrimas de vergüenza. Estaba comprendiendo lo que había intentado hacer y no podía explicárselo.

—¿Se encuentra usted mejor, Darnell?

Darnell la miró, incapaz de responder por el momento.

—Está bien —dijo la doctora—. Sé que sí. Lo han hecho muy bien. Muy bien. Estoy muy orgulloso de ustedes dos.

—Pero yo… —balbuceó Darnell.

—No lo diga —se apresuró a interrumpirlo Alma—. Ya está. Ha pasado todo. No era usted mismo, y tiene que olvidar todo lo que ha ocurrido.

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