Alma

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VI. Las voces del silencio

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—¿Subsónica? —preguntó Jow, interesada—. ¿Quieres decir frecuencias no audibles por el oído humano?

—Exacto. Ésa es una buena precisión, porque los perros, los murciélagos o las ballenas sí pueden.

Jow asintió.

—¿Y qué es?

—Están en el rango de los quince hertzios, de hecho —exclamó Arran pensativo, más para sí mismo que para su socia.

Jow estaba empezando a ponerse nerviosa.

—¿Quieres decirme qué es de una maldita vez? —preguntó.

—Pues… ¡algo es! Nuestros espacios en blanco contenían… sonidos.

—¿Entonces ha fallado el trimeador? —preguntó Jow, aliviada de que el problema no estuviera en su

software.

—Oh no. El trimeador ha hecho su trabajo. Estos sonidos están localizados en un rango improbable. Déjame que aumente la frecuencia fundamental hasta los quinientos, por lo menos. Apuesto a que obtendremos un buen montón de ruido de fondo… como vibraciones de microondas, zumbidos de frigoríficos y cosas así.

Jow miró mientras su socio trabajaba. Cuando Arran terminó por fin de mover el ratón y hacer clics por todas partes y pulsó el botón de reproducir, la sorpresa fue mayúscula.

Era una voz masculina. No se podía entender lo que decía, pero era como un sollozo mezclado con sonido de estática que ponía los pelos de punta.

—¿Qué narices es eso, Ro? —susurró Jow.

—No lo sé. Es… Diría que es… —Pensó durante unos instantes—. Oh, ¿sabes cómo se llama esto?

—¿Un galimatías?

—No. Parafonías.

—¿Qué?

Arran se echó a reír.

—Bueno, es una voz. ¿Qué quieres que te diga? Y una voz muy curiosa, porque en la disciplina de la transcomunicación instrumental, las parafonías suelen encontrarse en rango audible, aunque a baja intensidad y mezcladas con elementos sonoros ajenos que, en ocasiones, las enmascaran.

—Espera. ¿Parafonía? Dime que me equivoco, porque me suena a psicofonía.

Arran volvió a reír.

—Sí, tía —confirmó Arran—. Es lo que he dicho. Es lo mismo.

—Te estás quedando conmigo.

—Bueno, la última vez que conseguí quedarme contigo fue en 1914.

Jow soltó un bufido.

—Quiero oírlo —exclamó.

—Ya lo sé —dijo Arran—. Estoy en ello. Estoy limpiando el ruido. Está en estéreo y eso ayuda. Haré una… extracción del canal central usando un segmento sin voces de la muestra. Es curioso, el rango de onda es de unos cinco decibelios de intensidad y veinticuatro hertzios de frecuencia.

Jow miraba cómo Arran manipulaba sus programas, tan concentrado y ceñudo como podía estarlo. Cortaba trozos y aplicaba filtros, y los picos se duplicaban en múltiples ventanas.

—¿Qué haces ahora?

—Paciencia —pidió Arran—. Pero si te interesa, estoy haciendo una cancelación de fase sobre ese tramo. Y esto último es una ecualización paramétrica sólo para… reforzar los matices. Si tenemos suerte… ahora deberíamos poder oír algo.

Arran pulsó el botón de reproducir y el sonido brotó por los altavoces: apenas un murmullo sordo, demasiado grave y apelotonado como para que se pudiera entender nada.

—¿Qué dice? —preguntó Jow, algo inquieta—. No he oído nada.

—Un momento. He olvidado ajustar el volumen.

Arran volvió a reproducir el audio.

La voz sonó mucho más clara.

—Por… favor… tanta… luz… no puedo…

Jow se quedó quieta, sin atreverse a mover ni un músculo. Era una voz de hombre, pero preñada de una amargura y un sufrimiento que conmovía.

—¡Uau! —soltó Arran.

Reprodujo el sonido de nuevo.

—Por… favor… tanta… luz… no puedo…

—Basta —pidió Jow con un hilo de voz.

—¿Qué?

—No quiero… oírlo más.

Arran se volvió para mirarla, divertido.

—¿Estás… asustada? ¿Es eso?

—No quiero oírlo más —dijo Jow—. Eso es todo. Jesús… esa voz…

—Tiene un no sé qué de amargura, ¿verdad? Casi como… un sollozo.

—Sí… —asintió Jow, sintiendo que un pequeño escalofrío le recorría la espalda. Era casi como si la temperatura de la habitación hubiera descendido, de repente, un par de grados.

—Estas cosas son curiosas —opinó Arran—. Psicofonías. No quiere decir nada, claro. Es como los OVNIS. La misma palabra lo dice: Objetos Volantes No Identificados. Cualquier cosa puede ser un OVNI… Si observas un punto brillante en el cielo, es un OVNI porque, por lo general, no tienes ni idea de qué se trata; sólo asumes que será un avión comercial volando alto. Pero la gente asocia esa palabra a la confirmación inequívoca de que se trata de un artefacto volador de origen extraterrestre. Con las psicofonías pasa lo mismo. No creo que nadie sepa qué son en realidad… Hoy día, con el éxito del libro ese del coñazo de la ouija, a todo el mundo se le llena la boca de «las voces de los muertos» y cosas así, pero… ¿sabes?, la realidad no suele ser tan poética. Podría ser basura de muchos tipos, incluso ondas de radio muertas cuyos rastros resuenan como ecos prácticamente eternos, condenados a reproducirse cuando rebotan por nuestro entorno.

Jow escuchaba, con la vista pegada a la pantalla.

—Lo curioso es que el segmento estaba integrado con el sonido del cliente; es decir, los dos sonaban a la vez. Alguien estaba diciendo esto cerca del teléfono, pero por supuesto, en un rango no audible. Si encuentras a alguien que tenga una garganta capaz de emitir sonidos en ese espectro te doy cien mil libras.

—No quiero —soltó Jow.

Arran soltó una carcajada.

—¡Oh, dioses! —exclamó—. ¡Estás asustada de verdad!

Jow no respondió. ¿Asustada? Si se examinaba con honestidad, la respuesta era contundente: no, no lo estaba. Pero aquella voz…

«tanta luz…».

resonaba en su interior con una cadencia extraña, casi espectral. Era como una llamada de socorro, o quizá como…

Negó con la cabeza.

«Como una invitación. Es una invitación a algo, a cosas a las que quizá… a las que seguramente no debería asomarme».

—Bórralo —pidió Jow con rapidez.

—¡Claro! —asintió Arran, todavía risueño—. Lo borro. Los directorios temporales tienen un espacio finito y determinado, y no es mucho. Toda esta mierda se va borrando sola a medida que la máquina necesita conseguir espacio de trabajo. Cuando el proceso haya terminado en su totalidad, yo mismo borraré los archivos que queden, ¿vale?

Jow no dijo nada, lo que provocó una nueva carcajada en su socio.

—¿Vale? ¿Mejor así? —preguntó Arran—. Ver para creer. ¡Jow Gibson asustada! Si me hubieran dicho esto hace sólo unos minutos, habría respondido que es imposible.

—Eres idiota —exclamó Jow, ahora esbozando una pequeña sonrisa.

Pero era una sonrisa casi automática, que no comunicaba para nada con la suerte de remolino interno que le atenazaba la base del estómago.

Asustada no, pensó. No asustada. Pero lo que tenía claro era que no había pensado atender esa llamada. Quizá porque, de todas maneras, era una llamada a una puerta que ni siquiera sabía si existía.

3

Por la noche, un par de horas después de que las oficinas hubieran cerrado en casi toda la ciudad, Jow continuaba sentada a su mesa.

Arran se había ido a casa hacía un buen rato, y los servidores rumiaban en la habitación mientras se afanaban por terminar los procesos de limpieza y reducción de los archivos de audio. Se suponía que al día siguiente sería el Gran Día, el momento en el que su

software se pondría a prueba; sabrían, por fin, si el esfuerzo continuado de tanta investigación y duro trabajo daría sus frutos. Sin embargo, Jow no estaba preocupada. Ni siquiera pensaba en ello. Desde que Arran se había marchado no había parado de mirar el directorio de archivos temporales. Los veía moverse de arriba abajo a medida que se creaban y eran destruidos. Cadenas de nombres de archivos aleatorios con un montón de letras y números que el sistema operativo asignaba al azar.

Por fin, se decidió.

Había visto a Arran trabajar con aquel primer archivo… «tanta luz…» y estaba segura de que podría repetir sus acciones. No se equivocaba: su memoria visual era excelente, y terminó moviéndose entre las diferentes opciones de la estación de trabajo con una facilidad pasmosa. Era como abrir puertas: las puertas correctas, unas puertas que siempre habían estado ahí para ella.

En poco tiempo, tuvo el sonido aislado y listo para ser reproducido. Ocupaba apenas tres segundos, y los picos que registraban su onda de sonido se mostraban en pantalla como una curiosa meseta de suaves colinas. Sin embargo, no había paz en ellas. Jow las percibía como una planicie hostil donde, en cualquier momento, podía desatarse una desapacible tormenta.

Le dio a reproducir y el audio llenó la diáfana sala vacía, provocándole un respingo.

—Voy a irme pronto…

Jow suspiró, dejando que las palabras entraran en ella.

Voy a irme pronto.

Se sentía extraña.

Muy extraña.

¿Quién se iba, y adónde?

Estuvo repasando la frase en su cabeza durante un rato todavía, dándole vueltas. Era incapaz de ubicarla, como si fuera una pieza de un puzle que no casaba en absoluto con ninguna de las que ya tenía.

Para cuando quiso darse cuenta, sin embargo, había procesado un par de archivos más. Los reprodujo.

—No te queda tiempo, no… en tu camino.

El otro archivo era un sollozo, pero en algún lugar entre las angustiosas exclamaciones desconsoladas una voz de mujer solicitaba ayuda.

—Ayúdame, Joe. Ayúdame.

Jow se llevó una mano a la boca. Estaba emocionada, conmovida y sacudida por una miríada de sensaciones diferentes. No eran voces normales. Parecían desgranadas por una garganta rota, como si le costase trabajo hablar, como si tuviera que hacer el esfuerzo de hacerse oír a través de una película de agua.

Un buen rato después, había limpiado y preparado un montón de sonidos más, y menuda colección constituían. Algunos eran difíciles de entender, como gruñidos de animales. Otras, eran voces de personas ancianas; unas pocas eran jóvenes y claras. Unas tenían un eco arrastrado y cenagoso, y otras estaban llenas de paz y tranquilidad. Ninguna de ellas, le pareció, podían ser «ondas de radio muertas», como había dicho Arran: «Rastros que resuenan como ecos eternos, condenados a reproducirse». Esa explicación no tenía sentido para ella. Si hubiera sido así, se dijo, alguna de aquellas voces debía de haber sido un anuncio publicitando un descuento en neumáticos, o un parte meteorológico, o una canción de Bob Marley; el tipo de cosas que la radio emite continuamente. «¡Buenos días, Leeds!». No. Eran voces suplicantes, anhelantes, voces que intentaban afanosamente hacerse oír, con mensajes muy específicos, generalmente dirigidos a un oyente inadvertido.

Para cuando hubo terminado de escuchar sonidos, Jow estuvo un rato en silencio todavía, como si necesitase tiempo para aceptar y procesar el cúmulo de sensaciones que todas aquellas anomalías sonoras le habían producido. No eran una curiosidad; no eran un enigma. Eran algo más. El principio de algo. Jow había conducido su vida dejando que su intuición la gobernase, sobre todo en los momentos difíciles, y allí había algo que le tiraba poderosamente de la manga.

La noche transcurrió casi sin darse cuenta, una hora tras otra, mientras se desplazaba con precario equilibrio entre un cúmulo de sensaciones que la llevaron, a las cuatro cuarenta y cinco de la mañana, a escribir «psicofonías» en Google.

Y entonces se asomó a un mundo que, aún conviviendo con el suyo, le había pasado inadvertido.

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