Alma

Alma


I. Alma Chambers, antes

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I

ALMA CHAMBERS, ANTES

1

La casa huele a chocolate, y ese aroma suave existe en dos niveles diferentes: uno brota de una olla que burbujea a fuego lento en la cocina, el otro existe sólo como un recuerdo olfativo, un legado de tiempos pasados, de cuando Mary era pequeña. Esa mañana se ha levantado con el recuerdo de su madre, y esa añoranza súbita le ha traído, de manera irremediable, tanto el rastro inaprensible del olor a chocolate casero caliente como una apetencia que nace de algún lugar del corazón. Así, recorre la cocina con una cuchara de madera en la mano, siempre atenta a la olla, mientras canturrea amorosamente viejas nanas infantiles.

Aunque el aroma le ha confirmado que está listo porque casa a la perfección con el que tiene dentro, prueba el chocolate; para hacerlo, adelanta los labios como si fuera a dar un beso a la cuchara. No es, desde luego, el sabor excepcional que, lejos de replegarse en los recovecos de la memoria, ha ganado tonalidades y matices con el paso de los años, mil veces decorado por la pérdida, la nostalgia y el cariño; y aunque diferente, sabe todavía delicioso. Es dulce, pero no demasiado, y tiene aquella textura correcta y un deje de amargor de fondo.

Contenta, deja la cuchara y decide echar un vistazo a la pequeña Alma, que tiene ahora cuarenta días. Es tan pequeña y hermosa, tan suave y tierna, que cuando camina hacia el dormitorio lo hace como dando saltitos. Camina así porque está contenta, y no es sólo por el bebé: vuelve a sentirse joven y saludable después del periplo del embarazo y el parto, y la tarde además es soleada y luminosa, con una temperatura agradable tanto en el interior de la casa como fuera. Piensa que mañana sacará a su bebé a pasear, y buscará un banco al sol para darle el pecho mientras una suave brisa le regala un momento bonito, suyo; se dice que, tal vez, venga cargada del aroma de las mimosas, uno de sus perfumes naturales favoritos.

Alma está tumbada en la cama, rodeada de cojines por si rueda sobre sí misma. No ha ocurrido nunca, pero es un miedo legítimo de una madre primeriza. Cuando se asoma por el marco de la puerta, sin embargo, descubre que el bebé se ha despertado. Está moviendo las piernecitas y los brazos mientras mira al techo de la habitación.

Mary decide acercarse para espiar a la pequeña. Sonríe mientras lo hace, y pasa desapercibida: Alma es demasiado pequeña como para darse cuenta de nada. Y la ve, adorable y suave, soltando pequeños gorgoritos mientras mira a algún punto de la habitación.

Mary siente que se enamora. Le entra una sensación abrumadora en el pecho y deja que crezca y se expanda mientras se embelesa con los ruiditos de espontánea alegría. El sol penetra por la ventana, escurriéndose entre las rendijas de la persiana a medio echar, y baña su cuerpo vestido con un pijamita rosa. Sus dedos minúsculos se mueven como al compás de una música invisible.

Mary, embelesada, permanece unos instantes mirándola, hasta que termina por preguntarse qué le hace tanta gracia. El techo es una superficie blanca sin matices ni texturas, y ni siquiera cuelga de ella una lámpara. Pero Alma mira. Mira y ve, y a ratos se queda callada, atenta, hasta que explota con una nueva sucesión de pequeños y alborozados gorjeos.

Mary se acerca. No sabe por qué, pero intenta ahora captar la atención de la pequeña. Se tumba a su lado y le pasa la mano por la cabeza, le pone la palma en el pecho y la acuna con suavidad. Le habla con dulzura y le imprime un suave beso en la mejilla, y aunque se admira de su olor dulce y entrañable, su sonrisa desaparece lentamente. Está inquieta. Un poco. Mira al techo desde la posición del bebé y ve… nada. Una superficie tan blanca como insulsa que se extiende hasta donde alcanza la vista.

—¿Qué es, cariño?, ¿eh? —pregunta con voz dulce. Pero su propia voz le resulta extraña y demasiado sonora en la quietud de la habitación, y se calla.

Ahora tiene una sensación rara que crece dentro de ella con lentitud, pero con la determinación de una semilla abriéndose camino por un asfalto agrietado.

Esa mañana se ha levantado pensando en su madre, sí. Pensó en cómo le hubiera gustado conocer a su bebé. Y ahora, con la casa llena del aroma al chocolate que tantas veces le preparó cuando era pequeña, esa sensación rara, ese pensamiento fugaz y casi inconsciente que le acaricia la espalda como si fuera una telaraña, la hace estremecerse.

Se emociona, y decide que no le gusta. Luego coge a su bebé en brazos y se lo lleva a la cocina.

2

Alma tiene ahora dos años y juega en su habitación. Es una habitación preciosa: las paredes están revestidas de papel verde con coloridas cenefas de cuadros rojos y amarillos, con formas de animalitos felices que sonríen a cualquiera que se detenga a contemplarlos. Todos los muebles van a juego con esa combinación de colores: el vestidor, la pequeña cuna cama, la diminuta mesita de noche y la mecedora. La lámpara que cuelga del techo, con un recubrimiento también verde, termina de darle una tonalidad encantadora a la estancia.

El suelo es un tapiz de cuadros de goma con números y letras gigantes, y sobre él hay varias decenas de muñecos de varias formas, tamaños y materiales. Alma gatea entre ellos entusiasmada.

La niñera la observa. Tiene cuatro años de experiencia trabajando con bebés y decide que la niña está demasiado espabilada para su edad. Utiliza todavía su media lengua para expresarse, pero lo hace con unas entonaciones más propias de un niño mucho más mayor. Tanto es así, que resulta extraño a la vista. Incómodo. Y no le gustan las cosas a las que juega, por añadidura. La niñera está sentada en el suelo de una esquina de la habitación, recogida en sí misma, con una expresión mustia en el rostro, observando y… sintiendo.

Alma coge un muñeco y extiende el brazo como para ofrecérselo a alguien, pero allí no hay nadie. Entonces se queda callada, como escuchando, y luego concluye con una risa entre dientes. Parlotea, mira a algún punto durante periodos prolongados y compone miradas de perplejidad y sonrisas por igual.

No, a la niñera no le gusta.

No son sólo los juegos con algún puñetero amigo invisible, es por cómo se siente, por cómo la hace sentir, o por cómo se siente en esa casa; da lo mismo. Ha estado otras tres veces con anterioridad y acaba de decidir que no necesita tanto el dinero como para volver a su piso sintiéndose acompañada por sombras heladas.

Cuando los padres de Alma llegan a casa, ella les anuncia que no puede volver más. «No, no… estoy perfectamente a gusto —miente ella—. Muchas gracias, es que me ha surgido algo, una complicación médica familiar». Y Mary, aunque sabe que eso no es cierto, le desea buena suerte y pronta mejoría; luego la deja irse. Esa niñera es la sexta en lo que va de año.

—¿Qué vamos a hacer, Matthew? —le pregunta a su marido.

El padre se encoge de hombros. No entiende por qué alguien podría tener problemas con su hija. Es inteligente y espabilada, y mucho (se dice con énfasis), y cualquiera que piense otra cosa es imbécil.

Va al cuarto de la pequeña y la coge en brazos pensando en abrazarla y besuquearla, y durante los siguientes cinco minutos eso es justo lo que hace.

3

Alma cumple cuatro años bajo un precioso sol primaveral. Está radiante, soplando su enorme tarta de chocolate con pequeños pegotes de nata, y Mary sonríe. Hay, sin embargo, una sombra sutil que le empaña la sonrisa y que se denuncia por la tristeza que le enmarca los ojos. Matthew se da cuenta, por eso se acerca por detrás y la abraza con cariño.

—¿Todo bien? —pregunta.

—Claro —dice ella.

Pero no está bien. Está a mil kilómetros de estar bien.

Al cumpleaños ha venido mucha gente, pero todos son familiares rancios con poco o ningún interés en la pequeña, más ocupados en hacer acto de presencia social que otra cosa. Allí está la tita Penny mirando el reloj y preguntándose cuándo diablos acabará todo, el tío Bob hablando de chanchullos financieros con Ralphie y, por supuesto, la abuela Penélope, sentada en su trono-asiento con la expresión ceñuda y asintiendo, como si alguien le estuviera susurrando al oído. El más joven de los presentes tiene treinta y ocho años. No hay ningún amigo del colegio, ningún hijo de los vecinos o del parque de juegos donde a veces van los sábados por la mañana; ni ningún amigo con hijos. Todos se han excusado. Alma no es una niña como las demás, y los pequeños no parecen celebrar demasiado su compañía.

Mary se da cuenta. Alma acaba de cumplir tan sólo cuatro años, y no le gusta descubrirse pensando qué es lo que va mal con su hija, o por qué está sola. Son sólo cuatro años, por el amor de Dios. Cuando se dice que debería estar envuelta en risas infantiles y regañando a los niños por meter los dedos en la nata, no puede evitar que una lágrima escape y resbale por su mejilla.

4

—Pero cariño —dice Mary, incrédula—, si es crema de calabaza que tanto te gusta.

Alma está sentada en su silla, indeciblemente pequeña. Tiene los brazos cruzados sobre el pecho y parece enfurruñada. Niega con la cabeza cuando oye a su madre. Sus padres, sentados a su alrededor con la mesa dispuesta para un apetecible almuerzo de domingo, están contrariados.

—¿Por qué no comes, cielo? —pregunta su padre—. ¿Por qué estás tan enfadada?

Alma permanece callada todavía unos instantes.

—Sí, quiero comérmelo —dice al fin, pero susurrando, como si fuera un secreto.

—Claro que quieres —asiente el padre—. ¡Si te encanta!

—Pero… no… puedo —responde ella, con la barbilla pegada al pecho y poniendo morritos.

—¿Por qué no?

—Porque… no quiere… —dice, ahora en un tono más fuerte. Sus padres se miran; saben que está enfadada de veras.

—¿Quién no quiere? —pregunta la madre. Sonríe, pero con una arruga de preocupación en la frente, como si adivinara lo que viene a continuación. Y lo que viene es Alma, extendiendo el brazo sobre la mesa y levantando un dedo acusador en franco reproche. Cuando señala la silla vacía, enojada hasta resultar encantadora, dice:

—¡Él!

5

Alma no puede creer lo que está viendo.

Es una página en blanco con líneas con puntitos que se supone que debe rellenar formando palotes. Y no es sólo una página: el librito que le han entregado está lleno de ellos. Palotes y círculos.

Mira a la profesora con perplejidad, luego mira el lápiz y de nuevo la página.

Se levanta con cuidado.

—Señorita… —dice.

—¿Sí, cielo? —pregunta la profesora.

—Yo no quiero hacer esto. Yo quiero aprender a leer y a escribir.

La señorita sonríe con indulgencia.

—Para eso es esto, cielo. Empezamos haciendo palotes y círculos para adquirir destreza con la mano, y luego te será más fácil escribir.

—Para aprender a escribir deberíamos escribir, señorita —replica la pequeña.

La señorita no ha abandonado la sonrisa, pero el tono de Alma, como las otras veces, no la convence demasiado. Es repelente. Se dice que sus padres deben de ser elementos muy especiales, por decirlo de algún modo, para haber criado una hija tan arrogante y presuntuosa. ¡Ni siquiera suena como una niña, por el amor de Dios!

—Siéntate, cielo —dice después de pensarlo un poco.

—Pero señorita…

—Siéntate y haz lo que te he dicho.

Alma lo piensa durante un par de segundos, pero después vuelve a sentarse. La señorita, al fin y al cabo, es la señorita. Es lo que le ha explicado su padre. Le ha dicho que sabe un montón de cosas, y lo más importante, que va a enseñárselas a ella. A Alma no le parece que sepa muchas cosas, parece tan atontada como el resto.

Entonces suspira y empieza a escribir.

Un palote.

Otro palote.

Y otro palote.

Cuando ha terminado de completar la línea, mira sus palotes alineados con pulcritud en la línea de puntos y decide que es una tontería. Entonces vuelve a mirar a la señorita, pero ésta está ocupada ahora con otro niño (Víctor, que tiene un serio problema para contener los fluidos nasales en su sitio) y eso la empuja a levantarse de la silla. Algunos niños la miran, pero ella no les presta atención. Alcanza la puerta y escapa al pasillo. Sabe adónde ir a la perfección.

Alma sube la escalera de la escuela con diligencia, y sonríe. La luz del sol entra por el gran ventanal del rellano entre los dos pisos creando grandes parches luminosos, y es como si cada rectángulo de luz fuese una casilla que estuviera adelantando en un complicado juego de la vida. Por fin, avanza por el pasillo y busca una puerta con un número que le guste, y cuando lo encuentra, entra resuelta en la sala.

Es un aula. Los niños que la miran con cierta apatía desde sus pupitres llenos de libros (¡libros de verdad!) son bastante más mayores que ella. Pero Alma sonríe. Ése es, sin duda, su sitio.

—Abajo me aburro —anuncia al joven profesor—. Vengo a leer y a escribir, de una vez por todas.

6

—¿Cómo que sabe leer y escribir? —pregunta su padre.

—Lo que oyes —dice Mary.

Ella le cuenta que ha estado en el colegio, que el director le ha llamado porque su hija se había escapado de clase. Se lo cuenta todo. Le dice que, en plena regañina, cuando el director intentaba explicarle la importancia de los palotes, ella se ha puesto a leer unos documentos que tenía en la mesa.

—¡Y al revés! —dice la madre, exaltada—. ¡Los ha leído al revés!

—Pero… ¿cómo puede ser? —pregunta el padre, atónito.

—¡No lo sé, pero lo hace!

—¿Y el director qué ha dicho?

—Oh, estaba muy enfadado —responde con los ojos muy abiertos. Está seria, pero entonces la hilaridad de la situación se le revela con contundencia y rompe a reír—. ¡Estaba enfadadísimo! —consigue decir en mitad de una explosión de carcajadas—. Decía que… que lo habíamos engañado, que nunca se había sentido tan engañado. Sólo repetía mi nombre: ¡señora Chambers esto, señora Chambers lo otro!

—¿Engañado? —pregunta el padre, risueño ante las carcajadas incontenibles de su mujer.

—Sí, dice que nosotros… Oh, Matthew, le he asegurado que ninguno de los dos hemos enseñado a Alma a leer y mucho menos a escribir, pero…

Él se ríe con ella, aunque no termina de comprender.

—¿También ha escrito? —pregunta.

—Sí. Mira.

Saca un papel del bolsillo de su pantalón y se lo entrega. El papel muestra una caligrafía irregular, sobre todo mayúsculas. Algunas letras están al revés, pero el mensaje, en esencia, dice: SOY ALMA Y SÉ LEER DESDE SIEMPRE.

El padre lee la frase una y otra vez. Está perplejo.

—Cariño… —dice.

—Lo sé —asiente ella, ahora un poco más seria.

—Es…

—Lo sé.

—Si fuera cualquier otra niña, pero Alma…

—Lo sé —repite ella. Ahora ya no se ríe. Se pone seria y se lleva una mano a la boca. Sus ojos empiezan a brillar con intensidad. Parece al borde del llanto, porque está tan sorprendida, emocionada y asustada como puede esperarse.

—Cariño… —dice él.

—¿Qué pasa, Matthew?, ¿qué es lo que…? —pregunta, pero no puede terminar.

Y ya no dicen más. En lugar de eso, se abrazan.

7

—Bueno, Alma —dice el psicólogo con suavidad—. La hora ha pasado volando, ¿verdad?

Alma se encoge de hombros. Sus pies cuelgan de la silla, lo que la contraría un poco. Le han dicho que se trata de un psicólogo infantil, y le parece que, por lo menos, debería tener sillas a la altura de los niños. Sin embargo, disfruta del caramelo, aunque tenga un sabor curioso mezcla de plástico y melón. Es el segundo que se toma en sólo una hora, y sabe que su madre no lo aprobaría, así que el caramelo tiene un sabor especial a pacto secreto entre el doctor y ella.

—Tengo que decirte que eres una niña muy especial —continúa diciendo el psicólogo—. Muy mucho, en verdad. En todos los años que llevo ejerciendo nunca me había encontrado con alguien como tú, y por eso quiero agradecerte tu tiempo.

Alma vuelve a encogerse de hombros.

—De nada —dice.

—Quiero proponerte un último juego antes de que haga pasar a tus padres. ¿Querrías jugar conmigo?

—Bueno —dice la pequeña.

—Si no estás cansada —apunta el psicólogo.

—No lo estoy —dice Alma, pasando el caramelo de un lado a otro de la boca. Le gusta cómo el dulce endurecido resuena contra sus pequeños dientes. CLIC. CLOC.

—De acuerdo.

El psicólogo abre un cajón de su mesa y saca un paquete de cartas. Las baraja con verdadera habilidad mientras la mira con una sonrisa en su rostro de color oscuro. Cuando lo ha hecho tres veces, coge una y se la muestra. Es el tres de picas.

—¿Sabes lo que son, Alma?

Alma niega con la cabeza.

—¿Nunca habías visto cartas como éstas?

Otra vez negación.

—Está bien. No importa —dice el psicólogo—. Verás: cada carta tiene unos símbolos, unos colores y unos números. Voy a pedirte… que intentes averiguar qué formas, colores o números tendrá la siguiente carta que voy a mostrarte. Luego le daremos la vuelta y veremos qué pasa. No tienes que averiguarlo todo. Sólo dime… qué ves. Puede ser un número, puede ser un color, el rojo o el negro, o puede ser una forma: un corazón, un trébol… aunque puede que veas una estrella, o cualquier otra cosa —añade sonriendo—. Es un juego muy difícil, muy muy difícil, y no se trata de averiguar nada porque casi nadie lo consigue. Sólo se trata de… jugar. ¿Me he explicado bien?

Alma, esta vez, asiente despacio. CLIC. CLOC.

—Muy bien. Ahora… —dice con un destello en los ojos—. ¿Qué carta es la siguiente?

Alma mira el montón y responde, resuelta:

—El seis de picas.

El psicólogo arruga la frente y adopta una expresión suspicaz. Entonces le da la vuelta a la carta.

—Es el seis de picas —dice.

Alma no dice nada. El caramelo sigue transitando de un lado a otro de la boca. CLIC. CLOC.

—Alma, me habías dicho que no conocías estas cartas.

—Ajá.

—Entonces, ¿cómo sabes lo que son las picas? ¿Cómo sabes… que se dice así, seis de picas?

—No lo sé —reconoce Alma—. Es lo que he averiguado. Usted ha dicho que averigüe.

—Qué curioso —comenta el psicólogo—. Veamos la siguiente. ¿Qué carta es?

Alma responde en el acto.

—El cuatro de diamantes.

El psicólogo da la vuelta a la carta.

—Correcto otra vez —dice pensativo.

Alma lo mira perpleja. Como juego, piensa, deja mucho que desear. Es como señalar un frutero e identificar la fruta que hay en él. Un plátano. Una naranja.

—¿Y la siguiente? —pregunta el psicólogo.

—El as de tréboles.

Mira la carta. Es correcto. La Ley de Probabilidades empieza a desmontarse delante de sus narices y siente un imperceptible escalofrío.

—¿Y ésta?

—El dos de corazones.

—¿Y ésta?

—El cuatro de corazones.

El psicólogo ya ha tenido bastante.

—De acuerdo. Lo has hecho muy bien, francamente bien. Esperaba que lo hicieras bien, pero no tanto. ¡Uuh, vale! —Se ríe. Alma inclina la cabeza; no termina de comprender—. Lo siento, es sólo que… ¡este juego me divierte! Te parecerá una tontería, pero es… divertido. ¡Está bien, esto es todo, cielo! Voy a acompañarte fuera y ahora hablaré un poquito con tus padres, ¿de acuerdo?

Alma salta de la silla al suelo.

—Vale —dice.

—Lo has hecho muy bien —repite el hombre cuando está a su lado. Es alto, mucho, y al lado de la pequeña, cuya piel es blanca como la nieve, contrastan tanto que no parecen ni de la misma raza.

—Usted también lo ha hecho muy bien —responde ella.

El psicólogo suelta una sonora carcajada.

8

—Concluyendo —dice el psicólogo—. No hay duda de que su hija es muy, y digo muy, especial. Está muy dotada intelectualmente, muy avanzada para su edad, pero… hay otras cosas.

Mary y Matthew Chambers intercambian una mirada.

—Sí, esas cosas que son las que me preocupan en realidad. Verán: es muy normal en niños de la edad de su hija inventar amigos imaginarios. Los crean en momentos de necesidad, y su existencia atiende a muchas razones. A veces aparecen como gritos de socorro, denunciando una carencia afectiva grave; otras veces son beneficiosos, y atienden a razones comprensibles y razonables para una mente tan bulliciosa como la de su hija. Sin embargo, hay una serie de características comunes en esos amigos imaginarios, ficticios, que no se dan en su hija.

Matthew Chambers pestañea.

—¿Qué quiere decir? —pregunta.

—Por lo general, el niño que se ve obligado o inclinado a generar amigos imaginarios los usa para su propio beneficio. Aparecen en momentos de soledad, o cuando desean conseguir algo que algún conflicto de personalidad interno les impide tener. El de su hija es diferente. Verán, hay una cosa que…

—¿Qué, doctor? —lo apremia Mary. Está cansada de tanta explicación y desea que vaya al grano.

—El… amigo imaginario de su hija está enseñándole cosas que una niña de su edad no tiene manera de saber. Cosas de astronomía avanzada, filosofía, teorías de pensamiento profundo más propias de gurús de la iluminación interior que se encuentran en librerías esotéricas y cosas así.

—¿Cómo? —exclama Matthew.

—De hecho, a veces las enseñanzas son tan persistentes y constantes que Alma empieza a reprocharle que no le permita jugar más. Está cansada, un poco agotada, y por lo general, un niño que se cansa de su amigo imaginario lo… bueno, hace que desaparezca. Sin secuelas. Sin dolor. Sin más.

Matthew asiente. Ha vivido demasiados años con su hija como para no saber de qué está hablando.

—Como profesional de la psicología no debería decirles esto, pero creo que su hija tiene una conexión con… realidades que nos están vetadas. Ella ve cosas que están aquí, de alguna manera, pero que muy poca gente está capacitada para registrar con los sentidos habituales. Siente cosas, ve cosas y oye cosas que forman parte de su realidad cotidiana, pero no de la de ustedes. ¿Comprenden de lo que estoy hablando?

Mary se cubre la boca con una mano; es evidente que está afectada. Matthew, que se había estado temiendo algo así, pasa una mano por encima de su hombro y trata, con cierta torpeza, de abrazarla mientras asiente con gravedad.

—No sé qué sugerirles —continúa diciendo el psicólogo—. Pero para ser honesto con ustedes, y perdonen si les parezco inmodesto, estoy contento de que hayan dado conmigo en este caso. El noventa y cinco por ciento de mis colegas les habría recomendado terapias destructoras o cantidades ingentes de pastillas que habrían arruinado tan por completo la vida de su hija que sólo pensarlo me produce escalofríos. Supongo que las cosas ocurren como deben ocurrir, y por eso están ustedes aquí. Quiero darles el contacto de algunos colegas, de ese raro cinco por ciento del que les hablaba, que han estudiado estas materias y que pueden ayudar a Alma a llevar una vida normal.

—Entonces… ¿se curará, doctor? —pregunta Mary.

—No se trata de curar nada —dice el psicólogo—. Es como ser heterosexual u homosexual…, es una condición con la que se nace, algo arraigado en ella misma que nada ni nadie va a acallar o alterar. Y como la heterosexualidad o la homosexualidad, no tienen nada de malo. Su hija es una niña normal, alucinante y preciosa, por añadidura, con ciertos dones con los que va a tener que aprender a convivir, pero es todo.

Mary rompe a llorar.

—Gracias a Dios —dice al fin, luchando por expresarse entre sollozos.

—Les daré unos nombres y unos teléfonos —dice el psicólogo.

9

El cuarto de baño es agradable. Huele a productos de limpieza, y el tono rosa de los azulejos, combinado con el color pastel de los sanitarios, le da un aire acogedor. Además, la calefacción radiante que discurre bajo el suelo hace que la temperatura sea perfecta. Alma, a la que le gusta ir descalza por la casa, se divierte moviendo y mirando los dedos de sus propios pies mientras susurra entre risas: «¡Pies divertidos, pies divertidos!». Está de pie, desnuda, y a punto de bañarse.

La bañera, por cierto, está ya casi llena. El agua caliente ha provocado una fina nube de vapor que flota cerca del techo, difuminando los volúmenes, como una suerte de neblina. El gran espejo está empañado y recuerda una enorme y fina plancha de hielo.

Alma se mete en la bañera y disfruta de un rato agradable. Le gusta sentir el agua sobre la piel, le gusta tumbarse y quedarse tan quieta como le es posible, escuchando el suave canto del agua en sus oídos; le gusta jugar, frotarse con minuciosidad y hacer pompas de jabón en el agua. Le gusta hacer ruidos abriendo y cerrando las manos de manera que el agua salpica con un suave y cantarín chapoteo. Cuando casi ha terminado y está preparándose para salir, oye una voz; apenas un susurro, pero lo bastante claro como para que la sobresalte.

Alma.

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