Alma

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XII. Alma Chambers, antes (III)

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ALMA CHAMBERS, ANTES (III)

*

Alma está contenta. Inquieta, pero contenta. Aunque tiene solamente veintiún años, un pequeño gabinete de investigación paranormal va a permitir que asista en un caso como médium, o enlace con el Más Allá. El contacto lo ha conseguido su padre mediante una simple carta donde contaba algunos de los dones de su hija. Había leído un reportaje sobre los métodos científicos de ese grupo y le había parecido una buena manera de que Alma tuviese una experiencia real con ese mundo al que, de alguna manera, había nacido atada. Era inevitable, en su opinión, que aquélla fuera la primera de muchas, así que era mejor empezar lo antes posible.

—Además te pagarán tu tiempo —dice el padre—. Buen dinero para el bolsillo.

Y Alma asiente, pero aunque el dinero siempre viene bien, está concentrada en poder hacer algo útil con todo lo que tiene dentro.

Alma se ha criado leyendo cosas sobre lo que le pasa y el mundo que percibe, desde luego, y sus conclusiones son, cuando menos, confusas. Mucho de lo que ha leído no tiene sentido, como si hablasen de otras realidades que no casan con lo que ella siente y sabe. Otras son burdas patrañas, concebidas, quizá, para provocar pequeños ramalazos de miedo lúdico. Algunos de los expertos a los que ha leído en las BBS[2] de aquel incipiente internet, no tienen, con honestidad, ni puñetera idea. Alma ha comprendido que ese mundo inexplicado, que no inexplicable, es tierra abonada para que cualquiera hable de cualquier cosa que se le pase por la mente, desde abducciones, avistamientos OVNI o estrambóticos influjos lunares a atormentados espectros sedientos de venganza. Todo cae en una especie de cajón de sastre ante el que la gente de a pie levanta, lógicamente, un muro de rechazo.

Está en el lugar de la cita quince minutos antes de la hora convenida, algo nerviosa y excitada, elegantemente vestida con una falda larga, una rebeca, y una sencilla cinta blanca recogiéndole el cabello. Es casi la primera vez que no sólo no tiene que ocultar las cosas que siente, sino que se espera que hable de ello, y eso la hace sentirse bien. Extraña, pero bien.

El hombre que ha hablado con su padre, George Culham, llega cinco minutos tarde conduciendo un elegante modelo de Austin de un color gris brillante. Alma sube al coche y saluda formalmente, esbozando una tímida sonrisa. George parece un tipo agradable y se siente cómoda casi de inmediato. A George también le gusta ella: es mona y parece una chica centrada y sana.

—Tu padre nos ha contado algunas cosas sobre ti —dice—. El tuyo es un impresionante currículum.

—Gracias —contesta Alma.

George vuelve la cabeza y se encuentra con los ojos de ella.

—¡Vaya! Tienes unos ojos increíbles.

—Gracias —responde ella, algo incómoda.

—Debes de tener muchos novios.

—No —dice Alma rápidamente.

—Oh. ¿Y eso?

—No es… No es fácil, ¿sabe?

George asiente despacio.

—Comprendo. Creo que comprendo. Si la mitad de lo que cuenta tu padre es cierto… Bueno, conciliar eso con una vida normal, a tu edad, debe ser difícil.

—Un poco —asiente Alma—. Pero me voy acostumbrando.

—Eso está bien. Muy bien.

Hablan durante los veinte minutos que tardan en llegar a su destino. Es una conversación agradable. A Alma le gusta exponerse como es, abrirse sin tapujos, sin omitir nada, sin poner los ojos en blanco cuando alguien dice que tiene una prima que ve a los muertos o que la lámpara de su cuarto se enciende y se apaga misteriosamente. George escucha sin ceños fruncidos o silencios incómodos, complacido y complaciente; tiene una gran experiencia en su trabajo y puede descubrir fácilmente cuando se enfrenta a un fraude, porque hay una casuística que es tan rigurosa como la Tabla Periódica de los Elementos. Lo que dice Alma cuadra perfectamente. Está de veras impresionado con su talento natural, y empieza a hablarle de lo que hacen en el gabinete. Le cuenta que, por lo general, emplean a una médium de avanzada edad, muy dotada, con la que han atendido bastantes casos desde hace seis años, y añade que últimamente tiene algunos achaques y problemas de salud.

—Si todo va bien, ¿crees que podríamos contar contigo para otros estudios?

Alma asiente.

—Me gustaría. —Inclina la cabeza y añade con prudencia—: Creo.

George sonríe mientras llega a su destino y aparca el Austin.

—Por supuesto —dice—. Tienes que probar. ¡Es lógico!

Salen del coche. Huele a flores y a principios de verano, y la temperatura es agradable. George se pone a su lado y empieza a hablarle en un tono confidencial.

—Escucha un segundo: por lo que me has contado, creo que podrías tener más experiencia en estas cosas que yo, pero aun así, es mi deber advertirte. A veces, estas experiencias pueden ser agotadoras. Mucho. Hay entidades que tienen mucho poder y pueden dejarte exhausta. No sé qué encontraremos ahí dentro… Puede que algo, puede que nada, pero si notas que algo no va bien, que te duele la cabeza, que te sientes incómoda, triste, que te supera de alguna forma, quiero que me lo digas y saldremos rápidamente, ¿de acuerdo?

Alma asiente.

Caminan hacia la casa, una casa normal en un barrio modesto, construida de acuerdo al estilo mediterráneo. Las paredes blancas están recubiertas de una frondosa hiedra verde. Nadie habría dicho, con el sol incidiendo en las ramas de los árboles del jardín delantero y creando juegos luminosos, que allí se producen fenómenos extraños de difícil explicación, pero se producen. George la pone en antecedentes. Una pareja joven compró la casa hace ahora algo más de un año, y las cosas no van bien: los objetos cambian de sitio o se caen durante la noche, en especial los cuadros; las puertas se cierran con golpes violentos; la cama del dormitorio principal se deshace sola; los grifos se abren ligeramente y hay sonidos que nadie puede identificar y que rompen la quietud de la casa de manera inesperada.

Alma asiente.

—Los propietarios prefieren no estar mientras trabajamos —explica George—. En concreto, tengo la sospecha de que esto es cosa de él y que ella no sabe que venimos. Quizá no crea en…

—Entiendo —dice Alma.

Les abre la puerta un hombre joven que lleva unas gruesas gafas y una sencilla camiseta. George los presenta. Se trata de Louis, y es el técnico del grupo, que ha llegado unos instantes antes con las llaves de la casa. Louis, dice George, desempeña una labor importantísima: tiene un don natural para la electrónica y ha construido algunos aparatos y medidores que usan para sus intervenciones.

—Son fantásticos —dice George.

—Son sólo prototipos —se apresura a replicar Louis con modestia.

—Estamos estudiando la posibilidad de fabricarlos para su venta.

Mira los aparatos que Louis ha desplegado sobre la mesa. Uno parece una polvera algo sofisticada. Otro, una lata de refresco con luces en la parte superior y una larga antena que se extiende casi medio metro. Louis percibe que Alma está mirando y sonríe orgulloso. Rápidamente se adelanta para explicarle.

—Éste es el REM —dice cogiendo el aparato con las luces y la antena—. Las luces se encienden cuando detecta cambios de energía a su alrededor. También puede detectar cambios bruscos de temperatura y movimiento. Es muy fiable, pero hay que ponerlo en el lugar adecuado para que funcione.

Alma asiente.

Louis coloca la mano sobre el aparato y las luces parpadean. Luego pasa la mano rápidamente a su alrededor, produciendo el mismo resultado.

—Qué chulo —exclama Alma.

—Y éste es su hermano menor —anuncia señalando un tubo grueso con una barra de colores en un lateral—. Yo lo llamo Mini-REM. Funciona con campos electromagnéticos… Es… Bueno, es complicado. Hace lo mismo que el REM pero es móvil, lo que supone una gran ventaja; podemos ir por las habitaciones y registrar cosas, aunque aún no es tan fiable como su hermano.

—Fantástico —dice Alma, pero a esas alturas todavía no está convencida de que nada de eso vaya a funcionar realmente.

—La joya de la corona es ésta —dice George, señalando otro aparato—. Éste es un poco más grande y parece una polvera de tamaño industrial con el altavoz de una radio de mediano tamaño acoplado.

Louis se rasca la cabeza, halagado y algo incómodo.

—Es… Bueno, antes usábamos cintas convencionales para escuchar las voces de las entidades —explica—, pero era un proceso lento y unidireccional. Nos llevaba semanas mantener una conversación mínima.

—El proceso agotaba al cliente —dice George—. Había que dejar una o varias cintas grabando durante toda una sesión, a veces toda la noche, luego llevar la cinta a casa, inspeccionarla cuidadosamente, extraer los sonidos, encajarlos con las preguntas, hacer deducciones… Era agotador.

Louis asiente con una sonrisa.

—Aburrido —dice.

Alma no dice nada. Ha leído algo sobre psicofonías, pero no le ha interesado demasiado; para ella es como si alguien, en la puerta de su fábrica de fundición, se vanagloriara de haber descubierto el fuego. Asiente tímidamente e intenta hacer ver que está sorprendida.

—Básicamente registra las voces de los espíritus a través de barridos de bajas frecuencias en AM y FM. Lanza un sonido que les facilita la comunicación —añade Louis—. Dedujimos que era lo mejor para obtener psicofonías: usar frecuencias de radio muertas como base.

—Creo —opina George— que lo mejor es empezar y que lo vea todo funcionando.

Louis está de acuerdo, y sin decir nada más, empiezan a revisar las baterías y hacer ajustes en los aparatos. Hablan animados y orgullosos de sus pequeños inventos, les gusta lo que hacen y creen en ello, y Alma percibe eso tan claramente que los deja hacer, satisfecha. Pero tiene una urgencia: quiere saber qué pasa en la casa, así que se da la vuelta y se enfrenta por primera vez a la habitación, mirando con curiosidad las paredes, la decoración, el mobiliario, todo impregnado de recuerdos a los que ella puede acceder como las páginas de un libro. Curiosea con delicadeza, pasa una página, olfatea su aroma, la deja… Entonces respira profundamente y se sumerge, por fin, en el mundo de las sensaciones a las que está tan acostumbrada.

Y siente.

Inclina la cabeza, embriagada.

—Hay alguien aquí —susurra de pronto.

George se da la vuelta para mirarla, con el Mini-REM en la mano. La muchacha tiene esa expresión que ha visto otras veces en gente dotada, y piensa: «Aquí vamos».

Apunta con el aparato hacia Alma y mira la escala de colores.

Nada. El aparato está como muerto.

Levanta la mirada, se cruza brevemente con la de Louis e intercambian un instante de desconfianza.

—¿Estás segura? —pregunta al fin.

—Sí —susurra Alma—. Es… muy fuerte. Una presencia muy fuerte. No un rastro. Un rastro no… Está aquí.

Ahora está mirando hacia la escalera que conduce al piso superior mientras mantiene una mano en el pecho. Su expresión es dulce, como si estuviera esforzándose por oír una melodía lejana.

Louis está manipulando todos sus aparatos, pero sin resultado. George no sabe qué pensar.

—¿Arriba? —pregunta.

—Sí… —contesta Alma con naturalidad, y empieza a subir.

Louis ya se ha adelantado y ha cogido los medidores. Acaba de conectar el Mini-REM a otro dispositivo de gran tamaño que se cuelga del hombro mediante una cinta de tela; está lleno de radiales y tiene una banda alargada con frecuencias impresas. George, a su vez, lleva la sofisticada polvera, pero tampoco ahora capta nada.

Y llegan arriba. Alma no tiene necesidad de curiosear por las habitaciones. Rápidamente gira a la izquierda y se dirige a la habitación principal. George y Louis intercambian otra mirada y el primero asiente satisfecho: el cliente les ha dicho que es allí donde se han registrado la mayoría de los sucesos. «Hay algo», se dice George, que mira incrédulo sus terminales sin ver reflejado ningún resultado.

Alma suspira largamente.

—Está aquí —susurra con voz lastimera—. Está… siempre… aquí.

—¿Estás aquí? —pregunta George a la habitación vacía. La fuerza de su voz hace que Alma de un pequeño respingo.

Pasan unos instantes, y George repite:

—¿Estás con nosotros?

Entonces, una pequeña luz se enciende en la polvera, crepita y arroja una voz que suena a fanfarria metálica y retumba en el dormitorio.

FUERA

Louis se yergue. La orden, de un tono imperativo desagradable, le hace ajustar el volumen con manos temblorosas.

Alma mueve la cabeza suavemente. Su expresión, ahora, es triste.

—Oh —susurra—. Es por eso…

—¿Qué ocurre? —pregunta George.

Alma se lleva una mano a la boca. Parece a punto de llorar.

—Pero… cielo… —dice.

George va a preguntar algo cuando el Mini-REM empieza a emitir señales luminosas. En el mismo momento, la polvera crepita con un sonido estridente, como de estática, pero no surge ninguna voz de la caja. Louis se apresura a colocar el módulo REM sobre la cama, pero no tiene que esperar mucho, las luces empiezan a parpadear prácticamente en el acto.

—¿Quién eres? —pregunta George.

—Rafael —susurra Alma, conmovida.

RAFAEL —dice la polvera.

George la mira, perplejo. La simpleza y contundencia de lo que acaba de pasar le demuestra que aquella chica puede, finalmente, ser todo lo que su padre había prometido.

Alma cierra los ojos y deja que unas lágrimas desciendan por sus mejillas. George no comprende, pero espera, expectante y emocionado. Es como si, alrededor, se tejiera un manto de algo que no puede expresar pero que siente crecer en el pecho; una emoción interna inexplicable, un sentimiento de algo que no puede descifrar.

—Cree que… Cree que sigue aquí —dice Alma finalmente—. Cree que la casa es suya, y no entiende lo que pasa. Cree que sigue en este mundo… Oh, está tan perdido…

George parpadea. Va a decir algo pero se interrumpe. El REM y el Mini-REM titilan como locos.

—Rafael —susurra Alma—. Pobre Rafael.

MI CASA

—Rafael… —añade Alma—. Tienes que… comprender que éste ya no es tu sitio. Ésta no es tu casa. Tu tiempo… tu tiempo se acabó, y es hora de continuar…

LA CASA

—Continuar, Rafael… Tienes que…

ES MÍA

—Yo puedo ayudarte. ¿Quieres?

ES MÍA LA CASA ES

—Si quieres, puedo ayudarte a seguir tu camino y dejar esta existencia triste que arrastras…

ES MÍA ES MI

—Elige dejar atrás la tristeza, Rafael… Es hora de… seguir.

Arrastra mucho la palabra: Seguiiiiiir. Se recrea en ella. La viste de algo hermoso, lleno de una promesa genuina y pura.

De pronto, la polvera se queda en silencio y las luces dejan de parpadear. Louis, con la frente cubierta de un repentino sudor, mira a George, pero éste está mirando a Alma, quien permanece quieta, inmóvil junto a la cama, con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos cerrados.

—¿Quieres? —susurra.

Silencio.

SÍ —dice la polvera.

George esboza una repentina y genuina sonrisa, como aliviado. Alma asiente, llena de una suerte de alegría que brota de algún lugar en su interior, la colma, la transporta a estadios de ternura, bondad y comprensión; hasta Louis ha olvidado por un instante sus aparatos y parece emocionado.

Alma asiente, sonriendo.

—Bien. Muy bien… —dice. Entonces suspira, agacha la cabeza, y se queda quieta, muy quieta. Durante un largo momento parece que lo único que hace es… permanecer, ante la atenta mirada de George y Louis, que no se atreven a articular palabra. Louis parece más nervioso, pero George intuye que algo está pasando y respeta el silencio y la quietud de la muchacha. Pasa un minuto, un minuto y medio… y luego, de pronto, Alma respira como un nadador que ha estado aguantando el aire durante un largo rato. Suelta todo el aire de sus pulmones y abre los ojos sonriendo.

Los aparatos yacen, inútiles, en las manos de los expertos, silenciosos, apagados.

—¿Qué… qué ha pasado? —pregunta George.

—Ya está —dice Alma—. Ha pasado…

—¿Cómo? —quiere saber George—. ¿Lo has… conducido tú?

Alma niega enérgicamente.

—¿Como la señora bajita de Poltergeist? —ríe con ganas—. Oh no. No sabría. No podría. Pero he contactado con un… yo los llamo Recolectores de almas. Se lo ha llevado. La he visto como… como una mujer joven, de piel negra. Era preciosa.

George asiente. Nunca ha oído nada parecido, pero la cree. La cree porque está en el aire, y porque la ha visto trabajar. La cree. Y piensa, además, que Alma no parece ahora tan tímida como cuando se subió al coche. Se le ocurre que, quizá, esa experiencia ha abierto algo en ella, algo bonito, como un sentido a sus capacidades. Ha hecho algo precioso y está contenta de haberlo hecho. Habla con emoción, con naturalidad y hasta cierto desparpajo.

Alma se apoya en la pared y se pasa una mano por la frente.

—¿Estás bien? —pregunta George.

—Estupendamente —dice—. Gracias.

George asiente.

—Qué pasada… —susurra Louis mirando los registros de los aparatos. Está emocionado con las lecturas y los picos desorbitados de datos que revelan la potente actividad paranormal que se ha vivido en la habitación—. Ha sido una pasada…

Alma sigue mirando a la habitación, que ahora parece más luminosa. Ella, sin embargo, está ensimismada.

—Hay… tanta gente perdida por ahí —dice de pronto—. Gente que no tiene poder para llamar la atención, como ha pasado aquí, pero que sufre… ¡Sufren tanto! Gente que no encuentra, no comprende… Ahora lo veo. Sí. Ahora lo veo.

George la mira. De repente tiene ganas de abrazarla, pero no lo hace… se le antoja, quizá, inapropiado, porque ella es muy joven y no la conoce todavía lo suficiente. En lugar de eso, cambia el peso del cuerpo de pie y cruza los brazos sobre el pecho. Se limita a permanecer allí, sonríe, y piensa algo que decir. Algo que la anime.

—Tienes un talento increíble —dice al fin—. ¿Considerarías… trabajar para nosotros?

Alma lo mira. Tiene, realmente, los ojos más increíbles que haya visto jamás.

—Puede que lo haga —contesta con sencillez.

George sonríe.

—Demonios, trabajaríamos para ti si montas un gabinete.

Alma suelta una carcajada, quizá la carcajada más sencilla y hermosa que hayan visto esas paredes desde que fueran proyectadas, hace ya treinta años; una carcajada que parece deshacer el nudo que se había creado en el pecho de todos. Luego, mira a George otra vez y dice:

—Puede que lo haga.

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