Alice

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Primera parte » Capítulo 9

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Capítulo 9

Desde la llegada de Johnson júnior Anna recibe su sueldo con puntualidad. Y doble. Él le explicó que su padre le había propuesto una cantidad ridícula porque no tiene más dinero que el que gana en los cruceros, y todo lo demás es de Mrs. Johnson. Pero ahora es distinto, Johnson júnior es profesor de la universidad y, además, el apartamento de Anna está a nombre de él, de manera que ella y Natascia ya no tienen que pagar alquiler.

Anna se vistió con elegancia y fue a ver a sus antiguos patronos para anunciarles que ya no volvería a trabajar de criada; ahora, cuando habla de su nueva situación, también en las tiendas de la Marina, da a entender que su vida ha cambiado, que vive en el piso de arriba y, con medias frases, alude a la posibilidad de trasladarse definitivamente allí.

Cuando en el piso de arriba no están ni Annina ni los Johnson, con la excusa de que nadie cuida las plantas mejor que yo, aprovecho para echar un vistazo a las revistas pornográficas. Siempre hay historias nuevas, siempre de mujeres de tetas grandes, como Natascia, pero mucho, mucho más feas de cara. La verdad es que las caras de estas mujeres no son nada del otro mundo, quizá por las expresiones que ponen, los labios muy fruncidos, los ojos entrecerrados y la cabeza echada hacia atrás como para quitarse el pelo de la frente. Hay que reconocer que eróticas sí que son. Y mucho. Las historias que más me gustan son las de esas señoras frígidas que se vuelven ninfómanas. Una de estas señoras de repente quiere acostarse con todos los hombres que entran en su casa. Su marido se desespera y quiere castigarla, pero toda esa abundancia que desde hace años a él también le racionan hace que cambie de idea.

Yo también quiero convertirme en ninfómana. Me miro al espejo, pero en el espejo no me veo yo, pálida y esmirriada, veo la máquina de guerra del sexo en la que me quiero convertir, supertetona y provocativa, sin diadema, con un ojo cubierto por un mechón de pelo y un traje de cuero con lacitos que se pueden desatar para dejar al aire las partes eróticas.

¿Y Annina? ¿También está aprendiendo de esas señoras? ¿O ya lo sabía todo? La veo, nítida y ligera, como las notas del violín de Mr. Johnson que resuenan en las habitaciones, se cuelan por las ventanas, salen al patio, llegan a la calle y se van lejos, hacia el mar.

Johnson júnior sabe que quiero convertirme en ninfómana, pero también sabe que sueño con desquitarme de la gente del pueblo y que no hago nada, salvo escribir versos. Por eso me aconseja que me convierta en escritora, el sueño de quien no tiene dónde volver la cabeza.

¿Qué puedo decir de Johnson júnior? Que es simpático: tú sueltas una ocurrencia, cuentas alguna tontería y él se ríe y hace que tengas la impresión de que la simpática eres tú.

De manera que me he acostumbrado a que en cuanto llego a casa subo corriendo a contarle todo. Él dice: «Cuéntame los detalles significativos. Si lo incluyes todo, nunca serás escritora. En los detalles está nuestra felicidad y nuestra infelicidad».

Escucha con atención cuando le leo mis poemas.

Mi corazón cansado

se desnuda y se abre

en el eterno gesto

de pedir amor.

Con esta limosna

se despoja mi corazón

y se marchita despacio.

O bien:

Ahora que he vivido

me puedo morir

en paz; acariciadme

la cabeza, que es

como la de una vieja,

porque he vivido

y me puedo morir

en paz.

—¿Desde cuándo escribes? —me pregunta Johnson júnior.

—Desde que ocurrió la desgracia escribo poemas.

—¿Siempre son tan tristes? ¿También cuando eras niña?

—Cuando era niña eran todavía más tristes, verjas de cementerios que chirriaban, cenizas que salían de las tumbas y eran esparcidas por el viento, niños que se alejaban de su casa, se desencadenaba una tormenta y no encontraban el camino de regreso. Y cosas por el estilo.

—¿Por qué escribes?

—Porque todo pasa y se pierde y los textos escritos permanecen.

—¡Ojalá todo permaneciera y pasaran tus poemas!

En su opinión debería dejar de escribir poemas y dedicarme a la prosa, y eso estoy haciendo. Lo intento, incluso con los detalles, lo anoto todo, palabras, gestos. Johnson júnior dice que parezco una intérprete simultánea en un congreso de Naciones Unidas.

Si por mí fuera, me siento tan bien que detendría el tiempo: Anna que se desata su túnica sexy para Johnson sénior, yo que voy a la playa con Giovannino y Giovannino que, en un momento dado, hace unas reflexiones como éstas: «Hoy el mar es gris perla como el cielo», o bien: «Hoy tiene tres franjas, celeste, verde esmeralda y azul cobalto», y se nota que piensa en los lápices de colores de la escuela.

A veces Johnson júnior desaparece. Le pido a Giovannino noticias de él. Se limita a decirme que a lo mejor su padre está con Omar. «¿Y quién es ese Omar?», le pregunto, y él me contesta que es un amigo de ellos de París, pero que no es francés sino árabe, y que de vez en cuando viene a verlos a Cagliari pero que, aunque lo inviten a quedarse en la casa, prefiere irse a un hotel.

Si la ausencia es prolongada, Giovannino también se preocupa, lo noto por la forma en que presta atención a los ruidos para distinguir los pasos de su padre. Yo también miro de reojo desde la ventana que da al patio y desde la que da a la calle. ¿Será por los veinte años de diferencia que Johnson júnior no me hace caso? ¿A pesar de que todo grita: «¡Abrazaos!», «¡Besaos en la boca!», «¡Haced el amor!»?

¿O será porque me encuentra físicamente insignificante? Para ser sincera, tampoco encuentra llamativa a Natascia, y eso que ella parece una de esas máquinas de guerra del sexo que salen en las revistas de Mr. Johnson, pero Johnson júnior tiene un gran sentido moral y ella tiene novio.

Natascia dice que el motivo del desinterés de Johnson júnior no puede ser mi físico porque soy guapísima. Pero ella me ve así porque la ciegan los celos y no quiere que su novio me conozca por miedo a que se enamore de mí al instante. Y teme a todas las chicas, incluso a las feas. Dice que si por ella fuera, llevaría una cápsula de cianuro en un pastillero colgado de una cadenita y se la tragaría al primer indicio de que su novio se sintiera atraído por otra.

Cuando le confesé a Anna que me había enamorado de Johnson júnior, me miró con cara de espanto, ni que le hubiera dicho que quiero a un criminal. No la soporto cuando pone esa cara. Anna es la menos indicada para dar consejos a nadie.

Pero esperaré. Johnson júnior me ayuda muchísimo. Tengo la impresión de que todo el mundo está siempre a punto de descubrir que soy estúpida e ignorante, por eso me mantengo al margen para que no lo descubran y, si me invitan a alguna parte, no voy. Se puede decir que no tengo amigos. Y cuando lo intento tengo mala suerte, como aquella vez en que apuré el paso para alcanzar a una chica de mi curso que me caía la mar de bien e intervenía con inteligencia durante las clases. Cuando estuve a su lado le dije:

—Hacemos el mismo trayecto.

—No. Yo doblo aquí. Hasta mañana. ¡Perdona las prisas!

¿Cómo sabía que yo no tenía que doblar allí igual que ella? Quería evitarme. Por lo demás, nunca intervengo en las clases. Soy una doña nadie. Y sería peor si interviniera. Me descubrirían.

Johnson júnior ha entendido a la perfección quién soy y que no sé hacer nada pero me quiere de todos modos. A lo mejor me ama. De lo contrario, ¿a qué viene tanto interés por una calamidad?

Y no me ofendo cuando me dice que mi futuro pasa por ser escritora porque el que no sabe hacer nada, escribe. No debo tomármelo como un insulto, porque me doy perfecta cuenta de que él aprecia muchísimo a los escritores y no hace más que leer y estudiar y precisamente es licenciado en Literatura por la Universidad de Harvard, Cambridge, Massachusetts.

Claro que también me quieren Anna, Natascia y Giovannino, y puede que incluso Johnson sénior me quiera, pero ellos, sin ánimo de ofender, no saben realmente quién soy y hasta qué punto mis sueños son presuntuosos. Mis padres tampoco lo sabían, ni mi padre antes de morirse, ni mi madre antes de volverse loca. No tenían la más remota idea de quién era realmente su niña.

Johnson júnior nunca habla de la madre de su hijo, ni de la suya propia.

De su madre una vez se limitó a decir:

—Sólo conoce su espacio y en él se pasea de aquí para allá, de derecha a izquierda. Está en una cárcel y no se da cuenta. Pero no es mala y tampoco tonta. Terminará regresando. Ya lo verás.

—Espero que no —dije al borde de la desesperación—, tengo mucho miedo de que en esta historia alguien acabe suicidándose. Si no es tu madre, entonces será Anna.

—¡Qué va! ¿Por papá? ¿Por alguien que debería estar ingresado?

—¿Dónde?

—En el primer pabellón que encuentre abierto en cualquier hospital.

—¿Crees que está loco?

—No. Pero debería hacerse ingresar.

—¿Lo dices porque no te cae bien?

—Me cae estupendamente. Es mi tipo de padre preferido. Un verdadero artista. No contaminado. No pide otra cosa que poder tocar su violín y eso de hacerse rico y famoso le importa bien poco. A él lo único que le importa es tocar. Mi padre es el mejor ejemplo de hombre, aunque se anude la servilleta al cuello mientras espera que le sirvan y se la quite en cuanto se pone a comer. Una vez vio un BMW con el maletero abierto cargado de fruta exquisita como en exposición, se acercó y le preguntó al elegante señor que se encontraba al lado del automóvil a cuánto estaba el kilo, porque quería llevarle un poco a su familia.

—¿Y el señor qué le contestó?

—Que le echara un vistazo al coche y a él y después le dijera si tenía pinta de verdulero con su furgón. Y te cuento otra más. Una vez, cuando vivíamos en París, estaba buscando un carpintero y se ve que cogió la dirección equivocada, porque siempre lleva los bolsillos repletos de notitas arrugadas. Llamó al timbre de la Embajada de Estados Unidos, una mansión con escalinata de mármol y guardias apostados en la entrada, y preguntó si allí vivía el carpintero no sé cuántos.

—¿Y los guardias qué hicieron?

—Le preguntaron si a él le parecía que el edificio tenía pinta de carpintería, porque era la Embajada de Estados Unidos. Te lo digo yo, mi padre no es de este mundo, tal vez por eso es un buen ejemplo de hombre. El mejor que conozco.

—¿Y tu mujer? —le pregunté—. ¿Cómo es Mrs. Johnson júnior?

—No hay ninguna Mrs. Johnson júnior.

—¿No estáis casados?

—Ni casados ni nada.

Giovannino no conoce a su madre, Johnson júnior sólo le ha dicho que, cuando sea mayor, le explicará con lujo de detalles el misterio de su nacimiento.

—¿Un misterio feo? —le preguntó el niño.

—No. No hay nada de feo en tu nacimiento.

Sea cual fuere el misterio, el hijo está seguro de que su padre hizo lo que debía.

En ocasiones Giovannino me parece salido de vete a saber qué lejana profundidad. Quizá porque te mira como si te estuviera espiando. O porque siempre da la impresión de que puede arreglárselas sin ti. Jamás monta una escena por nada, como hacen los demás niños. Nada de gritos. Ni de alborotos. Se adapta a todas las situaciones, como a la comida vegetariana de su abuelo, él que es un niño acostumbrado a los grilled steaks americanos, o a los entrecôtes y al pâté de foie franceses, o a las chuletas a la milanesa. Pero desde que Mr. Johnson le contó lo que les hacen a los patos para obtener el paté, o cómo llevan al matadero a las terneras criadas para convertirlas en bistecs, Giovannino ya no quiere comer carne delante de su abuelo, que se impresiona, pero después, cuando está a solas con su padre, se la come con toda tranquilidad porque le encanta. Respeta las costumbres ajenas, no se enfada con nadie y, si puede decirse de un niño, yo diría que es tolerante. Y también prudente. Se nota que está acostumbrado a estar solo en casa, en ciudades grandes y peligrosas. Pregunta «¿quién es?» cuando alguien llama al timbre. Después abre la puerta despacio, muy despacio, dispuesto a cerrarla enseguida si, por casualidad, se ha dejado engañar por la voz. Entonces la cara se le ilumina, sonríe de oreja a oreja y suelta un «¡eres tú!», no se ha dejado engañar por la voz y el mundo es bueno, como le ha enseñado su padre.

Porque según Johnson júnior al comienzo de la vida es mejor ignorar el mal, siempre que no se te eche encima. Con los niños afortunados, no tocados por el mal, es inútil exponerles la lista de posibles atrocidades que, en cierta manera, no hacen más que empeorar sus pensamientos. Basta con dos o tres normas de seguridad, como preguntar «¿quién es?» antes de abrir la puerta y estar preparado para cerrarla si la voz quiere engañarnos, y no siempre puede decirse que la voz nos haya tendido voluntariamente una trampa, sino que a lo mejor no la hemos oído bien.

En cambio yo siempre tengo miedo de que les ocurra algo malo a quienes quiero. Una fuga de gas, un incendio en el edificio y ninguno de nosotros seguiría existiendo. Y si yo también me muriera, no pasaría nada, pero si durante la explosión no me encontrara en casa y, al regresar, ya no volviera a verlos, entonces no lo soportaría. De verdad, esta vez no lo soportaría. Tengo cuidado, compruebo una y otra vez la llave de paso del gas, los quemadores de la cocina, compruebo que el portón esté bien cerrado a los posibles asesinos. Pero nunca se puede estar seguro.

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