Alma

Alma


IV. Papel en blanco

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I

V

PAPEL EN BLANCO

1

Aquella mañana, Johnnie recibió una llamada en el móvil. En la pantalla aparecía un símbolo de una flecha en movimiento seguido de un nombre escrito en mayúsculas: JCORMICK. Sintió una súbita sensación de inquietud y se quedó mirando la pantalla, sin atreverse a aceptar la llamada.

En realidad, había estado esperando ese momento desde hacía tiempo, cuando parecía evidente que ya tendría que haber informado a su editorial de los nuevos planes para su novela, aunque fueran trazos genéricos sobre la trama. Nadie te entrega doscientas mil libras y espera pacientemente a que, un día, te descuelgues con alguna idea que podría ser de su gusto o no. Mientras firmaba el contrato, supo que las cosas iban a cambiar. Se acabó el escribir a su ritmo, como él entendiera que debía hacerse; ya no era una especie de

hobby que podía convertirse en algo muy lucrativo, sino una responsabilidad, una relación proveedor-cliente, y el cliente llamaba a su puerta en esos momentos.

Por fin, con un pulgar tembloroso, aceptó la llamada.

—¡Johnnie! —exclamó Cormick al otro lado de la línea—. Ya pensaba que no iba a tener suerte en localizarte.

—Hola, Jules, buenos días —saludó Johnnie.

—¿Cómo vas, campeón?

Johnnie abrió la boca para decir algo, pero de repente la notó seca; las palabras de Cormick producían ecos en su mente. «¿Cómo vas, tesoro? Eh, tesoro, ¿cómo vas?».

—Bien —mintió—. Ahora mismo estaba escribiendo un poco.

Era una mentira a medias. Se había levantado a las ocho y cuarto después de una pesadilla que empezaba a ser recurrente, en la que él se enfrentaba a una multitudinaria presentación llena de focos y cámaras de televisión. Cormick estaba en lo alto de un púlpito y retiraba una cortina para revelar al mundo la portada de la nueva novela de Johnnie Balmori. Él recorría sus rostros llenos de maravillada expectación, sonrientes y con los ojos inundados de esa chispa especial que sólo los fans pueden tener; pero cuando la tela cayó tremolando a un lado, todo el mundo dejó escapar una expresión de decepción. La sala entera se contagió de un murmullo apagado que empezó a extenderse como las ondas en una charca. Sentado a su mesa de firmas, Johnnie miró la portada y descubrió con una intensa sensación de quemazón en el pecho que estaba totalmente en blanco. Un lienzo vacío. Cormick, vestido con su chaqueta negra y su pelo rubio, lo miraba con una expresión severa.

Ya no pudo dormirse de nuevo, así que dejó escapar media hora en la mesa de la cocina, sorbiendo distraídamente un poco de café, hasta que decidió tomarse el asunto con un poco de disciplina. Invirtió las dos horas siguientes en trabajar con el ordenador, que zumbaba en la quietud de la mañana con el procesador de textos en primer plano. Todo lo que escribía, sin embargo, era eliminado sin piedad un rato después, y para cuando el móvil sonó, la pantalla seguía tan vacía como cuando había empezado.

—¡Fantástico, Johnnie! ¿Sabes?, estamos deseando tener entre manos tu segunda novela. Nos gustaría mucho si pudieses adelantarnos algo… las líneas generales, alguna cosa que las chicas de las redes sociales puedan ir dejando caer, ya sabes.

Johnnie se pasó una mano por la cabeza, como peinándose el cabello con los dedos, de delante atrás. Ahí estaba.

—Ya sabemos cómo funcionan estas cosas. Probablemente, tengas sólo ideas sobre algunos capítulos, y habrá lagunas en el texto. Puede que falten escenas enteras que hayas dejado para más tarde. Y sabemos también que todo lo que nos mandes puede cambiar más adelante. Pero si pudieras hacernos llegar algo… todo el equipo se quedaría… encantado.

Johnnie detectó el cambio en la elección de la palabra. No se quedarían encantados. La palabra que pensaba utilizar y que decidió cambiar en el último momento era «tranquilo»:

Todo el equipo se quedaría muy tranquilo, Johnnie, porque, ¿sabes?, empezamos a estar preocupados. Muy preocupados, a decir verdad, por la posibilidad de haber pagado quinientas mil libras a alguien con la cabeza más seca que un bacalao.

—Ya… lo entiendo… —balbuceó Johnnie.

—¿Crees que podrás hacernos llegar algo? —insistió Cormick.

—Sí, probablemente, sí… en cuanto termine de ajustar algunas cosas en las que estoy trabajando.

Las palabras habían salido de su boca como un torrente, sin pasar realmente por su cerebro. Se sorprendió a sí mismo de lo que había dicho. No tenía nada… pero lo cierto era que no deseaba enfrentarse a esa terrible verdad en ese momento, y decirle a Cormick que su mente era un desierto inhóspito y estéril. Quizá con esa presión adicional, si se esforzaba lo suficiente, podría conseguirlo. Quizá sí.

—¡Estupendo! —exclamó Cormick—. Tienes mi

e-mail, házmelo llegar tan pronto como puedas, y te diremos algo.

—De acuerdo —asintió Johnnie, con una sonrisa ficticia estampada en la cara.

Después de la conversación, éste se obligó a sentarse delante del ordenador de nuevo. Aún faltaba una hora para que Rebecca volviese a casa, y pensaba aprovecharla. Las ideas que habían brotado en su cabeza, todavía débiles y delicadas como florecillas silvestres creciendo a través de un muro de cemento, incluían una radio maldita que sintonizaba mensajes de advertencia a la humanidad desde un mundo paralelo, una oscura trama de tráfico de órganos en un orfanato y una historia de canibalismo y supervivencia ambientada en Leningrado en plena segunda guerra mundial, donde los protagonistas no sólo tenían que resistir al cerco nazi, sino a la persecución implacable de otros hombres que ansiaban su carne para subsistir. Estuvo documentándose profusamente para intentar acometer esta última, pero descubrió que el trabajo era agotador. No contaba con los conocimientos adecuados para emprender una tarea de esas proporciones sin incurrir en graves imprecisiones históricas.

Miró la pantalla del ordenador. El procesador de textos parecía saludarlo, perfectamente inmaculado, y en cierto modo hostil, con el pequeño indicador «Página 1 de 1» en su parte inferior. Cuando Rebecca apareció por la puerta cargada con algunas bolsas de la compra, él continuaba sentado, ojeando un libro de Dickens, como si buscase inspiración en sus páginas.

La ayudó a vaciar el maletero, pero no mencionó la llamada de Cormick.

2

La noche siguiente, Johnnie tuvo otro sueño, esta vez extraordinariamente hermoso. Cuando despertó, no obstante, éste se había escapado irremediablemente, con esa capacidad que tienen los sueños de desvanecerse apenas uno abre los ojos. Cuando se metió en la ducha era ya apenas unos jirones confusos, y cuando quiso contárselo a su mujer durante el desayuno no recordaba apenas nada. Sin embargo, la sensación de bienestar perduraba, y mientras tomaba sus cien gramos de pan con aceite y su café con leche desnatada, sonreía vagamente.

Rebecca agradeció esa sonrisa velada; se lo tomó como un indicio de que en la mente de su marido empezaba de nuevo a surgir la prodigiosa Planta de las Ideas, que con el debido tiempo daría lugar a un fruto.

La conversación fue trivial y agradable, y cuando Rebecca se retiró a la terraza trasera a trabajar, Johnnie tuvo un atisbo de idea, surgida de su propia frustración por no poder recordar lo soñado. Se imaginó qué ocurriría si alguien inventase un método para extraer los sueños de las personas y desvelarlos en una pantalla convencional. Imaginó también una red de expertos en esa nueva ciencia, trabajando para intereses comerciales de grandes corporaciones, o quizá para fines gubernamentales secretos. Serían capaces de infiltrarse en los sueños y acceder así a todos los pensamientos, a todos los secretos y a todas las ideas, como pescadores que esperan pacientemente con sus cebos dispuestos y que extraen sus piezas una a una.

Emocionado, se sentó frente al teclado de su ordenador y empezó a garabatear sus elucubraciones apenas se formaban. Sabía que ahí había una historia, y las posibilidades eran realmente muchas. El mundo onírico siempre era fascinante; cambiante, deformable, y lo que era más conveniente: se construía en base a complejas representaciones del ego profundo, y por lo tanto, de miedos y traumas fuertemente enquistados en la personalidad de cada uno. En su historia, imaginaba a esos expertos enfrentándose a cada uno de estos demonios internos en entornos de pesadilla, dando lugar a situaciones que podría manejar a su antojo.

Una vez hubo ordenado todas sus ideas en una lista, se puso de pie y comenzó a dar vueltas por el salón, tal y como hacía cuando se encontraba inmerso trabajando en

La puerta. Tenía algo entre manos, desde luego; sólo tenía que pulirlo y encontrar algunos elementos que añadir a la historia para hacerla interesante. Mientras desgastaba la alfombra con sus recorridos circulares, pensó en la gente con problemas mentales, en los alcohólicos que duermen atiborrados de sustancias que afectan al cerebro. O en los esquizofrénicos, sobre todo los latentes, los que aún no toman fármacos que anulan esos procesos mentales inusuales, y pensó que tenía que documentarse bien en la materia. Seguramente, sus sueños podrían constituir un serio problema para sus protagonistas.

Rebecca entró entonces en el salón y lo descubrió en plena actividad. Solía pasarse la mano por el pelo cuando estaba excitado, y dar vueltas por la casa como si llegara tarde a alguna parte, así que supo inmediatamente que, con seguridad, su marido andaba tras la pista de algo.

Sonriendo, y sin decir nada, regresó a la terraza trasera para no interrumpirlo.

3

Unos cuantos días después, en los que la lluvia y el frío fueron el factor predominante fuera de la casa, Johnnie contaba con unas buenas cuarenta páginas. Eran todavía muy preliminares, pero los personajes empezaban a cobrar vida y la misteriosa organización Sublime había empezado a tomar forma. La novela comenzaba con la descripción de una incursión en un sueño, dejando muy a las claras los peligros que esos actos de espionaje conllevaban. La acción era vertiginosa, la introducción a esa fascinante facultad procuraba un elemento novedoso, y la cadencia con la que los hechos se producían invitaba a pasar página tras página. Al final de la incursión, los protagonistas se enfrentaban a una versión deformada y terrible de ese monstruo que todos llevamos dentro, una versión reprimida de la maldad que subyacía en el interior de la víctima. Mirándolo en retrospectiva, Johnnie sonrió pensando que la psique humana era aún peor que el aterrador payaso Pennywise de Stephen King, capaz de cambiar su forma para ajustarse a las pesadillas de cada uno. Definitivamente, la base argumental tenía un potencial extraordinario: podría extraer algo único si manejaba bien sus cartas.

Sobre todo, estaba contento porque, por fin, podría adelantarle algo a Cormick, y aparentar que llevaba mucho más tiempo trabajando en la historia; podría decirle que tenía otras partes escritas, pero eran todavía bastante incoherentes con el principio de la novela y que resultaría contraproducente enseñarlas en su actual estado.

Esa noche, presentó las primeras páginas a Rebecca, debidamente impresas y acompañadas de una taza de té.

Ella experimentó un júbilo indescriptible al tomar entre sus manos aquel temprano esfuerzo. Era aún delicado como un brote joven, pero por fin se había iniciado el proceso: Johnnie estaba en marcha. Devoró las páginas como si fueran las Tablas de la Ley traídas del monte Sinaí, y cuando acabó, lo miró con ojos brillantes. Eran sensacionales…, planteaban una dimensión nueva en el tan traído tema de los mundos oníricos, así como

La puerta había vuelto a poner de moda el mundo de los espíritus y el Más Allá, el nuevo libro podría despertar el interés de la gente por el mundo de los sueños. Johnnie era como un prodigioso compositor que sabía hacer una nueva versión de una vieja pieza convirtiéndola de nuevo en interesante y maravillosa. El protagonista, Dick Tempton, estaba construido con trazos magistrales, y Rebecca había simpatizado desde el principio con sus tribulaciones y dilemas morales. De haber tenido más páginas, le dijo, no habría podido parar de leerlas.

Contagiado de la emoción de su esposa, Johnnie le desveló los planes que tenía pensados para la trama general, haciendo grandes aspavientos con las manos y explicando, con todo el detalle que le era posible, sus ideas sobre la historia. Rebecca escuchaba con ojos enamorados, haciendo preguntas y dejándose llevar por el nuevo y fascinante mundo que su marido estaba tejiendo poco a poco.

Cuando terminaron, Johnnie escribió un correo electrónico a Jules M. Cormick. Allí describió brevemente sus ideas sobre la historia y adjuntó también el documento con las primeras páginas. Después, salieron a la terraza, donde la luna llena teñía de plata los campos de alrededor, y aunque no dijeron nada, se sintieron otra vez unidos.

4

Al atardecer del día siguiente, el móvil de Johnnie empezó a sonar de nuevo. El escritor había estado esperando la llamada todo el día, así que no le sorprendió leer el nombre JCORMICK en la pantalla.

A pesar de que estaba seguro de que su historia tenía grandes posibilidades, albergaba la duda de si la gente del Grupo Nostromo pensaría como él, así que pulsó el botón de Aceptar con cierto desasosiego.

—¡Hola, Jules! —saludó.

—Hola, Johnnie —contestó Cormick. Johnnie se dio cuenta enseguida: allí faltaba el entusiasmo vital de su editor. Se preparó para recibir algunos comentarios; quizá tuviera que ajustar algunas cosas, pero esperaba que, en general, la trama principal les hubiera gustado—. Te llamo por el borrador de tu… novela.

—Sí —contestó Johnnie, a la expectativa.

—Bueno, tiene tu estilo particular… eso se nota enseguida, y hasta diría que has madurado aún más. Pero… no sé, Johnnie…

—¿Te ha gustado el argumento?, ¿la idea general?

Cormick permaneció callado unos segundos.

—La idea general es buenísima —dijo al fin—. Pero ése es precisamente el problema…

—¿Qué quieres decir?

—Verás… nos preguntamos si has visto la película

Demoides.

El cerebro del escritor funcionaba ahora a toda velocidad.

¿Demoides? —preguntó desconcertado.

—Sí… se estrenó hace una semana. Es de Mark Richfen. Oh, no me digas que no la has visto.

Johnnie estaba seguro de no haberla visto; de hecho no había visto ninguna película en los últimos tres meses. La última vez que fueron al cine debió de ser cuando empezó a ganar peso. Se recordaba con un cubo gigante de palomitas, dos bolsas de chocolate en bolitas y una Coca-Cola en un vaso grande de un litro, aunque, curiosamente, no tenía ni idea de qué película había visto entonces.

Una señal de alarma despertó en su interior.

—No… no la he visto. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

Hubo otra pausa, y a través de la línea, Johnnie recibió el sonido crepitante de un suspiro.

—¡Oh, Dios! Mira… te sugiero que vayas a verla. Ve ahora mismo, si puedes, y luego llámame.

—Esto es bastante intrigante, Jules —contestó Johnnie.

—Vaya si lo es. Es una maldita broma cósmica, te lo digo yo. Pero si intentara explicártelo, no lo entenderías. Ve al cine y llámame.

Cuando colgó, Rebecca estaba a su lado. Veía la cara de preocupación en el rostro de ella, y reconocía también su pose: estirada cuan alta era y con los brazos cruzados sobre el pecho. Era su actitud defensiva cuando olía problemas.

—¿Qué ocurre, cariño? —preguntó al fin.

—Jules quiere que veamos una película.

—¿Una película?

—Sí. Se llama

Demoides.

—Pero ¿qué ha dicho del borrador?

—Sólo eso… —exclamó Johnnie, suspirando largamente.

—¿Te ha dicho que…? —Y de repente, como si cayera en la cuenta, dejó exclamar una exclamación de sorpresa.

—Sí —asintió Johnnie.

—Dios mío, ¿crees que…?

Johnnie también lo pensaba. Sonaba a que su maravillosa idea podía estar representándose en los cines de todo el mundo. O al menos, algo sorprendentemente parecido.

—¿Quieres que mire por internet? —preguntó ella.

—No. Será mejor que hagamos lo que él dice.

Y aquella noche consiguieron entradas para la película en un cine que estaba a sesenta y cinco kilómetros de distancia. Cuando Johnnie vio su historia en la pantalla, con ligeras variantes, se sintió abrumado y desconcertado. Rebecca, sentada en la butaca contigua, le cogía la mano fuertemente cuando las similitudes resultaban demasiado evidentes.

Salieron del cine sin decir nada, y comenzaron a caminar hacia el coche. Johnnie miraba al suelo, visiblemente abatido. Se encontraba de vuelta en la casilla de salida, completamente desnudo, y había perdido un tiempo precioso siguiendo una pista falsa.

—Cariño… —dijo Rebecca, rompiendo el incómodo silencio—, de todas formas, tu idea tiene suficientes aportes novedosos… Podría funcionar.

Johnnie dejó escapar una exclamación ahogada.

—¿Sabes lo que dirán si publico eso? Que es una mezcla de

Demoides con

Pesadilla en Elm Street. Tendrá tanto interés como la decimocuarta secuela de

Viernes 13.

—Bueno… al fin y al cabo de eso va todo esto, ¿no? Retroalimentación constante.

Demoides me ha recordado muchísimo a

Matrix.

Johnnie negó con la cabeza sin apartar la vista del suelo.

—Puede que haya tomado algunos elementos de esa película, pero los ha aliñado con la suficiente carga de recursos propios como para hacer algo nuevo. Mi novela… mi idea… es demasiado parecida.

Rebecca no contestó. Hasta ella se daba cuenta, pese a sus intentos de convencer a su marido, de que la novela no podía desarrollarse con unas premisas tan parecidas a aquella película. Una vez leyó algo sobre la telepatía global… inventos que habían sido desarrollados de forma paralela en diferentes partes del mundo por personas no vinculadas entre sí en medida alguna. Era un fenómeno estudiado que la ciencia no había podido explicar, pero que existía, como tantas otras cosas; como la madre que a las cuatro de la mañana abre los ojos en la oscuridad de su habitación, súbitamente sobresaltada, a la misma hora y en el mismo instante en que su hija es atropellada por un vehículo que hace eses por la carretera. Tales cosas habían estado siempre ahí, de alguna manera, conviviendo con el hombre al límite de lo inexplicable, y ahora una de esas cosas se presentaba ante ellos con la contundencia de un mazazo en la cabeza.

—Se te ocurrirá otra idea… —dijo Rebecca, pero Johnnie no supo determinar si hablaba más consigo misma, que con él.

5

El día siguiente amaneció gris y lluvioso. Alrededor de las diez y cuarto se desató una colérica tormenta, y a cada rato, explosiones lumínicas bañaban el interior de la casa creando sombras alargadas que se proyectaban contra la pared desnuda del salón.

Anticipándose a su estado de ánimo, Rebecca había preparado un desayuno a lo grande: zumo de naranja natural, pan tostado con mantequilla y mermelada de ciruelas, café y un pequeño cuenco de fruta troceada en macedonia. El aroma del torrefacto se mezclaba con el olor a tierra húmeda, dos de los olores favoritos de Johnnie, pero éste apenas sorbió un poco de café mientras masticaba con pesadumbre el pan desnudo. Rebecca intentó sobrellevar el silencio que su marido se había traído de la cama comentando algunos datos sobre los rayos que le iban viniendo a la cabeza (algo que había leído en alguna parte), pero no consiguió traerlo de vuelta. Las nubes, grises y henchidas, dominaban también su fuero interno.

Media hora más tarde, Johnnie estaba sentado de nuevo delante de su ordenador. Era un Macbook que, excepto en raras ocasiones, estaba permanentemente enchufado a la red, por lo que al levantar la pantalla el procesador de textos apareció arrojando una intensa luz sobre la penumbra de la habitación. En él, las líneas de texto de la primera parte de la novela resplandecían como hileras fantasmales. Verlas allí todavía le produjo un gran desasosiego; realmente había empezado a sentir de nuevo cómo se deslizaba por el tobogán creativo, cada vez a más velocidad. A medida que la débil llama de la idea original cobraba forma, la historia había ido creciendo de alguna forma en su interior, ramificándose en varias tramas secundarias y presentándole inesperados y ricos matices.

Ahora tenía ante él una especie de cadáver literario, fallecido nonato en pleno proceso de gestación. Lentamente, sintiendo que algo dentro de él se rebelaba y se rompía como la tela de una araña, movió la mano hacia el teclado táctil y deslizó los dedos para cerrar el documento. Tan pronto lo hizo, una nueva pantalla en blanco apareció en sustitución de aquél, con una pequeña leyenda en su parte inferior que rezaba: «Página 1 de 1».

En momentos bajos como aquél, y los había habido mucho antes de que la idea compartida de

Demoides pasase por su mente, pasaba a la ventana de su navegador y buscaba su nombre en Google. Entonces aparecían cientos de miles de resultados con todo tipo de comentarios y reseñas entusiastas: «Brillante». «Nueva promesa del género de terror». «Espectacular». «Lo más vendido». «Recomendación de la semana». «Johnnie Balmori». «Balmori, Balmori…».

Mientras los resultados se deslizaban con lentitud por la pantalla, Johnnie descubrió que aquellas líneas, otrora cargadas de promesas de futuro, no le producían ya la misma satisfacción. La sombra de sí mismo era demasiado grande y oscura. Antes se había sentido cómodo caminando por sus cumbres, pero ahora parecía mirarla desde cierta distancia, inseguro de poder acometer siquiera su escalada. De alguna forma extraña, sentía que competía consigo mismo en algún tipo de carrera de fondo para la que se había dado ya el pistoletazo de salida.

De pronto, acompasado por el ruido estremecedor de un trueno en la distancia, el móvil empezó a sonar. Dio un respingo y miró la pantalla vibrante, velada por matices de color verde.

JCORMICK.

—Buenos días, Johnnie… —lo saludó Cormick.

«No está ahí —pensó Johnnie inmediatamente—. Su tono entusiasta no está ahí».

—Buenos días —contestó.

—¿Cómo estás?

—Bueno…

—Entiendo —exclamó Cormick tras esperar unos instantes—. Fuiste a ver esa película…

—Sí, Jules…, la hemos visto.

—Entenderás entonces que tenemos entre manos una situación un poco delicada.

—Sí… —asintió Johnnie.

—Como te dije, lo que has mandado es bueno…, en esas pocas páginas ya se adivina la semilla de una historia realmente bien construida, pero en su base recuerda demasiado a la trama de la película. Una coincidencia muy desafortunada.

Johnnie no contestó.

—No quiero ser rudo, sabes que te tenemos una estima especial… pero me han obligado a comunicártelo de forma oficial. Recibirás un

e-mail, pero quería decírtelo de viva voz antes que nada.

—No tienes que…

—Sí, debo hacerlo —lo interrumpió Cormick—. Tenemos que rechazar tu propuesta y comunicarte que es necesario buscar una trama diferente para tu segunda obra.

—Lo sé… —exclamó Johnnie, ahora un poco irritado. Se sentía como el soldado al que el médico de campaña mira, con las tripas en la mano, y todavía cree necesario anunciarle que va a morir.

—Dime, ¿habías avanzado mucho más?

—Sí, bastante… —mintió.

—¿Crees que se puede salvar algo?

—No, no lo creo, Jules… La historia se desarrolla tal y como te contaba en el

e-mail, con pocas sorpresas.

—Ya veo… Es una lástima. De haber tenido la novela en el mercado unos meses antes todo sería muy distinto… Pero bueno, es hora de mirar hacia adelante y concentrarnos de verdad. Tenemos tiempo suficiente todavía, aunque hay que pensar en las correcciones, la maquetación, la promoción, etcétera. Dime, ¿tienes otras ideas en el cajón?

Johnnie tragó saliva en silencio. Una oleada de calor subió inesperadamente desde su pecho. ¿Cómo decirle que lo que le había enviado era la única idea que había concebido en varios meses? ¿Cómo confesarle que se pasaba los días y las semanas delante de una pantalla en blanco, incapaz de producir con coherencia siquiera unas pocas líneas? Y cuando por fin dio con algo bueno, resultó ser el fruto de alguna desgraciada coincidencia. Había llegado a pensar que quizá vio el tráiler de la película sin darse cuenta, quizá en la televisión mientras pasaba las horas perdiendo el tiempo delante del ordenador. Cualquier brevísimo comentario podría haberse abierto camino por su mente inconsciente, que había estado sintonizada con el receptor abierto a las emisiones de su entorno. Y entonces la había hecho suya.

—Sí, por supuesto que las tengo… —se oyó decir de repente. Lo había dicho con tanta convicción y naturalidad que casi se sobresaltó.

—¡Fantástico! —exclamó Cormick, lleno otra vez de entusiasmo—. Sabía que así sería. Pero cuéntame, ¿de qué va?

—Bueno… —dijo dubitativo—… aún estoy ordenando los elementos en torno a la línea global que quiero seguir…

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