Alma

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XVI. Todos

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TODOS

Aquella mañana, Johnnie había vuelto a sentarse delante del ordenador. Lo hizo como colofón de una larga serie de pequeños hitos rutinarios que lo llevaban, de manera inequívoca, a esa inevitable conclusión. Comenzaban con el aséptico sonido del despertador: una secuencia de pitidos regulares fuertes y vibrantes que lo arrancaban a regañadientes del sueño. Luego, se sentaba con esfuerzo en el borde de la cama y dejaba pasar hasta casi medio minuto, tiempo en el que se preparaba para afrontar lo que seguía: una visita al retrete donde vaciaba la vejiga. Duraba una eternidad, por cierto, y cuando lo alcanzaban los vapores calientes apartaba la cabeza, asqueado; luego echaba un vistazo al espejo y trataba de decidir si había que rasurarse la barba. Por lo general, a menos que el cuello fuera una confusa maraña de pelo (que en su caso se distribuía, además, de una manera irregular y en direcciones inverosímiles), lo dejaba pasar. Luego venía la ducha, secarse de manera adecuada, elegir la ropa y prepararse el desayuno. Y en esos estadios tardíos, la inquietud por enfrentarse al papel en blanco iba en aumento. Hacía ya demasiado tiempo que esa inquietud era tan fuerte que le producía la suficiente carga de estrés como para sentir un principio de arcadas.

Rebecca, en cambio, ignorante de lo que ocurría, se levantaba más tarde. Era una de las razones por las que nunca había aceptado un contrato en una empresa; le gustaba disfrutar de esos pequeños lujos de la vida y tomarse las mañanas con calma.

Cuando tuvo la pantalla delante, sin embargo, no encontró el documento vacío, estéril, del procesador de textos; lo primero que vio fue la ventana del navegador, lo que le supuso un alivio inesperado. Ahora recordaba que la última vez que estuvo sentado había estado leyendo sinopsis de películas viejas, sobre todo por si alguna, debido a su naturaleza breve y misteriosa, despertaba algún tipo de semilla en su cabeza. Eso no ocurrió, pero se dijo a sí mismo que ésa parecía una buena idea y se animó a echar otro vistazo; al fin y al cabo seguía sin saber sobre qué escribiría. Sin embargo, justo cuando llevó el cursor a la barra de direcciones del navegador, tuvo una ocurrencia rara: visitar Facebook. Al fin y al cabo, Brown le había dicho que Facebook estaba lleno de comentarios de gente. Si esos comentarios eran como los del archivo de películas, podrían estar llenos de pistas sobre las cosas que los lectores habían disfrutado más de su primer libro, y esa información podría ser muy útil.

Johnnie recuperó su contraseña del e-mail de la editorial y accedió, y cuando lo hizo se vio sumergido en un océano inexplorado de fans. Había un banner de cabecera con su foto y la portada del libro junto a un sello rojo que proclamaba BESTSELLER. Había fotografías de gente feliz con su libro, gente disfrazada de los protagonistas (incluso de Allen, que apenas salía en un único capítulo); había mil comentarios en cada una de las entradas, gente de Perú, de Chile, de toda Latinoamérica, seguidores que solicitaban que el autor hiciera una ruta de presentaciones en su país. Vio intensos debates que analizaban y comentaban cada pequeña porción del libro y vio dibujos, minirrelatos hechos por lectores que expandían el libro que él había escrito en mil direcciones diferentes, e incluso iniciativas para recoger firmas para pedir a la editorial una segunda parte. Y había páginas y grupos relacionados con el mundo espiritista. Los antiguos dioses del género, eminencias patrias que escribían en revistas, libros y participaban en programas de televisión, se arrastraban por allí intentando recuperar la atención de esos potenciales clientes.

—Madre de Dios —susurró.

Pero se puso a leer.

Rebecca bajó casi a media mañana, arreglada para salir. Se encontró a Johnnie pegado a la pantalla del ordenador, y le gustó comprobar que tenía esa expresión concentrada y pensativa que ella reconoció de la vez anterior, cuando estaba en la cumbre de los procesos mentales y creativos más álgidos del proceso de creación de La puerta, así que decidió no decirle nada. Sonrió con dulzura, ignorante de lo equivocada que estaba, y dejó el domicilio para irse a su reunión de trabajo.

Johnnie continuó mirando, leyendo, sorprendiéndose de todo lo que encontró allí. Casi todos los comentarios eran encantadores y cariñosos, y no sólo hacia su obra, también hacia él. Una muchacha que se ocultaba tras un avatar de la princesa Mononoke declaraba abiertamente su inmenso amor por Johnnie y solicitaba que alguien la informara, con un mensaje algo apremiante, de adónde podía escribirle. Alguien le contestó que probara a mandarle un privado.

Johnnie parpadeó. No sabía que en esa red social se pudieran mandar privados, y, sin embargo, tardó apenas un par de segundos en encontrar el icono brillante en la parte superior de la pantalla con un 99 en rojo brillante.

Más de cien mensajes, decía la pantalla.

Johnnie echó un vistazo. Había cientos de mensajes. El icono no informaba acerca de la totalidad de ellos, sino de los que estaban sin leer. Había tantos que Johnnie llegó a preguntarse si la cifra real no estaría más cercana a los miles, incluso varios miles, y ante esa idea arrugó la frente. ¡Mensajes sin leer!

Se revolvió en la silla y dejó escapar todo el aire. ¿Qué ocurría? Pensaba que la editorial se ocupaba de atender las peticiones de la gente y que había alguien atendiendo a sus lectores. La respuesta no tardó en llegar: al menos veinte mensajes eran de «Hoy» y casi cincuenta de «Ayer». Algunos de los días anteriores los privados se contaban por centenares, y la cosa se alargaba en el tiempo por un periodo de meses. Era abrumador. Se dijo que, con toda probabilidad y de manera comprensible, la gente que se ocupaba de la cuenta hacía tiempo que había perdido la capacidad de resolver la ingente demanda.

Todo el mundo quería hablar con Johnnie. Tenían preguntas, querían comunicarle lo mucho que habían disfrutado y conectado con la historia, y tenían ruegos, súplicas y hasta quejas. También experiencias personales que habían vivido jugando a la ouija. Alguien, que se definía a sí mismo como un escéptico, había colgado un post con una exclamación de sorpresa donde se leía: MADRE DE DIOS. ESTO FUNCIONA.

Johnnie dejó, sin darse cuenta, que la mañana discurriese mientras leía y descubría, de una manera directa, y tan intensa como reveladora, el alcance que había tenido su novela.

Hacia el mediodía, Johnnie se topó con un mensaje bastante extenso. Casi estuvo a punto de desecharlo, pero algo en su manera anticuada y casi victoriana de escribir le llamó la atención. La cuenta firmante era, simplemente, «TODOS», y casi sin ser consciente de ello se encontró progresando rápidamente a través de su contenido. Empezaba con una reseña sobre su novela, y era buena de veras. Desentrañaba su estructura con la precisión de un cirujano y concluía calificándola de «brillante». Johnnie lo aceptó, porque aunque sabía que ese acierto era del todo fortuito, fruto de un raro azar que le había permitido pulsar las teclas del piano en el orden y cadencia correctas, lo cierto era que, contra toda probabilidad, la genialidad estaba realmente ahí, y la veía con claridad meridiana casi por primera vez.

Lleno de curiosidad, siguió leyendo.

El misterioso TODOS (¿quién elegiría un nombre como ése, por el amor de Dios?) ponía de relieve muchos de los hitos más importantes de la historia mientras analizaba los personajes y sus relaciones, concluyendo con un breve apunte donde explicaba exactamente cuál era la genialidad de la novela sin entrar en adjetivos desmedidos ni agasajos innecesarios. A Johnnie le gustó eso también. De todos los comentarios que había leído, aquél le parecía el más notorio, sincero y cabal. Aquella persona sabía de qué hablaba.

Y aún había más.

El mensaje acababa con una petición: TODOS decía que para él sería un honor que Johnnie leyese su gran ópera prima, su primera novela, y la ofrecía en un documento adjunto para su descarga. Decía que en su opinión, Johnnie era la única persona en el mundo capacitada para juzgar su trabajo, y que esperaba su más sincera opinión, por brutal que ésta fuera, o especialmente si ése era el caso.

Johnnie se quedó mirando el icono del archivo. Lo cierto era que hacía tiempo que no leía ningún libro. Desde que se dedicaba a escribir, sentía que había perdido la necesidad de absorber las historias de otros, como si su mente se concentrase solamente en conjurar cosas nuevas. En las pocas ocasiones en las que había sentido la necesidad de perderse en las páginas de algún libro, solían ser trabajos que ya había leído con anterioridad, y más que nada, por embeberse en la técnica de la prosa desde un punto de vista puramente analítico, de aprendizaje como profesional del tema.

Y ahora, mirando el icono, lo cierto era que sentía curiosidad. Alguien que había desmontado las estructuras básicas de su propia creación de una manera tan certera debía de haber creado algo, cuando menos curioso, independientemente de la historia.

«No tienes tiempo para esto», dijo una voz en su cabeza.

«Sí que lo tengo», se contestó.

Y Johnnie deslizó el dedo sobre la superficie del ratón y pulsó el botón.

Rebecca apareció en casa un poco antes del anochecer, exultante de alegría. La reunión había ido bien, demasiado bien de hecho para haber sido una primera toma de contacto. Venía con un cheque por valor de cinco mil libras como provisión de fondos para un proyecto que, si todo salía como debía ocurrir, le daría trabajo durante varios meses. El dinero, naturalmente, no les hacía precisamente falta gracias a los ingresos de Johnnie, pero a ella le gustaba pensar que aportaba algo a la economía familiar. Y eso, y sentirse ocupada con las cosas que la entusiasmaban, suponía un mundo de satisfacción personal.

Johnnie había pasado todo el día leyendo la novela que se había descargado de Facebook, y estaba, a decir verdad, sumamente enganchado. Ni siquiera había comido; no se había acordado. Las horas, literalmente, habían pasado volando. La prosa tenía un estilo demasiado recargado y algo rancio para los estándares modernos; era como leer a Bécquer con tintes de Poe y Lovecraft, pero la historia era buena; era buena de veras. Tocaba otra vez el tema del espiritismo, pero con un enfoque satánico o demoniaco, salpicado con portales dimensionales y conflictos entre el Bien y el Mal, una lucha de poderes invisibles, de entes descarnados, en la que los protagonistas se veían involucrados sin poder evitarlo.

Esa noche, Johnnie cenó con rapidez mientras su esposa intentaba resumirle la reunión que había tenido. Estaba entusiasmada e intentaba transmitirle los pormenores del trabajo a realizar con muchos gestos y un brillo especial en los ojos. Johnnie apenas escuchaba; se limitaba a asentir vagamente mientras su mente trabajaba a toda velocidad, tan concentrada como maravillada con la historia. Ella se dio cuenta, y aunque al principio se sintió incómoda, luego lo dejó hacer. Era parte del proceso, de su proceso, y estaba bien. Dejó que Johnnie volviera al ordenador y recogió en silencio los platos de la cena.

Johnnie leyó durante toda la noche sin poder parar y, sobre todo, sin querer hacerlo. La historia no sólo era cada vez mejor, lo más curioso era que a medida que leía iba dándose cuenta de que aquel libro podría, con los cambios adecuados, convertirse en una especie de segunda parte de La puerta. Se sentía conmovido, transportado, intrigado… ¡la historia era tan buena!, y se sentía, a la vez, exponencialmente frustrado. Pensaba que si eso se le hubiera ocurrido a él, hace tiempo que se habría entregado a la tarea casi compulsiva y obsesiva de convertirlo en palabras.

Terminó de leer al amanecer, sintiéndose eufórico y, a la vez, desanimado. Era una obra magistral; no había otra palabra para describirla. Era redonda, enorme, soberbia. De no ser por la prosa, algo caduca, estaba seguro de que Cormick publicaría el libro de inmediato. Lo haría de todas formas, aunque tuviese que reescribirla entera. Al fin y al cabo, le había dicho en alguna ocasión, en Nostromo tenían un pequeño ejército de profesionales que podían producir seiscientas páginas de un pequeño guión de sólo dos folios.

Miró la pantalla de su ordenador, con los brazos caídos a ambos lados de la silla, fatigado pero no cansado, sabiendo que aunque se fuese a la cama en ese mismo momento, sería incapaz de dormir. En la pantalla se leía: FIN. Esa historia… era perfecta. Era la historia por excelencia, su historia; una pieza de puzle que encajaba de maravilla con la trama de La puerta. Y el título de La puerta II, de repente, se dibujó claramente en su mente.

Preparó café. Estaba tan excitado y atribulado que olvidó preparar también para su mujer. Su cabeza bullía.

«Puedo comprarla —pensó de repente. La idea cruzó su mente como una centella—. Puedo llegar a un trato con ese hombre y comprarle la historia. Puedo cederle una parte de los royalties de las ventas. Al fin y al cabo, nadie leerá el manuscrito de un autor desconocido; las editoriales reciben cientos de originales de autores noveles cada semana. Y el libro… —pensó a continuación con una sombra en los ojos y una media sonrisa plantada en sus labios apretados—… vendería mucho sólo por llevar mi nombre…».

Tendría que hacer algunos cambios, desde luego; adaptar las situaciones y los personajes a los suyos. Cambiar los escenarios. Hasta podría… sí, podría mejorar un par de cosas.

Se quedó de pie, en mitad de la cocina, con la cabeza en plena efervescencia, pensando en la adaptación mientras la taza de café que tenía las palabras MIDNIGHT impresas en el lateral humeaba en silencio. Con cada vuelta de tuerca que daba a la historia se iba sintiendo más y más satisfecho. A veces movía la mano en el aire o levantaba varios dedos enumerando listas invisibles de cosas que tendría que recordar. Empezó a sentirse exultante, barajando la posibilidad de hacer suyo ese manuscrito.

Cuando Rebecca, despeinada y con los ojos medio cerrados, llegó a la cocina, lo encontró garabateando furiosamente en un trozo de servilleta.

—Cariño… —susurró con voz dulce—. ¿No has dormido?

Johnnie dio un respingo.

—¿Qué? —preguntó—. Sí, sí, claro que he dormido.

—Tu lado de la cama estaba intacto…

Johnnie hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Lo siento, cariño, me quedé dormido en el ordenador.

—Cielo, no hagas eso. No es bueno para la espalda.

Ella se acercó y le dio un beso en los labios. Él la miró. A veces, cuando la miraba, sobre todo cuando la miraba a esas horas tempranas en las que ella exhibía una dulzura dormida en el rostro, aún podía ver a la Rebecca que conoció hacía ya bastantes años, aquella Rebecca joven y vital que le había hecho sentirse especial, amado, único. Y sonrió. Pero sobre todo, sonrió porque se sentía entusiasmado.

—Pareces contento —dijo ella.

—Sí.

—¿Estás trabajando en…?

—Sí —repitió él.

Ella asintió, arrugó la nariz de aquella manera extraña y encantadora que a él lo enamoró tanto, le dio otro beso y lo dejó hacer.

Johnnie trabajó en la adaptación de la novela durante el resto del día, casi toda la noche, y también al día siguiente, y fue un trabajo tan excitante como frustrante. Intentaba descubrir si podía coger los mimbres esenciales del libro y darles la vuelta, alterarlos, modificarlos lo suficiente como para hacerlos suyos; en otras palabras, coger la historia y reconducirla, reinventarla, para extraer algo nuevo y diferente. Pero cuando intentaba alterar sus estructuras esenciales en lo más mínimo, la historia perdía fuerza.

Varias veces cogió todas sus notas y apuntes, hizo una gran bola de papel con ellas, y las lanzó a la papelera.

Fatigado y desesperado, se sentó delante del ordenador con una idea palpitante en la cabeza.

«Está bien —pensaba—. Hablaré con ese tipo. Le ofreceré pasta.

»¿Y qué dirá Cormick? ¿Qué dirá Rebecca de eso? La cosa puede que funcione, pero será como hacer el amor con tu mujer tomando Viagra porque tienes la vieja varita tan manoseada que no serviría ni de pisapapeles. No es lo mismo. No es lo mismo porque Cormick y Rebecca sabrán que estás muerto por dentro. Agotado. Acabado.

»Cormick no tiene que saber nada —se contestó—. Ni siquiera Rebecca. Firmaremos un acuerdo con un contrato privado y nadie lo sabrá nunca. Compraré su historia y será mía. Tiene que ser mía».

Accedió a Facebook y se dirigió con rapidez a los mensajes privados; una vez allí buscó con ansiedad el mensaje de TODOS. Mientras lo hacía, se dijo que le ofrecería una cantidad de pasta tan grande que no podría rechazarla. Estaba seguro de que otros autores hacían lo mismo. Había autores que publicaban dos novelas al año; nadie podía tener tanta imaginación.

Buscó. Y buscó.

El mensaje no aparecía por ninguna parte.

Contrariado, se detuvo unos instantes. Luego, cerró la ventana y la volvió a abrir, como si eso pudiera hacer que el mensaje apareciera de repente, como por ensalmo.

Pero no lo hizo.

Johnnie utilizó el buscador e introdujo la palabra «TODOS».

La búsqueda produjo tan sólo resultados irrelevantes, coincidencias entre un montón de mensajes privados, todos de otras personas.

—¿Qué pasa? —preguntó airado, en voz alta, a la habitación vacía.

Se fue entonces al buscador general y trató de encontrar a alguien llamado «TODOS», pero de nuevo sin éxito.

Johnnie se dejó caer sobre la silla con las manos en la cabeza. ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo era posible?

«Ha borrado la cuenta —se dijo de pronto—. La ha borrado y ahora está… ilocalizable».

«No».

«¡No!».

Se fue al archivo con el documento de la novela y buscó en la primera página, en la segunda, tercera y subsiguientes, y también en la última, pero en ninguna parte aparecía el nombre del autor; ni siquiera el seudónimo TODOS. Ninguna dirección de contacto, ni siquiera un e-mail.

Johnnie se quedó inmóvil. No podía creerlo. No había forma de contactar con el autor.

Se levantó de la silla con un movimiento rápido y empezó a caminar por la habitación, dejándose mecer por decenas de ideas que iban y venían conformando una confusa amalgama de pensamientos. Se dijo que podría esperar a que el autor lo contactase… pero ¿lo haría? Chascó la lengua cuando recordó que ni siquiera le había mandado una respuesta. Si le hubiera enviado un simple «Lo leeré», algún tipo de mensaje, algo…, el autor habría esperado un tiempo prudencial y habría vuelto a ponerse en contacto para saber cómo iba. Pero en lugar de eso se había borrado. Borrado. Desaparecido por completo. Después de todo, ¿cuánto hacía que aquel mensaje estaba esperando una respuesta? No había mirado la fecha. Podía llevar días, semanas o meses. Quizá el autor se había cansado de esperar. Quizá…

Johnnie se dejó caer sobre el sofá, sumido en el desánimo. Sus esperanzas se habían desvanecido; después de un par de días de trabajo y de recuperar el viejo entusiasmo por tener una historia sobre la que trabajar, ya no quedaba nada. Nada.

«Volverá —dijo una débil voz en su mente—. Me contactará por algún medio. Seguro. No se rendirá, porque alguien que ha escrito un libro tan bueno sabe que lo es, y querrá una opinión, querrá…

»¿Y si lo ha enviado a otro autor? —preguntó otra voz con visible nerviosismo—. Facebook es un hervidero de autores. ¿Y si lo ha enviado a un editor? ¿A un agente? A poco que un agente meta su nariz en la primera página, si la recargada prosa no lo ahuyenta, sabrá que hay algo bueno. Lo querrá. Lo moverá por cielo y por tierra si es necesario hasta que consiga colocarlo en alguna parte, y entonces no importará si la editorial es grande o pequeña; la gente lo pondrá en su sitio. Será un éxito».

Negó con la cabeza y se quedó tumbado, incapaz de moverse, decir o hacer nada.

Estaba, otra vez, en compás de espera.

En los días siguientes, Rebecca percibió el desánimo en su marido. Al principio no dijo nada, pero una noche, ella preparó una cena especial a base de espaguetis con chili («carbohidratos de cena, cariño, ¡no te convienen!»), y trató de abordar el tema con tanta suavidad como fue capaz.

—¿Cómo… cómo va esa novela, eh?

Johnnie tardó un rato en reaccionar. Luego se encogió de hombros y siguió comiendo, ahora con más rapidez, como si tuviera prisa por terminar y marcharse al despacho. Fue suficiente. Pasaron el resto de la noche en silencio. Johnnie no pudo acabar el plato, murmuró algo y se fue.

Rebecca se quedó en la cocina. Había pensado seducir a su marido esa noche y pasar una velada en la cama, pero, otra vez, llevar a cabo esa idea se le antojó imposible.

Y suspiró con cierta amargura. Otra vez.

Después de una semana, Johnnie estaba tan intratable que pasaba la mayor parte del tiempo paseando para liberar energías. Cuando volvía a casa, miraba el ordenador en busca de un mensaje de TODOS. Antes de cenar, miraba el ordenador. Lo miraba después de cenar y volvía a mirarlo varias veces durante la noche. Y cada vez que accedía a Facebook y navegaba a través de la ingente cantidad de mensajes nuevos sin encontrar lo que tanto ansiaba, se sentía más y más abatido. Rebecca vivía con él pero sin él; había aprendido a pasar la mayor parte del tiempo en su proyecto, ya no en la misma habitación, dejándole tanto espacio como le era posible. A veces, Johnnie ni siquiera volvía al dormitorio: dormitaba intranquilo en el sofá, vencido por la ansiedad y la impaciencia.

Una noche, Johnnie se despertó en mitad de un confuso sueño en el que el libro de TODOS había sido el protagonista. Había vuelto a tejer la historia en su mayor parte, revisitando los momentos clave como si de una película se tratase. Las escenas tenían incluso banda sonora, y en los momentos cumbre, una audiencia invisible que esperaba en los márgenes de su inconsciente aplaudía con fervor.

Fue a la cocina, consideró la posibilidad de comer algo pero la desechó al instante; no tenía hambre. Tenía más bien sed. Tenía…

Tenía ganas de empezar.

«Puedo… Puedo hacerlo —se dijo con creciente entusiasmo—. Puedo empezar a escribir la historia. No tengo otra cosa que hacer, de todas maneras. Cuando ese tipo me contacte, estaré preparado. Sí».

Permaneció todavía quieto unos instantes, sintiendo cómo el irrefrenable impulso de escribir se abría paso en su interior. Resultaba imposible desatenderlo, y no lo hizo: se lanzó hacia el ordenador con un brillo entusiasta en los ojos, y en poco menos de un minuto tenía el primer párrafo conformado y asentado en la cabecera de la página. A partir de ahí, el resto… vino solo.

Pasaron días que, inadvertidamente, se convirtieron en semanas, y que luego, antes de que Johnnie se pudiera dar cuenta, se transformaron en meses. El verano, investido de largos periodos de intenso calor, se fue transformando en noches de agradable frescor que anunciaban su final.

Johnnie escribía durante casi todo el día; y la mayor parte del tiempo también de noche. Rebecca terminó su trabajo y recibió una buena cantidad de dinero que miró con ojos soñadores, acariciando la posibilidad de hacer un viaje por algún lugar de Europa. Podían hacerlo, desde luego. Por primera vez en muchos años podían permitirse un viaje completo a algún destino exótico, y había perdido tanto a su marido mientras escribía que sentía un enorme deseo de recuperarlo, sólo para ella, durante unas semanas. Pero Johnnie escribía y escribía, y cuando conseguía separarlo del ordenador era sólo para hacer un pequeño descanso: cosas como ir al cine o a cenar a algún restaurante cercano.

Rebecca pasaba mucho tiempo sola, en el jardín, consolándose con la caricia del sol sobre su piel.

Johnnie aún miraba, de vez en cuando, su cuenta de Facebook. Miraba su e-mail e incluso el correo postal, pero no había noticias de TODOS por ninguna parte. Mientras tanto, la novela avanzaba y crecía; ya tenía casi doscientas páginas, y aunque al principio se había dicho que la adaptaría a su propio ritmo cuando éste surgiera de manera natural, fracasó como la otra vez. No pudo ni siquiera alterar la estructura esencial de la historia: encajaba con sus propios personajes como un guante fabricado a medida. Muy pronto acabó por olvidar lo que estaba haciendo. Era su novela, suya, reescrita en su totalidad con sus propias expresiones y su prosa mucho más moderna, directa y sin aspavientos o florituras; justo lo que el público demandaba.

Cormick seguía llamando, cada vez con más frecuencia. Casi siempre era con la excusa de alguna buena noticia, ya fuese un documental en una cadena de televisión o alguna reseña en un prestigioso periódico americano. Casi siempre, esas reseñas se traducían en otros veintitantos mil ejemplares vendidos. Pero el trasfondo de la llamada (y Johnnie lo sabía) era averiguar el estado de la segunda novela de Balmori. Los lectores empezaban a demandar, cada vez con mayor urgencia, algo nuevo; para muchos de ellos habían pasado meses desde que leyeron La puerta y no podían esperar a adquirir otro libro de su autor favorito.

Cuando le preguntaba por la novela, y sobre todo, si podían leer algo («algo, cualquier cosa, ¡unas páginas!») Johnnie recordaba con secreta inquietud que la novela no era sino el plagio de otra que, por lo que él sabía, podía estar ya en las manos de Cormick o en las de cualquiera del equipo que hacía informes de lectura. Entonces se venía un poco abajo y su conversación se volvía esquiva y un tanto balbuceante. Cormick lo notaba, notaba que algo ocurría, que algo no estaba encajando en el esquema general de las cosas. Trabajaba con todo tipo de autores, los que le aseguraban que su novela era muchísimo mejor que la anterior y los que mostraban dudas y enviaban avances página por página porque necesitaban ese apoyo positivo de que estaban en el buen camino, pero Balmori… Balmori se comportaba como el estudiante al que se le pregunta por los deberes que ha olvidado en casa y teme dar una respuesta clara. Cormick estaba preocupado, sí. Temía que el segundo libro no fuese tan bueno como el primero, pero, sobre todo, temía que el libro, como el famoso manuscrito de Jack en El resplandor, ni siquiera existiese.

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