Alma

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XXX. Los Treinta y Seis Hombres Justos

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LOS TREINTA Y SEIS HOMBRES JUSTOS

El azul era hermoso… tan hermoso. A Jow le recordó el color del cielo en aquella temporada que pasó en España. A Penny, el de las pinturas con las que a menudo trabajaba en su taller. Era hermoso y estaban rodeados por él.

Jow se miró la mano. Allí estaban los dedos de Pete, algo gruesos y grandes, como los de un guerrero. Los apretó con fuerza y levantó la mirada para encontrarse con él. Estaba otra vez allí, con ella, como cuando cruzaron la brecha. Él estaba mirándola, con una manifiesta expresión de perplejidad. El recuerdo de lo que acababa de vivir estaba volviendo lentamente, retazo a retazo, y no pudo evitar emocionarse al comprobar que Jow seguía siendo Jow, y no una mezcla distorsionada, ensangrentada y monstruosa. Sin decir palabra, se abrazaron, con tanta fuerza que casi parecían querer meterse el uno en el otro.

—Estáis aquí… —dijo una vocecilla a su lado. Cuando se volvieron para mirar, vieron a Penny. Tenía lágrimas en los ojos, pero su sonrisa era honesta y preciosa, y Jow extendió un brazo hacia ella para que se uniera al grupo.

—Sois muy hermosos —dijo una voz conocida.

Era Alma, que se mantenía erguida a algunos metros de donde estaba ella, decorosa, con los pies juntos y las manos reunidas sobre el regazo. Y sonreía. Mucho.

—¿Dónde está…? —preguntó Pete, pero apenas se volvió hacia un lado, descubrió lo que estaba buscando. Allí, a sus pies, estaba el cuerpo de Alfred, y también el de Roy, caídos en el suelo, como si alguien los hubiera derribado en el acto nada más cruzar la brecha.

Mirándolos, Pete comprendió que no tenía que tomarles el pulso. Sabía que no se habían desmayado, que no estaban inconscientes, que no se levantarían pasado unos momentos. Miró a Jow y al resto y comprendió que ellos sabían tan bien como él lo que les había pasado. No habían superado sus pequeñas pruebas personales. No habían podido enfrentarse a sus pactos. Eran como los pequeños gorriones alrededor del tronco de un árbol: les había llegado el momento de volar, y no habían sabido, precipitándose al abismo. Pete murmuró algo, cabizbajo, y guardaron silencio unos instantes.

—No lo consiguieron —dijo una voz—. Pobres muchachos.

El grupo se volvió de nuevo, esta vez en la otra dirección, hacia la habitación. Ahora que se les había acostumbrado la vista, pudieron comprobar que seguían en la casa Taggar, o lo que quedaba de ella. El suelo era un abismo insondable de un tono eléctrico luminoso por donde escapaban pequeños filamentos que se movían como tentáculos, lentos y sinuosos. Las paredes eran apenas un recuerdo de lo que fueron, con las tablas dispuestas de tal manera que aún recordaban vagamente a las estructuras que antes sustentaron la casa, pero que ahora estaban desconectadas, sin orden ni concierto. Y, acercándose lentamente por el borde, venía caminando un hombre.

Jow pestañeó varias veces cuando lo vio. Llevaba puesta otra ropa, pero el sombrero vaquero era el mismo. Era el abuelo que había encontrado aquella mañana en el Coconut Cake, la pequeña cafetería que estaba cerca de su casa y en la que solía desayunar a menudo. El abuelo que hablaba del frío… milenios antes de que todo aquello estallase.

—Encantado de volver a verla —dijo el abuelo, llevándose una mano al sombrero, como si fuera a sacárselo.

—¡Hola! —lo saludó Jow con una sonrisa. Era una sonrisa espontánea y sincera, que hizo trizas la pesadumbre de haber encontrado a Alfred y a Roy muertos. No sabía por qué, pero encontrar allí a aquel hombre acababa de producirle una súbita sensación de alegría.

Dirigió una mirada a todos e intercambiaron pequeños saludos.

—Creo que, incluso en circunstancias tan extrañas, es cortés presentarse —dijo—. Me llamo Gabriel.

—Soy Jow.

—Yo Pete.

—Penny, encantada.

El abuelo miró a Alma lanzando un suspiro y dedicándole una sonrisa.

—Y usted es la doctora Chambers —dijo.

—Así es —contestó ella—. Pero llámeme Alma, por favor.

Él le miró apreciativamente.

—El alma más vieja y bonita que haya conocido jamás, en un cuerpo todavía joven —exclamó al fin.

Alma sonrió.

—Es usted muy amable. También usted lleva un tiempo dando vueltas, veo.

—Ajá —asintió, haciendo una cómica reverencia.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Jow entonces—. Lo recuerdo… Coincidimos en el Coconut Cake…

Gabriel asintió despacio.

—Así es. Es un placer volver a verla, realmente un gran placer; y es una pena que no tuviéramos tiempo entonces ni para conocer nuestros nombres. ¡Ah, el tiempo! ¿Quién tiene tiempo estos días?

Jow movió la cabeza afirmativamente.

—Y bueno, me pregunta qué estoy haciendo aquí… —exclamó Gabriel, pensativo—. Bueno, supongo que lo mismo que ustedes, creo.

—¿Ha venido a cerrar el agujero? —quiso saber Jow.

—¿Cerrarlo? —preguntó Gabriel—. Oh, no. No creo que eso esté en nuestra mano, como no se puede cerrar el cielo o el espacio profundo. —Dirigió una mirada pensativa a las fuerzas congregadas en el espacio azul, y suspiró—. En mi caso, he venido, más bien, a comprenderlo.

—Pero ¿cómo… cuándo llegó… en qué momento…?

Gabriel se pasó una mano por la barba.

—¿Cuándo? Bueno, oí todo aquel revuelo sobre Elvenbane. Sí, mucho revuelo, y me dije: «Gabriel… Ahí hay algo importante». Importante de veras. Mi intuición me decía que lo de Elvenbane podía estar relacionado con todo lo que estaba pasando por todas partes. Bueno, seguí mi instinto, como hago siempre, así que he estado por aquí, dejándome llevar, observando y sintiendo. Siempre me dejo llevar. Tengo algo de Viento y de Fuego, mucho de Agua y… ¡ay!, muy poco de Tierra, aunque estoy trabajando en eso.

Jow negó con la cabeza, sonriendo. Estaba disfrutando del discurso y las maneras, algo teatrales, de aquel hombre.

—¿Estaba aquí cuando se abrió el agujero? —preguntó Pete.

—¿Este agujero? Sí. Aquí estaba.

—¿Y cómo ocurrió?

Gabriel se encogió de hombros.

—La gente fue congregada justo cuando se publicó aquel libro con aquellos símbolos. ¡Los símbolos! —dijo entonces, poniendo los ojos en blanco y volviéndose hacia Alma—. ¿Ha podido averiguar algo sobre ellos, doctora?

—La verdad es que poca cosa —confesó ella.

Gabriel movió la cabeza, pensativo.

—Aunque algo sé, ésa es la parte que aún no comprendo, al menos no del todo. Vienen de demasiado lejos, demasiado. Pero vale, dejemos ahora los símbolos, hicieron lo que tenían que hacer y ya no importa tanto de dónde hayan salido, sino lo que han propiciado. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Vino alguien, otra alma vieja, como nosotros, doctora Chambers. Muy conectado, quizá demasiado; muy cínico en su percepción de las cosas. Creo que había visto y sentido tanto que estaba muy alejado del Camino, de cualquier camino. No puedo decir que fuera alguien oscuro, pero desde luego, fue el que hizo que todo se pusiera en marcha. Él abrió el… este agujero.

—¿Y no lo detuvo? —preguntó Jow.

—Si hubiera debido detenerlo —exclamó Gabriel en voz baja, sonriendo con suspicacia—, supongo que lo habría hecho.

—Así que lo dejó hacer.

Gabriel miró brevemente hacia el techo, pensativo. Allí, un maremágnum de trozos de madera y rocas gravitaban erráticos alrededor del resplandor. Era como mirar la bóveda de un planetario, sólo que las constelaciones, los planetas y las estrellas eran pequeños trozos de derribo. Tenían, en la configuración de sus pequeñas órbitas, una suerte de orden que resultaba tan fascinante como hermoso.

—Con el tiempo… y por tiempo me refiero a Tiempo, uno aprende a saber cuándo debe ser Agua, y cuando debe ser Fuego. Era el momento de fluir con los acontecimientos. Eso lo supe enseguida.

Alma pensó en su sueño y sus momentos de introspección. «Hay un plan. Deja que fluya», había sido el mensaje.

—No lo entiendo —dijo Jow—. ¿Para qué era bueno todo esto? ¿Por qué… por qué no intervenir?

—Porque no hubiera servido de nada, en primer lugar —replicó Gabriel—. Las cosas son como deben ser.

—No me convence —intervino Pete.

Gabriel sonrió.

—Creo que si has llegado hasta aquí —dijo— es que te convence, aunque tu mente ahora mismo te diga otra cosa.

—Antes ha dicho que vino a comprenderlo —susurró Alma—. ¿Ha comprendido algo?

Gabriel la miró unos instantes.

—Tiene los ojos más increíbles que haya visto jamás —exclamó de pronto.

Alma asintió con la cabeza.

—Me lo dicen a menudo —contestó.

—Puedo imaginarlo. Bien, si… Con respecto a comprender, creo que todos lo hemos comprendido a estas alturas. Por eso hablaba de la inevitabilidad. Un esquema tan grande, de proporciones tan… cósmicas… no puede detenerse. Lo que ha ocurrido debía ocurrir, y nunca formó parte del plan que lo detuviésemos.

Jow recordó la conversación con Alma en el helicóptero.

—¿Ha sido…? ¿Es una prueba para la humanidad? —preguntó.

Gabriel inclinó la cabeza.

—Es un buen símil, pero… no creo que se nos haya evaluado, porque nadie está juzgando nada. Al menos que yo sepa. No hay errores. ¿No es lo que dicen, doctora?

—No hay errores —repitió Alma con suavidad.

—Creo, más bien, que habíamos llegado al final de un capítulo —continuó Gabriel—. Y había que empezar otro, con una hoja en blanco.

—¿A costa de toda la gente que ha muerto y está muriendo? —ladró Pete, súbitamente encendido.

—Creo que sigue pensando en términos terrenales. La vida… la muerte… el principio, el fin… En el esquema general de las cosas, que no puedas seguir respirando y pisando la arena de la playa no tiene mayor importancia. Es como si tu comprensión de las cosas llegase únicamente a la habitación donde estás. Ir a un restaurante sería un drama, porque… ¿qué va a pasar si no tienes al camarero que te atienda?, ¿qué será de ti sin el menú para guiarte? Esa gente no ha muerto… sólo ha salido, y está haciendo otras cosas.

—Pero… yo vi lo que pasaba con las almas de los que eran absorbidos por los Descarnados —dijo Alma, pensativa.

Gabriel asintió, sonriendo con indulgencia.

—¡Descarnados! —exclamó—. Es una buena palabra, sí. Pero… con todos mis respetos, doctora, creo que tal vez hayas sido víctima de tus propias percepciones, como la gente en general. La gente… bueno, ya lo sabes, ve lo que ve… y lo que no ve, no existe. Viste que esas almas dejaban de existir para ti, no podías verlas, no podías sentirlas, no podías percibirlas, y por lo tanto, habían desaparecido. Estaban muertas.

—Oh… —exclamó Alma.

—Creo, por lo que yo he podido ver, que esas almas han sido devueltas a la Fuente. Creo… por lo que yo he podido sentir, que este plano va a avanzar a otro estado.

Pete negó con la cabeza.

—¡Como tirar de la cadena! —exclamó—. Y… ¿ya está? ¿Está todo obsoleto? ¿Qué pasa con nosotros? ¿Ya no servimos y debemos dejarnos matar por esas cosas negras? —Se cruzó de brazos y cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, visiblemente molesto—. Perdónenme, pero… me parece mucha aceptación para ser sensaciones de tan pocas personas.

Gabriel soltó una carcajada.

—¡Desde luego! —dijo—. No tienes que creer absolutamente nada… ¡Haces muy muy bien! Las cosas son, simplemente, como son, y cómo las percibas no cambiará nada. Ya las sientes de la forma correcta, o no habrías conseguido entrar aquí. Este lugar está vetado para cualquiera que no pueda escribir en el nuevo capítulo que ahora empieza. Pero escucha…, la próxima vez que uno de esos Descarnados se acerque a ti y no pueda tocarte, tal vez comprenderás que tienes un papel fundamental en todo esto. Aceptarás, tal vez, que el mundo es un lugar nuevo, que las viejas estructuras, conceptos, convenciones sociales, modelos de sociedad y comportamiento tienen que ser reinventados. Serán reinventados sin proponérselo, y tú y la gente que tendrás alrededor, empezaréis a construir algo nuevo, diferente… El nuevo estado del que te hablaba. Las cosas serán, otra vez, de una forma natural.

Jow estaba escuchando y sentía, en esos momentos, un escalofrío recorriéndole los antebrazos.

—¿Quiénes? ¿Quiénes serán? —preguntó en voz baja.

El agujero crepitó ligeramente.

—Quiénes seremos, querida —la corrigió Gabriel, sonriendo.

—¿Nosotros?… ¿Y ya está?… ¿Eso es todo?

Penny se encogió sobre sí misma.

—Ciertamente no —suspiró Gabriel—. ¡Jesús, yo ya soy viejo para repoblar el mundo!, y Penny, por ejemplo, tampoco creo que esté muy conforme con la idea.

Penny abrió la boca con un gesto de sorpresa; iba a decir algo pero se detuvo, sonriendo. No sabía cómo conocía su orientación sexual, pero acababa de hacer un chiste al respecto.

—Hay una antigua leyenda talmúdica —continuó diciendo Gabriel entonces—, de los Hasidei Ummot Haolam…

—La leyenda de los Treinta y Seis Hombres Justos —susurró Alma.

—En efecto —asintió Gabriel—. Esa leyenda dice que en cualquier momento dado de la historia de la humanidad hay siempre treinta y seis hombres justos. La leyenda, aún cuando no creáis literalmente en ese número místico, es válida en términos psicológicos. Creo que hay gente por ahí, mucha, de hecho, que superará fácilmente este trance. Están por ahí ahora mismo, mientras todo ocurre. Están en las calles, probablemente en sus casas, quizá las más apartadas y humildes de las zonas menos civilizadas, intocables, preguntándose de qué va todo esto.

—Entiendo… —dijo Jow.

—De cualquier modo —siguió diciendo Gabriel, todavía sonriendo—, todo esto es palabrería. Puede que me equivoque. Puede que tan sólo sea el orden natural de las cosas. Nuestra experiencia es de apenas unos millones de años, tres mil años de historia reciente, ¿quién sabe cómo son las cosas en el plan global? Un hombre que se ha criado en soledad, sin ningún otro ser humano al lado, no sabe que su cuerpo crecerá, envejecerá, perderá fortaleza y finalmente morirá. No estará preparado para nada de eso hasta que ocurre.

—Entiendo… —repitió Jow.

—Entonces… —susurró Penny—. ¡Claro!… Creo que ahora entiendo por qué nosotros no estábamos afectados por la violencia. Estábamos en la Línea Ley y…

—Sí. Porque… porque no tenía nada que ver con nosotros —susurró Alma, repitiendo las palabras de la niña finlandesa.

—¿Y el frío? —preguntó Pete.

—Oh, sí, el frío —exclamó Gabriel—. El frío no era de ellos. Era nuestro. Un daño colateral de nuestro comportamiento egoísta. El frío era la indiferencia, la falta de empatía de unos con otros. No era una causa de los Descarnados, era una consecuencia.

Pete asintió.

—Entonces… el agujero… Está bien. No vamos a enfrentarnos a esas cosas. No vamos a destruirlo.

—Puedes intentarlo, si es lo que sientes correcto —dijo Gabriel—. Todo lo que he dicho es lo que yo creo. Tú puedes tener tus propias ideas, puedes hacer lo que creas que debes hacer. A lo mejor lo que tú crees es lo correcto y es lo que hay que hacer. Al final, el camino que tomaremos es el único que siempre debimos tomar.

Pete asintió. Aún cerraba los puños con rabia pensando en los… ¿millones?… sí, millones de personas que estaban sufriendo en ese mismo instante, pasando miedo, angustia, dolor por los seres queridos que iban a perder o habían perdido ya, confusión por ver sus vidas trastocadas, despojados de sus casas, sus rutinas, sus sueños de futuro, cualquier cosa que los hacía ser humanos. Pensó en la gente trastornada que había visto en Leeds. Pensó en la masa viscosa que rodeaba la casa Taggar, un espectáculo indeciblemente peor que los que encontraron los aliados en la Alemania nazi cuando acabó la guerra. Era cruel, era despiadado, era un final de capítulo insoportablemente doloroso. Si había un destino en todo aquello, como Gabriel estaba diciendo, era uno tan nefasto que le hacía sentir rabia e impotencia.

Miró al agujero y trató de descubrir alguna verdad de la evolución de sus blancas estrías que giraban a velocidades vertiginosas, sin encontrar nada.

—Pero deberíamos… Deberíamos intentar advertir a la gente… ¡Hacer algo!

Alma negó suavemente. Ahora parecía cansada y afligida.

—Querido Pete —dijo—. No funcionaría. No puedes decirle a la gente que sienta amor por las cosas. No puedes explicarles que si dejan de actuar como lo hacen, se salvarán, como no puedes decirle a un egoísta que si comparte lo que tiene, alcanzará la gloria eterna. Si lo cree firmemente, si cree que despojándose de cuanto posee obtendrá una preciosa eternidad, entonces donará gustosamente todos sus bienes y posesiones. Pero entonces se habrá condenado aún más, porque en el fondo su egoísmo será aún mayor. No poseerá cosas, querrá una posesión eterna y preciosa que no debería pertenecerle. Su egoísmo será divino, inconmensurable.

»No —continuó diciendo—, no podemos advertir a nadie. Lo que se ha aprendido, se ha aprendido. Se lleva dentro. Se ama o no se ama, pero el amor no se puede aprender de un día para otro. No puedes decir: voy a amar. El amor se aprende en el transcurso de innumerables vidas, de experiencias vitales valiosísimas, muchas veces dolorosas. Aprendes a distinguir dependencia y apego, aprendes que el amor no tiene por qué ser recíproco, aprendes… y lo sientes dentro; es algo que se lleva dentro, algo natural en unos y forzado en otros, y eso… eso no lo puedes enseñar. Es demasiado tarde.

»Por eso, cuando regresamos a este mundo para empezar otra vez, lo olvidamos todo. ¿Qué sentido tendría recordar cosas? Si recuerdas que lo que necesitas aprender es a librarte de la envidia, o el rencor, o el odio, harás actos contrarios a ésos y creerás que has aprendido, cuando en realidad te has entregado a una teatral pantomima que sería estéril y deshonesta.

—Amén —exclamó Gabriel.

Pete asintió.

—No puedo creer que lo entienda —susurró—. Pero creo que lo entiendo.

Jow le pasó una mano por la cintura y lo abrazó con cariño, sonriendo orgullosa. Luego se quedó un rato pegada a él, respirando y mirando el agujero, solamente mirando. Se le ocurrió entonces que todo el dolor que los Descarnados estaban causando era como aquel episodio con su padre, el que acababa de revivir. El de la humanidad podía parecer un destino incluso más cruel que el que ella había vivido en su adolescencia, pero había allí quizá un aprendizaje similar. Muy similar. Podía parecer duro, pero…

«Pero quizá sea para algo bueno —se dijo—. Quizá sí».

Durante unos instantes, nadie dijo nada más. Uno tras otro, se fueron acercando al borde del abismo eléctrico para echar un vistazo a las energías incomprensibles que rezumaban de allí. El agujero parecía, cuando menos, no tan terrible y amenazante. Alma pensaba que una cosa era cierta: allí, dentro de la casa, en aquel baluarte extraño donde fuerzas desconocidas los habían sometido a alguna especie de prueba interna, toda la tristeza, la ansiedad y la maldad que había percibido en el exterior, había desaparecido. Y eso debía significar algo.

—Entonces… —susurró Penny al cabo—, ¿qué hacemos ahora?

—¿Ahora? —preguntó Gabriel, levantando los brazos como un artista en el escenario—. Ahora toca VIVIR.

Habían salido de la casa y subido lentamente por el pequeño promontorio que había tras ella, trepando entre los árboles. La zona era totalmente otra cosa, sin ningún rastro de los execrables restos mortales que estaban al otro lado, por todas partes. Cuanto más subían, más verde era el suelo y más saludables los árboles. El viento era otra vez fresco y, cosa rara: no había ni rastro de la antigua desesperanza que solían sentir en la zona.

Atardecía, por cierto, y el cielo se había despejado para ofrecer un glorioso espectáculo visual: nubes rosadas revestidas de oro y apacibles destellos luminosos.

Cuando hubieron subido durante un rato, y sin que nadie lo propusiera, se sentaron en una roca de aspecto brillante y pulido, unos junto a otros. Se quedaron allí, con los rostros cansados pero satisfechos, mirando al sol y sonriendo plácidamente. Sabían que alrededor de ellos el mundo se había convertido en un lugar de pesadilla, pero allí arriba el frío había desaparecido por completo, y volvían a sentirse relajados y cómodos como hacía mucho que no se sentían. Todavía en silencio, Jow se recostó contra Pete, y Penny apoyó la cabeza en el hombro de Gabriel. Éste extrajo una pipa del bolsillo de su chaleco y la encendió con movimientos pausados, como si fuera parte de un protocolo. El humo olía bien, a algo dulzón y aromático.

Alma, por su parte, estaba erguida y mantenía la cabeza inclinada ligeramente hacia atrás, disfrutando del calor tibio del sol, los brazos primorosamente colocados sobre las rodillas.

Fue Penny quien, después de un largo rato, habló primero.

—¿Cómo será? —preguntó en voz baja.

—¿Cómo será qué, cielo? —preguntó Alma.

—Esto —dijo, señalando los campos verdes que se extendían ante ellos—. La vida.

—La vida… —susurró Gabriel, exhalando una pequeña bocanada de humo y mirando al horizonte. Los ojos risueños, circunvalados por una miríada de pequeñas arrugas, parecían algo más pequeños y claros que en el interior de la casa—. Pues… será como queramos que sea, ni más ni menos. Será el motor de un mundo sin envidias, sin celos, sin maldad. Un mundo donde todos importamos, donde el cariño que ahora puedes sentir por un familiar se extiende hacia aquellos que encuentres por la calle, porque lo natural será una predisposición a amar, sin desconfianza, sin recelos, sin prejuicios.

—Un mundo donde no haya carteles de «Propiedad Privada», puertas cerradas, sistemas de seguridad, muros o candados —dijo Pete.

—Un mundo sin tonos de piel, sin fronteras, sin dedos acusadores, sin miedo y con sushi gratis todos los viernes del año —dijo Jow.

El comentario arrancó en todos una sonora carcajada.

—¡Un mundo donde nadie se sentirá superior a nadie! —exclamó Penny.

—Un mundo hermoso. Mucho, realmente —susurró Alma—. Tal vez el mundo que fue ya una vez, hace mucho mucho tiempo. Tal vez un mundo más parecido a otros que quizá existan.

—Eso creo —dijo Gabriel, llevándose la pipa a la boca.

Penny se había emocionado vivamente y se enjugó una lágrima de la mejilla.

—Qué bonito —susurró.

—Vamos a conocer gente muy hermosa, querida —comentó Gabriel con voz soñadora—. Muy hermosa, en verdad.

—Hay una niña en Finlandia… —recordó Alma.

—Pues iremos a Finlandia —exclamó Jow—. Y allí instalaremos la nueva norma del sushi gratis.

Se miraron, regalándose una sonrisa.

—Es bonita, Finlandia —opinó Gabriel.

—Pero todavía no —dijo Alma, volviendo el rostro hacia el sol, que se ocultaba ya tras las montañas lejanas. Cerró los ojos y suspiró suavemente—. Luego. Ahora… tenemos algo importante entre manos.

Pete la miró de soslayo con los ojos entrecerrados por la luz. Alma parecía una niña diligente que espera a que la profesora dé comienzo a la clase.

—¿El qué? —preguntó.

Jow ya sabía la respuesta. Sonrió sin decir nada, casi amodorrada y concentrada tan sólo en llenarse con los últimos rayos del día.

—El aquí y ahora, querido Pete —dijo Alma—. El aquí y ahora.

Málaga, 22 de mayo de 2015

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