Alicia

Alicia


Capítulo 4

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—Ya sé. No es culpa tuya. No sabes explicarlo. Tú no eres así. Suele suceder, no creas. Es normal por estos lares. La gente se comporta de manera un poco… Rara. Mira a tu alrededor. ¡Nos gusta disfrutar de los placeres de la vida! —exclamó al fin señalando a dos chicos cuyos labios parecían pegados con pegamento.

Cuando llegaron a casa, Bea había preparado una mesa de gala, con velas aromáticas alrededor del comedor y candelabros sobre la mesa. Había colocado una vajilla con adornos dorados, copas altas y cubiertos de lo más lujoso. En el centro, flores frescas sobre un precioso mantel.

—Vamos a ayudar a Bea. Hoy es una noche especial para el señor.

—Hoy tiene una invitada a cenar —dijo la interpelada a modo de respuesta—. Hoy te llevará sus habitaciones… Y te hará el amor.

—Pero, y si yo no…

—Pero quieres. Lo estás deseando. Tus labios y tus ojos no pueden mentir.

Lo peor era que quizá tuvieran razón. Cuando todos los platos estuvieron listos en la cocina, Bea fue a arreglarse mientras las otras dos lo sacaban todo a la mesa.

—¿Todo esto lo ha preparado Bea?

—Casi todo. Bea es una espléndida cocinera, ¿verdad?

—Tiene una pinta estupenda. Se me hace al boca agua —elogió Alicia.

—Pues verás cuando lo pruebes.

—Ya estoy aquí —dijo la artista apareciendo en el comedor toda arreglada y ligeramente maquillada.

—¡Bea, estás…! —exclamó Berta con ojos libidinosos mientras se mojaba los labios.

—Despampanante, ya lo sé —interrumpió ella sin ningún signo de humildad.

—Deberíamos llamar a Ga… Al señor.

—Tranquila, sentémonos a la mesa. Él sabe cuándo debe llegar. No tardará.

Berta miraba a su amiga, sentada justo enfrente. Se la comía con los ojos. El vestido corto dejaba al descubierto más de medio muslo. Extremadamente escotado y sin tirantes, dejaba ver el nacimiento de los senos que, libres de la prenda de quizá hubiera debido mantenerlos a raya, se balanceaban suavemente con cada movimiento de su dueña amenazando por escapar de la tenue jaula de gasa que los ocultaba. Alicia sonrió al ver el apetito y la pasión en la mirada de Berta y se imaginó a Bea estornudando y sus pechos saltando libres.

Apenas llevaban unos minutos sentadas cuando apareció Gabriel en la puerta. A Alicia se le descolgó al mandíbula lentamente mientras se acercaba y no se percató de las sonrisas y las miradas llenas de complicidad de sus compañeras de mesa. Comenzó a sentir calor y su corazón se aceleró. Un fuego interior prendió en su abdomen y se esparció por cada centímetro cuadrado de su piel. Cerró los ojos al notar el aroma, cuando llegó a la mesa.

—Espero no haberles hecho esperar demasiado —se disculpó al tomar asiento.

—¡Oh, no, señor, acabábamos de sentarnos! —explicó Bea.

Gabriel sonrió a sus cuidadoras.

—Ha hecho usted un trabajo magnífico, Bea. Gracias.

—Espero que le guste lo que hemos preparado.

—Todo el mérito es de Bea, señor. Se ha pasado toda la tarde en la cocina —se apresuró Berta a aclarar. Bea se ruborizó

—Por favor, empecemos. Estos manjares no se merecen menos que nuestra total atención.

Tomó la botella de vino blanco y sirvió a las mujeres antes de hacerlo para él. Alicia no sabía exactamente lo que llevaba cada trocito de pan tostado que los otros devoraban con deleite y por un instante temió que llevase algún componente que tuviera efectos perniciosos en ella. ¿Perniciosos? ¿Qué podía temer después de que la mermelada le hubiera hinchado los pechos como verdaderos globos? Alina la había seducido con sus besos y Alonso se había aprovechado de ella por los efectos de la mermelada pero… ¿Cuándo había sentido ella orgasmos más intensos? Y eso sin desmerecer los esfuerzos de su esposo por satisfacer sus necesidades sexuales.

Comía y degustaba cada bocado. Bebió el espléndido vino, que le sabía ligeramente a frutas, y cuyo aroma invitaba a continuar bebiendo y le levantaba el ánimo aflojando su lengua y su risa ante las ocurrencias de sus compañeros de mesa. De cuando en cuando, observaba si había algún cambio en su cuerpo: la inevitable desconfianza provocada por las experiencias recientes. El único cambio que notada era una creciente humedad entre las piernas y un abultamiento en sus pezones. Al menos no era evidente y esta vez no era por la comida, ni siquiera por el vino. En esta ocasión, la única culpable era ella por sentirse atraída como una loca quinceañera por aquella voz y aquella risa que la embelesaban. Por aquellos ojos que la llamaban sin hablar, que la hipnotizaban y le hacían sentir mariposas en el estomago recordándole los momentos a solas y a escondidas con el que entonces era su novio adolescente, tan ansioso como ella de explorar su cuerpo. Más humedad entre los muslos.

Le tenía enfrente. Era imposible no mirarle. Sentía su mirada desnudándola lentamente, lamiendo su piel. Sus comentarios eran inteligentes, e ingeniosos los chascarrillos. Con aventuras que la hacían levantar de la silla de puro gozo. Berta y Bea reían con ella. Quizá no conocieran las andanzas de su señor. Quizá fuera tan solo puro teatro representado en exclusiva para ella, Con el fin de llevarla a un mullido lecho con él. Para preparar el siguiente acto de aquel sainete. ¿O quizá drama? Pero, ¿cómo podía ser un drama tan placentero? ¿Y en qué parte se hallaban, en el nudo, en el desenlace?

Bea rompió el hilo de sus pensamientos cuando le retiró el plato de exquisita carne que aún no había terminado de masticar, absorta en sus pensamientos. Tragó el último bocado y sonrió al apartarse para que lo recogiera.

—No tardaré nada en traer los postres.

Para ella aquello no sería el postre, sino un tercer plato. El postre vendría luego. ¡Ella sería el postre!

Berta abrió una botella de vino espumoso y escanció un poco en cada copa. Bea apareció con dos bandejas llenas de dulces variados y sirvió unas muestras en sus platos correspondientes con unas pinzas antes proponer un brindis. Gabriel y Berta se levantaron. Alicia hizo mención, pero Bea la retuvo sentada tocándole en el hombro.

—Por nuestra invitada. Por que sea la mujer más feliz del universo.

Los tres tomaron un sorbo y permanecieron de pie.

—Gracias, sois muy amables —respondió Alicia ruborizándose visiblemente—. Solo deseo que su confinamiento no se alargue demasiado.

—Podría durar toda la vida, con usted a mi lado, Alicia, y no me importaría. —El rubor se convirtió en fuego y el fuego en humedad. Una humedad que más bien lo alimentaba en lugar de sofocarlo.

—¡Qué galante! —Chilló Bea aplaudiendo como una niña.

—¡Devoremos estos dulces! —propuso a su vez Berta.

Se sentaron y volvieron a charlar, y a reír. Alicia estaba un poco achispada ya. Seguramente por ello era capaz de atender a las palabras de los otros tres y contestar a sus requerimientos mientras sus pensamientos se perdían en los ojos de su anfitrión.

Berta sacó café y sirvió un licor de color amarillo, dulce y fuerte. Que olía de maravilla y cuyo sabor no supo definir. Tampoco preguntó. Tomó varios sorbos después de ellos. Bea le rellenó la pequeña copa con el pie muy corto y por fin, tras unos minutos, Gabriel se levantó.

—Berta, por favor, ¿cree usted que nuestra invitada aceptaría bailar conmigo si pusiera la música adecuada?

Alicia se percató entonces de que había habido música de fondo en el comedor.

—¡Por su puesto, señor! No me cabe ninguna duda —respondió la interpelada acercándose a un mueble de la pared y pulsando sobre un casi invisible panel de mandos.

Entretanto Gabriel estaba a su lado y le ofrecía su mano. Alicia la cogió y se dejó llevar al centro del salón, que parecía haberse agrandado. Comenzó a sonar un vals que ella no conocía. El hombre la sujetó. Ella solo había bailado un vals el día de su boda y no sabía hacerlo mejor. Sin embargo, en aquella ocasión, pareció flotar a su lado, ligera como un copo de nieve. Gabriel la estrechó en sus brazos y pudo oler su perfume sin la distancia de la mesa del comedor de por medio. Imaginó ser una bailarina de esas que amenizan el concierto de Año Nuevo, en Viena.

Berta y Bea miraban, puestas de pie junto a la mesa, y sonreían. En el siguiente giro le pareció que se habían cogido de la mano. Bea tomaba otro sorbito de licor. Otro giro más y las vio besarse antes de unirse a ellos en su baile. Sonrieron al acercarse y ella les respondió con otra sonrisa. Cuando volvió a verlas sus lenguas se entrelazaban sin que ello les impidiera seguir el compás.

—¿Lo sabe verdad? —oyó la voz en su oído.

—S… Si —respondió ella sin saber muy bien a qué se refería.

Bea y Berta se acariciaban por encima de la ropa sin dejar de bailar.

—Pero debemos esperar a que acabe la música. Trae mala suerte. Luego iremos arriba.

Ella asintió. La música no terminaba nunca y ella se estremecía y se derretía en sus brazos. Buscó a las otras dos mujeres. No lo entendía. Seguían bailando, pero ahora Berta llevaba un camisón corto de color negro, con lacitos rojos, y Bea uno de color rosa. ¿Y su ropa? Berta le besaba el cuello a su compañera mientras jugaba con un pecho, ¡sin dejar de bailar! Mostrando las nalgas en cada giro.

—¿Nosotros solos?

—Ellas también subirán.

De golpe la música acabó con un espléndido acorde. No quiso preguntarse el tiempo transcurrido en sus brazos. A su lado las dos amantes se besaban, paradas, conscientes de fin de la pieza musical pero ignorándolo. Gabriel carraspeó y ellas se separaron. Hubiera querido preguntarles cómo se habían cambiado de ropa, pero se la llevaron en volandas. Cruzó la mirada con el señor mientras recorrían las escaleras.

La llevaron por varias salitas que desconocía hasta un dormitorio. De pie, junto a la enorme cama, comenzaron a desnudarla.

—Pero… Esperad. ¿Qué hacéis?

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—Perfecta —dictaminó Bea—. Ya está lista.

—Más que lista, diría yo —Corroboró Bea escondiendo la ropa de una sigilosa patada debajo de la cama.

En ese instante apareció el señor por la puerta, avanzó unos metros y se quedó a tan solo un par de ellos.

—Son ustedes magníficas. Está espléndida.

Berta se acercó a él y le ayudó a quitarse la americana. Gabriel se soltó los gemelos y se los tendió. Luego se arremangó un par de vueltas los puños de la camisa.

—¡Vamos, ve. Es todo tuyo! —susurró Bea. Alicia la miró suplicante—. Yo nunca he estado con un nombre. Berta, tampoco —le explicó—. ¡No me digas que no sabes qué hacer!

Alicia la miró incrédula. Se acercó a él, le rozó la mejilla con los dedos, los paseó por sus labios y luego se respingó para besarlos al tiempo que los apoyaba en su torso. Había dicho que era suyo. Se mordió el labio inferior. Gabriel recibió el beso. Separó los labios de Alicia con la lengua y la invadió saboreando cada matiz de su boca. La estrechó entre sus brazos. Ella se encogió. Se apretó contra él. Notó su erección. Sintió que se le nublaba la vista. Quizá había bebido demasiado. Se cruzó por su cabeza la posibilidad de vomitar.

Se apartó apenas unos centímetros y comenzó a desabrochar la camisa. Respiraba profundamente. Berta le había quitado ya la corbata. Cuando llegó al ombligo, metió la mano bajo la seda y la fue apartando mientras subía los dedos por su piel hasta el torso. Se inclinó para besarle los pectorales. El vello le hizo cosquillas en la nariz. Lamió uno de los pezones antes de alzar la vista y suplicar otro beso sin palabras. La lengua del hombre volvió a tomar su boca. Sintió sus dedos en los brazos, en los hombros, en el cuello, en su nuca…

Alicia exploró su torso apretando levemente con las uñas y volvió de nuevo hacia su abdomen dibujando una línea blanca en su piel. Rodeó el ombligo con el índice y enseguida buscó el enorme bulto que había crecido bajo el pantalón. Lo tocó, lo presionó y lo midió con la mano por encima de la tela. Por el rabillo del ojo vio que Berta y Bea, de pie a su lado, se besaban y acariciaban sin recato ninguno. Le oyó gemir.

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