Alice

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Segunda parte Fin de la novela » Capítulo 3

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Capítulo 3

Natascia se preguntaba qué había visto Johnson sénior en una mujer como su madre para renunciar a todas las comodidades de su matrimonio, y qué había visto su madre en Johnson sénior para estropear por completo la estética de la única habitación bonita de su fea casa, trasladando allí la enorme cama, porque antes Natascia y su madre dormían en la misma habitación que ahora es sólo para la hija.

Yo también me lo había preguntado y también Johnson júnior, pero él había encontrado una respuesta.

—Imagínate que llega alguien de otro planeta —dijo—, y que no sabe nada de la Tierra, y que Annina es la primera terrícola con la que se encuentra. Estoy seguro de que el alienígena decidiría establecerse aquí para siempre porque pensaría: «Si todos son como Anna, éste es un lugar donde merece la pena establecerse». Mi madre y yo siempre sospechamos que papá era de otro planeta y que no se sentía a gusto en la Tierra, y ya ves, al final acabó conociendo a Annina.

—La conoció tarde —dije con pena.

—A lo mejor en su planeta calculan el tiempo de otra manera.

A Natascia le dije que recogiera sus cosas y que se viniera a vivir conmigo. Se puso contentísima, el único problema era que su novio no debía verme de ninguna de las maneras y por ello no debíamos invitarlo jamás a subir a casa.

Las cosas que se trajo Natascia me permitieron comprender hasta qué punto era pobre y cuánto llegaba a ahorrar. Le ponía jabón o esmalte a las carreras de las medias o bien se las metía un poco más dentro del zapato. Tenía un neceser floreado con productos de belleza que, seguramente, eran puro detergente, porque ¿cómo era posible que un gel de baño de medio litro costara dos euros?

Desde que Natascia se mudó conmigo, mi tía vino a verme con frecuencia. Seguro que estaba celosa de lo bien que me entendía con los vecinos. Decía que a ella, que desde la desgracia era mi tutora, ni siquiera la llamaba por teléfono y que cuando yo iba al pueblo a ver a mi madre no iba a visitarla, y que, si ella no se invitaba sola, podía esperar sentada. Y que ni siquiera me ponía demasiado contenta al verla, porque seguro que esperaba que se fuera para poder estar en compañía de esa que parecía mi nueva familia estrafalaria, en la que no se sabía quiénes eran los padres, quiénes las madres, de quién eran los hijos y cuáles eran las esposas. Unu misciamoroddu. Un berenjenal. Su mundu a fundu in susu. El mundo patas arriba.

Johnson júnior decía que mi tía era un ser divino. En el sentido de que era el Espíritu Gilipollas hecho hombre. No una simple gilipollas, sino la encarnación misma de la Gilipollez y, ante semejante milagro, no nos quedaba otra que rendirnos e ir en peregrinación hasta su casa, o conseguir que nos diera una reliquia o cosas por el estilo.

Un día mi tía se presentó con cara de tener que decirme algo importante y urgente.

—Es un capricho que vivas en Cagliari —dijo— al fin y al cabo, el coche de línea tarda apenas media hora del pueblo a la ciudad. Además, esta casa no es sólo tuya, también es mía, de mis hijos, de mi marido. Este primer año de universidad lo hemos hecho así en nombre de tu infelicidad. Pero esto no puede seguir así.

—Natascia sólo ocupa una habitación. El año que viene vendrán también los primos. ¡Estaremos todos la mar de bien! —casi grité.

—No. Mis hijos no piensan en venir a Cagliari. Por media hora de viaje no hace falta. Tampoco en tu caso haría falta. Lo mejor es vender y darle a cada uno lo que le corresponde. Tú tendrás tu parte.

—¡Pero si esta casa ha estado siempre vacía! Al hacernos mayores dejamos incluso de venir en vacaciones. Sólo alguna vez, cuando había algún trámite que hacer en la ciudad y nos quedábamos medio día. ¿Por qué no la alquilamos a estudiantes? Yo me quedo con mi cuarto, los otros pueden alquilarse, Natascia también pagará algo. ¡Ya me encargo yo de buscar a los inquilinos!

—No. Los estudiantes destrozan las casas y después para reparar los daños se gasta más de lo que se gana. Lo mejor es vender y repartir el dinero. Recibirás tu parte. No tienes que preocuparte. Si te emperras y quieres quedarte en la ciudad, podrás usar el dinero que te toque de la venta y alquilar durante años una habitación en alguna parte.

No le dije a Anna que me iba. Me quería demasiado y a lo mejor le daba un ataque al corazón antes de que la operasen. Tampoco se lo dije a Natascia ni a Johnson júnior. A él por tres motivos: primero, me hubiera echado a llorar y él se habría enfadado y habría dicho que soy una trágica, ni que tuviera que dejar mi tierra en una patera de inmigrantes ilegales; segundo, se habría plantado hecho una furia en casa de mi tía, sin avisarme, y a saber qué habría podido decir o hacer, incluso habría podido pegarle, como amenazaba con hacer con la maestra, con mis padres y mis abuelos y con cuantos no me habían querido; tercero, se disponía a irse de vacaciones con Giovannino y Omar y no quería amargarle el viaje.

De modo que se lo conté a Mrs. Johnson, que me escuchó en silencio, sin hacer comentarios, pero después me acribilló a preguntas.

—Pero, vamos a ver, ¿tus abuelos no compraron la casa para ti? Quiero decir, ¿a nombre de quién está?

—A nombre mío y de mi tía, así que es de todos.

—Un momento, pequeña mía, la mitad de la casa es tuya, imagino que a partir de la mayoría de edad, y la otra mitad es de tu tía. De todos los demás, es decir, de tus primos y compañía, será cuando tu tía se haya muerto.

—Por favor, Mrs. Johnson, no hablemos de muerte.

—De acuerdo, hablemos de los vivos. Ahora tu tía quiere vender, pero ella sólo es dueña de la mitad de la casa, porque la otra mitad es tuya.

—Así es.

—Escúchame bien: si te negaras a vender, tu tía sólo podría vender su mitad. ¿Y quién iba a comprarle un trozo de apartamento con una sola entrada, un pasillo estrecho, un solo baño y media cocina? Niégate a vender y ya verás como se resigna a alquilárselo a los estudiantes, tú podrás quedarte tan ricamente en tu mitad y problema resuelto.

—Pero entonces mi tía dejará de quererme, me odiará.

—Y en caso contrario, tú la odiarás a ella.

—No, yo nunca odiaré a nadie. Haré lo que me pide mi tía.

—Has tratado demasiado a mi marido y a mi hijo y te han influenciado. Tú también te has convertido en una alienígena.

Me dieron incluso ganas de reír, pero me volví para mi casa desconsolada.

Al día siguiente me telefoneó.

—Sube, que he hecho una tarte tatin, así te doy la receta y se la pasas a los extraterrestres que te han mandado aquí para comprender los secretos de este mundo.

Subí al piso de arriba. En el fondo era amable y el problema no era asunto de ella.

—Come, pequeña mía, que estás adelgazando demasiado —dijo en francés, como siempre que quería mostrarse amable y misteriosa.

—No volveré a comer en la vida y me moriré.

—Morir, morir, en cuanto hay alguna dificultad a todos nos entra esa obsesión con la muerte. ¿Tan importante es seguir viviendo aquí? ¿En este edificio de locos?

—Aquí vive mi familia.

—¿Y yo quién sería, tu abuela?

—Sí. Mi abuela. La verdadera. La única.

—Yo no soy la abuela verdadera de nadie.

—¿Reniegas de Giovannino?

—No. Lo adoro. La cuestión es que yo no soy la verdadera madre de mi hijo. Como no podíamos tenerlos, lo adoptamos. Pero nadie lo sabe. Ni siquiera él lo sabe. Lo hicimos todo en Estados Unidos. Fuimos a recogerlo a Brasil, era recién nacido, y después vivimos un año en Nueva York; yo quería que fuese neoyorquino, qué contenta estaba. Si hubiese sabido que era gay, lo habría dejado en el cubo de la basura, donde lo encontraron.

—No me lo creo. Quiero decir, me creo que no es hijo vuestro, pero no que hubierais sido capaces de dejarlo en el cubo de la basura.

—Por fin me tuteas. Entonces soy tu abuela de verdad.

—¿Y el parecido? ¿Nadie ha notado nada?

—Nadie. Todos decían que, al ser hijo de una sarda, era normal que fuese tan moreno.

—Las famosas cosas normales.

Très bien… Ahora que Levi se ha ido al piso de abajo, su habitación está libre para ti, aquí en el piso de arriba. Finjamos que soy tu abuela de verdad.

—¿Y Natascia? ¿Puede venir también Natascia?

—No me siento la abuela de Natascia. Me cae fatal. Impudente, sfaccía, una descarada. Pero de acuerdo, haré como que es una judía a la que hay que esconder, que estamos en los años cuarenta, en París, después de la ocupación nazi. Lo hago en memoria de mi suegra. Mi hijo no te ha dicho nada para no arruinarte las vacaciones, pero ¿sabías que para el nuevo curso se vuelve a París?

—¿Y Giovannino?

Mon dieu! Giovannino se queda aquí.

—¡Gracias a Dios! Siempre ha dicho que se quedaría, que no renunciaría nunca al mar dentro de Cagliari.

—Su padre le ha dado libertad para elegir. Lo admiro por eso. Le explicó cómo serían las cosas en París. Le dijo que ese tal Omar viviría con ellos.

—¿Y Giovannino?

—Dijo que quiere a Omar, pero que no puede estar siempre cambiando de sitio y que Cagliari es lo más hermoso del mundo.

—Si Dios quiere, insha’Allah, al menos nosotros seguiremos juntos. Por lo demás, ¿cómo se las arreglaría sin el mar? Casi todos los días vamos a la playa, haga el tiempo que haga.

Ma petite fille, tú no sabes qué alivio sentí cuando el niño dijo que se quedaba, y seguro que no fue por el mar. Ni por egoísmo. Me comprendes, ¿no? Un padre es importante, pero también lo es una vida normal. Giovannino ha resultado ser el más sabio de todos. ¡Por una vez, Dios me ha concedido una gracia y al menos me ha dado un nieto que no es una excepción!

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