Alma

Alma


XIII. Alma y el Frío

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ALMA Y EL FRÍO

*

Alma atravesaba un periodo horrible. Su experiencia reciente en casa de Sara y Darnell había marcado un antes y un después en su experiencia vital; de hecho, se encontraba tan perdida y desorientada como cuando era pequeña y luchaba todavía por comprender y manejar sus capacidades.

Ahora era incluso peor, porque no sabía cómo podría salir del agujero al que la habían arrojado, o si lo conseguiría alguna vez. Otra vez.

Para empezar, había afectado sus escudos de una manera que aún le costaba comprender. Los había anulado, destruido prácticamente en su totalidad, y llevaba soportando ya cuatro días de intenso dolor de cabeza. Las imágenes de cosas que fueron eran una cosa: podía manejar a los espectros, trazas de energías y sensaciones diversas, pero las voces… todas esas voces gritando dentro de su cabeza y reclamando atención, eran otra.

La primera vez recibió ayuda de un experto; construyó sus defensas mediante meditación, relajación y técnicas avanzadas basadas en el reiki para controlar el chakra de la corona y el Tercer Ojo. Aprendió a manejar esas cosas como un niño aprende a controlar sus esfínteres, con tiempo, paciencia y todo el cariño que necesitaba. Ahora estaba muy por encima de esas cosas. Conocía bien toda la teoría y sabía los procedimientos, pero era incapaz de recuperar el control. Dormía poco y mal, y cuando abría los ojos veía casi lo mismo que en sueños.

A las siete de la mañana, una mujer que falleció de tisis en 1812 se quedó de pie delante de la cama, tosiendo sangre. Estuvo pidiéndole ayuda durante doce minutos, y luego desapareció atravesando la pared. A las siete y treinta y cinco, tres sombras negras, demasiado antiguas como para tener identidad, se deslizaron sobre ella. Permanecieron allí casi un minuto, zumbando con intensidad, hasta que se esfumaron como si nunca hubieran existido. A las ocho menos cuarto, algo creció desde el suelo y pareció quitarle el color a la habitación. Era frío y terrible, y Alma se sintió increíblemente cansada. No quiso mirar; se arrebujó entre las sábanas e intentó concentrarse en no sentir, pero sin resultado.

Mientras tanto, un niño de seis años apareció sentado en su cama. Alma lo recordó de su niñez: le había hecho compañía durante años, siempre sentado en la cama, abrazado a una vieja pelota de trapo, hasta que ella levantó sus defensas y él desapareció. Hizo que desapareciera. Ahora volvía, reclamando nuevamente atención, mirándola tan inquisitivamente como antaño. Allí seguiría, día y noche, mirando cómo se vestía, cómo intentaba conciliar el sueño, escudriñándola, inexpresivo, al despertar.

Las apariciones vinieron y se fueron durante toda la mañana, sin descanso. Comió con un soldado de la segunda guerra mundial al que le faltaba un brazo, y se lavó los dientes con el corazón encogido mientras una mujer de mediana edad gritaba por toda la casa buscando a su hijo desaparecido.

Estaba agotada. Tenía que conseguir detener todo eso.

La pregunta era cómo, pero concentrarse en pensar no era sencillo. Andrew la había llamado tres o cuatro veces al móvil, probablemente porque requería su presencia en la oficina para cualquier cosa, pero no contestó, y no porque no tuviese pensado ir (por descontado) sino porque hablar por teléfono era imposible. Ese medio era un excelente conductor para las voces que pendían en el aire, inaudibles para la mayoría de los hombres mortales pero no para ella. Sería incapaz de oír a Andrew con ese tropel de gruñidos, lamentos y mensajes desesperados intentando hacerse notar.

Una respuesta era, naturalmente, los sueños. Alma obtenía mucha información del mundo onírico. Para las personas como ella, conectadas al mundo de lo invisible, los sueños representaban mensajes importantes sobre cosas que debían ser comunicadas. El problema de los sueños, por supuesto, era que no podían ser controlados. Se requería tiempo, quizá demasiado; podría pasar meses, años y décadas esperando la respuesta que necesitaba sin obtenerla, y algo le decía que no disponía de ese tiempo. El otro problema era, naturalmente, que no podía conciliar el sueño hasta el punto de tener sueños lúcidos.

Entonces decidió hacer un poco de meditación. Necesitaba respuestas, necesitaba un poco de ayuda, y si había algún lugar en el que buscar la información que precisaba era allí, en su interior: «La información llega cuando tiene que llegar».

Resopló. Iba a ser duro concentrarse con todo el circo que tenía montado en su cabeza y alrededor de ella.

Las voces repicaban contra su mente.

Dile

Ve

¿Cómo?

¡Escucha!

—¡Basta! —gritó a la habitación en apariencia vacía.

¡Basta! —repitieron las voces, ahora iracundas, ahora desesperadas, enredadas en lamentos amargos.

¡HAZ QUE PARE!

¡Devuélvelo!

DEVUÉLVENOS

Alma cerró los ojos.

Respiró.

¡No!

¡Sí!

Intentó aliviar la mente de pensamientos. Esforzarse por no pensar era un acto fútil, eso lo sabía, porque buscar la ausencia de pensamientos era un pensamiento en sí. En lugar de eso, se vació, se despojó de la trampa de su mente, fluyendo como lo haría una hoja que discurre mansamente por un tímido caudal de agua.

Y poco a poco, con una naturalidad de la que no se creía capaz en esas circunstancias, se deslizó suavemente hacia ese particular estado de conciencia al que estaba tan acostumbrada: dentro de ella, progresando hacia un Yo profundo que se mantenía a salvo y protegido, precisamente, por carecer de defensas, más allá de los mecanismos complejos del ego.

Las voces se desvanecieron, se difuminaron, alejándose de ella. Alma abrió los ojos, pero no los ojos físicos, sino los ojos que miran hacia dentro, y se sintió repentinamente inundada de Luz. Oh, sí… Era ella, por supuesto, pura, eterna, inalcanzable, inabarcable. Hacía tiempo que no se veía con esa claridad y se sintió abrumadoramente agradecida. Pasara lo que pasase, cualesquiera que fueran las circunstancias en las que tuviera que moverse, ella siempre sería así: hermosa, límpida, ajena a los movimientos tempestuosos de la vida, a las mareas del devenir de las cosas, a los daños colaterales de sus capacidades, al ruido de la fricción de la vida. Y allí se quedó un tiempo, disfrutando del silencio de su alma, libre al fin de presencias y rastros.

Se dejó curar, lamiéndose las heridas como lo haría un pequeño cachorro tumbado al sol, despacio, con mesura, lametón a lametón. La luz le decía: «¿Qué quieres?», y al mismo tiempo se respondía: «Puedes. Lo que sea que deseas, puedes».

La intranquilidad y el desasosiego desaparecieron.

«Puedo».

«¿Cual es la pregunta? —dijo la Luz—. Si sabes la pregunta, sabes la respuesta».

La pregunta.

La… causa.

La causa de todo aquel desbarajuste era, por supuesto, su experiencia en casa de Sara y Darnell. Era la primera vez que se había enfrentado a algo así, tan… vasto, tan desconocido, tan potente. Le había hecho recurrir a la fuerza más poderosa del universo, el Amor, para salir victoriosa, pero una parte de sí misma le decía que hubiera podido quedar atrapada, tal vez para siempre. Como Darnell, que había estado a punto de matar a su mujer. Darnell había estado atrapado por esas energías desconocidas, esas… entidades oscuras que latían con un odio malsano y terrible.

Era odio, sí.

Cada una de aquellas voces era odio.

«Y frío», se recordó.

Pero ¿qué eran?

Alma sabía que no había cosas desconocidas en la Creación. No había criaturas primigenias como no había minerales desconocidos, o leyes físicas por descubrir. Todo funcionaba con los mismos y viejos fundamentos que se combinaban de mil maneras diferentes para formar cosas más complejas; hasta la forma de vida más compleja y grande del universo seguía estando compuesta por carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, combinados de tal manera que forman biomoléculas. Así pues, la pregunta, ¿cuál es la pregunta?, ¿cuáles, de los elementos esenciales ya conocidos, podían ser tan potentes?

La luz que era ella misma titiló.

«La ira —dijo ésta—. La rabia. El dolor. Son tan intensos como el amor; quizá no tan potentes, pero sí intensos».

Alma aceptó la información.

Pero si eran, en esencia, odio, ira, rabia y dolor… ¿de dónde salían?

Esperó, pero esta vez, no llegó ninguna respuesta.

Después de un rato, comprendió que lo que necesitaba saber no estaba dentro de ella; estaba en algún otro lugar, en otra parte, tiempo o realidad. Entonces respiró profundamente y se preparó para la Visión Total. Era, al menos, el término que ella misma le había dado cuando aún no había leído nada sobre el tema, hacía mucho, mucho tiempo. Otra acepción mucho más común era el Tercer Ojo. Los hindúes lo llamaban Ajna, y su verdad sagrada era: «Busca solamente la Verdad». Era lo que necesitaba, después de todo: la Verdad, simple y llanamente. Ese tipo de técnica nunca la llevaba a lugares o situaciones del mundo terrenal. No era como un viaje astral, donde el espíritu abandona el cuerpo y se traslada. Era, simplemente, una manera íntima de llegar a la comprensión de las cosas.

Se sentó en la cama y se concentró.

Abrió su canal de luz, imaginando cómo un rayo dorado bajaba desde arriba y entraba por su cabeza. Era la manera de conectarse.

Tiempo.

Tiempo. Tiempo.

El silencio.

Las mareas. Mareas de silencios.

Un océano de destinos.

Momentos. Instantes.

Alma se desplazó siguiendo la corriente de las cosas que fueron, son y serán. Ante ella, por todas partes, se formaban imágenes como en un calidoscopio, pero ninguna resonaba en su interior. De pronto, una imagen más potente restalló delante de ella: indeciblemente nítida y tan espeluznante como inesperada, una atrocidad que intentó desechar tan pronto se presentó, sin resultado. Era imposible no verla. Era un hombre, vestido de época, sentado sobre el cuerpo agonizante de un niño que tenía los órganos vitales expuestos por heridas atroces. El hombre lo miraba con fascinada curiosidad, como quien mira el precioso y mágico momento en el que una yegua da a luz a un precioso potro. Estaba embelesado por el dolor insoportable de su víctima. Alma no tenía forma de saberlo, pero contemplaba a Gilles de Rais, un maniaco perverso que, en contraste, había luchado con Juana de Arco. Pasó a la historia por destruir la inocencia y profanar la virginidad de aquellos a los que aún les quedaba tiempo para preservarla.

Y sintió Frío.

Herida y angustiada por lo que acababa de ver, Alma se sintió transportada a otro lado. Ahora estaba en una especie de bulliciosa oficina. Había gente vestida con traje, enganchada a sus teléfonos, que se afanaba por hacerse oír por encima de los demás. Había paneles con información que no podía entender, columnas de números y letras que cambiaban cada poco tiempo. Alma no había estado nunca en una oficina de operaciones bursátiles, pero podía reconocerla gracias a las películas. Las bocas se llenaban de cifras, cifras astronómicas, decenas y cientos de miles de dólares. Y mientras hablaban, haciendo aspavientos con las manos, garantizando rentabilidad y un retorno de la inversión, Alma supo… que el retorno de la inversión les importaba una mierda: lo único que ocupaba su mente era ganar dinero. No les importaba que los inversores fueran gente con unos ahorros escasos, a menudo los únicos de los que disponían, que quedarían desamparados sin ellos. No estaba en sus mentes.

Y sintió Frío.

La escena cambió de nuevo. Ahora estaba en un elegante salón comedor con una enorme mesa. Las paredes se encontraban elegantemente adornadas con cuadros y recargadísima decoración a base de filigranas. Un grupo de hombres vestidos con uniformes de oficial, la mayoría, estaba sentado alrededor de la mesa, entregados a una acalorada discusión con un montón de documentos. Alma reconoció los uniformes: algunos llevaban las conocidas siglas de las SS, y otros, una banda en el brazo con la esvástica nazi. Tampoco esta vez pudo saber que estaba, en realidad, en la villa de Gross Wannsee, y que los hombres que estaba viendo eran Reinhard Heydrich, comisionado por Hermann Göring, jefe de la Gestapo, y Wilheim Stuckart entre muchos otros. Era el 20 de enero de 1942, y decidían la Solución Final para el problema judío. En ese momento se mencionaban por primera vez las palabras «exterminación» y «aniquilación» que desembocarían en el genocidio atroz de millones de judíos por toda Europa.

Y sintió Frío.

A partir de ese momento, Alma se encontró enfrentándose a una miríada de imágenes similares. Vio a soldados que históricamente habían sido considerados como «héroes» por estar en el bando ganador violando niñas y mujeres; vio a Mao Tse Tung enmarcado en el cuadro de sufrimiento de setenta millones de chinos, vio a unos niños despellejando a un perro vivo mientras le hacían fotos con el móvil; vio a la reina de Madagascar, Ranavalona I, que eliminó a más de diez mil esclavos en una sola semana mediante terribles procedimientos de tortura; vio las atrocidades cometidas por la Santa Inquisición española, torturas imposibles ejecutadas en el nombre de Dios; vio la creación de los Gladiadores do Altar, en Brasil, un grupo concebido para erradicar a los ateos y a los gays. Vio a un hombre comiendo un trozo de pizza en el salón de su casa asistiendo impasible a unas imágenes donde unos niños del Tercer Mundo morían lentamente por inanición, con sus vientres hinchados; vio…

Vio tanto, que para cuando el despiadado bombardeo de imágenes cesó abruptamente, estaba llorando desconsolada, con el pecho partido en dos por un dolor y un sufrimiento atroces.

Y sintió Frío.

¿Qué era todo aquello? Alma estaba confusa.

Dolor. Ira. Egoísmo. Monstruos carentes de empatía y humanidad. Y no grandes genocidas, sino…

Pensó en el hombre comiendo la pizza, y en los agentes de Bolsa recomendando invertir dinero en mierdas que ellos sabían fallidas. No eran grandes crímenes. Era…

Indiferencia.

Desconexión. De las cosas importantes, de uno mismo, del resto de la humanidad.

Ausencia de amor. Eso era.

Pero ¿qué significaba todo eso?

De pronto, abrió mucho los ojos.

Había un gran común denominador.

El Frío.

Como aquel día en el dormitorio de Darnell y Sara. Un frío raro, extraño, sobrenatural, que sobrevivía a las bufandas y a las capas de ropa que uno llevara encima. Un frío interno. El frío del alma.

Todas esas imágenes generan frío. No las imágenes, los hechos tras las imágenes. El dolor, el egoísmo deleznable que se arrastra, estéril y venenoso, como una hiedra por un muro.

Y así como el amor generaba energías positivas que ella podía ver en los ojos de la gente y sentirlas, de alguna manera la ausencia de amor generaba otras.

Alma asintió. Comprendió. Estaba comprendiendo. La humanidad llevaba milenios engendrando aquella enfermedad, una enfermedad cuyos efectos empezaban a notarse por todas partes en forma de… algo, que se sentía como frío. Pero no era frío, por supuesto, era una podredumbre terrible que denunciaba el lado más oscuro del hombre: los demonios internos. Sin embargo, algo estaba fuera de la ecuación todavía.

Las voces, aquel plano terrible del dormitorio, helado y confuso.

¿Qué eran las voces? ¿Qué eran esas cosas?

La ira, el odio, el egoísmo, eran condiciones del alma muy potentes, pero no eran cosas en sí; desde luego no eran las voces que había oído en aquel momento. No, el egoísmo era sólo la podredumbre que las alimentaba, pero éstas habían acudido como respuesta a la existencia de esos sentimientos oscuros, en primer lugar.

Por otro lado, la existencia del frío a un nivel prácticamente global denunciaba que esas cosas estaban aumentando su presencia y su poder, así que la siguiente pregunta era: ¿por qué ahora? ¿Qué había cambiado?

¿Acaso se había llegado a una especie de borde de algún vaso y había… rebosado?

La historia de la humanidad era una historia de barbarie y asesinato. Desde sus orígenes, el hombre había dado sus pasos pisoteando y masacrando a sus hermanos. Golpe a golpe. Sangre a sangre. El poderoso comía sobre la carne macilenta de los menos favorecidos y el fuerte sometía al débil. Siempre había sido así. El mundo era un escenario complejo, pero las cosas no estaban mucho peor que en otras épocas. Le resultaba difícil imaginar que se hubiera llegado a un límite justo ahora, en su periodo vital. Demasiada coincidencia; y las coincidencias, como bien sabía Alma, eran mucho, mucho más inusuales de lo que la gente común pensaba.

¿Por qué, por qué ahora?

Necesitaba concentrarse un poco más.

Vaciarse.

Alma dedicó tiempo a estar, no a pensar, porque el razonamiento no le servía en esos momentos, sino a estar, a abrir su corazón, su intuición, sus percepciones, su conciencia vital, su yo esencial. Se quedó quieta y callada, sentada sobre la cama de su dormitorio, durante un largo rato.

Un largo largo rato.

Pero la respuesta no llegó.

Después de varias horas, Alma soltó todo el aire de los pulmones y se derrumbó sobre la cama, súbitamente mareada. Estaba exhausta. Un severo dolor de cabeza empezaba a actuar en la nuca y apenas tenía fuerza para levantar los brazos.

No podía más.

Con un último esfuerzo (apenas un pensamiento) cerró su canal de luz. Mientras tanto, agradeció al universo la información recibida; era importante y nunca se olvidaba de eso.

Había comprendido cosas. Aún no del todo, pero era un buen comienzo. Sin embargo, había algo que había cambiado como resultado de sus ejercicios. Estaba consciente, tumbada sobre la cama, y no oía voces ni veía sombras resbalando por las paredes.

Sus escudos habían vuelto.

Sonriendo, conmovida y agradecida, se quedó dormida en el acto.

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