Alice

Alice


Primera parte » Capítulo 8

Página 11 de 30

Capítulo 8

Han llegado de Milán el hijo y el nieto de Mr. Johnson. Johnson júnior y Johnson júnior júnior, que se llama Giovannino y tiene siete años.

Giovannino es un niño prudente, no te da confianza enseguida. Es puntual, y si tienes que acompañarlo a algún sitio, a la hora convenida te espera vestido y aseado. Calcula el tiempo con el pajarito del reloj de cuco, como hacía yo de pequeña, y, si te retrasas, te mira con cara de leve reproche, leve para que no te lleves un disgusto.

Anna dice que el niño se educó solo. «¡Ah, qué niño!». Hay que ver qué ordenado es, cómo tiene su habitación y cómo se preocupa por que todo esté siempre en su sitio.

Ella le hornea galletas y le dice que se sirva todas las que quiera, pero él lleva la cuenta y reserva unas para las vecinas, Anna, Natascia y yo, y las restantes las divide entre tres, para su abuelo, para su padre y para él.

Johnson júnior ha tenido problemas con la maestra de Giovannino, que según él es una imbécil. Los niños debían comprar muchos lápices, no de colores simples como el amarillo, el violeta, el azul, el rojo, el verde. No. Sino rojo carmesí, rojo rubí, azul cobalto, azul ultramar, amarillo ocre, amarillo limón, verde esmeralda, verde manzana y tonos por el estilo. Él a su hijo le compró una caja de lápices de colores normales, naranja, violeta, celeste, rojo, verde.

Giovannino le dijo a su padre que los lápices estaban bien, para que no se llevara un disgusto, pero después me pidió a mí si lo acompañaba a comprar lo que necesitaba para la escuela, exactamente lo que necesitaba y no algo que fuera distinto de lo que tenían los demás niños. Él llegó cuando el curso había empezado hacía tiempo y no quería hacer cosas raras. A él le gusta hacer las cosas conforme a las reglas. Por ejemplo, no toma sopa a la hora del almuerzo. Dice: «No es hora de tomar sopa. ¿Me la guardas para la cena?». Giovannino se lava los dientes después de comer y los pies antes de irse a la cama y, como dicen su padre y su abuelo, le busca tres pies al gato, es decir, no quiere que los botones le cuelguen de las chaquetas ni llevar calcetines de distinto color.

Su padre no se parece en nada a Mr. Johnson, en el sentido de que no tiene nada de americano, es de piel oscura y el cabello rizado y negro le forma una aureola alrededor de la cabeza y tiene ojos dulces de africano. A diferencia del padre es ordenado en el vestir, pero, siempre a diferencia de Mr. Johnson, que es clásico en el vestir, Johnson júnior es raro, sobre todo porque lleva siempre pantalones a cuadros que se parecen a los de Mr. Micawber en David Copperfield.

Ahora bien, Giovannino sí que tiene algo de americano. Quizá ha heredado de su abuelo los genes que, tras saltar una generación, han reaparecido en la siguiente.

Giovannino y yo nos entendemos muy bien. Nos gustan las mismas cosas. Por ejemplo, el mar. No es que él no lo haya visto nunca, con su padre ha visitado las playas del mundo entero. Pero nunca ha vivido en una ciudad como Cagliari, con el mar dentro, como el Sena está dentro de París o el Hudson está dentro de Nueva York. El mar le gusta más que los ríos, no importa el tiempo que haga, porque su espuma es transparente.

—No nos iremos de Cagliari, ¿verdad? —le pregunta a su padre.

—Por ahora no. Nos quedaremos un año.

—¿Y dentro de un año a dónde iremos?

—No lo sé. Será una sorpresa.

—No me gustan las sorpresas —entonces me pregunta a mí—: ¿Tú sabes dónde iremos papá y yo dentro de un año?

—A un lugar donde se hable inglés, italiano o francés.

—¿Y si yo decido quedarme aquí?

—Ya se verá.

—¿Y no podemos verlo ahora?

—Creo que podrás decidir quedarte aquí.

—¡Entonces yo me quedo aquí para siempre!

De Cagliari, además del mar con espuma transparente, le gustan las cuestas y las bajadas. Sube corriendo y yo le espero al final de la calle, luego baja a la carrera y lo abrazo. Dice que Cagliari es blanca y azul ultramar. Dice que nuestro barrio de la Marina es como una isla, porque lo sobrevuelan las gaviotas y las aves marinas, porque hasta allí han llegado náufragos de todo el mundo, que se han salvado al hundirse sus barcos, y que parece un tobogán, porque está todo inclinado hacia el puerto.

He notado que también Johnson júnior y Anna se entienden muy bien. Los veo siempre hablando sin parar, como si se estuvieran confesando, y en cuanto llega alguien, se nota que cambian de tema. Ella quería regresar al piso de abajo, pero Johnson júnior le rogó que se quedara para echarle una mano con el niño.

Se la ha metido en el bolsillo desde el primer día en que ella lo invitó a tomar chocolate hecho con la máquina exprés de bar y él le dijo que en ningún país del mundo había tomado un chocolate tan rico. También la felicitó mucho por la habitación buena, la de los objetos que parecen arrastrados por las olas durante la tempestad y devueltos a la playa tras haber permanecido atrapados en algún pecio submarino desde tiempos inmemoriales. Le dijo que tenía la sensación de haber sido invitado a Buckingham Palace y desde entonces todos, incluida Natascia, al s’aposentu bonu lo llaman Buckingham Palace.

Desde que son amigos, Anna ha encontrado el valor de reconocer que entre ella y Johnson júnior hay algo y, si cabe, se ha vuelto aún más optimista y alegre. Dice: «¡Qué suerte! ¡Ah, qué suerte!».

Natascia no está en absoluto convencida de que sea una suerte y no le hace ninguna gracia la amistad de su madre con Johnson júnior, porque, según ella, sólo sabe hablar, como todos los hijos de papá que jamás en la vida han tenido verdaderos problemas, pero que para compensar están cargados de teorías. Yo, como Anna, también siento como una especie de imán hacia Johnson júnior.

Por debajo de la puerta me pasa unas notitas simpáticas en inglés, muy difíciles de traducir, para que practique. Me llama por la terraza cuando desde la ele que da al mar se ven llegar los barcos de crucero, o al atardecer, cuando todo se tiñe de un azul mezclado con naranja y el cielo se llena de nubes alargadas o con forma de pequeños ovillos.

Me llama Calamidad, porque no sé hacer nada bien, sobre todo en la cocina. Mis tortillas son babosas, mi asado con patatas más bien parece un sancocho blanduzco y sudoroso, en mis sopas las verduras y los fideos flotan como pecios enormes, el té que preparo está sembrado de semillas de limón. Pero a Johnson júnior todo esto le parece interesante, tal vez porque está enamorado de mí y el amor es ciego. Dice que a mí en la cocina lo que me lleva a la ruina es la imaginación, la fantasía, mi espíritu rebelde, porque nunca hago nada según las reglas.

Aquí, en la Marina, todos se sienten muy atraídos por Johnson júnior, lo aprecian, y he comprendido que se trata de un aprecio distinto del que yo les inspiro. No lo protegen, pero se sienten protegidos por él y se dirigen a él como hacen los náufragos con un indígena hospitalario.

En los bolsillos de los mandiles de Anna mete poemas de sus poetas preferidos y ya no la llama Anna, sino Annina, y desde entonces todos los demás también la llaman así.

Le he preguntado a Johnson júnior por qué es tan amable con nosotras y él me ha contestado que Annina y yo tenemos una cara, una forma de llevar la ropa y de andar, de abrir el portón y de mirar dentro del buzón, que dan ganas de preguntarnos si necesitamos algo, exactamente como a los náufragos del barrio.

Su respuesta me ha dado mucha tristeza, porque quiere decir que para él no hay ninguna diferencia entre los sentimientos que yo le inspiro y los que le inspiran los demás.

El abuelo y Giovannino también se entienden muy bien. El abuelo le enseña al nieto a tocar el violín y todos pensábamos que Giovannino le prestaba atención para no causarle un disgusto, pero después, en cierta ocasión, cuando el abuelo le pidió que nos tocara algo, una pieza de La viuda alegre, nos quedamos de piedra de lo bonita que era la pieza y de lo bien que la interpretó.

—¡El ADN! —exclamó Johnson júnior abrazando a su padre—. Nunca he creído en el ADN, pero influye, vaya si influye.

—Ya, ya, el ADN… —sonrió su padre, aplastado por el abrazo.

Pero las sorpresas no acabaron ahí. Entró en escena Annina, que acompañada por los violines del abuelo y el nieto se puso a cantar: «Calle el labio que los ojos dicen más, porque en ellos asomada el alma está, cual destellos de oro de un naciente sol se refleja en tu mirada inmenso amor».

Nosotros no parábamos de aplaudir y Natascia se echó a llorar.

—¡Eres buenísima, mamá, buenísima! —decía cubriendo de besos y abrazos a Annina y repitiendo a los demás—: ¡Es buenísima, buenísima!

Ir a la siguiente página

Report Page