Alma

Alma


XIX. El fin de las cosas

Página 35 de 58

—Estupendo… —exclamó Alma, hablando despacio—. Lo haré. El New York Times es una buena cosa.

Jow la miraba. Alma no parecía contenta; ni tampoco triste, sino que parecía discurrir por ese túnel que suele estar marcado con el rótulo de «Destino Inevitable». Miraba el libro como si, en algún lugar de su interior, una voz estuviese diciendo «Ya está aquí» más que «Oh, a ver qué dice». Y tenía los brazos cruzados sobre el pecho, señal inequívoca de que la situación no le gustaba demasiado. Jow se preguntaba qué sentiría ella en ese momento, pero no quería hacerle la pregunta delante de Pete; se lo preguntaría al día siguiente, en la oficina, cuando estuvieran a solas.

Mientras tanto, Pete se había adelantado hasta la doctora y extendía el libro hacia ella. Alma titubeó.

—Déjalo en la mesa, querido —dijo al fin, intentando componer una sonrisa.

Pero no le salió demasiado bien. Jow se dio cuenta, pero no dijo nada. «No quiere ni tocar el puñetero libro», se dijo. Entonces se quedó mirando el ejemplar de cortesía, de un tono negro tan intenso que resultaba molesto a la vista, como un trozo de irrealidad. Como un agujero. Negro. Negro absoluto. Negro muerte.

La Navidad ya hacía semanas que se había instalado, con el tradicional encendido de luces en la londinense Oxford Street a primeros de noviembre, pero era ahora, cuando corría ya diciembre, que empezaba a sentirse en todo su esplendor.

Jow amaba la Navidad. También en Inglaterra era una tradición muy familiar, y aunque ella no había tenido demasiada suerte y no contaba con muchos familiares con los que compartir esas fechas, la Navidad la fascinaba igualmente.

Le gustaba pasear por las calles y disfrutar de los adornos, distribuidos con más o menos acierto por todas partes. Incluso allí donde los criterios estéticos eran más relajados, para Jow seguían siendo, a pesar de todo, adornos navideños, y le iluminaban el rostro con una sonrisa dulce. Le gustaban las luces, las cintas de espumillón, los calendarios de Adviento, los coloridos ramilletes de acebo, la hiedra y el muérdago (sobre todo cuando podía encontrarlo en algún bar local). Le gustaban las decoraciones caseras, como los juguetes de madera con los que algunos decoraban sus árboles, los crackers y los villancicos.

Sobre todo, le gustaba mucho el pavo asado con su relleno y sus patatas asadas, la salsa de arándanos y el gravy, y por supuesto las coles y las salchichas envueltas en tocino. Los mazapanes y el budín navideño de ciruelas (sobre todo flameado con brandy) la hacían sentirse, otra vez, niña.

Había algo especial en la Navidad que a Jow le ponía brillos de estrellas en los ojos. Podía respirarlo en el aire, sentirlo en la piel, percibirlo como mágico y entrañable todo alrededor, en las calles, en la disposición de la gente, en las relaciones personales e incluso profesionales, y en la eventual aparición de los viejos amigos a los que se creía ya perdidos. Estaba en los regalos inesperados, en las tarjetas especiales que se recibían, a veces primorosamente manuscritas, en las sonrisas porque sí.

Y estaba en el hombre de voz sexi que iba caminando a su lado, sonriéndole mientras la acompañaba en un paseo sin rumbo por las calles del centro.

—¿Sabes qué? —preguntó Pete.

—¿Qué?

—Consigues que se me olvide todo esto del… libro.

—Ah, el libro —dijo Jow con suavidad, sonriendo.

—¿Tú no estás preocupada?

—No. La verdad es que no.

—¿Puedes pasear sin más y seguir como si nada?

—¿Cómo? —exclamó Jow—. ¿Qué crees que estamos haciendo ahora?

—Pero ¿cómo lo haces? Quiero decir… La verdad es que… antes de conocerte, habría cavado un agujero en el suelo, comprado toneladas de provisiones, y me habría amargado un montón esperando el momento…

—Bueno, no lo sé. Todo tiene su momento, supongo. Ahora toca disfrutar de esto, y ya veremos lo que venga cómo será y cómo lo afrontaremos, ¿no?

Pete asintió sonriendo.

—Pero… quiero decir, yo antes…

Ella se volvió hacia él, apoyó un dedo en sus labios mientras sonreía también con la mirada y ladeó la cabeza. Él se dejó embriagar por mil sensaciones diferentes. Realmente, aquella mujer lo conmovía de una manera que le era totalmente desconocida.

Jow movió la cabeza afirmativamente, y él la imitó.

—Antes, antes… —susurró ella—. ¿Dónde estamos ahora?

—Aquí —respondió él.

—¿Dónde?

—Contigo —dijo.

Ella volvió a sonreír.

—No está mal —susurró ella.

Se besaron.

El reloj de pared en el apartamento de la doctora Chambers daba las once de la mañana cuando Alma cerró el libro. Había estado leyendo la última mitad de la tarde, toda la noche y lo que llevaba de la mañana, pero había terminado. Lo había leído entero, había llegado al final, y lloraba.

Sabía lo que ese libro representaba. Lo que era, y lloró de pura impotencia y de rabia.

Aún recordaba su sueño y la cifra CIENTO OCHO, pero no tenía ni idea de cómo aquel libro podía lograr algún bien no sólo para el esperado y deseado salto espiritual que ella y muchos otros llevaban percibiendo desde hacía décadas, sino para la humanidad en general. Era una especie de mentira, susurrada a su Yo esencial por alguna interferencia o artificio supino que se había infiltrado en sus percepciones más íntimas. Una artimaña, probablemente auspiciada por los Descarnados que había visto en casa de Darnell y Sara, y también en el salón de Jow.

La habían engañado.

Ese libro, que se llamaba como ella, era el fin de todas las cosas. Cuando llegara a manos de la gente y empezaran a jugar con sus procesos mentales, todo cambiaría para siempre. Y no tenía ni idea de cómo pararlo.

Continuó llorando durante veinte minutos, luego se quedó dormida, y tuvo sueños llenos de seres descarnados que la llamaban puta y guarra asquerosa en la oscuridad de su miedo.

Ir a la siguiente página

Report Page