Alma

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XXIV. La Comunidad del Agujero

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LA COMUNIDAD DEL AGUJERO

Pete redactó la nota de prensa. Era directa, sin florituras, tan honesta y sincera como podía ser; lo bastante breve como para que nadie sintiera el impulso de pasarla de largo, pero conteniendo todos los detalles importantes. Pete sabía que la redacción de esa nota era absolutamente esencial para su difusión, y requería un delicadísimo equilibrio y mucha, muchísima concentración. Hizo diez borradores antes de quedar satisfecho, porque no quería que la nota de prensa llegara a los medios y fuera descartada. El borrador final era formal, incluía datos manejables y estaba bien redactada, huyendo de la urgencia estridente de las declaraciones histéricas sobre el fin del mundo. Jow la leyó en voz alta junto con Alma, que lo miró con esa expresión dulce que decía: «Estoy orgullosa», y Pete asintió, sonriendo. Luego, dedicó un par de horas a enviarla absolutamente a todas partes: sus colegas de profesión, redacciones de periódicos, cadenas de televisión, programas de radio y agencias de noticias en general.

Mientras tanto, Jow había estado trabajando en su script. Sin su experiencia previa en el software Virgilio, hubiera sido imposible tenerlo listo en tan poco tiempo, pero el trabajo había sido tan reciente que aún podía recordar trozos enteros de código y cómo se estructuraba el núcleo principal. Su aplicación hacía lo contrario que el código en el que trabajaba Virgilio: en vez de leer y analizar, analizaba y enviaba, pero le sirvió enormemente para poder fabricar un lanzador de paquetes.

Cuando todo estuvo listo, Alfred se puso en marcha. Las listas automáticas estaban bien, pero él conocía a la gente que estudiaba el ámbito de las Líneas Ley, y para quienes el contenido de la nota de prensa tendría todo el sentido del mundo. Trató de llegar a ellos a través de los muchos medios disponibles: las redes sociales, el e-mail, canales privados de chat en antiguos servicios de IRC, y otros.

El trabajo, por cierto, se realizaba intercalando miradas ceñudas a las noticias que iban apareciendo en los navegadores web. Ya nadie se refería a los Descarnados como «poluciones tóxicas», sino con un término que había ido generalizándose hasta convertirse en un pequeño estándar: Marea Negra. A veces, las noticias, vídeos e imágenes provocaban una profunda tristeza, y a veces arrancaban sorpresa, pero siempre eran un impulso para seguir trabajando con ánimos renovados. A menudo, a medida que las líneas se perdían y los nodos fallaban por cortes de luz o una posible desatención por parte de sus operadores, la velocidad de internet caía en picado con cortes ocasionales, lo que era un indicio de lo mal que estaban yendo las cosas. Pero sabían que trabajaban contrarreloj y no se permitían un solo descanso.

Apenas emplearon siete horas en total, pero en ese tiempo el mundo cambiaba rápidamente. El caos era generalizado y prácticamente mundial. Incluso en continentes donde no se había publicado el libro no faltaba quien había pirateado el volumen o quien lo había conseguido en formato digital en ebook, y desde luego, la infección de las Líneas Ley no dejaba ni un kilómetro cuadrado de agua sin tocar. Había estallidos de violencia, revueltas, asesinatos, violaciones, atentados y auténticos genocidios de mayor o menor tamaño. Las poluciones negras, los Descarnados, se propagaban por doquier distribuyendo muerte sin que nadie pudiera hacer nada por detenerlas.

—Bueno… —dijo Alfred dejándose caer en el sofá junto a Alma—. Parece que hemos hecho todo lo posible.

Jow asintió.

Pete, que se había quitado su sempiterna americana y estaba en mangas de camisa, se mesó los cabellos con manos sudorosas y respiró hondo, asintiendo con gravedad.

Jow aún miraba las noticias. Estaba demasiado excitada como para sentarse a descansar.

De pronto, con la visión periférica, captó un titular que le llamó la atención. Leyó el título una, dos y hasta tres veces, comprendiendo de una manera que no podía explicar que allí había algo importante, hasta que abrió la noticia.

Apenas había empezado a leer cuando los llamó a todos.

—Tenéis que leer esto —dijo.

NIÑA DE OCHO AÑOS SOBREVIVE A LA MAREA NEGRA EN FINLANDIA. Vantaa, Helsinki

(Reuters / EFE)

Taimi Nieminen, de ocho años, ha sido la única superviviente del paso de la Marea Negra en la ciudad de Vantaa, que forma parte del área metropolitana de Helsinki, Finlandia, según han informado miembros de la Cruz Roja Finlandesa.

Vantaa es la cuarta ciudad más grande del país con 206 950 habitantes según un censo de agosto del 2013.

Los operativos de la Cruz Roja acudieron a la localidad en busca de supervivientes dos horas después de que fuera atacada por esta amenaza desconocida, diezmando a la población, y aprovechando que ésta se desplazaba, finalmente, hacia el este.

Se calcula que la Marea Negra ha dejado alrededor de doscientos mil muertos a su paso. «Las calles eran una visión imposible, llenas de cadáveres. Ni siquiera pudimos usar los vehículos, recorríamos las calles con megáfonos en busca de supervivientes. Avanzar entre ellos y por encima de ellos fue una dura prueba para nuestra cordura», ha dicho Antti Aalto, voluntario. Los cadáveres mostraban las características típicas de los ataques de la Marea Negra, con huesos pulverizados, septicemia y tono ligeramente azulado de la piel.

La niña Taimi Nieminen fue la única superviviente que el personal de la Cruz Roja pudo localizar, abandonada en mitad de la calle en el barrio de Martinlaakso y rescatada y llevada a un hospital de campaña donde permanece en observación. Según el informe de la Cruz Roja, la niña paseaba por la calle entre los cadáveres. «No los veo —dijo la pequeña—. Deberían estar aquí, pero no están». Según el informe médico del psicólogo que la atendió, la niña se encuentra en estado de shock.

Al ser interrogada acerca de cómo había podido escapar a la catástrofe, la niña dijo que: «No tenían nada que ver conmigo, sólo tenían pena dentro».

Las autoridades están muy pendientes de su evolución y posterior interrogatorio. Según ha informado el doctor Mika Paasilinna, será sometida a diferentes pruebas para tratar de determinar si algo en su organismo pudo haberla ayudado a librarse del ataque cuya naturaleza aún se desconoce.

—Pobre pequeña… —exclamó Alma con una sensación de ahogo.

—Pero… se ha salvado —exclamó Pete.

—Se ha salvado, pero no de ellos.

—¿De quienes?

—De los médicos. Estoy segura de que querrán extraerle sangre, materia cerebral y hasta trozos de pulmón para analizarlo y ver si es inmune a esas cosas.

—Jesús —susurró Pete.

—Así es como piensan.

Pete asintió.

—Pero… ¿qué hay de esas cosas que ha dicho? —quiso saber Jow.

Alma asintió.

—Creo que es una niña muy conectada. Ha dicho «Deberían estar aquí, pero no están». Se refiere a los muertos. Creo que ella puede verlos, como muchos de nosotros, pero cuando uno muere al ser atacado por los Descarnados… —hizo una pausa—… lo pierde todo. Quiero decir todo…: el cuerpo, la vida aquí y ahora, y el alma que encerramos.

—¿Cómo? —exclamó Alfred.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Jow, con el rostro enrojecido de rabia—. No puedes saberlo.

—Lo vi cuando estuvimos en Leeds, cariño —explicó Alma—. El cuerpo es un feo envoltorio para ellos, y lo tiran cuando se alimentan de lo único que les interesa: nosotros. Y por nosotros me refiero a… —hizo un gesto cruzando los brazos sobre el pecho—… nosotros. Por eso no podía verlos. Sólo quedaban los cuerpos, que para alguien como ella, sobre todo a su edad, son simples carcasas vacías carentes de emociones o sentido.

Jow se quedó congelada. El dato era demasiado impactante como para que pudiera pasarlo por alto. De hecho, estaba partiéndola en dos, desgarrándola con un dolor que no estaba segura de haber conocido jamás. No hacía ni un mes que había empezado a aprender cosas sobre el mundo espiritual que era el modus vivendi de la doctora Chambers, y ahora hasta eso se ponía en peligro. Había hecho muchas de las cosas que había hecho porque comprendía, finalmente, que siempre hay una existencia más allá de todo acto, más allá de la muerte terrenal que nos devuelve al polvo de estrellas del que nos rodeamos; que siempre volvemos, que siempre existimos, que siempre somos.

Y los Descarnados… ¿terminaban con todo eso?, ¿eso que era tan precioso, tan eterno, tan…?

Negó con la cabeza.

Nadie había advertido, sin embargo, su línea de pensamientos, así que Pete siguió preguntando.

—¿Qué hay de lo otro que ha dicho? ¿Cómo era? ¡Ah, sí!: «No tenían nada que ver conmigo. Sólo tenían pena dentro».

Alma no respondió. De pronto parecía sumida en sus propias cavilaciones mientras jugaba con el pequeño colgante que pendía de su cuello, el símbolo egipcio de la vida o Ankh, como si parte de su significado tuviese relación con los pensamientos que cruzaban su mente.

En ese momento, la ventana del chat de IRC soltó un pitido. Había gente en el canal.

—Un momento —dijo Alfred lanzándose hacia el teclado—. ¡Son los chicos del grupo de las Líneas Ley!

Pete, mientras tanto, miró a Jow, que parecía hundida y desanimada. Podía verlo en su expresión, en la vacuidad de sus ojos azules, embargados por una tristeza tan honda que transmitían el frío de los vacíos espacios siderales. Movido por una sensación de urgencia y ternura, Pete se acercó a ella y la abrazó con fuerza, y ella respondió al abrazo mientras cerraba los ojos y dejaba que unas lágrimas de amargura resbalaran por sus mejillas.

Y Alma pensaba.

«Sólo tenían pena dentro».

O mejor dicho, sentía.

El canal del chat fue llenándose más y más a medida que pasaba el tiempo, invadido por entusiastas de todo lo relacionado con las Líneas Ley. Habían acudido al ver la nota de prensa que iba apareciendo paulatinamente en todos los medios, muy poco a poco, hasta que en algún momento empezó a formar parte de los bloques de noticias que ofrecían en canales de prestigio como CNN. La situación era tan dramática que la posibilidad de que una energía prácticamente imposible de medir hubiera provocado la apertura de un portal… místico… a una dimensión de demonios, no sonaba ya tan extravagante.

Alfred, en tanto que divulgador del mensaje, se había erigido como moderador e iba respondiendo todas las preguntas y tratando de poner orden, porque las conversaciones se mezclaban en el canal general. Muchos de ellos se habían conocido en sesiones, convenciones y festejos en varios países y se preguntaban entre sí, preocupados por saber cómo estaban. Algunos se apresuraban a contar sus experiencias personales, muchas de ellas alucinantes, sin esperar a que alguien les hiciera caso. Había quien, simplemente, tenía miedo, y había quien se sentía desesperado. Algunos aseguraban haber oído gritos en su mismo bloque, un par de pisos más arriba, y preguntaban si alguien vivía cerca. Otros querían saber adónde podían ir. Había quien decía que la nota de prensa era una patraña monumental e intentaba convencer a los demás de que no pasaba nada, y Alfred no tardó demasiado en «sugerirle», con un rápido comando, que abandonara el canal: nadie tenía tiempo para polémicas. Algunos se caían del chat en el momento más inesperado y ya no volvían.

Resultó un trabajo ímprobo, pero después de un buen rato, se creó un canal paralelo llamado #LeyLineUK donde Alfred reunió a todos los que podrían llegar a Elvenbane en el plazo de unas horas. Eso aceleró las cosas, porque había mucha menos gente que manejar, y porque, para entonces, todos tenían claro que si querían hacer algo, debía hacerse allí, en el epicentro de la infección. En Elvenbane.

<RuffRuff>: Pero… ¿¿como??, ¿¿como lo haremos??

<BigAl>: No lo sé. Una solución se presentará por sí sola.

<AudiDriver>:…

<BigAl>: Llegaremos allí y veremos sobre la marcha.

<BigAl>: Nos escabulliremos por donde no puedan vernos.

<BigAl>: Encontraremos un camino.

<BigAl>: Tiene que haber una manera. Lo sé.

<Vondur>: Cuenta conmigo, lo sabes.

<BigAl>: Será peligroso, Dmitry.

<Vondur>: No hacer nada es peligroso.

<CapShrimp>: Es cierto.

<NickFury>: Me pilla demasiado lejos. No llegaría.

<NatLeep>: Estais locos. En serio.

<BigAl>: Tenemos que hacerlo, Natalie…

<NatLeep>: Chupame la almeja, Al.

** NatLeep se ha desconectado.

<BigAl>: Bueno.

<Vondur>: ¿Kien se apunta? Yo me apunto.

<CapShrimp>: ¡¡¡Yo!!! ^^

<RuffRuff>: Yo me apunto :D

<Clone6728>: Cuenta con nosotros. A POR TODAS

<FreeNepal>: ¡!Y con nosotras!¡

<TheYmoment>: <3 <3 <3 <3

<Manero_M>: Si tío. Luz siempre \^^/

<BigAl>: Gracias, hermanos.

<Lindsey35>: Namasté. Siempre juntos.

** AudiDriver se ha desconectado.

<Moonie25>: Lo siento. Soy demasiado joven para esto :’(

** Moonie25 se ha desconectado.

La conversación duró horas, y la noche pasó rápidamente, reemplazada por un nuevo día. Sin embargo, enclaustrados en el salón de por sí oscuro, nadie se dio cuenta. Jow y Pete ayudaban a Alfred con las tareas de organización de la iniciativa, cuyo punto de reunión se estableció en un pequeño hotel de carretera a diez kilómetros al suroeste de Elvenbane. Pete contribuyó, además, cocinando unos huevos con beicon, pan tostado, alubias de lata y té negro, que comieron de cualquier manera mientras permanecían atentos a la pantalla. Algunos de los miembros de la recién creada iniciativa estaban bastante lejos, así que la reunión se estableció para al cabo de diez horas desde aquel momento, porque nadie en realidad sabía cómo estarían las carreteras. Todos eran conscientes de que los móviles no funcionaban, así que acordaron, además, dejar el canal abierto, sobre todo por si entraba alguien durante ese tiempo que pudiera estar interesado en unirse al comité. Alfred aseguró que se mantendría en su puesto hasta dos horas antes del evento, el tiempo que necesitaba en llegar hasta allí. Clone6728 sugirió, en un momento dado, un nombre para el grupo, la Comunidad del Agujero, y aquélla fue prácticamente la única broma que se permitieron durante aquella larga noche.

—Bueno —dijo Jow, estirándose al acabar—. Estoy exhausta.

—Exhausta —exclamó Alfred en un tono burlón—. ¿Qué fue de estoy hecha polvo?

—No, no voy a echar ningún polvo —respondió Jow con una sonrisa burlona.

Alfred soltó una sonora carcajada, la primera de la jornada, y Jow asintió satisfecha. Habían estado tan tensos, habían acumulado tanta emoción por la incertidumbre de las cosas, que había calculado que un poco de risa relajada, cómoda y sencilla, sería un bálsamo para sus ánimos. Y así fue. De hecho, Alfred aún se reía cuando Pete entró en el salón con el ceño fruncido. Parecía preocupado.

—¿Habéis visto a Alma? —preguntó entonces—. Pensaba que estaba en el cuarto de baño pero…

Jow se volvió rápidamente, tocada por un súbito arrebato de inquietud.

—¿Alma? —preguntó.

Miró el sofá vacío, donde Alma había pasado las últimas horas, pensativa y ensimismada, más interesada en mantener los ojos cerrados y respirar que en lo que el resto del grupo hacía con el ordenador. Y se preguntó…

De repente se preguntó qué había estado pasando por su cabeza.

Rápidamente salió del salón para buscar por la casa, llamándola a gritos.

—¿Habrá salido a dar una vuelta? —sugirió Alfred.

Pete se adelantó hasta la puerta principal y salió para mirar. Era otra vez de día, y aunque el cielo seguía tempestuoso y encapotado, la luz lo hizo parpadear un par de veces. Miró a ambos lados para encontrarse con una calle tan vacía como el día anterior, aunque algo era diferente: el aire parecía traer los restos imprecisos y vagos de un rastro a humo, como si en alguna parte, lejos de allí, se hubiera declarado un incendio. Pete no pensó en ello. Otra cosa había cambiado: el coche. El coche del hombre calvo en el que habían venido no estaba allí.

Regresó a la casa para encontrarse con Jow y Alfred.

—El coche no está —dijo.

—¿Qué? —preguntó Jow, atónita.

—¿Adónde habrá ido? —preguntó Pete—. No ha dicho nada…

—No… —dijo Jow.

—¿Habrá ido a buscar algo?

—No, no, no… —insistió Jow—. Se ha ido. Esa vieja loca ha cogido el coche y se ha ido a intentar algo por su cuenta.

—¿Cómo? —preguntó Pete, confuso.

Jow empezaba a atar cabos.

—La niña —dijo—. Empezó a quedarse ensimismada cuando leímos lo de la niña…

—¿Qué niña? —dijo Pete, que tenía la cabeza llena de demasiada información y unas cuantas horas más de la cuenta de cansancio en el cuerpo.

—¡La niña, Pete! La niña finlandesa. «Estaban llenos de pena», ¿no dijo eso?

Pete abrió mucho los ojos, recordando.

—Sí… —asintió Alfred—. Algo así.

—Apuesto mi vida sexual a que se le ha ocurrido algo, algo peligroso —soltó Jow, encendida otra vez por la impotencia—. ¡Ah, qué loca! Se ha ido a intentar algo sin nosotros.

—¿Qué…? Pero ¿qué…?

Jow negó con la cabeza y se volvió hacia Andrew.

—¿Tienes coche? —preguntó con rapidez.

—Sí… Sí, claro.

—Préstamelo. Tengo que ir a por ella. Con suerte no estará muy lejos y apuesto a que conduce despacio. Con suerte.

—Pero…

—¡Préstamelo, Al! —rogó, implorante.

Alfred comprendió la urgencia en la voz de Jow, sacó las llaves del bolsillo del pantalón y se las entregó.

—Es ese de ahí —dijo señalando uno de los coches aparcados.

Jow cruzó la calle con paso presuroso.

—¡Voy contigo! —se apresuró a decir Pete.

—¡Eh! —les gritó Alfred, levantando la mano—. ¡Tenemos que salir de aquí dentro de tres horas!

—¡Descuida! —contestó Jow mientras subía al coche, un pequeño Smart de cuatro puertas. Pete se sentó a su lado.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Ya veremos —dijo, y luego repitió en un susurro—: Ya veremos.

Alma conducía, progresando a buena velocidad por la carretera de vuelta a Leeds. El tráfico en dirección contraria era muy denso, y no faltaba quien le hacía destellos con las luces o, directamente, tocaba el claxon, como si quisiera advertirla de que estaba conduciendo hacia una ciudad condenada.

Alma lo sabía. Sabía que Leeds estaba abocada a la muerte, como aquella ciudad finlandesa, como cualquier ciudad que estuviera siendo afectada por la Marea Negra, pero por eso precisamente conducía hasta allí.

Tenía una idea, y esperaba… sentía… que podía tener éxito. La gente de Alfred, los que irían a Elvenbane, iban a necesitar esa información si querían tener un mínimo de oportunidades para salir vivos, alguna garantía de éxito. Y si estaba en lo cierto… oh, si estaba en lo cierto, entonces se podrían salvar unas cuantas vidas.

«Hay un plan», había dicho Andrew.

«Lo hay —se dijo—. Creo que lo hay».

La serie de pensamientos que manejaba la llevó, inevitablemente, a acordarse de John. Su John. Suspiró brevemente y dejó que la carretera se volviera difusa y fantasmal ante sus ojos perdidos en los recuerdos que afloraban, una vez más, a su mente.

John era… fue la única persona que había amado de una manera absoluta y cierta en toda su vida, alguien tan importante que, cuando lo perdió, nunca jamás pudo volver a recuperar la serie de emociones que llegó a manejar cuando estaba a su lado. No es que Alma se cerrara, como escondiéndose en un caparazón generado desde el más exquisito dolor; es que sencillamente no volvió a encontrar a nadie que la conmoviese en cuerpo y alma como él lo hizo, y acabó perdiendo el interés por encontrar, y mucho menos por buscar. John era el dios de los detalles, encantadoramente pródigo en sus interminables e incansables muestras de amor, único en sus miradas cargadas de sentimiento y especial en la manera que tenía de abrazarla, como si quisiera meterla dentro de sí. John decía «Te amo» y el tiempo se detenía, y ella se sentía tan inundada de esas palabras que las piernas le flaqueaban, sus escudos psíquicos se venían abajo y se dejaba inundar por una sensación tan genuinamente hermosa que, a menudo, no podía evitar que las lágrimas le asomasen a los ojos. El tiempo que pasó con él fue, con mucho, la época más bonita de su vida: un año y seis meses cargados de recuerdos íntimos, preciosos, indescriptibles, atiborrados de complicidad, largas tardes de sudor, abrazos y caricias, silencios… ¡oh, los silencios!, y también carcajadas y momentos tan valiosos que la vida se constituía en un efervescente carrusel de días felices.

Un día, John la dejó por otra mujer. Sencillamente, se enamoró de una chica que no era particularmente bonita pero que arrugaba la nariz cuando sonreía. Él nunca pudo explicarle, sin embargo, qué era lo que la hacía tan valiosa que hubiese decidido tirar la relación que tenía con ella por la borda. «Las cosas son así —le dijo aquella mañana en la que se sentaron a hablar—. La amo, y no sólo no puedo hacer nada por evitarlo, sino que, además, no quiero».

Tras unos instantes de sorpresa inicial, ella lo miró dulcemente y le dio un suave beso. «No hay crimen en el amor, cielo —le dijo—. Ve con ella». Luego, le agradeció el tiempo que habían pasado juntos y se marchó, confusa y desorientada, a pasear por la ciudad, ahora desconocida y colmada de los fantasmas de ellos; ellos besándose en mil esquinas, ellos paseando, ellos riéndose de tantas bromas y juegos, ellos soñando con el futuro y disfrutando el presente. Ellos. Nosotros. Y en esas calles se rompió en mil, en un millón, en un trillón de pequeños pedazos que, como no significaban nada individualmente, se deshicieron hasta desaparecer.

Al cabo de un tiempo, sin embargo, Alma le escribió una carta. «Querido John», empezaba. Le dijo que si alguna vez descubría que quería volver con ella, le mandara una única palabra, por cualquier medio que prefiriese. La palabra era PIRÁMIDE, que para ella tenía una simbología especial. Nunca supo si la carta había sido entregada o si había querido leerla, pero desde que envió el mensaje había vivido con la esperanza de recibir un telegrama, una misiva, un mensaje de texto o un e-mail con la palabra PIRÁMIDE en ella. A veces se levantaba de noche con una sensación de urgencia inexplicable y corría emocionada al móvil para revisar si había llegado el mensaje que esperaba. No vivió ni un solo día sin pensar en ello. Ni uno solo.

Pensar en ello aún le traía dolor. Dolor. Pero un dolor bonito, dulce, profundamente explorado a conciencia. Se había dejado mecer tantísimas veces por él que había terminado por vestirlo con colores, había colocado plantas en sus otrora abominables ventanas y dispuesto preciosas alfombras en los suelos de sucio barro. Y en ese dolor, que a veces había llamado tristeza, a veces desesperación y a veces soledad, le gustaba pensar que John, en alguna parte, era todavía feliz con aquella mujer. Era lo que más le importaba en el mundo, que hubiera sido tan feliz como su cuerpo pudiera resistir.

Un día… Un día descubrió que eso que solía llamar dolor, tristeza y desesperación, había destilado un poso hermoso e incalculablemente valioso que era… sencilla y genuinamente, amor. Simplemente, amor.

Parpadeó cuando un coche le lanzó unos destellos y una advertencia sonora, sacándola de sus recuerdos.

—Querido John —susurró entonces a la soledad del coche del hombre calvo—. Hay un plan, y todo pasa por una razón, así que ya veremos. Ya veremos si… Ya veremos.

El coche del hombre calvo aceleró, y el cielo encapotado engendró lluvia.

Llegó un momento en el que Alma no pudo avanzar más, sencillamente porque la policía había cortado el acceso a la ciudad. A lo lejos, entre los edificios, unas densas columnas de humo negro se elevaban hacia el cielo formando una suerte de garra terrible y demoniaca.

La doctora ni siquiera se molestó en mover el coche hacia la cuneta; de hecho, ni siquiera se llevó las llaves. Las dejó puestas y empezó a andar. Nadie la detuvo; todo el mundo estaba demasiado ocupado como para fijarse en alguien que caminaba con paso seguro hacia la ciudad, avanzando entre los coches tan erguida como podía a pesar del dolor lacerante con el que las articulaciones protestaban.

Porque hacía frío.

El termómetro del coche indicaba trece grados, pero parecía que fueran siete. O cuatro, sí, tal vez cuatro.

Una vaharada blanca abandonó su boca cuando expulsó el aire de los pulmones.

Caminó durante al menos una hora, internándose poco a poco en la ciudad. Aún había gente que corría por la calle cargada con bolsas y maletas de viaje, dirigiéndose a alguna parte con expresiones graves y asustadas, y estúpidos que aprovechaban la confusión para romper los escaparates y llevarse lo que podían. El sonido de las alarmas llenaba las calles, acompañado por el retumbante trueno ocasional de un disparo en la distancia. También olía a humo; una humareda tupida y neblinosa flotaba en el aire por todas partes.

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