Alma

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XVII. El Club de los Antiguos Senderos Rectos

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—No era eso. No me fiaba de…, por qué lo hacían.

—Eres muy intuitiva —dijo Alma—. ¿Sabes?, todos recordamos lo que somos, de dónde venimos, a qué hemos venido. Todos. Está ahí, a un nivel inconsciente, más o menos inalcanzable. Cuando se hace hipnosis regresiva, toda esa información sale, con gran lujo de detalles. Y hay otras maneras de hacer introspección hacia nuestro Yo esencial, muchas maneras: mediante meditación, una experiencia traumática, etcétera. A algunas personas, esa necesidad de recuperar lo que somos les viene en algún momento de su vida. Para otras, como yo, es innato. Algunos nunca sienten esa necesidad y se escudan en complicados exabruptos de negación, y todo eso está bien, cada uno tiene sus caminos y sus pactos personales.

—Entiendo —dijo Jow.

—Cuando te enfrentas a la verdad de las cosas como te pasó a ti, lo reconoces. Tu Yo esencial salta de pronto y dice: «¡Eh, es eso, eso es importante, es real!», y te hace actuar de una u otra manera. En tu caso, tu Yo esencial te advirtió de que debías alejarte de esas cosas. Que no son buenas. Y sentiste rechazo.

—¿Qué sentiste tú? —quiso saber Jow.

—Ya te lo he dicho —contestó la doctora—. Yo ya sé lo que son. Busqué explicaciones y las encontré, dentro de mí. Esas cosas se nutren de actos de maldad, pequeños o grandes. Desde el más insignificante acto de egoísmo a las acciones perpetradas por el mayor asesino de la historia y sus horribles genocidios.

Jow asintió, aunque confundida.

—¿Y qué tiene que ver eso con Elvenbane?

—Apuesto a que todos los que están aquí han leído el libro de Balmori. Quizá no hablen de ello, quizá no lo sepan, pero lo que han hecho los ha unido aquí. La pregunta es: ¿para qué?

—¿En serio? —preguntó Jow. Volvió la cabeza y vio a un hombre con el torso desnudo que acarreaba una caja de cervezas. Sonreía, como lo haría un pirata del siglo XIX en pleno Caribe llevando un cofre lleno de oro español. Desde luego no tenía mucha pinta de haber leído ningún libro en su vida, ni La puerta ni ningún otro.

—Perdone, señor —exclamó entonces dirigiéndose a él—. ¿Ha leído usted La puerta, de Johnnie Balmori?

El hombre parpadeó. Su expresión pareció congelarse de pronto. Sus ojos grises se clavaron en ella como si acabara de hacer un chiste sobre su prominente barriga.

—Sí… Sí, claro —dijo contrariado.

Jow se quedó mirándolo con perplejidad.

—Perdone, no he querido molestarlo —dijo.

El hombre asintió brevemente y continuó andando, pero ya no sonreía. Unos pasos más allá, volvió la cabeza para mirarlas con una expresión de desconfianza.

Alma había inclinado ligeramente la cabeza.

—Es curioso —dijo Jow—. Jamás hubiera dicho que ese hombre leyese libros. Ninguno en absoluto.

—¿Te has fijado en su reacción? —preguntó Alma.

—Desde luego que sí.

Alma asintió.

—Parecía… —Jow pensó unos instantes, intentando encontrar la palabra adecuada—. Culpabilidad. Eso es. Se sentía culpable, eso seguro.

—Sí —asintió Alma.

—¡Era como si le hubiera preguntado si se masturbaba violentamente mirando fotos de niños pequeños!

—¡Jow! —protestó Alma, escandalizada.

Jow soltó una risita, pero seguía preocupada.

—Qué curioso… —exclamó al fin.

—Lo que no entiendo es qué los ha traído aquí. Es como si algo los llamara… Han sido congregados, pero ¿para qué?

—Algunos habrán venido por el lío —aventuró Jow—. A la gente le gusta el lío.

—No diré que no a eso, en fin de semana. Pero hoy es miércoles. Es un día de trabajo normal. Puede que algunos desempleados hayan visto el follón por la televisión y hayan decidido venir a echar un vistazo, pero para la mayoría, ¿crees que alguien en su sano juicio dejaría su trabajo para venir a acampar aquí y alimentarse de salchichas mal cocinadas en una barbacoa colocada sobre el capó de un coche?

Jow asintió.

Alma negó con la cabeza y se miró las manos. Era algo que solía hacer cuando se sentía impotente.

—Tuve un sueño. Un sueño especial —dijo entonces.

—¿Un sueño especial?

—A veces los tengo, pero sé cuándo son especiales porque se sienten diferentes. Cuando te levantas por la mañana, sabes que ha sido algo que no se ha construido con las sobras mentales de los procesos diurnos del cerebro.

—Creo que te entiendo —admitió Jow.

—Ese sueño rompía algo dentro de mí, finalizaba una secuencia complicada que llevaba años repitiéndose. Larga historia en pocas palabras: uno de esos sueños recurrentes que terminan en una sensación de agobio y luego te despiertas.

—¿Y?

—Significan cosas. Miedos, un problema no resuelto, una preocupación, tal vez.

—Ya.

—El final de ese sueño era, por fin, diferente. Cuando la sensación de agobio llegaba a su momento álgido, en lugar de despertarme algo abría una puerta delante de mí y me mostraba una deslumbrante sensación de libertad conformada por un torrente de luz.

—Oh.

—Y una voz dentro de mí decía: «Hay un plan. Deja que fluya. Confía. CONFÍA».

—¡Uau!

—Era como: «No hagas nada. Deja que las cosas sigan su curso. Al final, todo será para bien».

—Vaya…

—No sé si se refiere a esto. Si el mensaje se refiere a algo distinto, es un momento raro para que me lo hayan puesto delante de las narices, porque últimamente no pienso en otra cosa.

—¿Entonces?

—No lo sé. Me preocupa esto. Me preocupa todo. Que haya tanta gente cometiendo pequeños actos de crueldad es malo. Que haya tanta gente toqueteando la frontera entre dos realidades puede ser malo. Que ocurran cosas inexplicables como lo que pasa aquí, en Elvenbane, puede ser malísimo. ¿Confiar? Puede ser. Hace tiempo que sé que nos dirigimos hacia algo. La humanidad en su conjunto, quiero decir. Cada vez somos más los que nacemos con ojos para «ver», y cada vez hay más gente como tú que despierta a esta realidad de las cosas.

Jow, esta vez, no dijo nada. Andando por la carretera, habían terminado por adentrarse en el pueblo y recorrer una pintoresca callejuela adornada con balcones atiborrados de lozanas plantas verdes. Jow levantó la vista y se dejó embriagar por el olor de las flores que coronaban los macizos de vegetación.

—Parece mentira que este pueblo pueda esconder algo terrible —dijo entonces.

—A lo mejor no esconde nada terrible —repuso Alma—. A lo mejor es otra cosa: el Yin del Yan, el contrapunto de tanta locura. A lo mejor la gente se está congregando aquí para algo bueno.

Se detuvieron en mitad de la calle. Al otro lado de los blancos edificios se oía el piar de una miríada de pájaros que se preparaban para pasar las últimas horas de sol cazando y alimentando a sus polluelos. La gente iba y venía enredada en mil conversaciones triviales, sonrientes e indiferentes al rumbo que tomaban. Les daba lo mismo subir que bajar la calle, siempre y cuando se mantuvieran en el pueblo.

—¿Cómo sabes que el mensaje te lo envió alguien bueno? ¿Cómo sabes que no te lo enviaron ellos para manipularte? Para que los dejaras tranquilos.

Alma se quedó en silencio meditando esa posibilidad. ¿Hasta qué punto sus barreras eran seguras? Jow dejó que la doctora buscara las respuestas necesarias, pero algo dentro de ella la inquietó. Tenía ganas de regresar al todoterreno, volver a ver a Pete.

—¿Qué hacemos, entonces? —preguntó Jow—. ¿Quieres volver, o…?

—Seguiremos por aquí un rato, pero hacia dónde, no lo sé. Hay demasiada felicidad a mi alrededor para que pueda ver nada. Dímelo tú, querida. Esta vez confiaré en tu intuición. ¿Adónde quieres ir?

—¿Yo? —preguntó Jow, divertida.

Miró a un lado y a otro, pero ninguna de las dos direcciones le decía nada. En cambio, un pequeño corredor que nacía de esa calle y ascendía hacia el oeste le llamó la atención.

—Vamos por ahí —dijo sonriendo.

Alma no dijo nada, y se pusieron en marcha.

Jow las había llevado en zigzag por algunas de las calles más hermosas del pueblo. Pensaba que le hubiera gustado descubrir Elvenbane cuando aún era un pueblo apartado y desconocido, ajeno a las rutas turísticas convencionales, porque la cantidad de gente existente arruinaba la experiencia de recorrer sus calles, otrora tranquilas y apacibles. No había ni un solo rincón que escapase de la muchedumbre: los escalones de los portales estaban ocupados por gente que se sentaba allí a pasar el rato, los pretiles de las fuentes parecían el lugar de moda para citarse, y empezaba a haber demasiada basura tirada, algo que siempre había sido uno de los aspectos más cuidados por las autoridades locales.

Los restaurantes y cafeterías estaban cerrados en su mayoría, por cierto. Algunos habían colocado carteles que denunciaban los problemas de abastecimiento que les impedían seguir ofreciendo sus servicios. Jow y Alma, sin embargo, tuvieron suerte: encontraron un improvisado puesto a pie de calle que ofrecía bocadillos de rosbif, jamón de York y pavo a casi siete libras. Aunque iban acompañados de una lata de refresco o un botellín de agua, era un precio del todo desorbitado. Lo pagaron de todas maneras.

Un rato después, las elecciones en apariencia aleatorias de Jow las llevaron hacia el exterior del pueblo. Éste acababa de manera abrupta, con algunas casas desperdigadas entre amplios jardines, después de lo cual, la calle se convertía en un camino que discurría mansamente por una suave colina hacia un riachuelo. Éste burbujeaba con un alegre alboroto entre un grupo de rocas, tocadas por arbustos y juncales, y allí moría, al pie de un pequeño bosque.

Alma suspiró ante la imagen que tenía delante.

—Qué curioso —dijo entonces.

—¿Qué cosa?

—Este lugar —añadió la doctora—. Míralo. Es hermoso. Si viniera a pasar un solo día a este pueblo, con el calor que está haciendo, éste es el lugar que elegiría.

—Cierto —sonrió Jow.

—Y, sin embargo, con tanta gente como hay por todas partes, aquí no hay nadie.

Jow pestañeó. Miró al río y las rocas planas y suaves y las imaginó calientes y agradables por acción de los rayos del sol, con el agua clara y sonora invitando a meter los pies descalzos en ella.

—Es cierto —dijo.

—Es raro. Hemos visto familias con niños…

—Sí.

—Y, sin embargo…

Se interrumpió. Jow la miró mientras la doctora inclinaba la cabeza y parecía escuchar, con los ojos entrecerrados. El murmullo de la gente en el pueblo aún era audible desde allí, pero era en verdad el único sonido que llegaba hasta sus oídos además del rumor de la corriente. Faltaba algo.

«Los pájaros —pensó—. Faltan los pájaros».

Los habían oído antes, alborotadores y ruidosos, concentrados en los escasos árboles que crecían entre las casas. Y allí, donde el bosque se extendía frondoso y generoso en ramas y escondites para sus nidos, no parecía haber ni una sola ave a la vista.

—Vamos un poco más allá, querida —dijo Alma, señalando el linde del bosque.

Jow asintió, pero de pronto había dejado de tener ganas de seguir caminando. La siguió, pero echó un vistazo al móvil para comprobar cuánto faltaba para irse de allí.

El bosque era un sepulcro, y no sólo por el silencio, sino también por el frío. Las copas de los árboles dejaban pasar el sol a duras penas, conformando un damero de luces y sombras sobre la hojarasca que cubría la tierra fértil y oscura del suelo. El sonido de sus pasos haciendo crujir las hojas secas llenaba el silencio reinante.

Seguían, por cierto, un pequeño sendero. Era viejo y casi abandonado, caído en desuso desde hacía tiempo. En muchos tramos desaparecía de la vista haciendo casi imposible seguirlo, pero de alguna manera sobrenatural, como en todos esos casos, Alma parecía seguir su trazado sin problemas, y después de unos metros, el camino terminaba siempre por reaparecer.

Jow no quería preguntar adónde iban; tampoco le hacía falta. Podía sentir cómo Alma caminaba siguiendo algún instinto interior sujeto a sus capacidades sensoriales elevadas, y no quería inmiscuirse. Estaba siguiendo un rastro, algo, caminando despacio con las manos adelantadas, como un invidente en un entorno desconocido.

De repente, sin saber por qué, Jow se volvió, y cuando lo hizo, dio un pequeño respingo.

Allí, en la distancia, entre los árboles, divisó a un hombre; no era un hombre cualquiera, sino el mismo hombre que acarreaba la caja de cerveza y a la que ella preguntó acerca del libro de Balmori, con su barba pelirroja y el torso todavía desnudo.

Esa visión le pareció extraña. Curiosa. Fuera de lugar.

Demasiada coincidencia.

—Alma… —susurró.

Alma no respondió.

—Alma…

—Un momento, querida.

—Es que hay… un tipo allí.

La doctora se volvió como si hubieran accionado un resorte.

—Oh. Es un tipo de verdad.

Jow arrugó la nariz.

—Es el mismo hombre del pueblo…

—¿De veras? No veo bien desde aquí.

—Sí, estoy segura.

El hombre se había detenido; parecía haber comprendido que lo habían descubierto y miraba en otra dirección. Jow estaba segura de que estaba disimulando.

—Creo que nos ha estado siguiendo —dijo Jow.

—¿Ah, sí? Qué curioso —opinó Alma.

—Quizá deberíamos volver.

—¿Por qué? —preguntó Alma.

—Bueno, estaría más preocupada si el tipo no tuviera esa expresión de imbécil, pero… no estoy tranquila.

Alma sonrió.

—Claro que no lo estás, cielo. Tú menos que nadie. Hay un motivo por el que nadie viene a este lugar y por el que los pájaros no anidan entre las ramas.

—¿Cómo? —se extrañó Jow.

—Luego te lo explicaré. Ahora me gustaría seguir antes de que nos quedemos sin luz.

—¿Seguir? ¿Y qué hacemos con ese tipo?

—Ah, el tipo —dijo Alma—. Déjale que represente su papel en esta obra. Todo lo que ocurre, ocurre por algo. Por ahora no creo que debamos interferir en la línea de acontecimientos, ¿no te parece? Quizá sólo esté dando un paseo. Quizá le ha gustado tu voz y quiere proponerte una cita en una de esas tiendas de campaña. Eres toda una rompecorazones, querida.

Jow soltó una carcajada.

Luego volvió a echar un vistazo. El hombre de la barba caminaba ahora pendiente arriba, mirando el suelo frente a él y alrededor de forma distraída, como quien da un paseo sin rumbo. Estaba claro que estaba disimulando, y eso no le gustó. Alma, sin embargo, parecía tener sus propias ideas al respecto. Caminaba de nuevo siguiendo el impreciso y antiguo rastro del sendero.

«Interpretar su papel en esta obra», había dicho.

«Todo lo que ocurre, ocurre por algo».

Bueno, pensó, si ese tipo se acercaba a ellas con cualquier intención que un niño de diez años no debiera escuchar, por sus rizos que iba a meterle el papel y toda la puñetera obra directamente en el culo.

Uno de los lugares favoritos de la doctora Chambers era Stonehenge, pero también Glastonbury, y otros como la catedral de Chartres, erigida sobre un bosque sagrado de los celtas galos. Pero a Alma no le gustaban solamente por su interés estético o turístico, sino por cómo se sentía en ellos. La realidad de esos sitios era que formaban puntos clave en el trazado de las llamadas Líneas Ley, que muchos asociaban con diversas corrientes religiosas o de pensamiento como la Nueva Era, la ufología, el esoterismo o el ocultismo. Para Alma, era diferente. Ella pertenecía al Club de los Antiguos Senderos Rectos, que estudiaba ese tipo de líneas desde hacía incontables décadas, mucho antes de que naciera. El grupo sabía que eran corrientes telúricas, henchidas de energías espirituales que ella percibía del mismo modo que una persona normal puede percibir la corriente eléctrica en contacto con la piel; y para alguien con las capacidades de Alma era… bueno, era como si se encontrara a las puertas del Nirvana, el fin del ciclo de renacimientos. Alma intentaba visitar esos lugares tan a menudo como podía, para entrar en comunicación consigo misma y con energías todavía por descubrir por el aparato científico.

Aquella que venía siguiendo no era tan fuerte, pero aún era poderosa e identificable a las claras. Y era enigmática, por añadidura; primero porque nunca había oído hablar de ninguna estación de energía en Elvenbane, y segundo porque se sentía diferente a las demás. Muy diferente. Le producía cosquillas en el bajo vientre, como si aún tuviera doce años y acabara de enamorarse, y la hacía sonreír sin saber por qué. Se sentía como embriagada por efecto del alcohol.

Alma sabía que había muchos lugares conectados a las Líneas Ley en el mundo, y sabía que algunos debían permanecer ocultos y desconocidos. Se encontraba maravillada de haber dado con uno: Elvenbane no aparecía en ninguno de los estudios a los que había tenido acceso. Sólo en el Reino Unido existían al menos cuatrocientas Líneas Ley evidentes, identificadas con miles de conexiones. El trazado de las líneas podía llevarse a cabo de una manera tan sencilla como desplegar las líneas rectas de cualquier punto cruzado, produciendo un número ilimitado de líneas en un solo país. Pero aquélla estaba, por lo que sabía, indocumentada.

Ahora se decía que la existencia de aquella corriente y lo que estaba pasando en Elvenbane debían estar relacionados, pero si era así, ¿por qué la gente gravitaba alrededor y no incidía sobre ella? En lugares como Stonehenge la había divertido observar a la gente de a pie detenerse en el trazado de las líneas. Muchos se paraban cuando se encontraban sobre su área de influencia y dedicaban unos instantes a sentir; a sentirse, aún sin saber qué o por qué. Pero si daba por sentado que aquella línea estaba ejerciendo tanta influencia como para atraer a la gente desde toda Inglaterra, ¿por qué no estaba el bosque lleno de hippies fumando porros, sintiéndose conectados con las estrellas y con cada pequeño guijarro de cada playa del planeta?

La respuesta llegó unos metros más allá, cuando el sendero se desvió de forma abrupta hacia la derecha, descendiendo hacia una quebrada donde había emplazada una estructura oscura, como una especie de cubo de un negro pálido. Apenas lo distinguió, dejó escapar todo el aire de sus pulmones. Allá se fue toda la sensación de bienestar, de aroma de porros, de tranquilidad y dicha espiritual… Todo eso le fue arrebatado de repente, como si le hubieran arrojado un jarro de agua fría, o como si le hubieran dado un puñetazo en toda la nariz, uno de esos que te rompe todos los huesos y te deja sumido en una nube blanca de dolor exquisito durante medio minuto.

Se detuvo, tambaleándose; parecía que iba a caer al suelo como un fardo. Jow parecía contrariada, pero ni por asomo llegaba al nivel de la doctora, así que se adelantó para sostenerla. No dijo nada, sin embargo… podía sentir que algo ocurría alrededor, aunque no supiera qué. Para Jow, era como un malestar físico, como si algo en mal estado hubiera acabado por llegarle a la sangre y a presentarse como un síntoma: un mareo súbito que iba in crescendo apoderándose de ella.

Un sudor frío se apresuró a conquistar su frente.

—Por Dios… —dijo al fin—. ¿Qué…?

Alma había conseguido adelantarse un par de pasos para buscar apoyo en el tronco de uno de los árboles. Se quedó allí, jadeando, con los ojos semicerrados.

Jow empezaba a encontrarse otra vez mejor. Había tenido un… ¿mareo, desvanecimiento? No lo sabía, pero gracias al cielo empezaba a remitir. Tomó aire hasta llenar los pulmones y trató de concentrarse en la doctora.

—¿Estás bien? —le preguntó.

La doctora negó con la cabeza.

Jow quería preguntar qué acababa de ocurrir, pero en cambio volvió la cabeza para mirar al sendero. Allí vio la estructura negra, pero no la percibió como un cubo, como Alma, sino como lo que era: una casa de madera, abandonada y desvencijada, que el sol había ennegrecido hasta dejar un tono apagado y oscuro. Tenía dos pisos y un tejado a dos aguas, parte del cual se había derrumbado revelando vigas de madera que sobresalían como los huesos de un cadáver a medio descomponer. La fachada también estaba dañada, y en algunas partes había huecos y listones que se habían perdido o colgaban todavía, inútiles. Las ventanas y la puerta principal habían sido tapiadas con ladrillos, pero el color rojizo de éstos, aún desvaído, los hacía parecer heridas sangrantes en una piel negruzca y repulsiva, llena de vetas y malformaciones de una madera sin tratar, diez mil días castigada por demasiado sol.

Jow sintió aversión.

—¿Tú también lo has notado? —preguntó Alma, que había conseguido enderezarse y ponerse a su lado.

—¿Qué…?

—Te he oído exclamar «Por Dios» —dijo Alma despacio—. ¿Qué has sentido?

—¿Sentido? —ladró Jow—. ¡Tengo bastante con lo que veo!

El comentario pilló por sorpresa a Alma. No pensaba que pudiera ver, pero quizá Jow estaba mucho más conectada de lo que pensaba.

—¿Qué es lo que ves, cielo? —quiso saber.

—¿Qué? ¿Es que tú no…?

—Yo veo mis cosas —se apresuró a decir Alma—, que pueden ser diferentes de las tuyas.

Jow suspiró.

—Está bien. Se mueve. Cimbrea un poco. Pero no cuando la miras directamente, sino cuando paseas la vista por la fachada; entonces es como si las tablas de madera se estremecieran en la vista periférica.

—Vista periférica, sí —dijo Alma, sonriendo.

—Y las sombras. ¡Por el amor de Dios, las sombras!

—¿Sombras?

Jow deslizó un brazo ante ellas, como si estuviera inaugurando un evento, y Alma miró. Tardó unos segundos en comprender, pero cuando lo hizo, le sorprendió no haber reparado antes en ello. Ahora que su mente lo había registrado, resultaba incluso dañino a la vista; tenía que bizquear para poder enfocar y asimilar la anomalía. Eran las sombras, sí: estaban todas mal. El sol del mediodía brillaba con fuerza en el cielo, pero las sombras de casi todo lo que existía por allí parecían mucho más alargadas de lo que deberían ser. Prolongadas y proyectadas hacia la casa, formando una suerte de estrella. Cada roca, tronco, arbusto y matorral lanzaba una sombra delirante y alargada hacia la casa.

Alma estaba vivamente sorprendida.

—Esto es…

—¿Qué? —quiso saber Jow—. ¿Normal? ¿Raro…? ¿Son estas cosas normales en tus…?

—No —se apresuró a decir Alma—. Para nada.

—Espera. Quiero hacerle una foto con el móvil.

Jow sacó el móvil del bolsillo. Cuando miró la pantalla, compuso una expresión de perplejidad.

—¡Ocho por ciento de batería! —exclamó—. Lo había cargado esta mañana, como cada día… Aunque… es posible que me olvidara…

De pronto, la pantalla del móvil cambió para mostrar un símbolo característico que Jow conocía demasiado bien. Se estaba apagando. El ocho por ciento de batería había durado apenas un instante.

—Se ha apagado… —exclamó, extrañada.

—Eso, al menos, sí resulta más normal. Es por las energías desencadenadas. Las baterías no las aguantan demasiado bien. ¿Qué más cosas has visto o sentido?

—Un… una especie de mareo, como si…

Alma asintió.

—¿Sabes lo que es?

—No… pero supongo que es por la casa…

Alma volvió a asentir.

—Pero… ¿qué demonios pasa? —quiso saber Jow.

Alma hizo una pausa antes de responder; aún le costaba controlar la respiración.

—Es… Nosotros lo llamamos «agujeros».

—¿Un agujero? ¿Cómo que un agujero? ¿Qué clase de… agujero?

—Agujeros en nuestro plano de existencia que conectan con otras cosas. Sé de algunos, he leído sobre otros, y hasta he estado en uno, en España hay uno, en plena ciudad de Barcelona. El carrer del Rec. Como éste, conecta con planos donde la maldad fluye como el agua en una cascada eterna. No es tan fuerte como éste… pero todavía es suficiente como para hacerte sentir que te partes por la mitad si tienes la más mínima sensibilidad hacia estas cosas. Si te quedas durante un mes, puedes acabar sangrando por cada agujero de tu cuerpo.

—Qué dices… —exclamó Jow, tan sobrecogida como asustada.

—Éste es malo…, fuerte. Mucho. No me extraña que esa casa esté abandonada.

—Pero… ¿cómo?… ¿Es una especie de… casa encantada? ¿Esto pasa porque hubo asesinatos dentro, o algo así?

Alma soltó una risita nerviosa.

—No, querida. Has visto demasiadas películas. Ningún… asesinato puede provocar algo como esto. Hay genocidios por todas partes, incluso mientras hablamos. No. Es el lugar… sólo el lugar, y existe probablemente desde siempre. Alguien construyó la casa encima; probablemente algún pirado con cierta sensibilidad para percibir que se sintió atraído por el torrente de maldad que emana el lugar. Debió de resonar con su interior, hacerlo sentir motivado, fuerte. Apuesto a que se sentía eufórico y tenía sueños llenos de sangre y fuego —negó con la cabeza—. Si buscas en la historia de Elvenbane, estoy segura de que hay alguna leyenda oscura sobre el dueño o los dueños de esta casa. Si buscas más allá, es posible que encuentres todo tipo de historias bastante oscuras en todos los periodos, todas las épocas.

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