Alma

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XV. Círculos

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CÍRCULOS

—¿Doctora? —dijo Andrew al abrir la puerta de su despacho—. Es su cita de las diez.

No eran todavía las diez, de hecho faltaban doce minutos, pero Alma ya estaba levantándose para salir a recibirla. A pesar del cansancio y del sueño que tenía, casi había podido sentirla llegar.

Cuando la vio por primera vez, sonrió. Más que conocerla, la había reconocido, con sus ojos azules y su pelo rizado con matices que hacían que pareciera una llamarada. Su sonrisa aún era mejor.

Se dieron un abrazo sin decir nada, y después se miraron durante un rato, sonriéndose. Jow levantó una ceja.

—Lo ves, ¿verdad? —preguntó Alma.

Jow estaba confundida. La sensación que había tenido al ver a la doctora era difícil de explicar. Había familiaridad. Había una empatía especial. Era algo más que «caerse bien».

—Creo que sí —contestó.

Alma asintió.

—Está bien —dijo—. Hablaremos de todo con calma a la hora de la comida, pero ahora los técnicos están impacientes por conocerte.

—Ah —replicó Jow—. Pensaba que la entrevista iba a ser con usted.

—¿Entrevista? —preguntó Alma.

Jow inclinó la cabeza con una expresión divertida.

—El… el trabajo. La entrevista para el…

—¡Oh! —exclamó Alma, riendo de buena gana por primera vez en muchos días—. El trabajo es tuyo, querida, ¿aún no te has dado cuenta? Siempre ha sido para ti.

Los técnicos recibieron a Jow con mucho entusiasmo. No sólo parecía ser la persona idónea para solucionar todos sus problemas con su programa, sino que era, además, una mujer extraordinariamente atractiva. La última vez que uno de ellos había salido con una mujer, Matthew Bush estaba en la presidencia. El otro tenía treinta y tres años y sólo había tenido dos experiencias íntimas con el bello sexo.

En apenas media hora, sin embargo, la pusieron en antecedentes. La base de datos estaba terminada y era operativa, y aunque en opinión de Jow había mucho, muchísimo trabajo de optimización por hacer, eso no era tan importante como el hecho de que, a fin de cuentas, funcionaba. Al fin y al cabo, el software era para uso privado y no necesitaba pasar ninguna certificación de calidad. Lo que era un verdadero lío era la parte de las consultas relacionales, montadas sobre SQL. La metodología de la programación era tan antigua como el poeta romano que daba nombre al proyecto, Virgilio, pero a medida que los programadores le enseñaban los diferentes módulos que componían todo el núcleo del sistema, sus ojos expertos iban divisando fallos, redundancias y obsolescencias. Simplemente, saltaban a la vista. Era amable y sutil, sin embargo. Sabía que esos dos muchachos habían trabajado duro en el sistema y habían intentado, por todos los medios, que funcionase. Alabó todo lo que habían hecho y sólo se permitió gruñir entre dientes ante algunas de las peores barbaridades.

—Está bien —dijo Jow—. Ya veo cómo está todo. Lo que no sé es qué esperáis de esto… ¿Cuál es la salida?

—Bueno —respondió uno de los técnicos—, ésa es la parte que menos funciona de todo.

—Queremos dar salida a los datos en un mapa —se apresuró a explicar el otro—. Representarlos con gráficos, ¿sabes? Es lo que más le interesa a la jefa. Todos los datos tienen varios campos de ubicación: país, ciudad, población… incluso la calle, cuando el dato se conoce. Queremos efectuar consultas para verlos en un mapa global. Luego queremos poder hacer zoom sobre el mapa para obtener un detalle mayor.

—¿Como los mapas de Google? —preguntó Jow.

—Sí, algo así.

—¿Y eso es todo?

Los técnicos se miraron, confusos.

—Bueno… No es cualquier cosa.

Jow arrugó la nariz. Había esperado una tarea complicada, pero por lo visto iba a terminar el trabajo en menos de una semana, diez días como mucho.

—Está bien —dijo—. ¿Qué herramienta usáis para el control de versiones?

—Usamos Subversion.

—Creadme una cuenta, dadme un ordenador, y nos pondremos a ello.

—¿Es usted residente? —preguntó el oficial de policía, elevando ahora la voz para hacerse oír sobre la masa de gente.

—¡No, no soy residente!

—¡Entonces no puede pasar! —chilló.

—¿Qué cojones dice? —bramó el hombre—. ¡No puede cerrar el paso, es una vía pública!

—¡Le repito, señor, que Elvenbane está CERRADO!

El oficial dio media vuelta y se retiró detrás del cordón policial, andando con paso presuroso y el rostro encendido. Estaba harto de gritos y protestas. En todos sus años de servicio nunca había visto algo similar. ¿Qué narices le pasaba a todo el mundo con Elvenbane?

Allí lo esperaba su superior, que acababa de bajarse de su vehículo.

—¿Cómo va la cosa, Ed?

Edmond se quitó su gorra de oficial y se pasó la mano por la calva. Estaba hecha de fieltro y, por lo tanto, la transpiración era bastante pobre, dejándole la frente cubierta de sudor.

—Cada vez peor. La gente está acampando más allá del cordón. Les da lo mismo. Si no pueden llegar a Elvenbane, se quedan lo más cerca posible.

—No pueden acampar en esas tierras, Ed. Son tierras privadas para ganado y cultivo y los dueños están protestando. Me están presionando desde arriba. Mucho.

—Lo sé —dijo Edmond—. Los obligamos a levantar los campamentos pero se retiran varios cientos de metros y acampan en otro lado: es automático. El perímetro es demasiado grande, Paul. La gente deja el coche y echa a andar por el campo para llegar al pueblo.

—¿Y se sabe ya el porqué?

Edmond soltó un bufido.

—Nadie tiene ni puñetera idea. Pero Paul…, la cosa es más grave de lo que parece.

—¿Más? —preguntó éste con una sonrisa socarrona.

Edmond asintió con la cabeza.

—Están habiendo deserciones en nuestra gente —dijo.

—¿Qué?

—Hay compañeros que, de repente, dejan su puesto y se van hacia el pueblo.

—¿Qué estás contándome? —se sorprendió Paul.

—Desertan, jefe. Sólo uno de ellos se tomó el tiempo de quitarse el uniforme. ¡Se van, así de sencillo! En cada cambio de turno regresan muchos menos policías de los que vienen.

Paul miró al horizonte, a la enorme multitud de gente congregada. La caravana de vehículos que bloqueaba la carretera intentando llegar a Elvenbane era impresionante, y se extendía hasta donde alcanzaba la vista; una visión del todo irreal para un entorno rural como aquél. Algunos vehículos, sobre todo los más capacitados para circular por terrenos no asfaltados, abandonaban la carretera y circulaban campo a través intentando sortear el bloqueo. Un par de helicópteros de la policía sobrevolaba la zona.

—¿Qué está pasando, Ed? —preguntó Paul.

—No lo sé.

—¿A qué nos enfrentamos?

—No lo sé —fue la respuesta.

El canal de noticias en directo de la British Broadcasting Corporation, más conocida como BBC, estaba cubriendo los eventos que ocurrían alrededor de Elvenbane. En mitad de la transmisión, el reportero, de forma inesperada, se quedó callado.

Decenas de miles de espectadores levantaron una ceja casi al unísono. En la cabina de control del programa, el regidor se quedó helado, rodeado de un súbito silencio. Nadie se movía, como si no se atreviesen a respirar. Las diferentes pantallas mostraban el rostro impertérrito del corresponsal, mirando a algún punto indeterminado con ojos vacíos. Cada segundo que pasaba era un mazazo insostenible.

—¿Qué… está… haciendo? —preguntó el regidor.

—Dios mío —exclamó su ayudante.

—Reacciona, hijo de puta… —susurró.

El teléfono rojo de los jefazos empezó a sonar.

—Mierda —ladró—. Pasad a publicidad. ¡Pasad a la puta publicidad!

Justo cuando cortaban la señal, el reportero se levantó, se ajustó la chaqueta, y abandonó su puesto. El resto del equipo se quedó mirándolo, estupefacto.

El encargado de control se acercó a él.

—¿Qué pasa, Mark? Mark… ¡Mark!

El reportero lo miró un solo instante.

—¿Qué… ocurre? —preguntó el encargado.

—Me voy.

—¿Qué? ¿Adónde… adónde vas?

—A Elvenbane —contestó, y salió del estudio.

Son las tres y media de la madrugada, y el reloj despertador de la mesilla de noche marca, displicente, las 03.30. Alma abre los ojos con suavidad, y cuando enfoca la oscuridad del dormitorio, sonríe.

—Buenas noches —dice la forma.

—Buenas noches —contesta Alma, incorporándose.

—Los Tres Que Son Uno —dice, y a su manera, sonríe.

—Oh —responde Alma—. ¿Quién más?

—Llegará. Todo llega.

—Sí.

—Lo hice bien —dice la forma—. Aunque todo era confuso y pareciera lo contrario, los dos hicimos lo convenido.

—Lo sé —asiente Alma—. Puedo verla, y es preciosa. Siempre lo ha sido.

—Sí —dice la forma—. Cuídamela, por favor.

—Lo haré, señor Gibson —responde Alma sonriendo.

La forma no dice nada, pero emite una energía cálida y agradable que permanece en la habitación durante muchos minutos después de desvanecerse.

Jow compiló el código, lo que le llevó doce segundos. Cuando terminó, lincó el código objeto y se encontró con un pequeño fichero ejecutable con la palabra Virgilio en él, incluyendo el número de versión y otros caracteres de control. Un único fichero, compacto y precioso, fruto de un par de semanas de trabajo. Era un trabajo bien hecho, desde luego. Se reclinó en la silla, satisfecha, y aprovechó para dar un sorbo a su café. Se había quedado frío, por supuesto, como cada vez que se concentraba demasiado en su trabajo.

—Está listo —dijo.

Los técnicos la miraron.

—¿En serio? —preguntó uno de ellos—. ¿Ya compila?

—Ha compilado sin advertencias, errores o problemas. Suave como el culo de un bebé.

—¡Vaya! —soltaron los dos, admirados, al unísono.

Hubo una pausa expectante. Después, los técnicos se acercaron corriendo a la mesa de trabajo de Jow.

—¡Fallo de excepción general en menos de cinco segundos! —exclamó uno.

—¡Corrupción de vídeo al arrancar! —soltó el otro.

Jow esbozó una sonrisa.

—Ésas son cosas de novatos —murmuró entre dientes. Y entonces adelantó un dedo hacia el teclado y pulsó una única tecla.

El programa arrancó. En la pared, las pequeñas luces verdes de los routers comenzaron a parpadear, indicando tráfico pesado de datos. La pantalla de Jow se iluminó con el logotipo de la aplicación: Virgilio v.1.9 alfa.

Jow navegó por el menú de opciones y seleccionó una de ellas.

—Basura en la presentación —se apresuró a decir uno de los técnicos.

—Corrupción de datos —exclamó el otro.

—Callaos ya, novatos —bromeó Jow.

Un mapa del mundo se presentó en pantalla, rodeado de varias ventanas con unos campos desplegables.

—Vamos a ver… —susurró ella—. Por ejemplo, vamos a ver cuántos casos tenemos registrados de… experiencias cercanas a la muerte.

Seleccionó un par de opciones ante la mirada expectante de los técnicos.

—Cuelgue inminente —amenazó uno.

—Ningún dato encontrado —comentó el otro.

El mapa global, sin embargo, se llenó de marcas. Una ventana indicaba el número de casos encontrados: más de cuatro millones.

—¡Dioses! —exclamó uno de los técnicos.

—La leche —dijo el otro.

Jow estuvo un rato navegando por el mapa, moviéndose por los controles de zoom con suavidad. Se trataba de una aplicación de escritorio, así que los datos se refrescaban y respondían casi al instante.

—¡Qué velocidad! —dijo admirado uno de los técnicos.

Luego, Jow amplió una de las marcas cerca de Nuevo México, y una pequeña ventana se abrió junto a ella con algunos de los datos clave: nombre, año del evento, fuente del dato.

—Alucinante —comentó el otro.

—Podemos incluso filtrar un poco más, una vez hecha la búsqueda —dijo Jow—. Por ejemplo… Por ejemplo… Experiencias cercanas a la muerte con proyección astral.

En unos segundos, el número de marcas se redujo de manera notable. Ahora había menos de un millón de resultados.

—¡Uau! —soltó un técnico.

—Los filtros son progresivos —explicó Jow—. Ahora podemos seguir filtrando… Ah, esto es interesante. Experiencias cercanas a la muerte con proyección astral experimentadas por… ¿invidentes? ¿En serio?

Yeah —dijo el técnico más joven.

—Son los casos más alucinantes —remarcó el otro.

Jow se encogió de hombros. Ejecutó el nuevo filtro y los resultados se redujeron a algo más de veinticuatro mil casos documentados.

—¿Por qué almacenáis ese tipo de información? ¿Por qué es relevante? —preguntó Jow.

—¿Lo dices en serio?

—Cuando te proyectas en astral ves tu cuerpo desde fuera. Algunos de esos invidentes pudieron ver no sólo la realidad por primera vez, sino su propio cuerpo. Algunos dijeron poder reconocerse por alguna cicatriz, marcas, anillos en sus dedos, o cualquier otra cosa.

—Caramba —dijo Jow, admirada—. No entiendo de dónde habéis sacado esos datos… He estado tan ocupada con esta pequeña funcionalidad que no me he parado a pensar de dónde habéis sacado semejante montón de información. ¿La habéis… introducido a mano?

—Cielos, no —repuso el técnico.

—Utilizamos lectores de datos, robots que escudriñan internet y extraen información —explicó el otro.

—Utilizamos el código Ansa-Baren, de hecho.

—¿Qué? —preguntó Jow.

—En el año 2004, un grupo finlandés desarrolló una aplicación que extraía información de internet para producir predicciones de mercado. Se la conoce como la aplicación Ansa-Baren. Rastrea todos los blogs, todos los comentarios, páginas web, incluso redes sociales como Facebook o Twitter, para extraer cadenas de texto y convertirlas en datos. Lo que hacía era sacar patrones de esas cadenas. Por ejemplo, si hay cien mil personas hablando de «vacaciones» y de «Londres», la aplicación predecía un excelente resultado hotelero para ese año.

—Humm —dijo Jow—. Brillante…

—Ese robot no es diferente de los que utiliza Google para indexar sus páginas. Se procesan millones de páginas por segundo, cada segundo. La gente lo cuenta todo por internet, sobre todo en Facebook, y aunque comprendemos que una parte de esa información puede ser falsa, aceptamos un índice de corrección inevitable. La parte maravillosa, por supuesto, el logro técnico, es la que analiza la información haciendo mil operaciones sobre los textos que encuentra.

—La base de datos empezó a llenarse —comentó el técnico.

—Los datos además se comparan todo el tiempo. Los casos duplicados se detectan sin problemas, y se completan con cualquier información que pueda ser útil. Los algoritmos son tan avanzados que si deciden que pueden proporcionar información útil y no hay ningún campo disponible, lo crean.

—¿En serio? —preguntó Jow—. ¿Dinámicamente? Es fascinante.

—¡Yeah!

—Desde entonces hemos estado trabajando en los datos —exclamó el menos joven—. Siempre se almacena la fuente, así que vamos comprobando al azar haciendo un mínimo de filtrado y correcciones.

—Eso es alucinante —dijo Jow—. ¡Buen trabajo!

—Oh, el mérito no es nuestro —repuso el técnico, sonriente—. La doctora compró esa aplicación. Nosotros sólo la adaptamos a nuestras necesidades.

—¡El caso es que la puñetera aplicación funciona por fin! —comentó el otro técnico, exultante.

—Claro que funciona —respondió ella.

—Habrá un desbordamiento de pila antes de quince minutos.

—Fallo grave del sistema debido a hongos en el código.

Los tres rieron con ganas.

—¡Deberíamos celebrarlo! —exclamó el joven de repente.

—Bueno, deja que la jefa eche un vistazo primero —sugirió Jow.

—Tienes razón. ¡Voy a llamarla!

Alma no tardó en llegar. No hacía ni dos días que había pensado que esa funcionalidad de Virgilio le sería más que útil, y por supuesto, las cosas ocurrían justo cuando tenían que ocurrir.

—¿Funciona? —preguntó Alma.

—Eso creemos.

Alma asintió.

—Enseñádmelo —pidió.

Jow pasó un rato navegando por el mapa y ejecutando consultas al azar mientras la doctora miraba con interés. Los datos llenaban la pantalla respondiendo a las acciones, las fichas se mostraban en pequeñas ventanas, visitaban la fuente original que había sido grabada en la memoria. A veces, Alma pedía algo, miraba los resultados y asentía satisfecha.

—Funciona… Funciona de veras —susurró entonces—. Has hecho un gran trabajo, querida.

—Lo hemos hecho entre todos —respondió.

Alma asintió.

—Está bien, querida. Ahora quiero que me muestres algo. Haz una búsqueda de texto. Muéstrame resultados para «Johnnie Balmori».

Jow no dijo nada. Había estado esperando esa petición desde mucho antes de que el programa estuviera terminado.

Escribió el texto y pulsó el botón de BUSCAR.

El mapa se llenó de resultados. Estados Unidos y Europa, sobre todo, eran una erupción de color rojo volcánico; otros círculos rojos inundaban de forma aleatoria el resto del mundo.

—¡Jesús! —soltó Jow.

—Bien —dijo Alma, despacio—. Ahora añade la palabra «ouija», por favor.

Jow escribió: «JOHNNIE BALMORI + OUIJA».

Los resultados descendieron, pero el número de círculos rojos sobre el mapa aún era impresionante.

—¿Qué… quiere decir?

—No lo sé —respondió la doctora—. Aún.

Esta vez fue la propia doctora quien se adelantó para escribir en el campo de búsqueda.

«JOHNNIE BALMORI + OUIJA + FRÍO», escribió.

Esta vez, los resultados conformaron un resultado inesperado.

—Qué demonios… —susurró Jow.

Alma suspiró.

Los círculos rojos en el mapa global conformaban un esquema muy específico. Eran como ondas en un estanque tranquilo: como si alguien hubiera tirado una piedra en mitad del mapa.

Jow accionó los controles del zoom para moverse. Cuando se acercaba las ondas se hacían menos evidentes, más borrosas. En algún punto resultaba imposible ver el patrón que la dibujaba como una onda clara y circular desde una perspectiva global.

—Alucinante… —comentó Jow—. Esto es de todo menos casual.

—Eso parece —dijo Alma—. Ve al origen. Al centro.

—Sí… Ya estoy yendo a…

Parpadeó.

Era, por supuesto, el Reino Unido.

Jow tragó saliva. Alma, agarrada al respaldo de su confortable silla de despacho negra, no dijo nada.

Ya sabían adónde los llevaría el viaje por el mapa.

Lo sabían las dos.

—Elvenbane —susurró Alma.

Alma duerme. Ha tardado un rato en hacerlo porque tiene la cabeza llena de cosas, y aunque es muy buena prestando más atención a su yo profundo que a su línea de pensamientos, generadora de obstáculos, dudas y miedos, hay demasiadas variables sobre la mesa. Eso la confunde y la agota.

Pero mientras duerme, su yo esencial sigue buscando, intentando abrirse hueco entre el ruido de su mente. Es lo que hace mejor.

Y sueña que está progresando por una casa en la que ya ha estado antes, en otros sueños: una construcción de terracota o de algún otro material que le da un aspecto rojizo. Un número de terrazas y salientes imposibles hacen que parezca un trabajo de Escher; cada ventana, cada arco, es diferente en tamaño y forma. La casa se percibe diferente desde cada ángulo que se mira.

Y ella entra y empieza a recorrer sus salas inmensas, abigarradas de columnas y techos ornamentados, sin muebles. Se desliza despacio por las penumbras macilentas, dejándose llenar del tono uniforme y apagado que tienen todas las cosas. Es sepia. Todo es tan sepia que acaba sintiéndose de ese color.

La que pasea por las salas es una niña, por cierto. Así es Alma en su interior y en sus sueños especiales: una niña pequeña; la niña que fue mucho antes de que el mundo se esforzara por intentar cambiarla, uniformarla, moldearla, «normalizarla» según unos patrones tan poco apropiados para ella como una inyección de cianuro. Cuando tiene sueños especiales, cuando su yo esencial se involucra, es una niña. Siempre.

Y la niña progresa por las habitaciones, que cada vez son más pequeñas y rudimentarias. Las filigranas de las cenefas desaparecen, las molduras decorativas que embellecen los techos ya no están, e incluso las puertas pierden su cuidada decoración para pasar a ser simples, desnudas, equipadas tan sólo con un picaporte. Y los espacios… Los espacios se reducen. Los techos ya no son altos. Sus pasos ya no levantan ecos velados por las enormes estancias. Las paredes tienen cada vez más puertas. Son opciones. Cada vez más decisiones, bifurcaciones, posibilidades de error, de equivocar el camino.

Pero la niña sigue avanzando. En las últimas habitaciones tiene la sensación de progresar a través de una serie de armarios, tan pequeñas son las nuevas habitaciones. Además, cada vez está más oscuro y las puertas son cada vez de menor tamaño. Antes de que pueda darse cuenta, está agachada para poder seguir andando, con la cabeza rozando el techo. Ahora no puede extender los brazos, toca ambas paredes con las manos y siente que le falta la respiración. Empieza a experimentar una suerte de claustrofobia, pero sólo puede avanzar. Ir hacia atrás no es una opción.

Ahora está tumbada en el suelo. Se arrastra como un gusano, moviendo los brazos recogidos bajo el cuerpo, como un soldado superando una alambrada. Respira con cierta dificultad. Cruzar la última puerta le supuso un esfuerzo enorme, y cuando mira hacia adelante y ve la puerta siguiente, descubre con desánimo que no podrá cruzarla, de ninguna de las maneras.

Ese conocimiento la deja tendida y exhausta. Ya ni siquiera puede levantar la cabeza para mirar. El techo la oprime, como si las paredes y el propio techo estuvieran encogiéndose. No sabe qué hacer y no hace nada. Hasta que oye una voz que parece venir de todas partes a la vez.

MIRA LA PUERTA.

La niña se sorprende. Intenta mirar, pero le cuesta un trabajo ímprobo. Aun así, lo consigue. En la puerta hay un número escrito: 108.

¿LO VES? —pregunta la voz.

Alma no dice nada. No hace falta.

Y la voz dice:

LEE: UN… CÍRCULO… INFINITO.

Alma mira los números. El uno es un uno. El cero es un círculo perfecto. El ocho es el símbolo del infinito en vertical. Un círculo infinito.

No comprende qué puede significar.

LAS COSAS SON COMO TIENEN QUE SER —dice la voz.

SÍ, se dice.

HAY UN CÍRCULO.

SÍ. CÍRCULOS…, se repite Alma.

DEJA QUE SE FORME. FLUYE A SU ALREDEDOR.

FLUIR.

HAY UN PLAN.

SÍ.

DEJA QUE LA PUERTA SE ABRA. DEJA QUE LAS COSAS… OCURRAN. HAY UN CAMBIO. FLUYE CON EL CAMBIO.

Alma asiente. Está aceptando esa información cuando la puerta, delante de ella, se abre. Y cuando lo hace, un torrente de luz tan brutal como inesperado inunda todo lo que la rodea. La luz es absoluta, plena, y eclipsa todo lo demás. Todo desaparece. Y ella sale, hacia fuera, hacia el vacío, cruzando el umbral.

Y cuando lo hace…

Despierta.

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