Alice in Wonderland

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Alice in Wonderland

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Alice in Wonderland

Alessia Coppola

––––––––

Traducido por Federico Renzi 

“Alice in Wonderland”

Escrito por Alessia Coppola

Copyright © 2016 Alessia Coppola

Todos los derechos reservados

Distribuido por Babelcube, Inc.

www.babelcube.com

Traducido por Federico Renzi

“Babelcube Books” y “Babelcube” son marcas registradas de Babelcube Inc.

Alice in Wonderland

© 2015 Alessia Coppola

Todos los derechos Reservados

Editado por Babelcube, Inc. www.babelcube.com

Traducido por Federico Renzi

"Babelcube Libros" y "Babelcube"

son marcas registradas de Babelcube Inc

Tabla de Contenidos

Página de Titulo

Página de Copyright

Página de Copyright

Alice in Wonderland

Prefacio

Prólogo

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

Capitulo 0

Capitulo 1

Capítulo 2

Capitulo 3

Capítulo 4

Capitulo 5

Capitulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capitolo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Y si...

Notas de la autora

Agradecimientos

Bibliografía

Sobre la Autora

Moon Witch

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Prefacio

de Federica D’Ascani

El escritor es parecido a Dios.

¿Arriesgada como comparación, no es cierto? Sin embargo, piensen en eso. Un autor crea mundos, crea personajes, crea psicologías y tira de los hilos como mejor cree. ¿Por casualidad algunas veces escucharon sus conversaciones sobre sus trabajos? Muchos afirman que describen sencillamente las historias que están contadas por los mismos personajes, como si una vez creados pudieran tener una vida propia. Volverse reales y cantar sus vicisitudes a los lectores a través de los medios que el autor les da a ellos... ¿Y, de hecho, nosotros, humildes espectadores de sus vidas, no jugamos con el pensamiento de sus caras, caracteres, amores y tensiones? No instan ellos como si estuvieran pasando velozmente en la propia carrera de la existencia, advirtiéndoles de los peligros, ¿consolándolos casi con nuestras lágrimas y nuestras sonrisas? La lectura, después de todo, es algo bello, ya que es capaz de transmitir emociones y sensaciones de otra manera imposibles de probar en la vida real, en el mundo real. Sí, el autor tiene acceso a un universo paralelo, donde es el creador y hombre de confianza de personas irreales, sin embargo, tan densos como para ser capaces de penetrar el alma de aquellos que entran en contacto con ellos, quemándolos desde la profundidad. Ahora, ante de esta simple e incluso banal observación, podemos tratar de ir más allá. ¿Qué pasa cuando el autor pierde contacto con la realidad? ¿Cuándo los acontecimientos externos, en el mundo en donde estamos acostumbrados a vivir, invalidan sus facultades intelectuales y limitan su objetividad a permanecer anclado a la vida tal como la conocemos? ¿Se vuelve loco? tal vez. Se desprende de la lógica cotidiana buscando refugio en el paralelismo que él mismo ha creado para los demás y que, como nunca antes, representa el nido por sus propias inseguridades. ¿Esto le habrá pasado a muchos escritores antes de ceder por completo hasta la locura? Hubo autores tan turbados por la fealdad de la sociedad, quemados por los prejuicios y las observaciones precipitadas sobre de ellos, capaces de eclipsarse del mundo de los humanos y poner la atención solo sobre la estructura de sus historias, casi viviéndolas. Pero seguimos adelante. Porque hay una cuestión aún más grande de lo que hay que hablar, y es el enfoque del libro que están a punto de leer. En cada novela hay un mundo, análogo o diferente de nuestro concreto lugar de pertenencia. Ese mundo no deja de existir hasta la última página del texto al que hace referencia. Ese mundo, como en un eterno cuento de nunca acabar, sigue latiendo, generando personajes y situaciones. Profundamente unido a su creador, ese universo se mezcla con la vida y deforma algunos tramos. ¿Qué pasa cuando el Dios de estas creaciones ya no existe en la vida real? ¿Los personajes, a pesar de estar anclados a las páginas en donde fueron asegurados, advierten la tragicidad de esa desaparición? ¿Y cómo reaccionan? Esto, si lo pensamos bien, es un discurso complejo, que desemboca en el concepto de infinito, ilógico, irreal y entra en el mundo fantasioso de la imaginación y de las percepciones en donde está conectada. Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, tal vez, es realmente una historia sin fin, que, después de haber sido concebida por Carroll, deja un amplio espacio al futuro y un millar de otros creadores que son capaces, con su propio genio y con la capacidad de sondear lo desconocido, de llevar al lector de la mano y acompañarlo en las complejidades de un nuevo universo, tal vez incluso cada vez más hermoso, porque es enriquecido con las experiencias del tiempo que pasa a través de los siglos.

Y esto es lo que hará Alessia Coppola con ustedes en breve. Yo, por mi parte, les estoy hablando desde la madriguera del conejo blanco... Y no tengo ninguna intención de regresarme. Por lo tanto, lectores, saluden a su realidad y bajen sin aferrarse a ninguna raíz que brote de las paredes. Háganse envolver por el humo de la oruga y olviden...

Olviden...

Yo ya estaba acostumbrada al dolor que corría a través de mí cuerpo como un sutil choque. Sentía el corazón acribillado por alfileres, como si fuera un trozo de tela debajo del pie de una máquina de coser.

Mi frente estaba perlada de sudor y empecé a ver cada imagen borrosa y distante. El mundo enjambraba a mí alrededor.

Vértigos.

Me dejé caer y me preparé.

Hilos de seda transparentes comenzaron a recorrerme desde la punta de los dedos para después irradiarse como pequeñas arañas furiosos.

Su voz se convirtió en el sonido de un eco lejano, y entendí que tenía que irme con el fin de no asustarla y destruir todo.

Cada vez, morir era tan doloroso, casi como nacer.

I

Es terrible. Realmente es una cosa terrible no recordar nada de su propio pasado. A mí me pasó y les puedo asegurar que uno se siente aniquilado, solo. Después de todo, somos un poco como los árboles, nosotros los seres humanos: necesitamos de sólidas raíces excavadas en el suelo y un cielo hasta donde levantar los ojos. Yo no tenía tierra que acordara como la mía y no reconocía ni siquiera el cielo por encima de mí. No recordaba mi nombre, ni de dónde era, y a dónde iba. Eso era, no conocer el objetivo, era quizá peor que no saber qué camino había recorrido antes. El pasado ya ha sucedido. No se puede hacer nada para cambiarlo. Pero el futuro, bueno, "... si no sabes quién eres, no tienes idea de quién puedes llegar a ser y no tienes armas para llegar serlo ileso.

Mi mente estaba enrollada en una textura densa tejida en la oscuridad. Me contaron que estaba vagando por las calles de Guidford.

Era de noche y la niebla se me pegaba cómo algodón de azúcar en el paladar. Yo deambulaba por las calles, los faroles amarillentos de la ciudad brillaban suspendidos en la noche. Algunas ventanas iluminadas devolvía bostezos de luz y yo me sentía al borde del colapso.

Antes de mí, una pareja se daba un beso en la mejilla bajo la luz de un farol. Ella tenía un vestido maravilloso, de un color azul perla radiante, que podía brillar también en la oscuridad. Del mismo color, un sombrerito que le ocultaba el elaborado trenzado del cabello y el rojo de las mejillas. Él traía puesto un traje de corte preciado y un bombín negro con una cinta color morado. ¿Un bombín? Me paré un momento y tomé mi cabeza entre mis manos. ¿Dónde había visto otro parecido?

El reloj de la torre marcó las diez y el repique me retumbó desde el pecho hasta la cabeza. Me convertí en un diapasón que vibraba con ese sonido grave. Observé las manecillas.

Por mis orejas y por mis bigotes, ¡es tarde, es tarde!

Me sonaban adentro estas palabras. Pero, ¿qué querían decir?

Seguí caminando, observando a la gente. Me parecían todos felices o que fingían serlo. Tenían la sonrisa impresa en la cara. Marca que entendí pertenecer a la buena sociedad, que la esconde y entierra, que adorna y confecciona.

En su lugar yo estaba gritando de rabia. Sí, yo estaba enojada porque no sabía quién era yo. Me repetía: "¿Cómo lo hago de nuevo si, si lo estoy?" Eso no tiene mucho sentido, lo sé. Sin embargo, me preguntaba cómo iba a reaccionar la Astrid que estaba en mí, la que recordaba.

Me llamaron Astrid. Oh, yo no elegí ese nombre. Me lo puso la persona que me encontró esa noche.

Empezó a llover y pensé que me iba a derretir junto con la lluvia, abrazando el asfalto, desvaneciendo. O mejor dicho, yo eso quería.

El estómago empezó a hacer ruido y yo fui seducida por el olor reconfortante que provenía desde una posada. Más allá de la vidriera forjada, vi grandes mesas llenas de gente que comían y reían. Moví la mirada en la superficie del vidrio y me vi reflejada. Mis ojos azules parecían canicas de vidrio, que eran cristalinos. Mi largo cabello rubio estaba enmarañado y recogido hacia atrás con una cinta de raso negro.

Yo no era una niña y no era una adulta. Yo estaba en aquella edad del medio, la que pierde el asombro en favor de la curiosidad que conduce entonces a la experiencia. Tenía diecisiete años, creo.

Un hombre y una mujer que se acurrucaban bajo un mismo paraguas vinieron hacía donde yo estaba.

"Oh, pobre joven. Así se mojará ", dijo la mujer con una expresión sincera de compasión. Me encogí de hombros. No podía hacer nada si no tenía a donde ir y si estaba lloviendo.

"¿Cuál es su nombre?", Me preguntó.

Mis ojos flotaron en el vacío. "No sé. No recuerdo.»

"Debe de haber perdido la memoria," dijo el hombre, envolviendo a su compañera con el brazo.

"¿Qué recuerdas, querida?" Continuó ella.

«Nada», fue mi contestación.

Ella entrelazó los dedos y pasó su mirada entre mí y su compañero. Acercó su boca al oído de él y le susurró algo que por suerte pude oír. "Greg, parece..." "Yo sé, yo también lo pensé," contestó él con una voz ronca. "Está friolenta y sola. Podríamos llevarla a la casa con nosotros". "No sé, cariño." Ella le rogó con su mirada y él suspiró. "Si en serio eso quieres, está bien." Hablaban como si yo no estuviera allí, pero yo estaba allí y me sentía como un cachorro en un escaparate de una tienda. Mientras continuaban intercambiándose miradas, tuve tiempo para reflexionar. Pasar una noche en el calor de un hogar y tener una conversación con alguien no era tan mala idea. Por eso, cuando se pusieron de acuerdo, tomando la decisión de llevarme con ellos, ya conocía mi respuesta. "Cariño, nos encantaría darte hospedaje", dijo ella en un susurro, tal vez roto por el frío.

«Le agradezco," dije, y los seguí. Me dejé llevar a su casa que tenía tejas de pizarra, los ladrillos blancos en el porche y las hermosas ventanas que parecían cortadas de un cuento de hadas.

Cuando llegamos adelante de la gran puerta de hierro forjado con volutas florales, un aleteo de viento me levantó los riscos del vestido y me hizo levantar la mirada, atraída por un sonido chirriante y metálico. En el techo de la casa sobresalía un gallo de hierro, tipo de veleta. Se balanceaba por efecto del soplo y, cuando entré en el camino de entrada lleno de flores, él se detuvo, casi a quererme dar la bienvenida.

* * *

“Es un regalo del cielo, Greg”, gorjeaba ella, mientras se afanaba arriba y abajo de las escaleras, con su curiosa crinolina decorada, que sobresaltaba como el movimiento de cola de un perro.

«Beth, ¡ayúdame, por el amor de Dios!» Él se había dirigido a una mujer que apareció en la puerta con una expresión de desconcierto, y sin embargo llena de felicidad. ¿Pero nunca habían tenido invitados en esa casa?

Beth, la criada, siguió los movimientos de la señora de la casa y subió arriba a preparar la que se convertiría en mi nueva habitación.

El hombre encendió la chimenea y yo me dejé acurrucar por el atractivo de las llamas. La boca de aquel fogón parecía la entrada a un mundo imaginario. Las taraceas de la madera del marco se rizaban y salían como volutas de humo. Me llevé la mano en el pecho y casualmente toqué algo. Un colgante. Lo apreté entre mis dedos, descifrando su forma: era una clave. ¿Por qué traía una llave en mi cuello y cual puerta abría? Por el momento yo dudaba de que pudiera abrir alguna, dado el pequeño tamaño.

Moví mi mirada hacía la mujer. "¿Por qué hacen esto?", Les pregunté. Tal vez era la costumbre de la gente de dar ayuda. Yo no sabía. Me había olvidado de cómo funcionaban las dinámicas humanas.

"Oh, bueno", "suspiró ella. "Te pareces mucho a nuestra Astrid." Sus manos temblaban y ella tuvo que recargarse en contra de la pared. Llevó un mechón de pelo rubio hacia atrás y, con un dedo, se quitó una lágrima de la mejilla.

"¿Quién es Astrid?", Pregunté. Tal vez me equivoqué, pero me parecía justo conocer la identidad de la persona a quien yo me parecía.

El hombre sostuvo a su esposa y me miró con aquellos ojos de lapislázuli. "Astrid era nuestra única hija."

Aquí está, sabía que no debía preguntar. Era su hija.

Hubo un momento de silencio y él comenzó a hablar de nuevo, apretando los hombros de la mujer. "Murió de la polio a la edad de catorce años. Fue solamente hace dos años”.

Me sentía culpable por haber renovado su dolor. O tal vez, había sido despertado nuevamente solo con verme.

María pareció despertarse y abrió una puerta de la oficina detrás de mis espaldas. Una bocanada de olor rancio y de naftalina me picaron las fosas nasales. Ella sacó un marco de fotos y me lo entregó. "Allí está", dijo, siguiendo con la mirada el marco, hasta cuando llegó entre mis manos. Ellos tenían razón; efectivamente Astrid y yo podríamos parecer hermanas. Mientras que yo acariciaba el borde del marco, ella siguió los movimientos de mis dedos y me miraba como si yo fuera una especie de milagro.

« ¿Era muy bonita, verdad?» preguntó ella, apretándose el pecho.

Yo dije que si con la cabeza, yo no pude decir nada más.

El hombre movió un tronco con un tizón, liberando una llamarada de fuego que se elevó hasta la boca negra en la chimenea. Dejó el instrumento en una esquina y se dirigió hacia su esposa. La recibió entre sus brazos, como si hubiera previsto que si no lo hubiera hecho de inmediato, ella se habría quebrado. La mujer era delgada y menuda, mientras que él era alto, de hombros anchos que parecían hechos especialmente para albergar la cabeza de la mujer amada, sobre todo en momentos como ese. Él parecía una columna de piedra, sólida, imponente; ella era como un susurro en el viento a través de las grietas de la torre. Aun así, se veían perfectos juntos. Y era esa clase de amor que me hubiera gustado encontrar en la vida.

"Vas a estar bien aquí con nosotros", dijo él. Su voz era firme, tanto como su presencia. "Tendrás tu propia habitación. Beth la está preparando. Espero que estés contenta".  "Por supuesto, me siento halagada." Bajé la mirada y regresé el marco a Mary, quién lo guardó cerrando lentamente las puertas del secretaire.

Acepté así, su ayuda que me pareció sincera. Y comprendí que no pasaría solamente una noche en esa casa.

Beth me acompañó por las escaleras. Cada paso me conducía hacía una nueva vida. Deslizaba mis manos en el pasamano de caoba y dejaba que mis suelas fueran consoladas por la caricia de la tapicería.  Llegué a la cima, mirando a la pareja, que, abrazada, seguían guiándome con la mirada de sus ojos.

El ama de llaves me acompañó hacía la derecha. Mi habitación estaba detrás de la tercera puerta del pasillo. El papel tapiz estaba pintado con remolinos nacarados que transmitían ondas positivas. Me sentía tranquila allí, como si fuera mecida en una cuna de seda.

Cuando la puerta se abrió, me conmoví viendo lo que encontré. El piso era de madera limpia y luciente y reflejaba como un espejo las luces de la lampara en forma de copas adosados a las paredes. El papel tapiz era color lila, con motivos geométricos. En el centro de la habitación, estaba una cama de baldaquín con sábanas rojas, que esperaban solamente que mis huesos descansaran. ¿Una habitación solamente para mí? ¿Había tenido otras en el pasado? ¿Y si es así, habrían sido bellas aunque fuese solo como la mitad de esta?

En un rincón vi un caballito de madera y una casa de muñecas. Entendí que fue un tiempo la habitación de su Astrid. La emoción dejó el espacio a un escalofrío que me recorrió el cuerpo por adentro y me hizo vacilar.

"¿Te gusta, hermosa?" Me preguntó Beth, ampliando la sonrisa y tranquilizándome.

¿Cómo no me iba a gustar? Aun así, un espeso aire de desolación y melancolía se arrastraba en cada borde de la habitación.

El ama de llaves tomó otra cobija blanca del armario que estaba detrás de la puerta, la puso sobre la cama y me dio un guiño. "Si llegarás a tener frío."

«Ahora te dejo, niña. Descansa." Ella me acarició la mejilla y cerró la puerta tras de sí. Oí sus pasos bajar rítmicamente. Las voces de la pareja y la suya se sumaron en un zumbido confuso y entusiasmado.

Me acerqué a la gran ventana y vi las estrellas. De alguna manera, me acordé de un dicho, según el cual, las estrellas saben nuestro destino. ¿Conocían también el mío?

Bajé las cortinas y me senté en la cama. Me lancé hacia atrás, arqueando la espalda. Apreté las cobijas entre los dedos y me quedé mirando el techo del baldaquín.

En una esquina estaba escrito con un gis blanco: Astrid R.

La sangre se me congeló en las venas.

Cada cosa en ese ambiente hablaba de ella. Astrid estaba casi más presente que yo. Sin embargo, ella era un fantasma en la memoria de sus seres queridos y yo era de carne y hueso, con vida.

¿Dónde terminaba ella y donde empezaba yo? Tal vez incluso hubiera empezado a portarme como ella o hasta creer ser ella. Y empecé a pensar que era esto lo que los Richardson querían.

Entendí porque me habían acogido. Me querían con ellos para reemplazarla, para llenar ese vacío que tenían en su corazón, como si fuera un pastel. ¿O eran realmente amables?

Nunca lo entendí sinceramente. Sé que me quisieron de inmediato, me ofrecieron una casa y me adoptaron, a pesar de que yo era demasiado grande para ser adoptada legalmente. Me enseñaron muchas cosas y me permitieron tener una excelente educación privada. Y cuando decidieron llamarme Astrid, yo no dije nada. María y Gregory Richardson habían hecho tanto por mí. Dejarlos que me dieran el nombre de su hija muerta era lo mínimo que yo podía hacer por ellos. Aunque tuve que reconocer que era bastante inusual y un poco macabro. Y, aparte, ese no era mi nombre.

¿Cuál era mi verdadero nombre? ¿Quién era yo?

Tal vez mis sueños querían proporcionarme las respuestas, pero al despertar casi no me acordaba de nada y lo poco que recordaba era malditamente loco. Acertijos imposibles se presentaban en mi mente, extrañas criaturas se reían y me invitaban a sentarme con ellas.

Aquí todos somos locos. Yo estoy loco. ¡Tú estás loca!

Yo recordaba vívidamente escasos jirones, entre el sueño y la vela. A lo mejor en serio estaba loca.

II

A la mañana siguiente, después de mi descubrimiento, me desperté siguiendo una estela de olor procedente de la cocina.

Levanté las cobijas y caminé descalza hacía las escaleras. Me deje guiar por mi nariz, y debo decir que mi sentido del olfato no me traicionó.

La puerta estaba entreabierta, y me arriesgué a abrirla un poco más, sólo lo suficiente para poder entrar. La ventana estaba abierta y dejaba que el viento agitara la cortina hecha de blanco encaje macramé, como una vela. Sobre la mesa brillaban frascos de vidrio que con precisión, uno después del otro, se estaban llenando con cucharones de mermelada. Sì, era mermelada de fresa.

Sobre la mesa de trabajo estaba puesta también una cesta de moras; algunas estaban esparcidas en el suelo con el riesgo de que alguien pudiera resbalarse. Una olla de estaño estaba hirviendo y exhalaba rizos de humo calientes y con sabor a fruta. La doméstica mezclaba con paciencia y cuidado, y con cada cucharada, llenaba un frasco.

Ella levantó la mirada hacía mí. "Oh, vamos. Yo sé que estás ahí. Ven". La señora me hizo preparar unas galletas para ti. Me sonrió y me infundió la confianza para entrar.

No era bonita, pero lo era de una cierta forma en su dulzura. Podía tener como sesenta años, pero en los ojos tenía todavía un brillo que las mujeres de su edad pierden con el tiempo. Ella era Beth, la doméstica que había visto la noche anterior. Nunca lo habría imaginado, pero pronto se convirtió en una buena amiga. Una vez me dijo: "Tú eres una joven muy linda, Astrid. Pero tú y yo sabemos que éste no es tu lugar. Creo que es correcto que tú sola empieces a buscar tu camino. Encontrarás piedras durante el camino, muchas entraran en tus zapatos y te obligarán a pararte y sacarlos. Encontrarás vidrios rotos sobre los cuales deberás caminar descalza. Encontrarás arena y arcilla, donde podrías hundirte. Pero quizás, también, rosas esparcidas bajo tus pies como los pétalos sobre los altares. Piénsalo, jovencita.»

¡Y tenía absolutamente toda la razón!

Me acerqué a la mesa, mientras Beth se limpiaba las manos en su delantal todo manchado de rojo y burdeos. Parecía que acababa de matar a un conejo. ¿Un momento, porque a un conejo?

Me senté, mirando a los tarros, todos llenos hasta el borde. Me hubiera gustado mojar un dedo y llevarlo a la boca, pero pensé que no habría sido conveniente. Sobre la despensa habían otros contenedores vacíos y botellas, platitos, tazas muy blancas y cinceladas con unos meticulosos bordados. Ellos brillaban por la luz de aquel sol de septiembre. Tenía dolor de cabeza porque me estaba esforzando en entender por qué aquellos platos me daban una sensación tan extraña.

"Aquí tienes, querida," dijo Beth, agitando bajo mi nariz un humeante plato de galletas.

Con timidez agarré una y la mordí. Tenía un sabor dulce, fresco y al mismo tiempo especiado. También tenía un ligero sabor picante que me hacía cosquillas en la lengua. Yo la conocía. Estaba segura de haber comido otras así, pero no sabía de qué estaban hechas. Beth me guiñó un ojo, tal vez para disipar las dudas que se podían leer en mi cara mientras estaba masticando. "Son de jengibre."

Yo arquee una ceja y sopesé el sabor sobre mi lengua. Jengibre. Lo recordaba. Yo conocía a otra persona que estaba loca por estas galletas. Tomé otro bocado, con la esperanza de que me viniera a la mente, pero nada. Me quedaba solamente el aroma picoso sobre el paladar y tan oscuro en el corazón.

En el umbral pude ver la silueta armoniosa de Mary, que llevaba puesta una sonrisa radiante. "Veo que ya se conocieron."

Yo asentí con la cabeza, tragando las últimas migajas, mientras que Beth llenaba un vaso de leche para mí.

"¿O prefieres el té, querida?" añadió, mientras que el líquido alcanzaba el borde.

Yo parpadee y sacudí la cabeza. Por supuesto, yo prefería el té. Yo era inglesa, diablos. Este detalle lo acordaba muy bien. Y probablemente había otras razones por las que prefería el té a la leche.

“Sí, gracias", murmuré en voz baja.

Beth comenzó a calentar el agua en el hervidor. Desde una caja de hojalata que tenía escrito High Tea Twining, retiró con una cuchara algunas hojitas de té; las colocó en un colador y lo puso todo en la parte inferior de la tetera. Puso una taza frente a mí. Estaba hermosa, con su mango en forma de corazón.

"Estoy de verdad muy contenta de que tú hayas llegado a nuestras vidas. Fue destino que nos encontráramos. ¿Crees en el destino, querida? ", Preguntó Mary.

«Sinceramente no sabría contestarle.»

"Oh, por favor, llámame Mary, no seas tan formal." Ella me guiñó un ojo y me miró con ternura.

"Bueno, Mary. No sabría decirte si antes de perder la memoria yo creía en el destino o no".

« ¿Y ahora si crees?»

Me encogí de hombros. "¿El destino quiere que yo no me acuerde quién soy?"

"O tal vez el destino quiere que tu renazcas aquí con nosotros. Cree en sus signos y confía en sus designios".

El hervidor silbó y yo me tapé mis oídos. La doméstica lo levantó con una agarradera y vertió el líquido de color ámbar en la tetera.

"Sólo unos minutos en infusión y estará listo", dijo. Me sonrió de nuevo, volviendo a mezclar la mermelada.

Mary se sentó a la mesa y tomó una galleta. No me quitaba la mirada de encima. Me sentía incómoda, pero me porté como si ella no se diera cuenta. "Astrid, yo..." Me tomó la mano y yo sobresalté. Lo había hecho, me había llamado Astrid. "Creo que nuestro encuentro estaba escrito. Estoy agradecida con el destino y estoy agradecida contigo por haber aceptado ser parte de mi familia".

Era sincera, se lo podía leer en los ojos. Pero tenía demasiadas expectativas sobre mí. Con toda honestidad, tan pronto estuviera de vuelta mi memoria, yo iba a regresar a mi verdadera vida, incluso si fuera una vida de mendigo. No me importaba, yo quería ser yo.

"Yo también estoy agradecida contigo, Mary," dije. No quería evadir sus esperanzas. Era una mujer fatalista, demasiado para mi gusto. Yo no era así; ¿o sí?

Mary sirvió el té. Cómo me gustaba ese color, era como si el sol en el atardecer se cayera en mi taza. Acaricié con un dedo el mango y luego la levanté con ambas manos, para que se calentaran.

"No, querida, no con las dos manos. No se ve bien ", sugirió Mary. Bueno, empezamos bien.

"Mira se hace así" ella me aconsejó, enseñándome la posición correcta que tendrían que tener a mis dedos. Con el dedo índice y el pulgar agarrando el mango. Yo la imitaba, tratando de no derribarme encima la taza. "Con gracia, querida", agregó.

Resoplé, pero ella no se dio cuenta.

"Levanta un poco sólo el dedo meñique." Me mostró el movimiento como si fuera completamente natural.

Sin embargo, me parecía una exageración. Personalmente me gustaba recibir la taza entre mis manos, dejarlas calentar y probar el vapor hasta el alma. Todo me parecía frío. Por lo tanto, no me importaron sus sugerencias y tomé el primer sorbo. Como una descarga eléctrica, el calor se propagó hasta mi corazón y un relámpago me cegó.

¿Tic tac, pequeñita, aquí estás cerquita?

Me quedé inmóvil. Se vino a la superficie otro recuerdo. Pero era bastante decepcionante no tener idea del significado de esas palabras.

« ¿Algo está mal, querida?» preguntó Mary.

Dije que no y volví a toma mi té.

Había algo que no estaba bien. Me pareció como ahogarme en esa taza y exprimirme como una rebanada de limón sumergida por demasiado tiempo.

III

Pasé mucho tiempo con ellos, sintiéndome como una extraña, ya que, básicamente, lo era hasta para mí misma. En la casa había una atmósfera irreal. Todos me miraban en la espera de que mi mente estallara como un globo de agua y los inundara de recuerdos. Si yo hubiera recordado, hubiera regresado de vuelta a mi pasado, a mi vida y ellos no lo habrían permitido. O mejor dicho, me hubieran dejado libre, seguramente. Pero no les hubiera gustado.

Se me concedieron comodidades y privilegios que una chica de clase media alta de mi edad solamente podía esperar. Gregory Richardson era el director del banco central de Guildford y estoy segura de que podía permitirse el lujo de chiflarme de esa manera.

Yo no pedía nada, sin embargo, me ofrecían el mundo. ¿Era justo que lo aceptara? Sin embargo yo ni tenía el tiempo para preguntármelo, entre las clases y pasar de una visita de cortesía a la siguiente. A las cinco de la tarde, té con las damas Bridget; a las seis, las lecturas de alemán y francés, en la biblioteca con el profesor Craushi; a las siete, clases de piano con Igor Kozlov, un músico ruso que era capaz de molestar totalmente mi sistema nervioso como ningún otro en el mundo. Su metrónomo latía de forma odiosa en mis oídos, incluso después de completar las clases. Ese tic tac rítmico y perfecto era un gusano que excavaba galerías en mi mente. Ensordecedor y picoso. No podía soportar aquel sonido y no podía soportar la presunción de académico del profesor. Era por esta razón, tal vez, que ni siquiera aprendí a tocar una escala.

Los Richardson se dieron cuenta, no era difícil entenderlo. Y así, ya no hubo más clases de piano, gracias a Dios. No es que yo odiara a ese instrumento, pero detestaba las reglas, las imposiciones, las bridas. Yo sabía ser un espíritu libre, no había ninguna duda al respecto.

Ellos querían que yo estuviera lista para entrar en la buena sociedad, que después de mi educación encontrara un noble de Londres y me casara con él. Yo no estaba de acuerdo con sus programas.

El golpe decisivo lo recibieron cuando rechacé a Owen Lesburry, hijo de un notario muy conocido y cuadragésimo segundo en el orden de sucesión al trono.

Todavía sonrío recordando cuando nos encontramos.

Era una tarde cualquiera, una de las muchas pasadas a tomar el té con las amigas de Mary.

Estábamos en la sala elegante de los Richardson, Owen y su madre estaban sentados delante de nosotros. Como seguido pasaba, en aquella ocasión traté de mantener la compostura y de no decir una frase equivocada en un momento inoportuno.

Sin embargo, no me pude resistir. Cuando Owen alargó su sonrisa y comenzó diciendo: "Sabes, Astrid, mi madre me dijo que nos vamos a casar", yo me reí en su cara, y hasta un pequeño chorrito de té se salió de mi boca. Mary estaba horrorizada. Creo que estaba a punto de desmayarse. La Sra. Lesburry se puso de pie, de mala gana, y tiró de su hijo por la manga de la chaqueta. "¡Vámonos!" Dijo, con rabia. « Pero mamá, me dijiste que teníamos que hacer nuevos amigos ", dijo él con una voz cantarina. La mujer parecía realmente indignada. "Ya no es así." Los vi salir, llevando consigo las esperanzas de Mary. Ella ni siquiera me regañó y yo casi quería que lo hubiera hecho. Creo que desde entonces comenzó a renunciar. Yo no podía doblarme. No me podía casar con un niño petulante y aburrido como Owen.

A partir de ese día yo reclamé mi libertad y mi derecho a elegir qué hacer, qué leer, qué instrumento tocar, siempre y cuando quisiera tocar uno. Pero, sobre todo, a quien amar.

Yo no sabía a quién, y era solo una sensación pero sentía que ya había entregado mi corazón a alguien. Y este alguien me estaba esperando. Era mi deber buscarlo.

Pero antes tenía que encontrarme a mí misma.

Y me sentía culpable cada vez que pensaba en irme. Yo estaba muy agradecida con los Richardson. Su afecto por mí era una caricia, pero no era suficiente para quitar el polvo que se quedaba sobre mi pasado. Yo estaba feliz de que se ocuparan de mí. Me sentía como un gorrión herido que es recogido y asistido. Y, al igual que todos los gorriones a los cuales los seres humanos prestan cuidado, yo me quedaba en la jaula. No sé por qué, pero muchas personas creen poderse arrogar el derecho de poseer a la criatura a la cual presta atención y le dan caridad. Y para mí fue lo mismo.

Había dejado que entraran en mi vida y había aprendido a conocerlos y amarlos.

Yo sabía que cuando Greg silbaba, los títulos en la bolsa de valores donde él había invertido estaban por las nubes. Entendía sus silencios y sabía que cuando golpeteaba la punta de su puro sobre el periódico de la noche, algo en el trabajo no iba bien. Estaba acostumbrada a oler por toda la casa el tabaco que se arrastraba por detrás en una nube de humo. Me acordaba de alguien que tenía el mismo perfume y el mismo vicio.

Yo sabía que cuando llovía, María adoraba preparar pasteles de manzana y canela. Cuando esto sucedía, mi corazón se iluminaba. La casa olía a especias y óxido. Un velo envolvente caía en mi alma y la calentaba. Y cuando había sol, al contrario, ella amaba bordar sentada en su sillón de mimbre blanco, bajo la luz del porche, besada por los rayos. En esos momentos me parecía una niña y me daban ganas de abrazarla y dejarme envolver por la esencia de su cabello.

Pero nunca lo hacía, nunca la abrazaba, no obstante, creo que a ella le hubiera gustado.

Oscilaba siempre entre una sensación de una inmensa gratitud y la de la opresión que casi me ahogaba. Me encontraba en la incapacidad de tomar una posición. Y, a veces, la insuficiencia y la rebelión se abrían camino en mí. No podía soportar ser alguien que en realidad no era.

La Navidad se acercaba, el ama de llaves y yo salíamos seguido en las calles del centro. Yo la acompañaba en sus comisiones, a pesar de que Mary me repetía que podía quedarme en la casa. Creo que ya casi había renunciado a combatir mi terquedad.

Me encantaba caminar y más me encantaba hacerlo en la nieve.  La veía descender ligera desde el cielo como el algodón. Se metía en las chimeneas desde las cuales salían volutas de vapor con las formas más sorprendentes. Una vez vi soplar una nube de humo que se parecía a un conejo. Al parecer, los conejos eran mi obsesión.

Las calles de Guildford estaban bien limpias, pero en las esquinas y sobre las banquetas la nieve se amontonaba y me moría de las ganas de hacer bolas y lanzarlas a los transeúntes. Regresaron a mi mente las palabras de Mary: No es decoros, Astrid. Y me regresé sobre mis pasos.

Las vidrieras de las tiendas parecían espolvoreadas con azúcar glas. Yo dibujaba arriba con los dedos y me limpiaba con una manga del abrigo para poder mirar dentro. No había ninguna posada, sastrería o cualquier lugar que no estuviera adornado para las fiestas con guirnaldas de muérdago.

En la plaza del pueblo se alzaba un enorme abeto, decorado con estrellas y moños. Perdía mucho tiempo en mirarlo, mientras que Beth estaba de compras en la tienda de comestibles al otro lado de la plaza. Recuerdo claramente un evento. Faltaban doce días para Navidad. Oí un coro de niños, cuyas voces eran tan cristalinas y claras que parecían de vidrio. Vi a la pequeña procesión venir en mi dirección y cantar una canción de Navidad a cambio de unos pocos chelines. Una de las chicas estaba usando un colgante en forma de corazón alrededor de su cuello. Un corazón rojo con cristales de Swarovski. Por un momento, el mío (mi corazón) se detuvo. Una imagen confusa se proyectó en mi cabeza y me quedé aturdida por la visión de un castillo de naipes a punto de colapsar. ¿Yo era un jugador de bridge? ¿Y eso tenía algo que ver con las tarjetas de corazón rojo en el cuello de la niña? Puse dos monedas en su mano y ella se fue con el grupo, dejando que me desplomara junto con esas barajas.

Beth vino a salvarme. Muy seguido me ayudaba en los momentos en que estaba perdida por los laberintos de mi mente. Sin embargo, ella nunca supo. Nunca entendió. ¿Quién hubiera podido, después de todo?

Nos dirigimos hacía la casa, mientras empezaba a nevar. Mi abrigo se impregnó de nieve y las calles comenzaron a cubrirse de copos de hielo. Levanté la falda y puse mucho cuidado de no resbalarme. Lo logré, hasta que Beth se colgó en mi brazo y las dos nos resbalamos como dos gansos, en un estanque congelado. Gracias, Beth. Bueno mínimo podría decir que me causaba risa y yo las necesitaba. La risa derretía las sombras en mi alma.

Regresamos a la casa, mientras se despertaba el amanecer y los techos en Guildford parecían glaseados. La nieve que se había caído allí tenía color del oro bajo los trazos vigorosos del sol moribundo. Me quedé en la ventana, encogiéndome de hombros. Comencé a temblar, y yo no sé por qué, pero lloré. Tal vez por la belleza del paisaje o porque me sentía frágil y efímera como esos copos blancos.

Fragmentos de recuerdos suspendidos sobre hilos indecisos de la mente tomaban agua como barcos de papel. ¿Por qué todo era tan confuso?

Mary se apareció a la entrada y comenzó a observar los techos conmigo. Era como si con la mirada buscara atrapar algo que languidecía en los recovecos de su pasado. Se llevó la mano a la mejilla y me rozó apenas con sus ojos. "Qué tonta soy. A veces temo que Astrid pueda sentir frío bajo toda esa nieve.»

Se me congeló la sangre. No podía imaginar el dolor que sentía esa mujer. Un dolor tan profundamente arraigado que sembraba la locura en su alma.

No dije nada, por otra parte, no sabía que decir.

«Te veo pensativa», dijo ella, dirigiéndose otra vez conmigo.

«Sí, a lo mejor.»

« ¿Puedo hacer algo por ti?»

Era increíble cuanto se preocupaba por mí, a pesar de tener muchos problemas con los fantasmas del pasado. Ella quería ayudarme a expulsar los míos, pero creo que tenía más necesidad de sacar los suyos.

"Mary, tú y Greg ya hacen mucho por mí", respondí. "Estoy bien, en serio." Sus ojos se agrandaron y golpeteó sus manos como una niña. “¿Sabes qué vamos a hacer mañana?"

« ¿No, qué?»

«Nos vamos de compras.»

« ¿Otra vez?»

Rodé los ojos. Esto se había convertido en un hábito. Ella creía que podía comprar mi afecto con regalos. Yo no era así, de los que se dejan comprar a cambio de baratijas. Sin embargo yo apreciaba su dedicación.

"Te va a gustar, vamos. Te voy a llevar en una nueva sastrería y te haré confeccionar el vestido más hermoso de Guildford. ¿Quieres?"

Sacudí mis hombros. «Si quieres.»

Yo no necesitaba más ropa para disimular lo que no era. Me hubiera gustado más caminar desnuda para Guildford, pero preservar mi memoria.

Paciencia.

Al día siguiente hubiera tenido que equiparme de tapones para los oídos para no escuchar los chirridos y los chillidos de Mary, mientras yo me tenía que probar vestidos y abrigos. Cada vez ella se emocionaba más, como si los trajera puestos ella misma, como si los de la tienda se los fueran a regalar.

Beth vino hacia nosotros con una bandeja de plata y nos sonrió, la puso sobre la mesita junto a la ventana y se fue. Nos sentamos en los dos sillones de mimbre blanco y tomamos cada una su taza. Sobre el platito estaban dos rodajas de limón. No veía ninguna jarra de leche. Rápidamente me di cuenta de que lo que estábamos bebiendo era té de Darjeeling de la India, mi favorito. Levanté la pequeña cloche de plata y creo que mis ojos brillaron: Beth me había preparado los scones. ¡Yo adoraba a esa mujer!

Nos deleitamos de esos pastelitos hablando de esto y de lo otro, planeando el día de mañana.

Hice como que la escuchaba, de hecho, estaba tan ocupada con el té, que mi mente se oscureció.

"¿Astrid, me estás prestando atención? ", Me preguntó. "A veces me pregunto dónde te vas a pasear con tus pensamientos."

¡Ah, si yo también lo supiera!

IV

Me desperté temprano, siguiendo el rastro de mermelada, esta vez de ciruelas. No es una de mis favoritas, para ser honesta.

Sobre la mesa me espera una rebana de pastel de manzanas y nueces, espolvoreado con azúcar glas, algunos scones que se han quedado desde la tarde anterior y una humeante taza de té. Beth ya sabía que solamente quería ese, a las cinco de la tarde, pero incluso en el desayuno; Contrariamente a los Richardson que en las primeras horas de la mañana preferían beber leche, acompañado de huevos, tocino y emparedados.

«Bebes demasiado te, señorita», me regañó Beth.

Yo no era la única. Creo que toda Inglaterra tenía la costumbre de beberlo. Por no hablar de la reina Victoria. Se contaba que su primera orden como reina, era: "Tráeme una taza de té."

Vertí una gota de leche en mi taza; La vi crecer como una pequeña onda de sonido e irse hacia abajo en el fondo. Me sentía como una medusa flotante, ligera. Puse una cucharadita de azúcar y tomé mi primer sorbo.

Solo entonces me desperté.

Una hora más tarde ya estábamos fuera de la casa. El carruaje nos estaba esperando, con dos caballos blancos rampantes. Nos subimos a bordo y yo suspiré de forma impertinente hacia la ventana. Mary no dijo nada.

Me hubiera encantado dormirme allí adentro, si el carruaje no nos hubiera golpeado por todas partes con aquellas sacudidas. Tarde o temprano el viejo Richardson hubiera tenido que tomar la gran decisión y adaptarse a los tiempos, comprar una Benz Velo: un coche sin caballos. Con este sí que nuestros viajes serían más confortables.

"Ya casi llegamos, querida," dijo ella, mientras se acomodaba el velo de su sombrero. Era tan elegante que me parecía como un pequeño cisne. A veces me hubiera gustado ser como ella.

"¿Cómo encontraste el sastre?" Pregunté.

"Oh, la señora Forster me lo aconsejó. El otro día me crucé con ella en el parque y llevaba puesto un vestido maravilloso. Le pregunté donde lo mandó a hacer y me dijo que en la nueva Sastrería Masetti. Yo podía darme cuenta de los elegantes bordados y cuando ella me dijo que el sastre era italiano, no tuve ninguna duda. Yo quiero que tengas un vestido como ese. Y tal vez, pediré que confeccionen uno para mí también".

«Gracias, Mary», murmuré.

Nos detuvimos de frente a una pequeña sastrería. El letrero de madera decía: Sastrería Masetti.

Mary sugirió al cochero esperarnos y nos preparamos para entrar.

Acaricié con la planta de los pies el cálido piso de madera y me sentí como envuelta por el olor de la madera y por los colores de los retazos de tela que salían por aquí y por allá. Parecían pájaros multicolores colocados en los estantes. De frente de nosotros estaba el mostrador, detrás del cual, se podían admirar filas de rollos de telas más o menos preciosas. Al lado de la habitación, bajo una claraboya hermosa, había una pantalla de madera con las cortinas de algodón blanco y una otomana. Me imaginé que esa era el área utilizada para probar la ropa.

«Señor Masetti», llamó Mary, alargando el cuello hacia la trastienda.

"Aquí estoy, aquí estoy!", Respondió el hombre. Era delgado como un alfiler y tenía tan finas falanges que ellas también parecían agujas.

Deduje que él era el sastre, y que con aquellos ágiles dedos bordaba cosas maravillosas. Me los imaginaba como patas de araña tejer enredos y crear verdaderas maravillas con la tela. En la cabeza tenía tres pelos al máximo y, mirándolo, sonreí. Yo sabía que no debería haberlo hecho, pero confié en que él no me había visto. Llevaba gafas puestas en la punta de la nariz que me daban más la idea de dos fondos de botella.

«Señor Masetti, Mi Astrid necesita un nuevo vestido», continuó Mary, señalándome.

Avergonzada, me encogí de hombros y moví mi peso de un pie a otro. "Que jovencita tan linda," dijo él, aplaudiendo. "Creo que el color azul es el que más le queda. “ ¿Usted está de acuerdo, querida? ", me preguntó.

Me gustaba lo suficiente. Asentí con la cabeza, y en sus ojos vi un destello de euforia.

« ¿Y, a lo mejor te gustaría también una gorrita?» comentó nuevamente.

Reflexioné, y me sorprendí cuando me di cuenta que Mary me miraba. "Oh, sí, te quedaría excelente un sombrero", dijo, ella satisfecha.

Su entusiasmo me derribaba y a veces me dejaba sin sentido. Era tan eufórica que casi parecía excesiva. Me sentí inadecuada porque no le podía regresar el mismo entusiasmo.

"Si estás contenta con eso", yo le murmuré.

"Bueno, bueno. Edmund, sal de ahí, muchacho! “Gritó Masetti hacia el cuarto de atrás. "Contraté a un asistente talentoso, señora..." "Richardson," contestó Mary.

"¿Usted no será la esposa de Richardson, el director del banco?"

"Culpable, soy yo." Se puso una mano sobre su boca y ahogó una risita.

«Ah, excelente.»

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