Alice

Alice


Primera parte » Capítulo 13

Página 16 de 30

Capítulo 13

Un día Mrs. Johnson se presentó en la puerta de mi casa y dijo:

—¡Hola! ¿Qué tal si nos tuteamos?

—Claro, pase. Quiero decir, pasa. Ay, me cuesta tutearla. Hagamos una cosa, usted me tutea y yo la trato de usted.

—Te molesto porque se me ha ocurrido algo que me atormenta y no puedo contárselo a nadie.

Entonces, como siempre, fuimos a sentarnos en el sofá rojo de lana rizada.

—¿Sabes guardar un secreto?

—Sí.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo. Pero ¿por qué me hace confidencias justamente a mí, Mrs. Johnson?

—No sabría con qué otra persona hablar.

—¿No tiene amigos, aquí en Cagliari?

—Conozco a muchas personas, pero no son amigas mías. Además, tú te pareces a alguien que siento muy cercana, aunque sea una ridiculez.

—¿Una ridiculez?

—Te pareces a la hija que me habría gustado tener, con ese bolso en bandolera cargado de libros, rubia, pálida, juiciosa, elegante.

—Y una calamidad.

—De eso ya me he dado cuenta.

—¿Por qué?

—Por el olor a quemado que sale por la ventana de tu cocina. Por el estrépito que hacen las cacerolas cuando se te caen de las manos. Por cómo tiendes a secar la ropa. Y, no te lo tomes a mal, por lo que me convidas cuando vengo a verte.

—Lo único a lo que la convido siempre es té.

—Precisamente.

—Entonces ¿quiere que vaya a prepararle un té?

—No, gracias. Tengo que hablar contigo. Quédate aquí sentada. ¿Prometes que guardarás el secreto?

—Lo prometo.

—Después de los sesenta y cinco años, a mi marido le entraron ciertas ganas, ciertas curiosidades. Empezó a comprar revistas guarras, ¿me comprendes? Quería que yo hiciera lo que se veía en las fotos. Y yo le decía: «Pero si soy una vieja. Estoy fofa. Debíamos haberlo pensado antes. Además, ¿acaso lo nuestro no ha sido bonito igual? ¿Acaso no es ahora el momento de descansar, de ser amigos fraternales? ¿No es lo que le pasa a todo el mundo, después de cincuenta años de vida en común?». Estoy segura de que la señora de abajo se convirtió en su amante y también entiendo por qué: hace lo que sale en esas revistas asquerosas. Qué vergüenza. Ella también es una vieja. ¿Qué se creía, que iba a ser la dueña del piso de arriba? ¿Qué yo no iba a regresar?

—No se creía nada. Anna es la persona más ingenua que conozco.

—Lo calculó como una auténtica puta. ¿Sabías que su madre también era puta? Aquí, en la Marina, lo sabe todo el mundo.

—No es puta y le aseguro que es incapaz de calcular nada.

—Eres demasiado joven para ciertas cosas. Si hubieses hojeado esas revistas, a lo mejor sabrías a qué me refiero.

—Las he hojeado, las revistas.

Mon dieu! Pobrecita mía. Mira que tener que ver ciertas cosas a tu edad.

—Desde que ocurrió la desgracia reúno información sobre el sexo. Johnson sénior no tiene la culpa.

Mon dieu! ¿Qué desgracia?

—La de mis padres. Oí decir que la estudiante de la que se enamoró mi padre, esa por la que se suicidó, era una máquina de guerra del sexo. Después de la muerte de Lady Diana, leí en un periódico que en vez de preferir a su guapísima esposa al príncipe Carlos le gustaba esa otra señora feúcha, Camilla, y era siempre por el sexo, y también leí que el rey Eduardo VIII de Inglaterra renunció al trono por amor a Wallis Simpson, una plebeya, y que Wallis lo conquistó con las artes aprendidas en un establecimiento de dudosa fama de Shanghái. Pensé que si yo también aprendía esas artes, nunca me dejarían por otra, como le pasó a mamá con mi padre. La estudiante esa era fea, si hasta tenía un poco de bigote, y recuerdo que cuando me besaba para despedirse, me pinchaba. Y aun así… Siento curiosidad por todo lo que pueda conducirme al establecimiento de dudosa fama al que fue Wallis Simpson en Shanghái.

—La muy guarra y puta de tu amiga seguro que sabrá indicarte el camino.

Me levanté de un salto como para invitarla a marcharse, pero estalló en sollozos, entonces le dije que se quedara todo el tiempo que quisiera, con la condición de que no hablara mal de Anna.

—¿Es que no sabéis que soy dueña de todo? —continuó diciendo—. Mi marido tenía una sola casa de su propiedad en la playa, en uno de los lugares más famosos de Cerdeña, una maravilla, yo insistí para que se la comprara cuando todavía ganaba mucho con el violín. Porque era un gran violinista. Pero no sabía vender su arte. Renunciaba a los contratos más ventajosos, no quería saber nada de entrevistas. Él no sabe lo que son los buenos modales, no se resiste a los impulsos. Si se aburre, se duerme delante de quien le está hablando. Además, despilfarraba el dinero que ganaba, fueron muchos los que se dieron cuenta de que bastaba con pedir para obtener algo. Sólo quedó lo que era mío. A veces me preguntaba si era bueno de verdad. O sólo tonto. Un inadaptado. En fin, que conseguí que se comprara aquella casa. Pero nunca se comportaba como una persona normal. Andaba siempre entre las rocas buscando lapas, mientras en la playa había gente importante con la que establecer contactos. Se acercaban a nuestra sombrilla, querían saludar al violinista, felicitarlo. Yo me mataba haciéndole señas desde la playa, lo llamaba. Las rocas no estaban lejos, pero él fingía no enterarse. Además, decía que como acababan de ponerse los sombreros, los pareos o los bronceadores o de salir de la peluquería, estaba seguro de que nadie se habría tirado al agua por él. Eso decía. En cuanto llegaba el niño, regresaba a la sombrilla y los dos se ponían a jugar. Rodaban por la arena y construían castillos, y si alguien se acercaba, él seguía concentrado en levantar una torre, un puentecito, una fortificación. Cuando nos invitaban, era un aguafiestas y me decía: «¿Qué vas a hacer tú en esas cárceles?». Yo iba, sola y triste, por amor a él, para estrechar relaciones con esas personas importantes. Y qué fiestas daban, de cárceles no tenían nada. Cuando ibas hacia esas mansiones, el cielo se veía a trocitos, de tan altos que eran los árboles y de entrelazadas que estaban sus ramas sobre los senderos de guijarros. Después, a medida que avanzabas, el cielo se abría y te encontrabas en un prado de hierba perfectamente cortada, con parterres de flores multicolores y mesas con manteles de encaje agitados por la brisa, y camareros que llegaban con bandejas llenas de copas de cristal. Yo hacía algún contacto para algún concierto, regresaba a casa entusiasmada y se lo contaba todo. Pero él decía que ninguna de esas personas lo había oído tocar y que no lo apreciaban de verdad, sencillamente se habían enterado por los diarios o la televisión de que un violinista americano se había instalado en Cerdeña por amor. Me convenció para que vendiera aquella casa y comprara una choza en una islita de pescadores, a la que se llegaba en ferry, tras un viaje en el que te azotaba el viento. Un viento que se te llevaba. Pero nuestra choza estaba cerca de las playas tranquilas, se entraba por una de esas verjas que interrumpían largas murallas blancas, sepultadas en el monte espinoso, que te arañaba, y los huertos, huertos miserables, de tomates. Me acuerdo del suelo, qué asco, cubierto de higos violáceos despachurrados y, aparte de las cigarras, el silencio era absoluto, angustiante. Bonita lo es, la isla esa. Pero a mí no me gustaba. En ciertos lugares el agua es celeste, o de un azul verdoso oscuro, y el fondo marino está lleno de peces, pero a mí no me gusta bañarme cuando el fondo es rocoso y no puedes pisar en ninguna parte porque si no te haces daño, y tienes que estar todo el rato nadando, nadando, porque salir del agua es una hazaña. Una pequeña isla donde el paisaje cambia en un radio de pocos kilómetros. Con unos senderos estrechos, cavados en los acantilados, que se encaraman por las rocas hasta abrirse libres y rectos como pistas de aterrizaje en la piedra negra, a plomo sobre el mar. ¡Qué miedo! Unos acantilados plateados que te recuerdan los cráteres lunares. Qué desolación, perdidos en otro planeta… A mí no me gustan los acantilados complicados y a trasmano. Prefiero las calas redondas, suaves y perfumadas, pero mi marido nunca quería ir a esas calas, porque claro, estaban llenas de gente. Y el cielo, cuántas estrellas, él estaba embobado con las estrellas y tocaba el violín para ellas, para las estrellas, pero a mí me dan igual las estrellas en el cielo y me canso de estar con la nariz apuntando hacia arriba y me parecía ridículo que él tocara el violín para las estrellas. Había que verlo a mi marido, tan inútil y a disgusto en tierra, cómo se movía entre peces y jardines submarinos, cómo cabalgaba las olas. Hasta miedo me daba. Desde entonces pienso que a lo mejor Levi Johnson no es un terrícola. Es lo que dicen, ¿no?, que de otros planetas nos mandan alienígenas, replicantes idénticos en todo a nosotros, para observarnos, pero si los miramos con atención, nos damos cuenta de que no son de los nuestros. Claro que él parecía un ser humano en todo, absolutamente en todo, y después de que tuvimos a nuestro niño, fue un buen padre. Entre aquellas piedras los niños pescaban pececitos con sus redes, y jugaban en la calle o en la plaza, vigilados por los viejecitos que se apretujaban en los bancos. Mi marido decía que para el niño era mejor, porque en el sitio de antes, el mar estaba tan invadido por botes y flotadores con enormes cabezas de animales que sólo debajo del agua se podía estar tranquilo, y en las rocas no había lapas ni erizos, mientras que allí los había a montones. Erizos y lapas, cuando podíamos permitirnos tomar langostas. Pero él no come animales superiores. En la isla preparan un atún riquísimo, pero cada vez que en el restaurante me daba por tomarme un trozo, no hacía más que hablarme de la matanza, del sufrimiento de esos pobres desgraciados. Y después, a ver quién era capaz de comerse el atún… Además, a él le disgustaban los chismorreos de los habitantes de los chalets; en cambio, en la isla hablaban siempre de barquitas de madera y sus nuevos amigos le enseñaron todo sobre el mar, hasta el punto de que ya no parecía él, sino un verdadero marinero, aunque no pescara, porque juró que él jamás habría matado ni pedido a nadie que matara para darle de comer. Probablemente fueron ellos quienes le metieron en la cabeza la idea de los barcos de crucero. Allí tampoco había nadie que conociera su música, y ni siquiera lo felicitaban, porque seguro que nunca habían leído los artículos sobre él, y hablaban de otra cosa, y por la mañana, la gente bajaba a la playa incluso en pijama, y con estos ojos vi que muchos se metían en el agua en calzoncillos. Se compró una barquita de madera, característica del lugar, cuando nos podíamos permitir un yate.

—¿Eran muy ricos?

—Ha pasado tanto tiempo desde que fuimos muy ricos que ni siquiera me acuerdo bien de cómo es. Cuando terminamos de venderlo todo, nos vinimos aquí, a esta casa. Llevamos juntos cincuenta años. A veces hasta hemos sido felices. Ahora pienso que he amado a un alienígena. Cuando mis familiares se encontraron delante de aquel muchacho americano también preguntaron, como hace todo el mundo, si era uno de los Johnson de la empresa Johnson & Johnson. No lo era. Se llevaron un disgusto y dijeron que para eso más valía que me hubiese buscado un sardo. Pero yo estaba enamorada y sabían que tenía carácter fuerte y que no había nada que hacer. Casi nunca íbamos juntos a Estados Unidos, él se iba a ver a su familia, a un lugar que está en el quinto pino y donde no había nada del auténtico Estados Unidos, y allí tenían cuatro granjas que olían a mierda de vaca. En las estaciones intermedias vivíamos en París y París era realmente París. Pero no desde el principio. Primero se trasladó él. Tenías que haber visto la casa que eligió, una especie de cochera para caballerías y carruajes en un edificio del siglo XVIII, transformada después en portería. A Levi no le gusta poseer, se encariña únicamente con las cosas que los demás desechan. Sus coches han estado siempre para el desguace, os habréis dado cuenta, los muebles que él elige han sido siempre desvencijados. En fin, cuando llegué, al lado de nuestro tugurio oscuro y húmedo vi el vestíbulo del edificio, con espejos y escalinata de pizarra y pasamanos de hierro con sus hojas de vid y sus sarmientos decorativos, que empezaba ancha por abajo e iba estrechándose a medida que subía. Un solo apartamento por planta. Aquella era la casa donde tendríamos que haber vivido nosotros. Por teléfono me había hablado de la caballeriza como si fuera un paraíso. Primer arrondissement. Les Tuileries Louvre. Sí, pero seguía siendo una caballeriza remodelada. Y ni te cuento la de discusiones, la de esfuerzos que tuve que hacer para convencerlo de que dejáramos la caballeriza y subiéramos al tercer piso, a las estrellas. Pero él la echaba de menos y cada vez que salíamos por el portón y veíamos la vieja caballeriza—portería, nunca dejaba de decir que, en el fondo, allí vivíamos mejor.

»La cuestión es que mi marido y mi hijo son dichosos por naturaleza y con muy poco ya son felices. También tu amiga, la señora de abajo, debe de ser como ellos, una alienígena. Aunque te digo una cosa, si por casualidad, aunque no creo, fuese su amante, me pregunto cómo han podido enredarse de este modo en las turbulencias de la vida. La verdad, no los envidio. Pero no quiero seguir molestando, ni hablar mal de tu Anna; además, no sé si es realmente la amante de mi marido.

Se levantó del sofá, la acompañé a la puerta, me abrazó, se echó a llorar otra vez y se limpió los mocos con la punta de la bata.

Johnson júnior me contó que el día en que ella regresó, entró en la casa con sus llaves, se puso a recorrer todas las habitaciones, pasando delante del marido, del hijo y del ama de llaves como si fueran muebles. Sin dignarse siquiera a saludarlos. Y a Giovannino, que no lo conocía, lo observó fijamente con su mirada negra y firme. Después, con las manos juntas, volvió los ojos al cielo, como rezando, y con aire de desprecio se fue a su dormitorio y cerró la puerta con llave.

Le pregunté por qué su madre dijo que él hacía cosas contrarias a la naturaleza.

Me contestó que la vida nos llena el corazón y no siempre podemos echarla. No lo entendí, de todos modos tengo miedo de que en esta historia alguien acabe suicidándose, por ejemplo la señora de arriba. Tengo miedo de que vuelva a aprovisionarse de pastillas. Desde que mi padre lo hizo, siempre tengo miedo de que las personas tristes se quiten la vida. Incluso ahora, si una persona triste me pide que la llame por teléfono, y yo la llamo y no la encuentro, enseguida pienso en sus pies y los veo metidos en un par de zapatos lustrados que cuelgan del techo, y después, esos mismos zapatos los veo vacíos. Para mí la muerte es un par de zapatos vacíos.

Una noche ya no aguantaba más y llamé a la puerta de Anna.

—Tengo mucho miedo a la muerte —le dije.

Mischinedda! —me contestó y desplegó una sábana sobre el sofá, en Buckingham Palace.

Natascia tuvo un mal sueño con eso de los celos, y para que a su madre no le diera también una pesadilla, se trasladó a Buckingham Palace, donde ocupó otro sofá. Con la luz apagada me contó el mal sueño.

—Estábamos en la playa con mi novio y un grupo de gente que no habíamos visto nunca, pero que en el sueño conocía bien. Mi novio se quedaba rezagado con una chica y yo me decía: «No puedo controlarlo de este modo. No puedo ir donde están ellos. ¿Qué puede ocurrir si caminan un trecho juntos?». Pero resulta que esos dos no llegaban nunca. Desesperada, ya me disponía a ir a buscarlos cuando la chica apareció sola y me dijo: «Nos hemos enamorado». Y yo le preguntaba: «¿Dónde está él?». Y ella me contestaba: «Se ha quedado allá atrás. No ha tenido el valor de decírtelo. Y yo ahora tengo prisa y no te lo puedo explicar. Te doy mi número. Llámame un día de éstos».

Natascia lloraba a moco tendido.

—Si llega a ocurrir, me mato.

Me fui a sentar en su sofá.

—No digas esas cosas, no tienes ni idea de lo que es un suicidio para los que se quedan.

—Me gustaría conseguir un poco de cianuro, por seguridad. Me obsesiona el hecho de que, llegado el momento, podría no tenerlo y verme obligada a soportar que mi novio se enamore de otra.

—De acuerdo. Pero mañana se lo comentamos a Johnson júnior y ya verás cómo te convence.

—Johnson júnior nunca ha tenido problemas y no puede entenderlo.

Ir a la siguiente página

Report Page