Alice

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Primera parte » Capítulo 4

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Capítulo 4

Aquí, en la casa de Cagliari, yo imaginaba todo tipo de fantasías sobre los Johnson, los vecinos del piso de arriba. No los veía nunca, porque yo sólo venía en verano y, según me contaban las asistentas, ellos se iban a veranear a Cerdeña, pero a playas de moda para los vips. No los veía nunca y los imaginaba muy, pero muy ricos, seguro que eran los mismos Johnson & Johnson de mi gel de baño. Los Johnson sólo vivían en el edificio durante el invierno, porque en Cagliari el clima es apacible, mientras que en las estaciones intermedias vivían en París, donde la señora, que calzaba zapatos de salón y llevaba el pelo recogido en un moño banana atravesado por un alfiler cubierto de brillantitos, renovaba su guardarropa. Tenían una servidumbre muy numerosa. En pirámide. En el sentido de que en lo alto de la pirámide estaban los criados de los que, a su vez, dependían otros criados, y así hasta llegar a la base.

Sus asistentas, de las que me hice muy amiga, me decían que, pese a todo, Mr. Johnson no era un industrial, sino un famoso violinista, y no tenía pinta de rico para nada. Al contrario, parecía fuliau de sa maretta, es decir, lanzado a la playa por la marejada. La que era rica era su mujer, que se hacía llamar Mrs. Johnson, pero era sarda sarda, sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos, todos sardos. Su mundu a fundu in susu, el mundo patas arriba, porque, según decían las asistentas, entre un americano y un sardo, ¿acaso el rico no es siempre el americano? Los criados me hablaban de la belleza de Mrs. Johnson, de lo muy chic y parisina que era y de cómo quería estar delgada y no comía nada de lo que mandaba comprar al mercado y las provisiones sólo se destinaban a los invitados. Le gustaban mucho los buenos modales y durante el almuerzo había que tocar la campanilla de plata aunque estuvieran todos a su alrededor y hubiese bastado con decir en voz alta: «¡A la mesa!».

Estaba arrepentida de haber comprado la casa aquí, en la Marina, un barrio pobre habitado por náufragos de Pakistán, Bangladesh, Senegal, el Magreb y China. Donde la ropa recién tendida te goteaba en la cabeza y donde no había manera de quitarte de encima el olor a ajo, a fritanga, a especias, a nafta y a pis y, cuando por fin olías un perfume, era la fragancia de las Flores de Asia. Un barrio donde los blancos, los amarillos y los negros gritaban asomados a las ventanas y, cuando hacía calor, las mujeres sacaban sus taburetes y se sentaban delante de los portoncitos abiertos de aluminio anodizado, que permitían entrever escaleras estrechas y oscuras por las que había que pasar de uno en uno, y donde, a la hora de la plegaria, el almuédano hablaba desde los altavoces y todos ocupaban la calle delante de un apartamento destinado a mezquita. Pero, eso sí, se jactaba de las vistas al puerto.

Había también un hijo, un Johnson júnior, aunque las asistentas nunca lo habían visto.

Ellas me llamaban desde las ventanas del piso de arriba cuando veían los barcos llegar o partir, porque sabían que a mí me volvían loca, y cuando trabajaban en la terraza, donde había y sigue habiendo una pila para lavar la ropa, de esas que se usaban antes de que llegaran las lavadoras, con la tabla de madera con sus ondulaciones y una barra bien grande de jabón, me daban un trapito y yo lo restregaba inclinada sobre él. O bien me llamaban cuando el reloj de cuco de los Johnson, comprado realmente en Suiza, daba las doce. A las doce menos diez me sentaba allí delante y esperaba a que asomara aquel pajarito maravilloso.

Mrs. Johnson era hija de un constructor, aquí en la Marina decían unu priogu resuscitau[5], porque era un pobre diablo que se hizo riquísimo construyendo casas grises, cuadradas y tristes, rodeadas de prados pelados al cero donde crecían unos arbolitos de copas grises, cuadradas y tristes. Mrs. Johnson no había elegido una de las casas de su padre sino que había comprado esta otra en la Marina, a unas herederas que querían deshacerse de ella para acabar con la maldición que pesaba sobre las mujeres de la familia, recluidas en el edificio y condenadas a comerse el corazón para no dejarse embargar por los sentimientos. Con las dos últimas herederas desaparecía para siempre el apellido y, con el reparto y la venta del edificio, concluía por fin su historia. Las herederas confiaban en que el edificio albergase historias más alegres. Me pregunto si las nuestras, las de sus nuevos habitantes, lo son.

Es un edificio rico en un barrio de casas pobres; está formado por dos eles mayúsculas que, unidas por el lado más corto, forman una herradura. De los dos lados largos de las eles, uno da al puerto y el otro, al barrio de la Marina; el lado corto da a una placita. En el interior hay un patio del que parte una escalera con balaustrada de piedra que lleva solamente a la planta alta, la de los Johnson, y oculta las ventanas de la casa donde, en otros tiempos, vivían los criados, y más tarde, Anna y Natascia. Los Johnson compraron una planta completa y pueden asomarse a todas partes, al patio, al barrio y al mar. También son dueños del apartamento donde antes se alojaba la servidumbre, justamente donde arranca la escalera y donde viven Anna y Natascia. Los Johnson pueden acceder a través de la entrada principal y del patio; Anna y Natascia lo hacen exclusivamente por la de servicio. Como todos los demás, yo entro por la entrada principal que da a la calle. Vivo en la ele sin vistas al mar. Un largo pasillo separa las habitaciones de la derecha, que dan a la calle, de las de la izquierda, que dan al patio. La habitación buena de Anna, la que ella llama precisamente s’aposentu bonu, yo la veo desde la cocina y el baño, mi cuarto preferido, con azulejos blancos y negros, la bañera con asiento, dos viejas mesillas de noche idénticas, dos espejos, una estantería hecha en casa con los frascos de champú, el secador de pelo, las toallas y cosas por el estilo, un arcón donde guardo el jabón para lavar la ropa y los trapos de limpieza. Las habitaciones de la derecha, que dan a la calle, están decoradas con muebles pasados de moda, estilo años cincuenta, de cuando mamá y mi tía eran pequeñas; el dormitorio es de madera lustrada, tiene un armario larguísimo con espejos en todas las puertas; el comedor dispone de aparador y alacena a juego y el sofá y los silloncitos son rojos de lana rizada. De las paredes cuelgan fotos de mamá y de mi tía cuando eran niñas y también las mías y las de mis primos y mi tío, siempre de cuando éramos niños. Quien no supiera nada de nuestra familia al mirar las fotos no sabría quién es mayor y quién pequeño, quién el hijo y quién el padre, de manera que podría ajustar el tiempo a su antojo.

—No estés siempre con las criadas de los Johnson —me reprochaba mi tía—, de tanto oír hablar sardo, al final del verano ya no sabrás hablar italiano. Y no hagas tantas preguntas. ¿Por qué haces tantas preguntas sobre la vida de los demás?

Porque creía que así, relacionando los hechos, los hechos puros y simples, entendería las cosas que me resultaban incomprensibles, sobre todo después de que papá se había matado y mamá se había vuelto loca. Pero ¿existen los hechos puros y simples?

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