Alice

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Primera parte » Capítulo 3

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Capítulo 3

Vengo aquí desde que tenía diez años, desde que ocurrió la desgracia, desde que papá murió y mamá se volvió loca. Venía del pueblo en verano a pasar las vacaciones con mis primos y mis tíos, que eran mis tutores. Mis abuelos maternos habían comprado el apartamento de Cagliari porque creían que la playa me iba a sentar bien. Telefoneaban todos los días para saber si habíamos ido a la playa del Poetto y si yo había corrido y nadado, y le recomendaban a mi tía que tuviese cuidado, que no dejara que me alejase mucho de la orilla, no fuera a ser que me vinieran ideas raras, porque no había que olvidar de quién era yo hija. A mí me preocupaban los demás, tenía miedo de que se ahogaran, y cuando mis primos o mis tíos se metían en el agua y los llamaba, si no me oían, me entraba la desesperación. Llegaba a Cagliari con el corazón en un puño por la emoción, nadie sabía nada de mí, mientras que en el pueblo, si alguien no te reconocía, enseguida te preguntaba: «Fill’e chini sesi?», que significa «¿tú de quién eres hija?», y cuando contestaba y decía de quién era hija, ponía cara de lástima. Aquí, en Cagliari, mis tíos también estaban relajados y yo me paseaba con mis primos como si no existieran los peligros, como si los peligros se escondieran únicamente en el pueblo.

Después de la desgracia habría podido irme a vivir con mis abuelos, pero yo era demasiado importante para mi madre, que, en su locura, me buscaba continuamente y me esperaba siempre en uno de los pórticos o de las galerías de la casa, desde donde podía avistarme en cuanto llegaba al portón. Por las mañanas me sonreía como si yo fuera una bonita sorpresa y daba comienzo al ritual del café con leche, pero, cuando quería prepararme el desayuno, untaba la mermelada en el mantel. De todos modos, los abuelos habían roto los lazos con ella, los maternos porque no tenían corazón para ver que su hija no los reconocía, los paternos porque la culpaban del suicidio de mi padre. Se pusieron de acuerdo para que me hiciera de tutora mi tía, la hermana de mi madre, casada y con hijos de mi edad, aunque mi tía nunca se mostraba relajada cuando estábamos en el pueblo y, si daba una pequeña fiesta para mis primitos, siempre se las ingeniaba para que yo no estuviera porque no quería que los invitados se sintieran incómodos. Mi madre se ganó la fama de loca antes de volverse loca de verdad, antes de la muerte de papá, cuando ellos dos eran los únicos que sabían lo de la estudiante de la que mi padre se había enamorado. Hacía muchas pequeñas locuras, intentaba morir imitando a los personajes de la literatura que ella, como profesora, conocía bien. Corría de habitación en habitación golpeándose la cabeza contra las paredes como Pier della Vigna en la Divina Comedia, cuando Federico II stupor mundi lo había encarcelado pese a ser inocente; o bien iba a lanzarse a los canales de riego, imitando a Ofelia —así se llama mamá—, después de que Hamlet le dijera: «¡Vete a un convento!».

A veces salía conmigo cuando llovía y la calle se llenaba de barro y el viento doblaba los paraguas y los destrozaba. Regresábamos caladas hasta los huesos, ateridas y embarradas.

Era guapa pero se volvió fea, tenía la mirada perdida por los tranquilizantes y bolsas debajo de los ojos de tanto llorar. Ya por entonces no venía nadie a vernos y cuando mamá se decidía a reaccionar, me perseguía y me pedía que le dijera a fulanito o a menganita que vinieran a visitarnos, pero ellos no venían y entonces nos poníamos nuestra mejor ropa y, de la mano, nos íbamos de visita, pero nunca encontrábamos a nadie en casa.

La tía, cuando todavía era mi tutora, no nos invitaba y era yo la que iba a su casa cuando no había nadie ajeno a la familia y, pese a eso, nunca se hablaba de mí, de cómo me iba en el colegio, de lo que pensaba, de lo que me gustaba. Tampoco se hablaba nunca de mis padres, a papá no volvieron a nombrarlo y de mamá sólo pronunciaban su nombre, Ofelia, para cuestiones prácticas referidas a los arreglos con la chica que la ayudaba, o con los médicos.

De modo que de ellos sólo sé lo que recuerdo de cuando era muy pequeña.

Por el contrario, en Cagliari, y al menos durante las vacaciones, podía existir. Por las mañanas iba a la playa y por las tardes leía libros de rimas infantiles, que aprendía de memoria, porque me gustaba ese mundo donde todo estaba del revés, pero en el que todos se sentían contentos. Y donde todo era bonito. Cuando era niña las palomas no lo invadían todo como ahora ni estaban desplumadas ni eran agresivas sino rechonchitas y sentimentales. Era un gusto oír sus arrullos enamorados, y claro que hacían caca, pero con gentileza. A veces entraba en casa un gorrión enfermo, lo curábamos y después lo soltábamos y se iba volando. Por las tardes flotaba en el aire el perfume de la albahaca y por las ventanas que daban al patio en el cielo se veían juntos la luna pálida y el sol.

Aquí, en la ciudad, conseguía no pensar en mamá cuando le gritaba a papá: «¡Ojalá estuvieras muerto!». Cuando nos lo encontramos colgando del techo, con los zapatos recién lustrados, quedó claro que no lo decía en serio, que no prefería que estuviese muerto. Y se volvió loca de verdad. Con papá todavía de cuerpo presente en la otra habitación, a la espera del entierro, a ella le preocupaba que quienes habían venido a darnos el pésame tuvieran algo de beber. «¿Tenemos algo para ofrecerles? —preguntaba—. ¿Hay zumos de fruta en la nevera?». No se acordaba de que él estaba en la otra habitación, muerto, y quizá pensaba que aquellas personas habían por fin decidido visitarnos otra vez.

Pero nada volvió a ser como antes. Todo había cambiado y los padres de los demás niños no veían con buenos ojos que sus hijos se juntaran conmigo, como si temieran que yo los contagiase. Y yo estaba siempre sola en mi jardín y me había acostumbrado a hablar lo indispensable. Era por eso que en la escuela la maestra me llamaba «la letrita muda». Yo tenía la impresión de que los padres de todos mis compañeros les habían enseñado a evitarme. En una sola ocasión conseguí hacerme muy amiga de una compañera graciosa, que pertenecía a una de las familias más pobres del pueblo, y a su mamá la llamaban egua, puta.

La invitaba a mi jardín antiguo y ella me invitaba a comer en su casa y su mamá habrá sido una egua pero me quería y en su casa yo siempre tenía hambre, mientras que en la mía o en la de mi tía se me cerraba el estómago, y si comía a la fuerza me daban arcadas. Fue una época feliz, pero después mis tíos seguramente comentarían que debíamos separarnos, porque esa niña no era una buena compañía, y entonces volví a quedarme sola, en el pupitre y en mi jardín, con el perfume de las flores que venía del otro lado de la tapia y la luna que por las noches asomaba entre las ramas de los árboles, como un fantasma blanco en el cielo todavía azul celeste y que aún no se había vuelto azul oscuro. Conocía todas las flores y las plantas, las mimosas que caían en los senderos de grava y los parterres de lilas, de fresias, de ranúnculos, los rosales, la glicina con sus racimos violeta alrededor de la puerta de entrada, el ricino de flores rojas, las vides que crecían detrás de casa, con cuyas uvas el campesino—jardinero hacía un vino magnífico. Porque nuestra casa estaba y sigue estando en las afueras del pueblo, al final de un camino de tierra batida, en las lindes del campo, en una zona de Cerdeña donde las colinas son suaves y en primavera se tiñen de muchos tonos de verde.

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