Alice

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Primera parte » Capítulo 2

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Capítulo 2

Hace un tiempo, Mr. Johnson, el señor de arriba, llamó a mi puerta. Vestía con sobria elegancia de gentleman, pero llevaba los zapatos desatados, el dobladillo del pantalón descosido y los calcetines de distinto color.

—Vivo en el piso de arriba —dijo—. Soy su vecino.

—Ya lo sé. Nuestro edificio no ha sido concebido para que no nos cruzáramos.

Tenía algo urgente que pedirme: si por favor podía regarle las plantas, porque él tocaba el violín en barcos de crucero, se iba de viaje y a su mujer le gustaban mucho las flores, sobre todo las rosas y las plantas de guisantes rojos, y se habría disgustado si al regresar llegaba a encontrárselas secas.

—No existen los guisantes rojos, Mr. Johnson, seguramente serán bayas.

Hace unos días, al volver del crucero, llamó otra vez a mi puerta para darme las gracias, se había encontrado las rosas y los guisantes rojos en plena forma, pero no era ése el propósito de su visita. Me preguntó un tanto cohibido si entre mis amigas estudiantes no podía buscarle a alguna que fuera competente y pudiera trabajar de ama de llaves a cambio de alojamiento y comida, porque su mujer se había marchado, tal vez para siempre, y ahora ya no necesitaba una asistenta y punto, sino alguien que se ocupara de toda la casa y no sólo de la limpieza. Como me veía siempre con muchos libros estaba seguro de poder fiarse de mí.

No lo pensé dos veces y fui enseguida a ver a Anna, la señora de abajo, enferma del corazón, pero que anda corta de dinero y todos los días coge dos autobuses para ir al trabajo y dos para volver. Sin duda, trabajar de ama de llaves en el piso de arriba le iba a parecer una suerte.

Esperamos al señor de arriba sentadas en el sofá, la señora de abajo y yo, ella me mira como queriendo decir: «¡La casa del señor de arriba! ¡Ah, la casa del señor de arriba! ¡Has visto qué sol, qué terraza con vistas al mar, qué espejos!».

Una criada con uniforme nos hace pasar y dice: «Enseguida viene».

Después entra Mr. Johnson, vestido con sobria elegancia de gentleman, pero con una manga de la chaqueta rasgada.

—¡Tiene la manga de la chaqueta rasgada! —le advierto indicándole el codo.

Se disculpa y vuelve sobre sus pasos, seguramente para cambiarse, y Anna me mira enojada, pero cuando Mr. Johnson regresa, lleva la misma chaqueta.

—Mr. Johnson —le digo—, ésta es la señora de abajo y estaría dispuesta a trabajar en su casa.

—¡Ah, gracias!

—Mi amiga sabe hacer de todo, cocina, cose, limpia, lava y plancha a la perfección.

—¡Gracias!

—Mr. Johnson, la señora también trabaja en otras casas, pero si usted quiere puede empezar mañana.

—¡Gracias!

—Entonces hasta mañana, Mr. Johnson —por fin habla Anna.

—¡Hasta mañana! —por fin Mr. Johnson la mira y le contesta.

—¡Hasta la vista!

—See you soon!

Y nos vamos.

Durante la negociación, que de negociación no tuvo nada, dijo demasiados «gracias», como si estuviéramos allí por hacerle un favor y no por un puesto de trabajo, pero pensamos que se trataba de una rareza suya, como los zapatos desatados, los calcetines de distintos colores, la manga de la chaqueta rasgada. Por eso no nos preocupamos y al regresar de la negociación nos fuimos enseguida a festejarlo a la casa de la señora de abajo, donde siempre es de noche. La luz entra en la casa únicamente a través de una enorme puerta ventana, la de la habitación buena, que sirve también de vestíbulo del apartamento y da a la escalera de servicio, de manera que para tener algo de intimidad hay que correr las cortinas. También en la cocina, en el baño y en el dormitorio siempre es de noche, porque la luz sólo entra a través de unas cuantas ventanitas ocultas por la escalera y que tienen como único panorama los pies de los vecinos del piso de arriba. En la cocina oscura con las cacerolas colgadas de las paredes, los grifos sin mezclador y los estantes llenos de tarros de conservas, mermeladas, verduras en aceite, Anna preparó chocolate con la máquina exprés de bar, que su hija le regaló con su primer sueldo. En el fondo, de todas las cosas que hacen falta, por ejemplo, unos grifos modernos o una instalación de calefacción para el invierno, porque cuando hace frío se forma una nubecita en el aire al respirar, la máquina exprés de bar sería justamente la última, pero la señora de abajo siente predilección por las cosas inútiles y vistosas. La habitación buena, la de la puerta ventana enorme que da a la escalera de servicio, me recuerda la cabaña montada por un náufrago con los objetos lanzados a la orilla por las tempestades: mesas, mesitas, sillas de distintos estilos, algunas con respaldos en forma de animal, otras de hierro forjado, un aparador con los cristales muy enmasillados y una librería sueca, cortinas de brocado rojo oscuro y, detrás, las persianas.

Incluso su nombre, Anna, sobrio y tranquilo, a ella le parece corriente y por eso se ha desquitado con su hija, Natascia, que por el contrario se avergüenza de su nombre porque a ella le hubiera gustado uno normal.

Anna puso la mesa en la habitación buena y sirvió el chocolate en tazas de porcelana china, pero la chocolatera era de Mulino Bianco.

—En cuanto pueda, me compro una chocolatera como Dios manda —se disculpó.

—Con el primer sueldo que te pague Mr. Johnson.

—¡Ay, sí, es una suerte! Ya sabía que iba a ocurrirme algo extraordinario —dijo—, y ahora sé que era ir al piso de arriba. ¿Has visto cuánta luz, los juegos que hace en los cristales de las puertas, te has fijado qué techos más altos? Incluso hay un cuarto para los armarios. Todas las casas de los ricos auténticos tienen un cuarto para los armarios. Y no sólo están los armarios, sino también la tabla de planchar con brazo auxiliar para las mangas, la plancha profesional de vapor, la máquina de coser de esas que bordan y todo. Eso sí, el dormitorio de Mr. Johnson parece el de un monje trapense, ¿no crees? Una cama, una mesilla de noche, un armario y los violines, violines y atriles. Un monje trapense músico.

—Pero —dije yo— no me gustaron todos esos «¡oh, gracias!». ¿Por qué tenía que dar las gracias? No estábamos allí para hacerle un favor. Además, según me contaron los vecinos, cuando Mrs. Johnson, su mujer, se marchó de casa en un taxi con dos maletas, le dijo «cerdo», y él la alcanzó en el portón y siguió mirándola con ese aire de ensoñación que tiene, mientras el taxista metía las maletas en el maletero.

Mischinedd[1], la mujer lo dejó con la criada gioja[2], que durante casi un año se encargó de sacarles brillo a los espejos y los cristales, y lustre a la plata, esperando a que Mrs. Johnson regresara, pero a él esas cosas no le interesaban lo más mínimo. ¿Has visto la nevera?

—La he visto. Parecía salida de La bella durmiente, con sus estalactitas, su queso verde por el moho, su leche y su perejil malolientes y sus tomates, ¿has visto los tomates? ¿Y la lechuga marrón? Le he echado un vistazo rápido a la fecha de caducidad de la mantequilla, es de cuando su mujer lo dejó —contesté.

—Su mujer debe de ser de esas que ta gan’e cagai[3], mira que hacerse llamar Mrs. Johnson. Es sarda sarda y se quiere hacer la americana.

—Sé que es una sarda muy, pero muy rica.

—Tú siempre lo sabes todo. Eres una ficchetta[4]. Has mirado incluso la fecha de caducidad de la mantequilla.

—No soy una metomentodo. Me interesa lo que hace la gente, pero no para chismorrear sino para entender.

—Podrías convertirte en una gran detective, una abogada, una juez. ¿Por qué te has matriculado en Letras?

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