Alice in Wonderland

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Alice in Wonderland

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Escuchaba un sonido rítmico que se reflejaba dentro de mí. Cerré los ojos y me encontré dentro de un reloj, saltando de un engranaje al otro. Las ruedas dentadas parecían cuchillas y trataba de no tocarlas. Puse mal un pie, y estuve a punto de caer. Giré hacia un perno, sobre el cual caí con todo mi peso, produciendo el mismo sonido de una moneda que cae al suelo. El perno comenzó a crecer y hacerse gomoso como un hongo. Maldición, era un hongo. Me senté sobre mi falda y me deslicé hacia abajo lentamente. Yo estaba tratando de averiguar dónde estaba, pero no podía ver nada excepto un manto de humo azulado que incluso me entraba en los pulmones.

"¿Quién eres tú?", Preguntó alguien.

Ojalá lo hubiera sabido.

El humo se espesó hasta impedirme ver más allá de mi nariz. Se hizo impenetrable y denso como una pared de ladrillos. Entonces estalló en cientos de mariposas azules que me hacían cosquillas en la cara.

Sobrepasé el remolino de las mariposas y me encontré sentada sobre un papel de póker. Creo que era la Reina de Corazones. Por último, el papel se incendió y me dejó caer en el vacío.

Jadeé y abrí los ojos.

Apreté entre mis dedos las sábanas y sentí la frente perlada de sudor.

Esta fue mi primera noche en la Green House.

* * *

"Buenos días, Marianna," me dijo sonriendo Prudence, cuando bajé a la recepción.

Tuvimos una confianza inmediata. No fue difícil, con una mujer con ese carisma y esa cordialidad.

"Buenos días," respondí.

El desayuno se servía en la sala, donde también desayunaban los otros clientes.

Un té humeante me esperaba en la mesa, donde también se sentaban los tres pequeños diablitos.

Prudence me miró con ojos suplicantes. "¿Pudieras acompañarlos al parque, por favor?"

"Por supuesto." No tenía ni idea de dónde estaba, pero acepté. "Hoy espero un cliente importante. No quiero que los niños lo hagan escapar. Sé amable, Marianna, y quédate afuera con ellos hasta el medio día ".

Acarició la cabeza de los niños y regresó a la recepción. Algo no encajaba en absoluto. Incluso pensé que Prudence en realidad tenía un encuentro amoroso con alguien. Pero no, era imposible. Abrigué a los niños y puse alrededor de sus cuellos unas suaves bufandas de lana.

Salimos de la Green House y nos aventuramos a través de las calles, para mí desconocidas, de Londres.

Los muchachos me arrastraban por la mano, obviamente sabían por dónde ir.

Por todo el tiempo de nuestra caminata, me sentí observada. Tenía la clara sensación de tener sobre de mí un par de ojos. No pude entender la razón de mi malestar, motivado en parte por estar en una ciudad desconocida, con un nombre falso, arrastrada por tres niños. Prácticamente ellos también desconocidos. Llegamos a Clapham Common Park con la inmensa alegría de los pequeños diablitos, que comenzaron a correr como novatos. Tuve que admitir que eran inmanejables. Pero también eran adorables. Comenzaron a jugar bajo el dosel de hierro forjado. A pesar de que estábamos en pleno invierno, el sol se deslizaba sobre las laderas de la cúpula que parecía una concha.

Me senté en un banco no muy lejos, así para poder tener siempre un ojo sobre ellos. Su diversión era perseguirse en círculo.

Saqué un libro de mi bolsa. Levanté la portada y empecé a leer la primera página. Acababa de empezar Elogio de la Locura de Erasmo de Rotterdam. Lo había encontrado sobre una de las mesas de la sala común del Green House. Se le había olvidado a un cliente que había desocupado la habitación. Fue suficiente leer el título, y algo me sacudió. Existen los golpes de rayo que se desencadenan no sólo entre personas, sino también entre ellos y los libros. Eso fue lo que me pasó a mí.

De vez en cuando, observaba a los niños. Y otra vez me pareció que alguien me estaba mirando. Sentí la cabeza pesada y cerré el libro con un golpe seco. Levanté la barbilla y miré  alrededor. Había mucha gente, pero nadie parecía fijarse en mí. Sin embargo, me sentía perseguida. Tal vez fue sólo una sensación. La misma que había probado en mi primer día en Londres.

Esta fue mi sensación por todo el tiempo que estuvimos en el parque. Cuando nos fuimos y nos trasladamos hacia las puertas de latón, la sensación aumentó, tanto que comencé a caminar con cautela. Superada la calle pavimentada de pequeños ladrillos blancos, nos alejamos. Me paré un momento y me volteé.

Alguien me estaba mirando.

Ya no era sólo una sensación.

Estaba allí, inmóvil: un hombre joven. Fumaba una pipa de ónix lucido, de cuyos brasas el humo formaba espirales fantásticas e incorporales. Llevaba un bombín azul ultramarino, abajo del cual tenía una lluvia de negros cabellos. Parecía tener la noche entre esos mechones. La ropa que le quedaba muy elegante era de un color azul, de un tono tan intenso que casi se podía definir como eléctrico. Se veía como un iris. Tenía un aspecto de Dandy y maldito que me intrigaba y, al mismo tiempo, me hacía sentir incómoda. Él me miró y sacó otro bocado de su pipa, alargando la boca en una sonrisa irónica. Lo miré por un largo tiempo, sin entender por qué él me miraba a mí.

Si no fuera por los niños, hubiera ido hacía él para preguntarle la razón de tanta insistencia. Pero, básicamente, era legal mirar. ¿O no?

Molesta me di la vuelta. Su voz me golpeó detrás de los hombros, "¿Quién eres tú?".  Su voz era humosa y misteriosa como las espirales que fluían de su pipa.

Me di la vuelta otra vez.

Se había desaparecido.

X

Volvemos a la Green House. Prudence nos recibió con una sonrisa radiante. “Ha llegado", comenzó.

Se refería al nuevo huésped. Yo no entendía el porqué de tanto entusiasmo.

Ella pareció darse cuenta de mi confusión, porque continuó: "Él es un hombre rico, Marianna. Se quedará aquí por muuuucho tiempo, ni él sabe cuánto. ¿Sabes lo que esto significa para la Green House?"

Levanté los hombros. "¿Más dinero?"

Hizo una mueca de felicidad y la vi alejarse hacia el pasillo.

"Ah, Marianna..." Se dio la vuelta. "No quiere ser molestado y no quiere que la mesera arregle su cuarto. Creo que sea un profesor, necesita paz y tranquilidad. Así, que por favor cuida muy bien que los niños no se acerquen".

"¿Y cuál es su habitación?"

"La dieciocho. Justo a un lado de la tuya".

Muy bien. Un probable sociópata se alojaba a un lado de mi habitación. Podía estar tranquila, no tenía ninguna intención de conocerlo, por el momento.

Por la noche volví a mi habitación. No se oía nada para el otro lado. Silencio. La habitación parecía estar vacía. Estaba cansada, había pasado todo el día corriendo detrás de Will, remendar el vestido de la muñeca de Linsey y ayudar a Cady con sus tareas. Me hundí en la cama y pensé de nuevo en ese desconocido y en sus ojos de zafiro.

Me quedé dormida, dejándome lisonjear por las caricias de la oscuridad.

* * *

Los ojos verdes de Linsey me miraban desde la esquina de la cama. Sus trenzas rubias sobresaltaron cuando me di cuenta de ella y le saque la lengua. Los otros dos salieron desde abajo de la cama. Eran como tres hadas para mí, aunque malignos como duendes.

"Nos vas a llevar de paseo hoy, ¿verdad?" Preguntó Will.

Me levanté, estirando los brazos. "¿Su madre que dice?"

"Es ella la que nos sugirió decírtelo," dijeron en coro.

Me daban miedo. Ellos parecían venir de un planeta desconocido: hacían todo al mismo tiempo, hasta hablar, a pesar de que no eran gemelos.

Después del desayuno, salimos. Prudence me prestó un viejo reloj de pulsera, que pertenecía a la familia de su esposo, para que lo llevara con un relojero que lo arreglara. En el camino nos encontramos con una vendedora ambulante de rosas. Seguro era muy guapa, antes de que la miseria y a lo mejor la locura, se adueñaran de ella. El pelo negro ocultaba parte de su rostro, pero se podían distinguir bien los labios escarlatas, sin que hubiera puesto algún labial. Eran rojos como sus rosas. Nos acercamos y decidimos comprar una. Sus trapos me hicieron creer que necesitaba de aquel centavo mucho más que yo. Se había fijado en el abrigo andrajoso una rosa blanca de porcelana. Un hábito bastante inusual para alguien como esa mujer, que podía permitirse muy pocos lujos.

Me miró con desconcierto y comenzó a balbucear: "Rosas, rosas rojas. Mis rosas rojas. Rojas las rosas, rojas son mis rosas. Deben ser rojas las rosas. De blancas las rosas se convierten en rojas". Me daba mucha lástima. No había ningún sentido en sus palabras. Le di las monedas y Cady amorosamente sacó una flor de su canasta maltratada.

"Tienen que barnizarlas", exclamó la mujer.

Hice una mueca. La miré a los ojos líquidos y pude reconocer el mismo abismo que a veces veía en los míos.

"¿Qué has dicho?", Pregunté.

"Rojas. Rosas rojas. Mis rosas son rojas. Tienes que barnizarlas". Los niños se fueron atrás, tal vez asustados por el divagar de la mujer.

Cady me tiró de la manga. "¿Marianna, nos vamos?"

Empezamos a caminar, escuchando todavía a la florista balbucear de sus rosas rojas.

El relojero estaba a dos cuadras de distancia.

Londres en febrero era implacable, con sus corrientes frías y sus lluvias repentinas. Levanté los ojos al cielo porque presagiaba que iba a caer un aguacero poco después. El cielo se había vuelto un casquete oscuro y esponjoso. Las nubes cubrían los tímidos rayos de un sol casi lechoso.

Nos apuramos para llegar a la tienda, para poder rápidamente regresar a la casa. Cuando ya estábamos de frente a la ventana, no pude evitar admirar la enorme cantidad y variedad de relojes en exhibición. El vidrio forjado parecía encantado. Más allá de las celdas obtenidas con volutas de plomo que parecía recién moldeado, nos esperaba un mundo de relojería.

Entramos.

Los colgantes de oro se mecían en el aire, sin peso, como obedeciendo al soplo de un ángel. Las manecillas hacían un tic tac, asíncrono, transmitiendo una gran confusión. De vez en cuando un pajarito de paja o madera se asomaba rápidamente desde la puertecita de algún cucú. Y luego estaba la música. Sonaba como la de una caja de música. Ella me mecía y por un momento me sentí suspendida sobre un hilo. Nos acercamos al mostrador, detrás del cual estaba un pequeño hombre de pelo gris y una sonrisa chistosa pero que daba seguridad. Llevaba gafas de un color muy negro y brillante como lentes de espejo de obsidiana sobre un armazón de latón reluciente. A lo mejor era muy sensible a la luz.

Hizo una ligera reverencia. "Encantado, Rupert Wells, a su servicio." Extendió su boca y vi que tenía los incisivos que sobresalían como los de un roedor. Las orejas no eran mejor. Más que nada, parecían los conos de un gramófono. Pobre hombre. No iba a ser fácil para él encontrar una esposa.

Tuve que aguantarme para no reírme. No iba a ser educado para él.

"Buenos días, tendría que arreglar este reloj de pulsera," dije, entregándole el objeto con el máximo cuidado.

El Sr. Rupert extendió la mano y lo agarró con el mismo respeto. Se puso un monóculo que mantenía colgando del bolsillo de su chaleco de color ocre y lo acercó a una lente. Mientras que estaba analizando, arrugaba la nariz. Los niños se rieron. Habían percibido, al igual que yo, que ese hombre era bastante extravagante.

Arregló su monóculo con dos dedos y lo levantó un poco sólo para mirarme. "Es una hermosa pieza, ¿usted sabe?"

"Creo que sí, no es mío."

"Ah, bueno, bueno. ¿Desea venderlo, empeñarlo, arreglarlo? "

"Disculpe, acabo de decirle que lo quiero arreglar."

"Ah, bueno, bueno."

Entrando a Londres hubieran tenido que pegar ese cartel: Londres, ciudades de locos.

El Sr. Rupert sacó de su bolsillo un pequeño cilindro de latón largo de diez centímetros y nos dio la espalda. Lo vi que trabajaba y realizaba gestos muy rápidos. Un pequeño brillo azulado parpadeó, irradiando su cuello. Se volvió por un momento y vimos que tenía una mirada sin aliento y regresó al reloj.

Oí un chasquido y un zumbido metálico.

"Bueno, bueno, bueno", dijo y se dirigió nuevamente hacia nosotros.

Lo miré, desconcertada, y arqué una ceja. "¿Ya lo arregló?"

"Por supuesto." El arrugó la nariz y no pude evitar sonreír otra vez. "Ah, bueno, ¿cuánto le debo?"

"Tres chelines, señorita."

Busqué en mi bolso, siempre manteniendo un ojo en los niños. Como era de esperar, Will se había alejado. Con su típica fingida inocencia, estaba hurgando entre los relojes, en una esquina poco iluminada de la tienda.

"Will, ven por favor", le invité.

Wells se inclinó sobre el mostrador para seguir sus movimientos. El mocoso había dirigido su atención hacía un gran reloj de péndulo, casi de su estatura. La caja era de madera de caoba, perfectamente tallada, con formas suaves y sinuosas, como las decoraciones espumosas de un pastel muy elegante. El péndulo de oro se quedaba parado detrás de una pequeña ventana polvorienta. La carátula tenía una sola mancilla que oscilaba sola. Will extendió un dedo para tocarla.

"Stop. Para mis oídos y mi bigotes, ¡stop! "

Me di la vuelta rápidamente. ¿Porque había dicho esa frase?

Lo vi brincar afuera, muy ágil, a pesar de tener ya muchas primaveras sobre sus hombros.

"Hijo, no lo toques", instó Will, alejándolo.

"Disculpe, señor, ¿por qué no puedo tocarlo?", Preguntó el niño, sorprendido por el entusiasmo del hombre.

"Nunca tocar eso."

"¿Y por qué?"

"Es tarde, ya es tarde."

"¿Qué?", dije yo.

"Es tarde, es tarde, señorita. Rápido, ya es tarde." Él abrió los brazos y nos invitó a salir.

"Pero su dinero..." le dije.

Él meneo la cabeza y nos sacó de la tienda, cerrando la ventana. Una vez afuera, bajó la cortina de acero que golpeó haciendo un zumbido en mis orejas.

Los niños se intercambiaron una mirada desconcertada.

"Bueno, mínimo arregló el reloj,", comentaron ellos. Y sacaron una profunda risa.

XI

"¿Siempre si vamos a ir al parque?", Preguntó Linsey.

Cada vez que me miraba con sus ojos de color esmeralda no tenía el corazón para decirle que no.

Volvimos a Clapham Common Park, ya que el cielo se había despejado de las nubes. Parecía que ya no iba a llover, no en la mañana, por lo menos.

Los niños se perseguían y jugaban a esconderse entre los setos del jardín. Me senté en la misma banca de la otra vez y nuevamente me sentí observada.

Volteé la cabeza de lado a lado y entonces lo vi: el hombre vestido de azul. Él vino hacia mí y yo me sentía expuesta. Su andar era lento y elegante, parecía una cinta de raso sacada desde un corsé. Dio una calada de su pipa negra y lustrosa. Estaba a unos pasos de mí y yo estaba mareada, como si el humo que se dejaba atrás fuera capaz de adormecer los sentidos y confundir. Me apareció, de hecho, en una visión impalpable y caliginosa.

"Buenos días, señorita," me dijo, y en esa sonrisa estaba el antídoto a la melancolía.

Y así me olvidé de Edmund.

"¿Y usted desea?", Le dije.

"Le dije buenos días, no quiere decir que necesariamente quiera algo de usted."

"Um, buenos días a usted también," murmuré.

Se sentó a mi lado, continuando a fumar con modales de perfecto inglés.

Me sentía incómoda. Yo sabía que aquel individuo quería algo, pero no me atrevía a preguntarle.

"¿Si se dió cuenta? Las nubes se han disipado ", continuó, mirando hacia arriba. Su iris se mezclaba con el azul del cielo.

"Sí, me di cuenta."

"Clima ideal para charlar, ¿verdad?"

Levanté los hombros y me pregunté exactamente que quería de mí ese hombre. «Sí, supongo que sí.»

Fingí no sentir vergüenza y empecé a leer el libro que tenía en mi bolso.

Mi misterioso compañero ladeó la cabeza para ver la portada.

"La diferencia entre un loco y un sabio está en el hecho que el primero obedece a las pasiones, y el segundo a la razón. Erasmo de Rotterdam, ¿verdad? “preguntó después de citar un pasaje de Elogio de la locura, el libro que tenía entre mis manos.

"¿Le interesan los locos?"

"Oh, más de lo que usted imagina." Volvió a sonreír, y pude ver un toque de malicia en sus ojos que brillaron como la luz que se desliza sobre una esfera de vidrio.

"¿Cuál es su nombre?", pregunté, siempre más intrigada por su modo de comportarse.

"Algar". Desde la pipa se levantaron espirales color morado y me perdí un momento para mirarlas.

¿Tú quién eres?

Esta vez estaba segura, la voz salía desde mi cabeza, porque los labios de Algar no se habían movido.

"¿Algo está mal, señorita?"

Disentí y suspiré.

No sé qué surgió en mi cabeza, pero a partir de ese día Algar se convirtió en la única compañía que deseaba. Amaba a los locos, decía. Yo era muy lejana de ser considerada una persona normal. Su amistad me hacía sentir especial. No me importaban mis rarezas o manías; No me preocupaba de lo que decía o pensaba, Algar se reía conmigo y nunca de mí.

Esa fue la primera de muchas mañanas que pasamos juntos en el parque. A las once, todos los jueves, mi día libre, él me estaba esperando abajo del espléndido dosel. Leíamos juntos y hablábamos, tanto que perdía la noción del tiempo. Entendía que ya era tarde cuando veía el sol esconderse detrás de la cresta del horizonte.

Todo se desvanecía en medio de una voluta de humo de la pipa de Algar. Incluso mi memoria. No acordaba nada de mi vida antes de la Green House.

"El sol puede considerarse honrado de surgir para iluminar a usted. Buenos días Marianna. Usted está hermosa como una margarita ", me dijo unos días más tarde.

Su frase me impactó. Me parecía curioso que él viera en mí un ser luminoso y solar. Yo no me sentía así, tenía la sensación de que algo oscuro se alojaba en mí. O tal vez sí, yo era realmente tan radiante y Algar podía verlo.

Hice una sonrisa, bajando la cabeza, y contesté: "Buenos días, a usted señor Algar."

Con un hábil movimiento de la muñeca, él materializó una rosa azul desde el interior de la manga. Nunca había visto una con ese color. Tonos de color púrpura se separaban desde la base y se disolvían en tonos azules. Aspiré el aroma de los pétalos que tenían un olor particular. Incienso, pimienta, talco. Fragancias inusuales para una flor. Incluso me pregunté si era real, así como todo lo que rodeaba el mundo de Algar.

Yo sabía muy poco de él, excepto que era un escritor y un amante de los libros. Me dijo que se crió con su abuelo, después de haber perdido a ambos padres a una edad temprana. Mi corazón se me estrujó cuando empecé a imaginar su existencia aislada en un gran castillo, apartado del resto del mundo. Sus únicos amigos eran los libros. No era difícil de creerlo, dada su capacidad de hablar pulido y refinado. Él me encantaba. Bebía de sus palabras como si fueran néctar. Y ellas me nutrían, saciando la soledad, el miedo y el vacío de mi pasado. Después de un poco de tiempo, empezó a enseñarme el francés, o lo intentó. Yo batallaba un poco, para ser honesta. Pero su paciencia y dulzura me convencían a aplicarme, para que su expectativa fuera recompensada y estuviera orgulloso de mí. Por otra parte, en su compañía me sentía protegida, en la fortaleza de sus palabras. Me daba confianza y una razón para no caer nunca en la tristeza. Justo él, en cuyos ojos siempre se percibía una fantasmal melancolía. Nunca le pregunté nada que él no quisiera decirme de su voluntad. Yo me sentía como una bailarina que de puntillas bailaba arriba de un hilo: el de su vida.

No sé cómo, pero me di cuenta que no podía prescindir de su presencia. Mi corazón latía desde el mismo momento en que nos separábamos, a la espera de correr hacía él después de un nuevo encuentro. "Me has hechizado, Marianna", me dijo un día cuando me dio un beso en la mejilla. Yo me volví roja y me sentí en un abrazo de terciopelo. Me di cuenta que nuestros corazones exigían algo que iba más allá de la amistad que habíamos construido con paciencia y respeto. Reclamaban besos, que nos atraían como si nuestros labios entrelazaran flujos magnéticos el uno al otro. Reclamaban abrazos en los cuales desaparecer y reencontrarse. Y tal vez yo tenía miedo de todo eso. Porque ese día no contesté de inmediato. "Hasta el jueves, Algar," dije un poco más tarde, extendiendo hacía él mi mano. Sus ojos se oscurecieron y sentí un dolor agudo en el pecho. Yo anhelaba su amor más que cualquier otra cosa en el mundo y, sin embargo, lo estaba pensando demasiado. Pero no pude resistir mucho tiempo a los ruegos de mi corazón. El jueves, después de ese episodio, Algar me acompañó a visitar un aviario de mariposas. Acababan de inaugurar uno en el parque zoológico de Londres, el Greenwich. Mantuve los dedos apretados contra el cristal, mientras que mis ojos estaban deslumbrados por la visión de tantos colores. Más de cincuenta especies de mariposas revoloteaban más allá de la teca, pintando rastros de color. Me quedé observando una en particular. Estaba colocada en una ramita a unos pocos centímetros de mí. Las alas eran de un azul metálico y eléctrico, y me llevaron a apretar por un momento los párpados. Me recordaron el primer día en que vi Algar. Se me escapó una sonrisa mientras me quedaba aferrada a los lentos movimientos de sus alas, que bajaban y se levantaban como si quisiera mostrarse solo para mí. "Se llama Morpho Menelao," sugirió Algar. "¿Tú sabes el nombre de esa mariposa?" "Conozco el nombre de su especie, sí." Me guiñó el ojo. Él sabía muchas más cosas que yo, y yo sólo podía brotar en sus manos. Esa tarde me acompañó a una cuadra de la Green House. Bajo la luz de los faroles, sus ojos me parecían llenos de lágrimas. Tomó mi mano y allí colocó suavemente su puño, cerrándome después los dedos. "Ábrelas ahora", me instó. Abrí lentamente las falanges y fueron mis ojos que se llenaron de emoción. "Para que nunca olvides el día de hoy", dijo. Él me había regalado un pequeño broche de plata con forma de mariposa, cuyas alas eran gemas de zafiro fascinante como sus ojos. Temblé y no supe que decir.

"Buenas noches Marianna," susurró en mi oído y me dio un beso nuevamente en la mejilla.

"Buenas noches Algar," suspiré. Me puse el broche en el pecho, mientras que lo veía alejarse con su abrigo azul oscuro. Desapareció entre los transeúntes, pero en mis ojos estaba su imagen viva y siempre se iba a quedar allí.

Y cuando regresando, puse en orden mi habitación y me encontré bajo la cama un sombrero curioso, ya no supe porque lo tenía conmigo.

"¿De dónde vienes?" Me preguntó un día Prudence.

"Desde ningún lugar", contesté.

XII

"¿Cómo es posible que son 4 meses que el cliente especial está en la Green House y yo nunca lo vi?", comenté yo. Estaba curiosa, no podía evitarlo.

"Marianna, él es una persona muy reservada. No ama la compañía", dijo Prudence.

"Pero deberá salir de vez en cuando."

"Sí, por supuesto. A veces lo hace”.

Me puse de mal humor con los brazos cruzados. Antes o después iba a ser mi turno para conocerlo. Pero no me importaba mucho porque aquel día, me iba a encontrar otra vez con Algar.

Eran las nueve y media de la mañana del jueves. Iba a ponerme mi vestido azul que tanto le gustaba a mi amigo, cuando algo me sacudió.

Gente gritando, maldiciendo, pasaba bajo mi ventana. Me asomé para dar un vistazo.

"¡Maldito ladrón!" gritó el Sr. Gordon, mientras perseguía a un joven. Este se tropezó con el conducto de un canalón y cayó de cuatro patas. Se volteó y lo vi a la cara. Creo que me puse pálida. Tenía la certeza clara de que ya había visto esa cara, pero no podía recordar en dónde. Un dolor punzante martilleaba mis sienes, mientras que las letras de un nombre se hacían espacio en mi cabeza. La habitación giró a mí alrededor en el esfuerzo de recordar. Mientras la multitud se alejaba, pasando por debajo de mi ventana, yo cerré los puños y me toqué el pecho. Yo ya lo había visto, seguramente. El tipo al que perseguían era Edmund. Me preguntaba cómo había podido olvidarme de él. Había algo en su aspecto que me provocó un nudo en la boca del estómago. Él se veía muy maltratado. Me recordó mucho a aquel jovencito que había entrado en la tienda de Masetti el día de nuestro primero y único encuentro.

Se levantó y se escapó, tan rápido como una ardilla en una rama. "Hey, Edmund!" Grité, pero él ya había doblado la esquina.

Se me cortó la respiración cuando, sin pensar, rápidamente alcancé la puerta.

Bajé las escaleras y salí sin siquiera llevar conmigo el abrigo.

Por un momento seguí a la multitud que lo estaba cazando, pero vi con amargura que los perseguidores habían renunciado, volviendo cada uno a sus actividades.

"¿Qué hizo?" Le pregunté al Sr. Gordon, el panadero.

"Robó, señorita."

"¿Qué, querido Dios?"

"Un pan con mantequilla. Si lo pesco otra vez... "Él levantó el puño, amenazando.

Me alejé, prometiendo a mí misma que no iba a pasar. Iba a encontrar a Edmund para ofrecerle un arreglo que ya no le diera ninguna razón para robar. Tal vez en la Green House había un lugar para él.

Lo busqué durante mucho tiempo en las fumosas calles de Londres, gritando su nombre a través de los callejones, pero parecía haber desaparecido. Otra vez. Llegué hasta las afueras de la ciudad. Y me arrepentí de haberlo hecho. Mi corazón se redujo a pedazos, al ver la degradación en la cual se encontraba esa zona de la ciudad. Los niños estaban sentados sobre las banquetas como mendigos, los pies descalzos, sucios. El unto se les había pegado en su cara como una corteza de lágrimas y miseria.

Un mendigo me detuvo, me pidió unos pocos chelines, y me aturdió con el olor de alcohol que liberó de la boca. Grité, haciéndolo huir. Continué, boqueando en el olor a podrido y húmedo. Intentando mirar a mí alrededor, pisé la cola de una rata muerta. Fue suficiente para hacerme temblar y dar la vuelta.

Me entristecí por esos pobres niños, ¿qué hubiera podido hacer por ellos?

Estuve afuera todo el día y cuando regresé a la Green House, me di cuenta que se me había olvidado mi cita con Algar.

Estaba agotada y sobre todo cansada de pensar. Mi mente estaba dividida en dos: un lóbulo pensaba en Edmund, el otro en Algar.

Me estaba metiendo en problemas, serios problemas. Noté que mi corazón pertenecía a ambos. Al ladrón de la calle vestido con trapos y al caballero vestido de seda.

Al día siguiente encontré un mensaje en el vestíbulo de entrada.

Era de Algar.

Mi corazón me rebotó en el pecho y la culpa casi me aplastaba. Lo leí, temblando. Sus palabras estaban llenas de amargura y decepción.

Enseñé el mensaje debajo de los ojos de Prudence. "¿Cuándo dejaron esto?"

"Oh, no tengo ni idea. Déjame ver..." Se puso un par de gafas y extendió una mano hacia el mensaje. «Ah, ¿es una carta de un enamorado?» continuó, haciéndome un guiño cándidamente.

«No, o tal vez sí...» no estaba segura.

"Querida, debes ser más segura. ¿Es o no es? A los hombres no les gusta estar en desequilibrio, ¿sabes? “Ella se cruzó de brazos.

"No sé. Lo sabía hasta hace dos días y ahora ya no sé nada. Entonces, ¿viste cuando lo dejaron? ".

"No, querida. No sé quién lo haya puesto aquí abajo y a qué hora precisamente. Pero sí sé que esta mañana, cuando Sir Farrar salió, ya estaba allí. Lo vi sobre el mostrador mientras lo saludaba”.

"Sir Farrar, ¿el misterioso cliente?"

"Sí, él".

"Tal vez él vio a qué hora lo dejaron."

"Santo cielo, Marianna. Pero ¿qué importa? "

"No sé."

"Jovencita, necesitas de unas vacaciones."

"Es que me gustaría saber si cuando Algar estuvo aquí tenía la misma expresión en el rostro que yo me imagino leyendo sus palabras."

"¿Si quieres ve a verlo, no? Los niños me comentaron que te ves muy seguido con alguien en el parque. ¿Es él verdad?

"Esos pequeños diablitos... no sabía si enfurecerme con ellos o agradecerle. Después de todo en ese tiempo había aprendido a adorarlos. Y ellos me adoraban, nos entendíamos de inmediato.

Creo que me sonrojé. "Sí."

"Y corre, ¿qué esperas? Vamos, déjame a mi esos demonios, tu ve '." Me guiñó un ojo y yo salí corriendo.

Mientras recorría el camino hacia el parque, pensé en Edmund y a su miserable condición. Invariablemente, regresó la culpa hacía Algar. Pero al final yo no pertenecía a nadie. A nadie de ellos le había jurado mi corazón, así que yo era libre de pensar en quien yo quería. Sin embargo, sentía mi pecho quemar.

La voz de Algar llegó a mis oídos, tan pronto crucé el umbral del parque. "Sabía que vendrías a buscarme."

Tenía en los ojos una expresión que nunca había visto. Aflicción, tal vez, o ira.

"Lo siento, Algar. Perdí la noción del tiempo”.

"Los relojes. El hombre los creó para que pudiéramos medir el tiempo y no perdiéramos la noción".

"Bueno, yo...”

"Necios hombres que no han entendido cuanto será imposible estimar lo que es sin medida." Golpeó con su bastón y tuve la sensación de que estaba verdaderamente enojado. Su divagar me hacía sentir incómoda.

"Estaba con los niños, Algar, y...”

"Cariño, quisiera que tu dejaras la ciudad. Conmigo”.

Su petición llegó como un trueno en mis oídos. "¿Qué? ¿Por qué? "

"¿Por qué tengo que salir de Londres y quiero que tu vengas conmigo."

"Pero Algar, yo ..."

"Querido, yo creía que estaban claros mis sentimientos por ti. El broche que te regalé es una promesa. Pero, ¿dónde está?"

Buscó con su mirada la pequeña joya. Pero yo no la tenía. Estaba pegada al abrigo que no traía puesto, por la prisa de correr hacía Edmund.

Me sentí confundida y no pude contestarle. Mis sentimientos por él ya no eran tan claros. Esa era la verdad. ¿Cómo podía irme y dejar Green House? ¿Y Para qué? El amor? ¿Que era el amor?

"Marianna, te veo molesta." Él trató de mirar dentro de mí, incitándome con sus ojos azules.

"¿Cuándo?"

"Tan pronto como sea posible."

El tiempo se detuvo.

¿Yo estaba lista para irme con él?

No. Necesitaba entender. Tal vez, antes de ver a Edmund hubiera aceptado, pero ahora no podía. Me hubiera gustado encontrarlo, hablar con él y entonces iba a ser libre de tomar una decisión. Sentía que Edmund y yo estábamos conectados por un hilo invisible. No podía cortarlo y romper esa alquímica conexión.

«Dammi del tempo.»

"Está bien. Si no soy lo suficientemente importante como para obligarte a reflexionar... "

"No, no es eso. Es sólo que yo quiero estar segura".

Aspiró desde su pipa y sopló el humo espeso. Yo lo inhalé y me dió un vértigo. Algar se acercó a mí y tomó mi mano. La besó y me miró con aparente seguridad. "Tu vendrás conmigo."

Parpadeé y sacudí la cabeza. "Sí."

"Bueno, dulce Marianna."

Vacilé. "¿Me podrías acompañar al Green House?" La voz me temblaba, al igual que cada músculo del cuerpo.

"Lo siento, querida. Me temo que no puedo hacer eso. Tengo un compromiso importante al cual no puedo faltar".

Fruncí el ceño. Su deber era realmente más importante que yo o esa era sólo una pizca de orgullo? No lo entendí, en el estado en el cual me encontraba.

«Nos vemos, querida.»

Me besó nuevamente la mano y me quedé allí a mirar mis pies, antes de empezar a caminar sola.  

* * *

Me apoyé en las paredes de los edificios por temor que el mareo me hiciera tropezar y caer. Sentía la tierra bajo mis pies hacerse suave y los ojos se hundían en una visión pegajosa. ¿Por qué me sentía tan mal?

Llegué a casa y casi me desmallé sobre el mostrador en el vestíbulo, exhausta.

"Estás pálida, querida," me comentó Prudence.

"Estoy bien, sólo tengo un vértigo persistente."

"Voy a buscarte algo dulce. Agua con tres terrones de azúcar será perfecto. Espérame aquí”.

Me apoyé con los codos sobre el mostrador y casualmente puse mis ojos sobre algunos documentos. La escritura precisa y elegante me recordaba la de Algar. Abrí los ojos y observé con atención. Se parecía muchísimo a la suya. En mi bolso tenía su boleto, lo confronté con los documentos y el mareo aumentó. Juraría que las dos grafías eran del mismo autor. Incluso la firma era muy parecida. En el mío era una A. En los documentos A. F.

Leí con cuidado. La misiva informaba a Prudence de la inminente salida de A. F. y era acompañada por unas sinceras disculpas por parte del cliente, junto con el acuerdo de pagar un extra por tener que dejar la habitación sin previo aviso.

Empecé a temblar.

Prudence vino hacía mi con un vaso lleno hasta el borde. Empezó a agitarlo cerca de mis labios, ayudándome. Mi cabeza cayó hacia atrás.

"¿Ahora qué te pasa, querida?"

"Creo que este vaso no será suficiente"

"¿Pero qué dices?"

"Prudence, ¿esos documentos son del cliente de la habitación dieciocho?"

"Sí, ¿por qué?"

"¿Me puedes decir qué aspecto tiene?"

"¿Pero por qué te interesa?"

"Dímelo, por favor."

"Ah, bueno, él es un joven de una belleza magnética. Tiene el pelo negro y los ojos color zafiro. Siempre se viste de azul y con frecuencia está fumando una pipa. Pero, ¿por qué me lo preguntas? "

"El señor Farrar y Algar son la misma persona."

El vaso cayó al suelo destrozándose y derramando el agua pegajosa sobre mis zapatos. Y faltó poco para que yo me desmayara también.

"No puede ser él, Marianna."

"Yo sé que es él."

"¿Qué razón tendría para mentirte?"

"No lo sé."

Mi cabeza estaba a punto de estallar, el mundo estaba nublado, y con él también mis sentimientos.

"¿Ya regresó?", pregunté.

"Todavía no."

"Bueno, lo esperaré aquí. Escondida detrás del mostrador. Si es él... "

"Por Dios, ¿en qué estás pensando?"

"Prudence, por favor", le rogué.

"Cuidado que no te vea. Si él no es tu Algar, daríamos una mala impresión".

Me agaché allí abajo por no sé cuánto tiempo. De vez en cuando Prudence, bajaba para lanzarme una mirada enojada. Los niños se turnaban para sacarme las lenguas y yo me sentía muy estúpida. Sin embargo tenía que hacerlo.

Las campanas de la puerta principal tocaron y en la puerta se vio una silueta.

Yo contuve la respiración y me dispuse a salir. Oí los pasos de esa persona acercarse al mostrador, mientras que mi corazón parecía ser apretado por un torniquete. El bastón que llevaba con él parecía sondear el piso, colocando golpes secos y cortos. Los talones se pararon a unos pocos centímetros de mí. La sombra del cliente me oscureció.

¿Cómo iba a reaccionar yo si Algar me hubiera visto allí abajo y cómo reaccionaría él? Bueno, él me había dicho mentiras o, en el mejor de los casos, había omitido decir la verdad. Yo exigía unas explicaciones, y si estaba allí era problema mío.

"Buenas noches, señora Callaway," comenzó el hombre que acababa de entrar.

"Ah, buenas tardes a usted, Sr. Thomson," dijo Prudence, pegándome suavemente con el talón.

Me quedé en silencio, aturdida por la frustración. No era Algar.

Cuando el cliente subió las escaleras, mi amiga se inclinó y se me acercó lo suficiente como para tocar la punta de mi nariz con la suya. "Señorita, ahora tu subes y ya basta con este jueguito."

"Con el próximo cliente desaparezco. Lo prometo".

Seguramente a ella yo le parecía como un cachorro de Beagle porque su expresión se suavizó y volvió a poner en orden algunos documentos.

Me sentía tensa como un elástico.

Las campanitas sonaron de nuevo.

Unos pasos medidos y ligeros llegaron a la entrada.

"Buenas noches señor Farrar," oí decir a Prudence.

"Buenas noches, señora Callaway," contestó él, encantador.

No tenía ninguna duda, era la voz de Algar. Mi garganta se secó, como si hubiera bebido un puñado de arena.

¿Cómo era posible que durante mi estancia allí no me hubiera dado cuenta de su presencia? Me levanté y lo vi subir las escaleras hacía su habitación.

Puse un pie en el primer escalón, cuando oí sus pasos bajar nuevamente. Me escondí y él salió.

Furiosa me fui hasta el mostrador.

"Prudence, dame la llave de la habitación dieciocho," le dije en voz alta.

"Pero no es honesto."

"Prudence Callaway, dame la llave de la dieciocho."

Se encogió de hombros y me miró resignada. "Yo no la tengo. Una de sus peticiones fue la de tener siempre con él la única llave”.

"Maldición!"

Subí las escaleras y me tiré en contra de la puerta. Traté de forzar la chapa con mi colgante y, después de varios intentos, la cerradura hizo clic y la puerta se abrió.

Un intenso olor a incienso impregnó mis pulmones y entrando en la habitación, mi mareo aumentó. Vapores y humos espumosos me impedían ver. Traté de ahuyentar esa niebla con las manos, retorciéndome. Me picaban los ojos y me sentía débil como nunca. Me desplomé de rodillas en el suelo. El humo se juntaba alrededor de mí y más lo respiraba, más tenía la sensación de perderme.

Me sentía como drogada de esa sustancia incorpórea y creo que la exhalación de la pipa de Algar era del mismo tipo.

Abrí los ojos y lloré. Las lágrimas crearon un muro impenetrable para el gas azulado. Los iris ardían como si estuviera llorando agujas, pero al menos la vista era más clara.

Y así lo vi. Colgando del techo.

No entendí de inmediato que era. Creo que era un capullo. Estiércol líquido azulado sobresalía como si fuera gelatina. Hilos de seda azul se enrollaban alrededor del involucro color morado y alrededor también de los muebles, desde los cuales fluía un rastro pegajoso.

Me levanté con dificultad y casi resbalé en la rebaba producida por cualquier cosa que hubiera salido de esa cáscara.

Alguien me estaba ayudando. Me volteé, era Algar.

"Déjame!" Grité.

"Nunca." Me sujetó y trató de alejarme de la habitación, arrastrándome hacía la puerta, a pesar de que yo estaba poniendo una fuerte resistencia con las fuerzas que me habían quedado.

"¿Quién eres tú?", le pregunté entre las lágrimas.

"Olvida todo. Toma una respiración profunda y olvida." Me miraba con los ojos salvajes.

Utilizaba el humo para borrar la mente. Y no sólo eso. Ejercitaba una especie de poder con los ojos, una compulsión o manipulación. No estaba segura.

Le di una patada y le mordí la mano. Se apartó, y yo era libre. Me escapé, brincando por completo las escaleras. Algar estaba a un soplo de mí, pero no me volteé. Grité el nombre de Prudence, pero me di cuenta de que toda la Green House estaba oscura y llena de gas. Hubiera querido correr hacía los niños y mi amiga, pero tenía que huir.

Dejé el hotel, sintiendo el viento rasparme las mejillas. Corrí sin nunca mirar atrás, mientras que Algar me ordenaba que me detuviera

No lo hice.

El cerebro parecía latir en las sienes y el corazón estalló en una oleada de ira y miedo.

Me di la vuelta para ver si había ganado ventaja. Por un momento me sentí aliviada, no lo veía. Tal vez había renunciado a perseguirme o esperaba un momento mejor para atraparme. Yo no lo sabía, así empecé a correr otra vez y choqué con alguien.

Yo temía que fuera Algar.

En cambio, era Edmund.

"¿Dónde corres tan rápido?", preguntó, sosteniendo mis muñecas.

Y entendí.

Una luz blanca me cegó e imágenes descontroladas se repitieron en mi cabeza. Un murmullo de voces se cruzaba sin parar y al final todo estaba claro.

Recordé todo.

Finalmente sabía quién era yo.

Yo era Alice.

Capitulo 0

La superficie del río sobresaltaba con las caricias del viento. Los lirios flotaban en el agua, tranquilos, dejándose lamer por la luz del sol de una tarde dorada.

El pequeño barco navegaba haciéndose espacio entre los líquenes y los juncos. Los remos se hundían en el agua, produciendo un sonoro chapoteo, comparable con las risas cristalinas de las pequeñas Liddell, que sobre el barco inventaban historias de mundos improbables e imposibles.

Era el 4 de julio de 1864.

Charles Dodgson estaba en compañía del reverendo Liddell y de sus tres hijas adorables. A menudo sucedía que Charles buscara su compañía y días como este se repetían cíclicamente.

A las niñas le gustaba la compañía de Charles y este gozaba todavía más de eso porque en sus sonrisas sentaba una magia que los adultos pronto se olvidaban.

"Mira, un conejo", exultó la pequeña Alice Liddell, indicando la orilla del río, y entre los arbustos surgieron las blancas orejas puntiagudas. "¿Me pregunto a dónde va?" Continuó, con sus labios de pucheros.

"En Ningundonde, Alice," contestó Charles.

"¿Y ese qué lugar es?", preguntaron en coro las pequeñas, lo que provocó una amplia sonrisa en la cara de su padre, el reverendo.

"Creo que tendrá que inventar una nueva historia para mis niñas, Charles," dijo Hanry Liddell.

"Oh, bueno, Mire tengo justo una aquí en la punta de la lengua."

"Por favor, por favor, tiene que contarla", insistió la pequeña Alice.

"¿Qué pasaría si lo de arriba se convirtiera en lo de abajo y al revés?"

"¿Eh?"

"¿Que hay en la madriguera del conejo?"

"Um, un agujero sin fin."

"¿Y este a dónde lleva, Alice?"

"A Ningundonde, ¡tienes razón!"

Rieron de buena gana y en ese momento Charles confirmó tener una historia entre sus manos.

Era un matemático, un hombre que sostenía sus conocimientos sobre las estrictas reglas de la ciencia, de los números y la física. Sin embargo, en secreto, experimentaba formas de romperlas. La fantasía era la clave para romper las riendas y estar en cualquier lugar y ser cualquier persona.

Ese día, en el Támesis, nació la historia que marcó el comienzo de todo: Alicia en el subsuelo.

Pero la pequeña Liddell no se conformó con cuatro capítulos que contaban la historia de una niña llamada Alice, que se cayó en la madriguera del conejo y se encontró al otro lado un mundo paralelo desconocido.

Charles regresó a la historia y la continuó, inventando nuevos entornos y personajes increíbles.

Alicia in Wonderland era un regalo para la pequeña Liddell que cada día crecía y perdía el encanto que había hechizado a Charles, quien fue alejado de su familia porque su afecto hacia la niña venía percibido por la sociedad victoriana como morboso e indignante.

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