Alma

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II. Johnnie Verso

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—Me imagino que, después del éxito que estás teniendo, estarás escribiendo otro libro…

Johnnie parpadeó. Había estado tan ocupado viendo las reacciones de las críticas por internet y yendo de un lado a otro, que ni siquiera se había parado a pensar que quizá sería hora de escribir una segunda novela. Habían pasado tres meses ya, pero de alguna forma el tiempo había volado. Se sintió un poco extraño por no poder contestar de forma positiva, como si hubiera estado perdiendo el tiempo.

—Bueno, tengo algunas ideas. Aún les estoy dando vueltas.

—¡Estupendo! Ya lo imaginábamos —dijo Cormick—. Siempre al pie del cañón, como debe ser.

Johnnie no contestó, pero cambiaba el peso del cuerpo de una pierna a otra, nervioso por su pequeña mentira.

—Escucha, ya sabes que estamos encantados contigo, Johnnie. Estaríamos locos si te dejásemos escapar, así que hemos estado hablando estos días y queremos ofrecerte un adelanto por un segundo contrato por tu nueva novela. No es un adelanto de ventas, es una cantidad adicional por tu compromiso de que publicarás con nosotros.

Johnnie dijo algo, pero ni siquiera él mismo fue consciente de su respuesta. Tampoco había pensado en eso. Imaginó que era probable que ahora recibiera ofertas de editoriales internacionales aún más grandes, si es que las había.

—¿Qué tal te suena, Johnnie? —le preguntó Cormick.

—Suena muy bien, Jules. Muy bien… —admitió él. La casa que habían estado mirando revoloteaba en su cabeza. Sabía que aún era pronto, pero no pudo evitar imaginarse metiendo su vida en cajas de embalaje y llevándoselas allí.

—Escucha, no tienes que decidirlo ahora. Háblalo con Rebecca. Pero no vamos a engañarte: te harán otras ofertas. Es más, me extrañaría que no lo hubieran hecho ya…

—No, no. Ninguna oferta —le aseguró Johnnie.

—De acuerdo. De todos modos, te digo esto porque vamos a ser justos contigo, y nuestra oferta será tan buena como la de cualquier otro. Queremos trabajar contigo, y que ganes todo el dinero que te mereces, porque así seguiremos juntos en el futuro, ¿entiendes?

—Sí.

—¿Quieres que te diga la cifra que hemos barajado para que puedas hablarlo con tu mujer?

Johnnie tragó saliva antes de contestar.

—Sí, por favor…

Cormick dejó transcurrir unos instantes antes de soltar la cifra por la línea del móvil.

—Doscientas mil libras.

La cifra se dibujó en la mente del escritor con un fastuoso relieve, ominosa y recubierta de brillos metálicos. Doscientas mil libras era la mitad de lo que costaba la casa. Si a eso le sumaban lo que ya habían ganado, tendrían la casa pagada casi en su totalidad.

—Doscientas mil libras… —repitió Johnnie. Las palabras sonaban extrañas en su boca. Había estado los últimos años en el paro y vivían de lo que ganaba Rebecca como consultora informática, lo que daba para vivir y pagar las facturas, pero nada más. Los seis dígitos de la cifra le estaban produciendo una sensación de mareo, y tuvo que sentarse en una silla para no caerse.

—Y eso no es todo, Johnnie —exclamó Cormick, ahora en un tono confidencial.

Johnnie esperó, aunque seguía manejando la magnitud de la cifra. Era tan buena que cualquier otra cosa que añadiera al trato no contribuiría a que se sintiera mejor.

—Esa cifra no es un anticipo de ventas, es una especie de prima por firmar con nosotros, y esto es… Bueno, es bastante excepcional. Sin duda, debería insistir en lo mucho que queremos que estés con nosotros. Así que… además de esa cantidad, estamos dispuestos a darte un anticipo de ventas de trescientas mil libras adicionales. Eso son quinientas mil libras en total, doscientas limpias para tu bolsillo y trescientas de adelanto sobre ventas.

Johnnie se las arregló para contestar, aunque sentía una sensación de ahogo en el pecho.

—Eso… eso es fantástico, Jules…

—¿Te suena bien?

—Me suena maravillosamente bien.

—¡Perfecto! —respondió Cormick, recuperando su jovialidad—. Es una bonita cifra, Johnnie. Es casi tanto como lo que se le ofreció a Jerry Hall cuando se suponía que iba a hacer la historia de su vida con Mike Jagger. Pero escucha, háblalo con Rebecca y llámame cuando lo tengas claro. No hay excesiva prisa, pero estas cosas es mejor hacerlas cuanto antes, ¿entiendes?

—Lo entiendo.

—Muy bien. Podríamos tener los contratos listos este mismo lunes.

—Lo hablaremos durante el fin de semana, Jules. Y te llamaré, pero no creo que haya problemas.

—Maravilloso… Pero dime, ¿puedes adelantarme algo de la nueva novela? Te confieso que estamos deseando leer lo que estés cocinando ahora mismo, ¡desde luego que sí! —exclamó riendo.

Johnnie tensó de manera inconsciente los músculos de la barriga; éstos lucharon por maniobrar entre tanto cúmulo de grasa.

—Bueno, por ahora son sólo ideas generales… Aún… aún tengo que ponerlas en orden.

Al otro lado de la línea, Cormick rio con ganas.

—¡Claro! No te preocupes. Todos los escritores sois iguales. ¡Me hago cargo! Ya hablaremos con tranquilidad. Tenemos un equipo al que puedes recurrir, si tienes dudas sobre el argumento. Hacemos estudios de mercado todo el tiempo, ¿sabes? Sobre… qué tipo de cosas estarán de moda dentro de un año, y cosas así. No dudes en decirme si quieres que esta gente se reúna contigo en algún momento, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —asintió Johnnie.

Se despidieron brevemente y Johnnie colgó con la cabeza llena de las palabras de Cormick. Quinientas mil libras. No sólo tendrían suficiente para pagar la casa, sino para amueblarla como siempre soñaron. Estaba eufórico; se sentía como el rey Midas de la literatura de ficción contemporánea, y marcó el número de su mujer para darle la noticia.

5

El contrato se formalizó el martes siguiente, y el dinero fue ingresado en su cuenta con un talón conformado, que fue entregado ante notario en el momento mismo de la firma. Apenas una semana después, se encontraban en el jardín delantero de su nueva casa, cogidos de la mano, con el corazón lleno de futuro.

La puerta seguía vendiéndose, y en los foros de literatura de internet los fans se preguntaban qué escribiría Johnnie Balmori después.

6

Después de la cena, Rebecca cerró todas las ventanas. La noche había refrescado bastante y se había quedado destemplada sentada en el sofá del salón. El invierno corría veloz a su encuentro.

Johnnie estaba sentado frente a su viejo portátil, pero a juzgar por el ritmo con el que tecleaba, no parecía estar escribiendo nada nuevo. Miraba la pantalla con aire ausente, ratón en mano, recorriendo cientos de webs de todo tipo. A decir verdad, Rebecca empezaba a preocuparse un poco por el desarrollo de la nueva novela. Hacía ya tres meses que habían firmado el adelanto y Johnnie apenas había escrito unas cuantas páginas. Cuando escribió

La puerta, los capítulos salían de su ordenador cada semana, y la casa estaba llena de páginas sobre las que hacía multitud de anotaciones, tachaduras y correcciones. A veces las encontraba en el baño, o en la mesa de la cocina, y la mayor parte de las veces, en la papelera. Pero avanzaba; por aquel entonces, de algún modo, avanzaba.

Ahora ni siquiera tenía claro cuál era el argumento general. La editorial le sugirió que continuara por la línea del terror, ya que en ese sector del mercado se había consolidado como uno de los mejores talentos del panorama actual. Sin embargo, cuando Rebecca le preguntaba abiertamente, él intentaba esquivar la pregunta con cualquier otro tema, que casi siempre era alguna referencia a lo bien que estaba respondiendo el libro, o los comentarios positivos que

La puerta había suscitado en algún foro.

Todavía había tiempo, se decía. El contrato estipulaba como fecha de entrega máxima un año y tres meses, y quedaba tanto para entonces que era normal que se tomase un respiro. Necesitaba oxigenar la mente, dejarla en barbecho un tiempo para que fuera capaz de albergar la simiente de la nueva obra. Al fin y al cabo, escribir era una tarea prodigiosamente creativa, y Johnnie necesitaba encontrar su propio ritmo. Sabía que cuando por fin encontrase la veta, no pararía hasta excavar la montaña entera.

7

Pasaron los días y Johnnie era reclamado para asistir a entrevistas para diversos medios, incluyendo programas de radio. Había perdido ya veinte kilos y recuperado parte de su aspecto saludable, pero a medida que el tiempo pasaba haciendo desfilar días de sol y también de aciaga oscuridad punteados con lluvias eventuales, él pareció sumirse en profundos periodos de letargo delante de la pantalla.

Una noche, tras acabar un informe sobre técnicas de optimización de páginas web, Rebecca preparó un par de tazas de té y se sentó a su lado. Él se revolvió, incómodo, en su silla. Ella sabía que Johnnie prefería trabajar con cierto espacio vital, pero necesitaba saber cómo estaban las cosas.

—¿Cómo vas, tesoro? —preguntó, sorbiendo el té.

—Bueno. Bien —respondió, encogiéndose de hombros.

—¿Cómo llevas esa obra maestra?

—No va mal —contestó él, sin desviar la mirada de la pantalla. Ella la escudriñó con disimulo, pero lo que tenía allí parecía ser algún tipo de galería de arte de ilustraciones digitales de ciencia ficción. No había ni rastro del viejo procesador de textos que él utilizaba para escribir.

—¿Hay algo que pueda leer ya?

—Todavía no. Estoy dándole vueltas al argumento todavía.

—¡Vale! —exclamó ella. Pero él conocía la expresión que asomaba en su rostro demasiado bien, y supo entonces que se encontraba ya en pleno vuelo de reconocimiento, a gran altura, en modo espía. En sólo un par de semanas sus motores dejarían de ser silenciosos, y un mes más tarde comenzaría a lanzar paracaidistas por toda la base, desplegando complicados mecanismos de intromisión. Era lo mismo que pasó cuando perdió su anterior empleo y ella lo dejó hacer con la búsqueda de un nuevo trabajo. Después de tres meses, comenzó a preguntar: «¿Cómo vas, tesoro?», y él contestaba: «No va mal». Funcionó al menos las tres primeras veces. Pero sí que iba mal, y para cuando terminó el primer semestre desde que había empezado el paro, ella le programaba las citas con los departamentos de Recursos Humanos y ponía al día los currículos en unos preciosistas documentos que componía con el ordenador. Agradecía la ayuda, en cierto modo, pero no podía evitar sentirse como un títere. Un títere inútil.

Rebecca se levantó de la silla con su taza de té y una afectada sonrisa, y él la siguió con el rabillo del ojo hasta que regresó al sofá, donde retomó el libro que había estado leyendo.

Pero aquella temprana señal de alarma despertó un principio de inquietud en su interior. En realidad, ¿qué pasaba con él? Era cierto que habían estado muy ocupados con la mudanza y comprando muebles para la casa, y aunque distaba todavía mucho de estar perfecta, lo esencial estaba ya en su sitio. Sin embargo, en el último mes había tenido muchísimas oportunidades para deslizarse por el tobogán del proceso creativo. Las noches pasaban veloces, y los días se sucedían unos a otros sin que el documento con el primer borrador de la novela avanzara ni un ápice; el tobogán estaba lleno de resina, y los pantalones se le quedaban pegados apenas se sentaba en la parte más alta. Solía pensar mucho en posibles ideas mientras daba sus largos paseos, y Rebecca, de algún modo, pareció intuirlo, porque dejó de acompañarlo para que tuviera tiempo para pensar. Le daba espacio para que los engranajes giraran solos. Pero las ruedas daban vueltas en su mente sin encontrar resistencia, laxas, y en esas condiciones no podían producir ninguna idea brillante.

Era como si ya hubiera volcado todo lo que tenía dentro en la primera novela y no tuviera más que contar, y ese descubrimiento empezaba a preocuparlo un poco. A veces se sorprendía a sí mismo analizando casos de éxito de otros escritores. Libros que habían funcionado maravillosamente bien y en los que el argumento principal, reducido a su mínima expresión, sonaba casi infantil.

Christine, de Stephen King, no era más que la loca historia de un coche poseído por un espíritu, y, sin embargo, el libro ya formaba parte del firmamento de estrellas de la literatura de terror. Lo mismo podía decirse de la mayor parte de sus libros.

Cujo era la historia de un perro rabioso, y el monumental

It no contaba más que las peripecias adolescentes de un grupo de niños americanos enfrentándose a un payaso multiforme. Y, sin embargo, todos habían funcionado, porque King era bueno contando historias. En el otro extremo de la balanza tenía a Michael Crichton. Su prosa no le entusiasmaba tanto como la de King, pero sus argumentos eran excepcionales. La historia de

Next lo puso furioso, porque todos los antecedentes de la novela estaban ahí, a su alcance; elementos diseminados por otras historias y películas que el autor supo combinar y recuperar de una forma nueva pero que él no había sabido ver. De eso iba todo el asunto: de reutilizar el tejido creativo que la mente humana iba entrelazando con cada nueva aportación, darle un giro inesperado y relanzarlo como algo nuevo. Sonaba sencillo en la teoría, pero se veía incapaz de desarrollar su propio plan.

Con

La puerta había sido más sencillo. Más natural. Había recuperado viejas experiencias de su adolescencia, cuando tonteaba con tablas ouija y sesiones de espiritismo, y las había desproporcionado, al menos en parte. La base de la historia giraba alrededor de la muerte de su hermana Ania. Ocurrió justo cuando las jornadas alrededor de la tabla se habían convertido en el pináculo de aquellos lejanos días. Ella tenía una facilidad extraordinaria para comunicarse con el Más Allá, si es que era el Más Allá lo que hacía que el pequeño vaso de café se desplazara con semejante velocidad. A veces se desplazaba tan rápido por la superficie de la tabla (a la que echaban polvos de talco para reducir la fricción) que en los giros cerrados perdían el contacto y el vaso se desplazaba solo.

Casi siempre hablaban con el mismo ente, que se denominaba a sí mismo

Mee-Hal, aunque en ocasiones hablaban con algunos otros, más o menos cooperadores. Les contaban cosas de cómo era la vida en el otro mundo, y ellos transcribían fascinados sus mensajes, pacientemente deletreados con mil y un movimientos. A veces les revelaban cosas que sólo ellos conocían individualmente, lo que los fascinaba sobremanera. Después de que Ania muriera, tras una larga y extraña enfermedad, dejó el espiritismo por completo; una parte de él se preguntaba, con delirante preocupación, si la adicción en la que habían incurrido no tendría que ver con la muerte de su hermana.

Con los años, volvió a leer sobre el tema. Todavía le quedaba por saber con qué clase de entidades habían estado comunicándose durante semanas y meses. Una teoría apuntaba a que la tabla ouija era un canal para comunicar con el inconsciente de las personas implicadas, de forma que se creara una especie de mente colmena, y a Johnnie le pareció suficientemente convincente. Terminó por apartar ese episodio de su vida, y después de un tiempo, lo había olvidado casi por completo.

Sin embargo, de una forma u otra, todas aquellas experiencias habían hecho germinar el embrión de

La puerta, y ahora que lo había soltado, que lo había soltado todo, no estaba seguro de que le quedara nada que excavar.

8

El inesperado y alucinante éxito internacional de

La puerta tuvo repercusiones que nadie en todo el Grupo Nostromo pudo siquiera vaticinar: el resurgir del interés por el mundo paranormal, las sesiones espiritistas, y los contactos, por diferentes medios, con el Más Allá. Las revistas especializadas quintuplicaron sus ventas, en las redes sociales se colgaban fotos y se relataban experiencias personales, y una avispada empresa suiza compró los derechos sobre la marca comercial de

La puerta para fabricar tableros ouija oficiales. Se vendían en cantidades industriales no sólo en almacenes asiáticos, papelerías y librerías de todo el país, sino en los lugares más insospechados. Se vendían velas espiritistas, manteles, amuletos de protección, libros decorados con símbolos sánscritos donde se recogían descabellados mantras para recitar antes y después de la sesión, y todo tipo de artefactos y cacharrería variada. Surgieron asociaciones más o menos profesionales de investigación paranormal, y YouTube se colmó de vídeos de gente que grababa sus sesiones, tal y como se describía en los libros, con resultados cada vez más impactantes. Los telediarios hablaban del fenómeno espiritista, los expertos alertaban sobre los peligros de jugar con energías y fuerzas misteriosas, y los psicólogos y científicos se llenaban la boca de palabrería intentando dar una explicación cabal al fenómeno sin que nadie les hiciera caso.

Johnnie fue invitado a varios programas para hablar sobre su experiencia en el campo de lo paranormal, pero Cormick le recomendó que rechazara esas invitaciones.

—Tú y yo sabemos que todo es ficción —decía—, pero esa gente piensa que les has entregado una especie de llave para una puerta inexistente que está en sus mentes. Si sales ahí y les dices que te lo inventaste todo, se sentirán decepcionados. Más que eso, se sentirán idiotas. Y la moda pasará, y con ella, las ventas.

—No me lo inventé todo, exactamente —repuso Johnnie.

—Tanto mejor. Déjalos sin saber qué partes tienen su enjundia y cuáles han salido de tu mente. Hay que mantener el encanto, Johnnie. La magia. La magia vende.

«La magia vende», pensó Johnnie mientras colgaba.

Pero por la noche, cuando miraba la televisión, vio un caso en el telediario en el que dos jóvenes que practicaban espiritismo habían entrado en una crisis de ansiedad profunda, y la portada de su libro apareció en primer término junto a su nombre y su foto, una imagen de archivo que se utilizaba en los carteles promocionales. JOHNNIE BALMORI, rezaba el rótulo, AUTOR INTERNACIONAL. Entonces se encogió sobre sí mismo, profundamente horrorizado, y se preguntó si la cosa no se le estaba yendo de las manos; y no sólo a él, sino a todos.

Pero no hizo nada.

«La magia —había dicho Cormick—, la magia vende».

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