Alma

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XXI. La casa Taggar

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Colin no se inmutó, pero algunas personas gritaron. Fuera, la sacudida provocó un pequeño revuelo. Algunos se cubrían las cabezas con los brazos, como si temieran que la casa se les fuese a caer encima.

Colin sabía que la cosa no terminaría así. Lo había visto en uno de sus sueños especiales, los mismos que lo habían mantenido vivo durante tantos años, como aquella vez que se despertó a las cuatro de la mañana en una habitación de hotel con el tiempo justo para meterse debajo de la cama: diez segundos más tarde entraban dos tipos armados y vaciaban sus cargadores sobre la cama vacía. Esos sueños.

Tiró el libro a un lado y esperó, con las manos recogidas a la altura del abdomen. Con el abrigo de color negro parecía un sacerdote que acabase de oficiar un funeral, y con probabilidad, así era.

Esperó…

Unos instantes después, el suelo saltó por los aires. Los trozos de madera volaron convertidos en peligrosas esquirlas, puntiagudas y terribles, y algunas fueron a clavarse en la gente que esperaba cerca del umbral. Hubo más gritos, y hubo sangre, y alguien cayó al suelo de rodillas sujetándose el cuello con ambas manos. La sangre manaba abundante tiñendo sus dedos. Colin movió la cabeza. Luego, un chorro de luz de un tono verde pantanoso brotó del agujero.

El viento empezó a soplar, dentro y fuera de la casa. Sin la luz de las linternas no se veía gran cosa, pero a Colin le pareció distinguir trozos de roca, ladrillo y madera volando por todas partes, describiendo círculos centrífugos que giraban como a cámara lenta. La gente, entregadas a una caterva estridente de alaridos, empezó a salir de forma atropellada, apretándose contra los ladrillos para pasar por el hueco.

Colin fue el primero en verla. Salía del agujero, tímida como los efluvios ponzoñosos del caldero de una bruja de cuento, ingrávidos, casi perezosos, dando forma a una especie de brecha en mitad de la sala, como si la realidad desapareciera y fuese apartada y consumida. La sala entera pareció gemir, y la oscuridad cimbreó por todas partes, como sacudida de sus estructuras esenciales. Las sombras se movieron para apuntar al agujero abierto en el suelo.

Colin compuso una mueca de satisfacción. En su sueño había visto una masa informe de muerte, pero verla allí, en directo, era otra cosa. No era desagradable. No era fea y abyecta, era… una hermosa nada, pura en su esencia íntima. Él no había querido una muerte sucia.

Se permitió susurrar unas últimas palabras, una especie de homenaje a una larga carrera, un momento frívolo de vanidad exaltada.

—Soy la Muerte.

De pronto se sintió transportado. Nunca supo de qué se trataba. Un instante más tarde giraba alrededor de la habitación mientras algo tiraba de sus extremidades en todas direcciones. Sintió una enorme presión en el pecho y en las sienes, y los brazos explotaron en un estallido de dolor inenarrable que le hizo cerrar los ojos mientras era consciente de que estaba siendo aplastado. Ni siquiera tuvo tiempo (bendita adrenalina) de sufrir dolor. Simplemente, con un único pensamiento furtivo de lo mucho que le apetecería fumarse un cigarrillo, dejó de ser.

Fuera, la gente estaba mirando con ojos atónitos cómo el techo se desmontaba en mil pequeños fragmentos, como si alguien hubiera aplicado una aspiradora industrial sobre una construcción infantil hecha de bloques de madera. Los restos parecían elevarse en el aire varios metros para salir expulsados en todas direcciones, como una fuente de escombros. La casa Taggar crujía, las paredes cimbreaban y los tablones saltaban enloquecidos; en la quebrada, las rocas rodaban levantando una polvareda sucia de color sepia.

Luego, por fin, la casa empezó a vomitar oscuridad.

Descarnados.

Como un recién nacido, los Descarnados tenían hambre. Un hambre atroz, primigenia, ancestral, que necesitaba alimento de una manera imperiosa para prosperar en su estado incipiente. Acababan de despertar a un nuevo mundo que les era desconocido y que estaba dominado por leyes físicas incomprensibles, pero se habían ocupado de eso; se habían procurado todo un séquito de almas, a veces con maneras sutiles, como los sueños, a veces de una manera más paciente y laboriosa, como convencer a cada uno de ellos prometiéndoles, adulándolos, diciéndoles, rellenando sus insufribles, frágiles y ridículas carencias humanas, todo con la paciencia de quien ha vivido todo el tiempo del universo, desde siempre.

Alimento, cuidadosamente condimentado.

Entonces sí que empezaron los gritos de verdad.

Entonces sí.

La primera vez que todo empezó a cambiar de veras fue en North Wessex Downs, cerca de Eddington, Inglaterra, en una pequeña casa con una preciosa terraza que miraba al río Kennet.

Jimmy McReady había terminado la lectura de ALMA a las dos y veinte de la mañana, y aunque tenía que levantarse antes del amanecer para ir a trabajar, estaba tan exultante y tan lleno de curiosidad que se decidió a probar los cambios introducidos al nuevo ritual de la ouija.

Los símbolos habían desaparecido. Ahora, las letras estaban circunscritas en un solo símbolo gigante, en forma de círculo, conformado con pequeñas marcas a modo de runas. Una especie de galimatías de líneas que se cruzaban entre sí ocupaba el espacio central.

McReady dibujó todo eso en la pizarra infantil de su hijo, sirviéndose de tizas de colores. Cuando hubo terminado, dejó la pizarra en el suelo y colocó un vaso en el centro. Luego, intentó el proceso utilizando las mismas palabras que se describían en el texto.

Miraba el tablero expectante, esperando esa comunicación alucinante y directa que ocurría en el libro de Balmori. Sin embargo, aunque esperó durante casi un minuto, no ocurrió nada.

Nada en absoluto.

McReady se sintió decepcionado al principio, pero después sonrió para sus adentros. Era sólo un libro, y además estaba mentalmente extenuado. Sabía por experiencia que la conexión no se establecía si se deseaba sin energía, cansado tras un largo día de trabajo, por ejemplo. Siempre podía intentarlo otro día, o volver a los símbolos del primer libro que, por cierto, funcionaban de maravilla.

Estaba ya a punto de borrar el dibujo de la pizarra cuando, de pronto, tuvo un acceso de duda. Con mucha rapidez, volvió a coger el libro y buscó el capítulo en el que los protagonistas enredaban con el tablero y los símbolos. Un párrafo llamó su atención.

—Velas —susurró en la oscuridad.

Los personajes del libro utilizaban cinco velas, dispuestas en círculo alrededor del dibujo. Una en el cenit superior, dos a los lados, y dos más en la parte de abajo, como en una especie de pentágono.

Torció la cabeza, divertido por el hecho de que, realmente, fuese a intentar reproducir la secuencia tal cual aparecía en la novela que, por cierto, era de FICCIÓN, como rezaba la portada. Pero lo hizo, sólo por descartar todo el asunto.

La luz se iba a menudo en aquella parte del río, así que McReady contaba con una buena cantidad de velas comunes que guardaba en un cajón del aparador. Eran pequeñas y achaparradas, de un color cremoso, pero supuso que servirían lo mismo. El libro no especificaba que tuvieran que ser de un color determinado.

Cuando las hubo colocado, las encendió con ayuda de un mechero, pero aún no proporcionaban el ambiente adecuado que la ocasión merecía. La luz de la lámpara en el techo arruinaba todo el ambiente de película de terror, así que, movido por el morbo y una fascinación peliculera, dio tres grandes zancadas hacia el interruptor y lo pulsó. Se quedó mirando su pequeño escenario. Estaba contenido en apenas un metro cuadrado de suelo, pero de alguna forma, lo sentía correcto, estéticamente correcto. Estaba tan excitado que se dijo que esa noche, de todas maneras, no podría dormir demasiado, pero le daba lo mismo. No era la primera vez que veía amanecer jugando a la ouija.

«Si mi mujer se despierta ahora me va a estar mirando como si estuviera zumbado durante tres putas semanas», se dijo, riendo para sus adentros.

Satisfecho, suspiró largamente y ensayó, una vez más, las extrañas palabras que conformaban el saludo inicial. McReady había tratado con extranjeros toda su vida, y estaba bastante seguro de que aquellas palabras eran una mezcla absurda y fantasiosa que intercalaba lenguajes de ficción como el de los Mitos de Cthulhu con algo de latín y, con bastante probabilidad, árabe, o cualquier otra basura sacada de la imaginación del autor. De todas formas, acercó la página a la luz de las velas y pronunció las palabras de nuevo, poniendo tanto cuidado como pudo.

—Mah… ta sabah na tak minas bai… tak margath unal.

Fuera, en el pequeño jardín delantero, el viento golpeó con fuerza el lateral de la casa. Unas viejas latas que colgaban de una cuerda cerca del pozo desgranaron, inesperadamente, una suave cantinela metálica, y el aire se llenó de un olor dulzón, como de tierra fértil que ha sido removida en mitad del bosque. McReady sintió un repentino escalofrío. ¿Era él, o la temperatura acababa de bajar varios grados? Estaba casi seguro. Además, tenía esa repentina sensación de náusea. Parecía crecer desde la base del estómago y abrirse camino hacia su cabeza, como si…

De pronto, el tablón de la pizarra crujió con un sonido tan fuerte como inesperado. McReady dio un respingo. La luz de las velas pareció crecer en intensidad, chisporroteando en pequeños estallidos intermitentes, para luego apagarse. Antes de quedarse a oscuras de nuevo, McReady alcanzó a ver una raja en el tablero que antes no estaba ahí.

Dejó escapar una exclamación ahogada.

Se quedó quieto, respirando con cierta dificultad, intentando ordenar sus pensamientos.

«El calor de las velas», se dijo, sin poder dejar de sentirse tan asustado como excitado. Esa explicación le trajo un acceso de risa que sonó aberrante en el silencio de la habitación. «¡El puto calor de las velas ha hecho que el tablero se parta, me cago en Dios!». Y, sin embargo, no podía evitar sentirse todavía inquieto. Desde luego, no se explicaba por qué las velas parecían haberse convertido, por un instante, en jodidas bombillas de cien vatios.

Estaba cogiendo una de esas velas con una mano e intentando recordar dónde las había comprado para poner una queja cuando, un par de habitaciones más allá, su mujer profirió un alarido escalofriante.

McReady se estremeció, consumido por un nuevo ramalazo de terror.

—Linda… —musitó, perplejo. Las ideas se agolpaban en su cabeza como complicadas piezas de un puzle alienígena que su mente no era capaz de abarcar. Luego… se puso en pie de un salto y salió corriendo hacia el dormitorio.

—¡Linda! —chilló.

Linda volvió a gritar. Esta vez, su voz llegó acompañada de una segunda voz. Parecía, más bien, el gruñido de algún tipo de animal, restallando en la oscuridad de la habitación como un latigazo de irrealidad.

McReady tropezó con el sofá en su intento de llegar al pasillo y trastabilló con las manos adelantadas, preparándose para la caída. La rodilla explotó con una terrible punzada de dolor, pero no le prestó atención. Linda no paraba de lanzar gritos, uno tras otro, ininterrumpidamente.

—¡LINDA!

«Oh cielos, Linda, Linda, oh cielos».

—¡Jimmmmmmmmmy!

Cruzó el pasillo como una exhalación, los ojos despavoridos intentando descubrir volúmenes en la penumbra. Cuando llegó al dormitorio, la puerta estaba abierta, y la imagen de lo que se cernía sobre la cama lo inundó tan por completo que durante unos momentos se quedó plantado en el umbral, incapaz de reaccionar o de comprender del todo lo que estaba ocurriendo; ni siquiera lo que estaba viendo.

Era una forma imposible de entender. Los detalles se perdían en la oscuridad, pero allí había una suerte de forma, una amalgama sin sustancia, un agujero en la realidad a través del cual la habitación parecía desaparecer por un pozo sin fondo, como si faltara un pedazo.

McReady se quedó sin respiración. Los latidos de su propio corazón producían sonidos retumbantes en su cabeza.

—¡Jimmmmmmmmmy!

Linda se escurría hacia el cabecero, su cara pálida y joven deformada por un terror tan intenso que hacía que sus ojos parecieran dos huevos duros a punto de escapar de sus oquedades.

La forma se estremeció, creciendo a través de la habitación. Las sombras naturales adheridas a las esquinas, bajo la silla, parecían estirarse como si fueran atraídas por aquel vórtice en el que la materia desaparecía como si estuviese vetada para acceder. Creció, consumiéndolo todo y acercándose a Linda, produciendo un crujido sobrenatural. Cuando McReady comprendió que aquello conduciría a un final tan espantoso como inevitable, el corazón le falló. Tenía cuarenta y cuatro años y demasiado azúcar en el cuerpo. La orina, que había sido incapaz de contener por más tiempo, se apresuró a formar una mancha oscura en sus pantalones. McReady dio dos pasos hacia atrás, consumido por un dolor devorador en pleno pecho; la pared del pasillo le impidió retroceder más.

—Linda… —consiguió decir antes de que el intenso dolor lo obligara a cerrar los ojos.

Fue lo último que supo.

—¿Qué has dicho? —preguntó la oficial de policía, perpleja.

Su compañero corría a su lado, con la frente completamente cubierta de sudor y la mano en la cartuchera donde llevaba la pistola.

—Que la casa estaba desapareciendo —exclamó.

—¿Cómo que desapareciendo?

—¡Es lo que han dicho en la central! —respondió.

Habían llegado a la puerta de la casa, así que ambos sacaron sus pistolas reglamentarias y las mantuvieron cogidas con ambas manos, apuntando hacia el suelo.

—Por el amor de Dios… —soltó ella—. Sólo quiero volver a casa y descansar los pies, estoy harta de majaderías.

—Bueno, así es este trabajo —susurró él mientras controlaba el entorno: las ventanas, las salidas a ambos lados del callejón, los coches aparcados que podrían dificultar los movimientos, otras puertas y ventanas donde podrían apostarse tiradores, y muchos otros parámetros que su instrucción como agente de policía le había enseñado a considerar—. Hay heridos. Por lo que sé, podría haber muertos.

—Dios —soltó ella—. Desde luego, que la casa desaparezca tiene que ser algo bastante chungo.

Pero Ben no estaba para chistes. Hizo un gesto con la mano y ella comprendió al instante. Se colocó a un lado de la puerta. Sólo entonces Ben llamó con los nudillos.

—¡Policía de Los Ángeles, abran la puerta!

Esperaron un par de segundos. Luego, Ben insistió y volvió a llamar.

—¡Policía, abran!

Laura soltó un bufido para librarse de un mechón de pelo, largo y negro como el carbón, que había acabado enredado junto a la comisura de sus labios. Siempre se hacía una coleta cuando estaba de servicio, pero con la carrera, algunos cabellos habían escapado. Era un fastidio. Si no fuera porque su madre probablemente moriría de un disgusto, habría dejado que su hermano le aplicara un corte de pelo más que severo hacía mucho tiempo.

Ben entró en la vivienda el primero, con el arma preparada y separada del cuerpo, los brazos dispuestos en un ángulo de treinta grados. No sabía qué significaba que la casa estuviese «desapareciendo», pero debía prepararse para cualquier eventualidad, y una eventualidad más que probable era un par de hippies con demasiada coca en el cuerpo, excitados por un par de visiones estridentes. Los hippies, latinos y afroamericanos casi siempre sacaban sus armas cuando tenían visiones paranoicas.

Accedió a una sala diáfana que debía de ser el distribuidor principal, con espacios abiertos en muchas direcciones. Desde allí se veía parte del salón, un pasillo distribuidor, y la entrada de la cocina, a la derecha. No le gustaba: había demasiados frentes abiertos como para controlarlos todos a la vez. Y había otra cosa que no le gustaba: entrar allí dentro era como acceder a una cámara frigorífica. Literalmente debía de haber como menos cuatro grados.

Ben, sin embargo, se esforzó por concentrarse en lo que hacía. Miraba con rapidez, buscando ángulos muertos, sofás que pudieran esconder cosas detrás, rincones oscuros. Pasaba una hora del mediodía y la casa estaba ya demasiado oscura para su gusto.

Algo le llamó la atención en primer lugar: sobre la mesa de la cocina había una especie de tablero con varias velas dispuestas alrededor. Estaban apagadas, pero aún podía percibir el olor a humo de cera; esas velas habían estado encendidas no hacía demasiado tiempo.

—¡Policía! —gritó—. ¿Señora Sailor?

El silencio era sepulcral.

Laura se puso a su lado. Ben sabía que era ella no sólo por lo obvio, sino por el olor de su sudor corporal. Ben, que se había criado, curiosamente, cerca de un pestilente mercado de pescado en Baltimore, tenía un olfato prodigioso.

La miró brevemente.

Ben hizo un gesto hacia el salón, y mientras ella se adelantaba con la pistola preparada, él metió la cabeza en la cocina para echar un vistazo rápido. No había nadie, pero las sillas estaban separadas de la mesa y una se encontraba caída en el suelo. No sabía a qué tipo de juego de mesa habían estado jugando con todas aquellas velas, pero parecía que había terminado abruptamente.

Laura levantó una mano con un gesto específico que quería decir que el salón estaba despejado.

—¡Señora Sailor! —gritó Ben, mirando la escalera—. ¿Está usted arriba?

—No me gusta… —susurró ella—. No me gusta ni un poco. Y este frío… ¿Qué pasa con el frío en esta ciudad, por Dios?

Ben se quedó quieto. Había otro olor en el aire, pero no podía identificarlo todavía, y eso lo inquietaba. Mucho. Por lo general, podía entrar en una casa cualquiera y saber si habían tenido un animal de compañía en las últimas semanas; hasta podía saber si ese animal era un perro o un gato; pero allí no olía a animales. Olía a…

Putrefacción.

Era putrefacción, sin duda, y no el tipo de hedor insoportable que deja un cubo de basura o la verdura podrida en un lugar cerrado, era putrefacción del tipo «Oh-Dios-mío-este-cadáver-lleva-aquí-tres-meses». Ese tipo de hedor le llegaba a ramalazos, todavía demasiado vago e impreciso como para que consiguiera saber de dónde provenía. A veces giraba la cabeza y se decía que sí, que estaba allí; un instante después lo perdía de nuevo.

Ben avanzó por el pasillo, dando pasos pequeños, atento a cualquier ruido que pudiera producirse. A esas alturas no quería volver a alertar a nadie de su posición y progresaba en silencio. Laura, mientras tanto, continuaba emplazada al pie de la escalera, asegurándose de que nadie bajase por allí sin que ella lo apuntara con su revólver. No necesitaban intercambiar muchas palabras: el procedimiento estaba muy claro.

Al mirar en una de las habitaciones, Ben se encontró con unos pies tendidos en el suelo, pies descalzos con un pantalón de un blanco intenso. Al menos parecían pies, porque tenían el color de la ceniza, como si fueran parte de una escultura más que de un cuerpo humano. Producían un contraste demasiado fuerte con el tono de la ropa.

Hizo una seña a su compañera, y cuando ésta asintió brevemente, entró en la habitación, tenso como un cable de acero. El dedo en el gatillo era una escarpia de precisión.

No había nadie a excepción del cadáver, pero aunque era un agente con experiencia y en todos sus años de servicio había visto cuerpos incluso en avanzado estado de descomposición, no estaba preparado para aquello. Ahora que se fijaba mejor, tenía un color azul varicoso, y parecía… exprimido, como si alguien le hubiera conectado unos tubos por la espalda y hubiera succionado todas sus vísceras. La cara era un espanto famélico, con los ojos flotando en una especie de esponja consumida. Los dientes, desgastados y amarillentos, sobresalían en ángulos divergentes de los labios retraídos como látex quemado.

—Jesús… —soltó, ronco.

Iba a advertir a su compañera cuando, de pronto, un sonido retumbante como los frenos de una locomotora llegó hasta sus oídos. Venían, claramente, del piso de arriba. Ben seguía sudando, sin poder hacer nada por evitarlo, recorrido por un nerviosismo creciente. Hasta las manos sentía incómodas asidas a la culata de su revólver. Se había enfrentado a yonquis, delincuentes de medio pelo y rateros profesionales, incluso a miembros de bandas latinas y asiáticas empapados en crack, pero no tenía ni idea de a qué se enfrentaba ahora. Esas cosas lo ponían nervioso: lo desconocido, la incertidumbre. No sabía si, en esas circunstancias, sería capaz de reaccionar con la debida velocidad. Laura era otra cosa: se había reafirmado en su posición colocando las piernas para distribuir mejor el peso de su cuerpo y levantaba la pistola, lista para disparar contra lo que fuese que avanzaba produciendo aquel ruido por el piso de arriba. Ben retrocedió hasta ella.

El sonido grave y quejumbroso de los escalones de madera llegó hasta sus oídos. Aquello, lo que fuese, estaba descendiendo hacia ellos.

Ben levantó ambas manos, encañonando el tramo de escalera que tenía delante. Estaba intentando mantener la concentración cuando, de pronto, las sombras parecieron cimbrear por doquier. El efecto visual los desconcertó sobremanera. No comprendían qué estaba pasando, era como si toda la habitación se moviera, como si se entregara a un movimiento sutil pero cierto, visible sobre todo desde la visión periférica.

Luego, la escalera desapareció.

Al menos fue la impresión que tuvieron.

Se había dicho que dispararía en cuanto aquella cosa, lo que fuese, apareciese delante de sus narices, pero aquello no era nada que hubiese esperado. No era un hippie, por descontado, ni siquiera un animal, era… la escalera desapareciendo en una negrura que los dejó paralizados.

—Ben… —exclamó Laura.

Ben sintió que le sobrevenía un acceso de vómito, pero lo reprimió. Sabía demasiado bien que su inteligente cuerpo sólo pretendía dejar paso al horror que quería instalarse en sus entrañas.

Laura disparó. Disparó una, dos y hasta tres veces, pero los proyectiles se perdían en la oscuridad sin que parecieran incidir en ninguna parte. Ni siquiera se dio cuenta de que la mancha, el pozo de negrura infinita, se había arrastrado por los peldaños hasta sus pies. Ben lo advirtió en el último momento, pero no tuvo tiempo de decir o hacer nada.

Hubo un sonido terrible coronado con un crujir de huesos tan estruendoso como evidente, y después, la agente de policía se encogió abruptamente sobre sí misma, como una plancha de hierro a demasiada profundidad. Laura dejó escapar todo el aire de sus pulmones. Hubo un gemido sibilante, pero casi inaudible, y después su piel se contrajo replegándose sobre el hueso. Los ojos le temblaron como dos bolas de gelatina en un plato de cocina.

Ben reaccionó, por fin, disparando cuatro, cinco y hasta seis veces mientras gritaba. Disparó al suelo, a la marea negra que había formado un reguero oscuro y que se había arrastrado bajo los pies de su compañera, pero ninguno de sus disparos produjo ningún efecto, en ninguna parte. Gritó aún más fuerte, y siguió gritando mientras Laura se desplomaba en el suelo como el pellejo de una serpiente tras la muda de temporada. Ben seguía apretando el gatillo, pero su arma no disparaba ya más proyectiles, click click click.

Después, el espanto fue hacia él.

Ben pensó confusamente en el frío antes de que aquella cosa terrible se hundiese en su pecho.

Morgana tenía trece años, y hacía lo que quería con sus dos hermanos, Jacob y Susan, que tenían nueve y ocho años respectivamente.

Jacob era idiota. Cuando las velas chisporrotearon, se asustó tanto que salió corriendo hacia su cuarto, produciendo un alegre sonido de pies descalzos sobre la moqueta del suelo. ¡Cómo se había reído Susan! Comentó que Jacob parecía un conejo con su pijama blanco, y había aplaudido enfervorizada mientras chillaba que le encantaba el piritismo, sobre todo cuando hablaban con el Hombre Alto y les decía qué dibujos iban a echar en Cartoon Network esa semana, o cómo preparar bromas estupendas para hacer a los vecinos y compañeros de clase. Sobre todo le gustaba que todo el asunto fuese un secreto, algo que su hermana Morgana (a quien idolatraba profundamente) había querido compartir con ellos. Algo que, bajo-ningún-concierto, debían contar a mamá o papá, ni, por descontado a ningún adulto.

—¡Jacob, eres idiota! —decía Morgana, o Morgi, como ellos la llamaban. Se reía, sujetándose la barriga para aliviar el delicioso dolor de la carcajada incontenible.

Ahora estaba haciendo el idiota, como siempre, produciendo sonidos extraños desde su cuarto. Era su manera de luchar contra el miedo: hacer el idiota. Sólo Dios sabía con qué estaba haciendo aquel chirrido enervante.

Susan lo imitó.

—¡CHIIIIIIIIIIIII GRIIIIIIII! —Luego le entró un ataque de tos debido al esfuerzo que había hecho con la garganta y empezó a reírse otra vez.

—Sois unos cagones —protestó Morgi—. ¡Jacob, ven aquí, majadero!

Susan se llevó la mano a la boca, con los ojos muy abiertos.

—¡Has dicho una palabrota! —exclamó, atónita.

—Ve a buscar a tu hermano, anda.

—¡También es tu hermano! —protestó la pequeña.

—Pues ve a buscarlo de todas maneras.

—Está bien —dijo, bajándose de la silla con cierta torpeza.

No llegó al pasillo. Apenas había empezado a trotar por la moqueta, una mancha negra salió a su encuentro y la hizo revolotear en el aire como si fuera a cogerla en brazos. En mitad del movimiento, sin embargo, algo fue mal, terriblemente mal. Susan, cuyo cuerpo era ya muy menudo, se dobló sobre sí misma, como si nunca hubiera tenido ninguna estructura ósea que diese forma a su cuerpo. Parecía un vestido. Un vestido de piel y cabello. Muchos de los cuales cayeron al suelo como madejas de hilo.

Un millón de pequeñas gotas de sangre salieron esparcidas en todas direcciones, manchando las paredes, el jarrón con las enormes margaritas de plástico que tanto le gustaba a papá y la fotografía familiar de las últimas vacaciones en Eurodisney. Jacob había hecho un notable esfuerzo por poner cara de Pluto en esa foto, pero su talento quedó oculto por un goterón de sangre del tamaño de una naranja.

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