Alma

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XXII. La muerte de las muertes

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—¡Alma!

—Es… estoy bien —musitó, pero estaba a diez mil kilómetros de estar bien; estaba en el otro extremo del continente Estoy bien. Se sentía tan turbada, confusa y dolorida como si le hubieran propinado una paliza.

—¿Puedes caminar? —preguntó Pete.

—¿Qué te ocurre? —quiso saber Jow a su vez.

—Es… No es nada —mintió—. Sólo necesito un segundo.

Jow giró la cabeza. La oscuridad no parecía estar más cerca que cuando había mirado por la ventana, y eso era una buena señal, significaba que progresaba lentamente; significaba, en definitiva, que si se alejaban corriendo, o andando, para el caso, aún podían tener una oportunidad.

—Vamos… —dijo Pete, nervioso.

Jow miró a Alma, menuda, con su pequeña rebeca sobre los hombros y su expresión fatigada, e hizo un gesto para indicarle a Pete si podía cargarla en brazos.

Pete la miró brevemente y asintió.

—¡Pete! —exclamó Alma cuando se sintió alzada en el aire. Su cabeza se movía a uno y otro lado, como si estuviera empleando sus últimas fuerzas antes de desfallecer.

—Vamos, Alma —dijo Pete, haciendo pequeños movimientos para equilibrarla en sus brazos.

—Oh, Pete…

Pero no tenía fuerzas para protestar más allá de eso, y de todas formas habían emprendido el camino calle abajo, entre la gente que se desplazaba presurosa. No iban hacia el coche, por cierto; lo habían aparcado a un par de calles en la dirección opuesta, y de todas maneras estaba bastante seguro de que le sería imposible sacarlo de donde lo habían dejado con todo el caos circulatorio que se había generado. Chasqueó la lengua mientras la gente los adelantaba. Nadie parecía prestarle atención a pesar de que cargaba con una señora en brazos. Nadie le preguntó si necesitaba ayuda.

En la distancia, oyeron disparos.

—¿Adónde vamos? —gritó Pete para hacerse oír.

Jow no lo sabía. Mientras avanzaba entre la gente con cuidado de no ser arrollada por los que la pasaban corriendo, lo miró con un gesto de desconcierto que parecía decir: «Lejos, supongo», y continuaron andando.

En un momento dado doblaron la esquina, porque en las calles perpendiculares había mucha menos gente. Pete ni siquiera preguntó; tenía miedo de que alguien le diera un codazo y lo hiciera caer sobre Alma, que seguía cabeceando tras el desmayo. Allí las viviendas tenían ese tono borgoña característico de las ciudades británicas, con amplios jardines entre ellas; los coches llenaban la calzada, pero ésta tenía un diseño mucho más complicado, con innumerables entradas y salidas hacia zonas de aparcamiento y almacenes, así que había mucho espacio para poder avanzar.

Jow y Pete se miraron.

—Pete…

—Lo sé, pero…

—Pete, ¡necesitamos un coche!

—¿De dónde vamos a sacar un coche aquí?

Alma empezaba a pesar.

Fue Jow quien se acercó a uno de los vehículos aparcados y comprobó si tenía puesto el seguro. Estaba cerrado. También el siguiente, y el de más allá.

Todos cerrados.

Jow no se imaginaba rompiendo ninguna ventana para forzar la puerta, ni siquiera en esas circunstancias, por el sencillo motivo de que no sabría qué hacer después, sin la llave de contacto. Se sintió frustrada, y giró la cabeza para mirar alrededor.

—Pete… —dijo Alma—. Déjame en el suelo.

—¿Estás mejor?

—Sí. Estoy mejor, gracias.

Mientras tanto, unos metros más allá, Jow oyó un sonido que conocía bien: el bip-bip de la apertura de puertas de un coche que respondía a un mando a distancia. Se volvió para mirar, esperanzada, y vio a un hombre calvo algo entrado en años que se disponía a introducirse en su coche, un monovolumen familiar.

No perdió el tiempo y se plantó junto a la ventana del conductor.

—¡Espere! —exclamó—. ¿Puede ayudarnos?

El hombre, que tenía ya las manos al volante, dio un respingo y se quedó mirándola, desconcertado. Su expresión era de auténtico miedo. Su cabeza parecía moverse muy sutilmente de izquierda a derecha, como si preparase una negativa automática.

—Sólo queremos salir de aquí —explicó Jow rápidamente—. Alejarnos. ¿Puede llevarnos? Por favor… a donde sea que vaya; nos da lo mismo.

El hombre se quedó mirándola, luego descubrió a Pete y Alma, que se acercaban por la calle, y pareció estar a punto de arrancar el motor y salir zumbando, sobre todo cuando vio a Pete, un hombretón alto con aspecto sudoroso y una expresión acelerada. Jow lo percibió… Tenía un segundo, un solo instante para reajustar esa decisión que estaba ya formándose en su mente: la negativa, la cómoda negativa, y puso ambas manos juntas, como si implorase. Luego compuso rápidamente su mejor expresión de súplica femenina, frunciendo los labios de una manera que sabía sexi.

—Por favor… —susurró—. Sólo queremos salir de aquí…

El hombre se mordió el labio; un instante eterno de incertidumbre. Jow sintió que los segundos se arrastraban entre ambos, TICTAC, TICTAC, como el reloj del Fin del Mundo.

—Está bien —accedió al fin—. ¡Está bien, suban!

Jow tardó muy poco en abrir la puerta de atrás y ayudó a subir a Alma. Las articulaciones la estaban matando. Le costó un tiempo que Pete aprovechó para llegar al asiento del copiloto. Un banderín en tonos azules y dorados con las palabras LEEDS UNITED FC colgaba del espejo retrovisor.

—Gracias. Se lo agradecemos…

—Me largo de aquí —respondió el hombre cuando empezó a maniobrar el vehículo—. ¡No voy a parar hasta que esté bien lejos, les venga bien o no!

—Nos parece bien —se apresuró a decir Jow.

Se movía con habilidad entre los vehículos, cruzando por zonas restringidas, plazas de aparcamiento y aceras cuando era posible, circulando siempre a una buena velocidad. Pete parecía alarmado, pero Jow aplaudió en silencio su determinación: sólo saldrían del centro con alguien así al volante.

—¿Han visto esa cosa? —preguntó el hombre.

—Sí.

—Me refiero a esa cosa. ¿La han visto? No sé qué demonios es. ¿Qué demonios es?

—No lo sabemos —mintió Jow.

—Es una mierda, eso seguro —soltó el hombre, zumbando a ochenta kilómetros por hora por una pequeña calle de servicio para proveedores entre centros comerciales. Luego masculló algo ininteligible antes de seguir hablando—: Por mi vida que no he visto nada así en todos los años que…

De pronto, un coche circulando en dirección contraria estuvo a punto de chocar con ellos. El conductor realizó una rápida maniobra, condujo varios metros por encima del jardín de una hilera de viviendas, y volvió a la calzada.

—¿De qué se trata ahora? —preguntó, como si no hubiera pasado nada—. ¿Terroristas? ¿Alguna mierda de gas extranjero? Nos vamos a tomar por culo, eso seguro.

Nadie dijo nada. Ahora se acercaba peligrosamente a un contenedor de mercancías y Jow se agarró al asa de su asiento mientras lanzaba una mano hacia Alma, que parecía aún desorientada. Sin embargo, no sintió inquietud. El hombre calvo conducía bien y el coche se zarandeó bruscamente hacia la derecha, imponiendo una dura prueba a la suspensión y sorteándolo sin problemas.

—Esa cosa es de un color que no sé ni qué mierda es —continuó diciendo el hombre—. ¡Me cago en la puta!

—¿Lo ha visto en la calle? —preguntó Alma de pronto.

—¿En la calle? Joder, no. En la televisión. ¿Qué coño de calle? ¿Qué calle?

De pronto, Jow abrió mucho los ojos.

Había ido recto, luego había girado a la derecha, otra vez a la izquierda y circulado por una calle que describía un giro hacia…

Tragó saliva.

¿Hacia dónde estaba conduciendo?

Iba a decir algo cuando el coche viró bruscamente y se encontró de frente con la avenida que acababan de dejar. Pete se sacudió, inquieto, en su asiento. Jow apenas tuvo tiempo para decir nada. El hombre calvo fue el último en comprender lo que ocurría.

Allí, entre los edificios, estaba prendida la oscuridad, tejida como una gigantesca telaraña. Cerca. Demasiado cerca. Ahora podían ver que no se trataba de una única mancha, sino de un grupo de formas oscuras que se desplazaban por el aire apoyándose unas en otras, trepando por las fachadas, o quizá solapándose por las fachadas, como si la existencia física de éstas fuese algo que no les incumbiese. Se movían, además, de una manera que desafiaba la comprensión, como si fuesen piezas de un rompecabezas que saltaban de su sitio para acabar, instantáneamente, colocadas de otra forma. Ver el movimiento intermedio era imposible porque no existía.

Alma gimió.

El hombre calvo se quedó mirando durante un par de segundos, superado por lo que veía tras el parabrisas. Resultaba difícil de asimilar. Por fin, en los últimos metros, exclamó algo en irlandés y giró completamente el volante mientras usaba el freno de mano. El coche viró con brusquedad y derrapó sobre dos ruedas, deteniéndose con un fuerte golpe al chocar contra un vehículo que estaba detenido. Las planchas de la carrocería, al rozarse, produjeron un sonido metálico, breve pero potente.

Alma miró, aunque se sentía mareada y presa de sentimientos encontrados. Estaba tan cerca de la fuente que sentía una miríada de cosas, rastros de sentimientos poderosos que la zarandeaban como un bebé de dos meses en la celebración de su bautizo, pasando de brazo en brazo.

Un hombre trató de acercarse a ellos a la carrera, pero una de las sombras se lanzó hacia él y lo apresó por la cabeza. El resto de su cuerpo reaccionó inmediatamente: el color de sus brazos extendidos pasó a un gris ceniza y luego cambió a un desagradable y sucio tono de azul. Su cuerpo perdió volumen y la carne pareció replegarse sobre los huesos. Las venas se apresuraron a decorar sus miembros, rosadas y nauseabundas, como el mapa del sistema circulatorio en un libro escolar. Luego, estallaron a través de la piel, soltando una nube de finísimas gotas que llenó el aire de un tono rojizo.

El hombre cayó al suelo abruptamente, desmadejado.

Eso fue lo que vieron todos, todos menos Alma.

Ésta vio algo más, una realidad que solamente algunas personas podían registrar porque estaban acostumbradas a ver el mundo desplegado en un espectro de visión más amplio. Vio cómo su Yo esencial, su alma luminosa y confusa, era absorbida por la boca. Salió expulsada de su cuerpo con una furia sobrecogedora y quedó expuesta un par de segundos, rutilante y hermosa, mientras las venas empezaban a vestir los brazos desnudos. Luego se deshizo en jirones de luz, desgarrada en su composición esencial, hasta desaparecer suavemente en el aire con pequeños destellos de color.

Alma se sintió sobrecogida, superada y atónita. No era la muerte, sino algo infinita e indeciblemente peor. No habría otra oportunidad para todos aquellos hombres y mujeres, no habría un regreso a la Fuente, no habría, nunca, ninguna otra realidad, ningún Tiempo. Nunca jamás. Para alguien que comprendía y aceptaba la eternidad como un hábitat precioso que se nos brindaba para manejarnos a través de una miríada de instantes y experiencias, concebir de nuevo la no existencia, la ausencia del ser y del estar, era un impacto fortísimo. Era la muerte de las muertes.

Las repercusiones de aquello eran fulminantes; demasiado poderosas como para que su mente humana pudiera abarcarlas y manejarlas.

Gritó.

En ese momento, otro hombre abrió inesperadamente la puerta del conductor y lanzó un brazo hacia el hombre calvo. Éste apenas tuvo tiempo de protestar: un instante después, le habían sacado violentamente del coche. Pete intentó ayudarlo, pero no pudo reaccionar a tiempo, había estado mirando cómo la nube de sangre parecía caer a cámara lenta hacia el suelo, dispersándose antes de tocar el asfalto.

—¡Necesito tu puto coche! —gritaba el agresor mientras asestaba puñetazos al hombre calvo—. ¡TU PUTO COCHE!

Los golpes le dieron repetidamente en la cara, y la sangre no tardó en aparecer.

—¡Pete! —chilló Jow.

Antes de que nadie pudiera hacer nada, el hombre calvo resbaló hacia el suelo con la cara ensangrentada. El puño levantado de su atacante estaba cubierto de su esencia vital, intensa y brillante a la luz del día. Sus ojos parecían encendidos y centelleantes.

Fue Jow quien reaccionó primero. Pete estaba aún perplejo en su asiento, sorprendido por el inesperado asalto, cuando ella saltó desde el asiento de atrás y se colocó en el lado del conductor. El agresor se volvió rápidamente, pero Jow ni se molestó en cerrar la puerta: metió la primera, giró el volante y apretó el acelerador, y el coche se encabritó con un sonido ronco. Las ruedas chirriaron de una manera enervante, pero un par de segundos más tarde circulaban a velocidad creciente, otra vez, en dirección opuesta. La hoja de la puerta se bamboleaba alocadamente sin que nadie le hiciera caso.

—¡Joder! —soltó Pete.

—Cuida ese lenguaje, niño de Oxford —exclamó Jow.

Se volvió para mirar a Alma, que se había dejado caer de lado sobre el asiento e intentaba sujetarse extendiendo los brazos.

—¡Alma!, ¿estás bien?

—Estaré bien… —respondió—… cuando nos alejemos de aquí.

—Ya me estoy ocupando de eso —farfulló Jow, concentrada en la conducción.

El hombre calvo era un buen conductor, pero Jow parecía manejar el vehículo con incluso más destreza. Ni siquiera era consciente de ello: nunca había hecho nada de lo que estaba haciendo en ese momento, utilizando el freno de mano para tomar mejor las curvas y describiendo giros tan precisos que la parte de atrás del vehículo derrapaba lateralmente por la inercia rozando con los otros coches aparcados. Condujo por las calles y avenidas menos concurridas alejándose, decididamente, de la oscuridad.

Fue Alma la que habló primero.

—Vaya viaje —soltó.

Y se desmayó.

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